Mientras duermes (14 page)

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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras duermes
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A las 21.30 las últimas esperanzas de Cillian murieron: mientras, agachado, pasaba una llave inglesa al técnico, la puerta de cristal se abrió, el aire gélido del invierno enfrió la nuca acalorada del portero, y Clara entró en el vestíbulo. Un día casi perfecto acababa de manera imperfecta. Esa noche dormiría solo. Precisamente esa noche, con todas las sorpresas e iniciativas que tenía preparadas en su mochila.

Intentó ocultar su decepción.

—Está de suerte —comentó cuando la pelirroja llegó a su altura—. Uno de los ascensores ya funciona.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

Cillian la puso al día, enfatizando el riesgo de que los costes de los desperfectos pudieran recaer sobre la comunidad de vecinos.

—Al menos eso es lo que han comentado los propietarios.

Pero Clara, acorde a su naturaleza bondadosa, no vio las cosas tan negativas.

—Seguro que no tendremos problemas, ya lo verás. La del 5B es aquella señora tan guapa y elegante, ¿verdad?

—Sí, esa esnob.

—No la conozco, pero parece buena gente. Ya verás como hará lo posible por arreglar de buenas maneras lo que ha pasado. —Hasta se preocupó por ella—: Lo tiene que estar pasando muy mal.

«Eso espero», pensó Cillian mientras intentaba averiguar su estado de ánimo. Si la carta de Aurelia había provocado tristeza en ella, lo estaba ocultando bien. Pero tampoco había pruebas fehacientes de que, detrás de su sonrisa exterior, Clara se sintiera realmente feliz.

—¿Se encuentra bien?

A Clara le sorprendió la pregunta.

—Sí. ¿Por qué?

—No sé, parece más seria.

—Eso es porque no estás acostumbrado a verme por la tarde —contestó Clara, serena—. El cansancio puede conmigo.

Cillian, en realidad, estaba más que acostumbrado a verla por la tarde. A verla por la noche, a verla de madrugada, a verla a cualquier hora del día. Pero no podía contestarle eso y no replicó.

Clara le ofreció una de sus infinitas sonrisas y desapareció en el interior del ascensor. Cillian la saludó con la mano. Se quedó con la duda en cuanto a su estado de ánimo. Por lo que había visto, Clara no entraba en ninguno de los tipos de tristeza que tenía catalogados. Pero tampoco rebosaba felicidad como tantas otras veces.

—Tampoco aquí veo ningún problema serio —gritó el técnico—. Ya podemos poner en funcionamiento también éste.

—¿Está seguro? —preguntó Cillian. Ahora que Clara había regresado a casa, no tenía prisa. Perdido el objetivo primario, quedaban los secundarios. Pensó que si los dos ascensores se ponían en marcha inmediatamente, la percepción de los efectos dañinos de la inundación del 5B no tendría un gran impacto en la comunidad de vecinos—. ¿Seguro que no hay ningún riesgo? Si yo fuera usted, no asumiría tan importante responsabilidad... ¿No sería oportuno esperar hasta mañana?

El técnico lo tenía claro.

—Pero yo no soy usted. No hay agua abajo. Los cables están bien. Todo está perfecto.

—¿Seguro?

A las 21.50, con gran pesar de Cillian, los dos ascensores funcionaban regularmente, y el técnico, tras hacerle firmar un recibo, se despidió, listo para ir a solucionar otra emergencia al otro lado del parque.

—Es lo bonito de trabajar en una ciudad con edificios altos. —sonrío—. Los ascensores son ...

—Ya me lo ha dicho —le cortó Cillian.

Cillian se quedó solo. Nunca había visto el vestíbulo tan sucio. Decidió, no por escrúpulos del deber sino por distraerse, adelantar las faenas del día siguiente, y, fregona y cubo en mano, borró los rastros de los bomberos y del agua. En el vestíbulo, en la escalera y en el rellano de la quinta planta. Descubrió que habían recolocado la puerta del 5B. Se pasó la mano por la ropa y por el pelo y llamó al timbre con la intención de consolar a su manera a la inquilina. Le preguntaría si estaba bien, si podía hacer algo, si los daños eran en efecto tan graves. Pero, evidentemente, la mujer, incapaz de pasar la noche en ese lugar, se había marchado.

De existir el destino, estaba escrito que Cillian pasaría esa noche en soledad.

A las 23.30 Cillian estaba en su estudio, sin demasiada hambre y atónito ante la pantalla del ordenador: tampoco por la tarde Clara había contestado al mensaje de dolor de Aurelia. Y lo que más le sorprendía era que Clara había entrado en su perfil y contestado a mensajes muy triviales, incluso había colgado un vídeo de una fiesta en la que se la veía muy divertida. No lo entendía. ¿Cómo era posible que hiciera oídos sordos a una confesión tan desgarradora?

No comió nada, pero no desperdició su cena. Quiso asegurarse de que por lo menos los tres ratones, que habían pasado toda la tarde en una caja pequeña, no la palmaran durante la noche. Los recolocó en una caja más grande, con un poco de agua y la mitad de su cena, a base de queso y jamón. Al contrario de lo que esperaba, vio que los roedores olisqueaban nerviosos el trozo de emmental y acto seguido lo abandonaban en el centro de la caja, intacto, y se abalanzaban sobre la carne de cerdo. Empezó el más grande y los dos más pequeños lo siguieron. Primero hincaron los dientes a lo largo del borde de la loncha, y sólo cuando el perímetro estaba totalmente mordisqueado, avanzaron hacia al centro.

La otra mitad de la cena fue para los insectos. Seguramente las cucarachas no serían tan exquisitas. Dentro de esa cajita había cincuenta unidades (al menos por esa cantidad había pagado dos dólares y sesenta céntimos). Abrió un poquito la tapa, lo suficiente para que uno de los bichos saltara fuera y correteara velocísimo por todo el estudio. Intentó perseguirlo y atraparlo vivo, pero el animal era increíblemente escurridizo. Después de muchos intentos, no le quedó más remedio que sacrificarlo. Un pisotón, con el zapato, en medio del salón. Ahora para el 8A sólo contaba con cuarenta y nueve soldaditos, pero, si eran tan rápidos como el bicho fallecido, se daba por satisfecho. Con un movimiento resuelto, abrió la cajita, tiró al interior el queso y el jamón, y volvió a cerrar; no dio opción de fuga a ningún otro preso. Los soldaditos tenían su cena.

Aprovechó, curioso, para controlar el contenido de las cajitas de las moscas. Abrió la primera lo suficiente para dejar a la vista sólo un sutil hilo de luz. No era necesario. Allí no había movimiento. Sólo un albaricoque deshuesado cuyo interior era una masa gelatinosa blanca. Las larvas.

Colocó las dos cajitas de las moscas de la fruta cerca de los tubos de la calefacción, el lugar más calido de la habitación, tal como le había sugerido el encargado pesado de la tienda.

El temor de pasar una noche insomne resultó infundado. Miró su reloj de pulsera a las 23.56 y fue la última vez que tuvo conciencia de la hora. Entró en un sueño profundo sin darse cuenta. Su cuerpo lo necesitaba.

8

La alarma del reloj de pulsera le sobresaltó, como cada mañana. Desde que era un crío, no había forma de que tuviera un despertar sereno. Pasara lo que pasase el día anterior, tuviese o no un motivo de preocupación, siempre se despertaba sin respiración, asustado. Apagó la alarma; tenía el pulso acelerado. Se giró para cerciorarse de que Clara seguía durmiendo y sólo entonces se dio cuenta de que no estaba en el dormitorio del 8A.

Había dormido más de cuatro horas seguidas, pero todavía se sentía cansado. Muy cansado. Su colchón era estrecho, más fino y menos confortable que el de Clara. Además, el ruido de los tubos del techo resultaba más molesto de lo habitual ahora que el edificio estaba silencioso y los sentidos de Cillian más perceptivos. Pero ésa no podía ser la única causa de su agotamiento. Clara, como una droga, le estaba proporcionando ilusión, una razón para seguir viendo con positivismo la vida, pero también un tremendo cansancio mental que le afectaba físicamente.

Se levantó y, sin pensarlo, rehízo la cama y borró con esmero los rastros de su presencia. Sólo cuando había acabado se dio cuenta de que era una tarea inútil. Se vistió con ropa de calle y se calzó los zapatos nuevos, forrados en amarillo.

Primero al vestíbulo, a por la escoba. Y luego, por fin, a la azotea.

Fue rápido. Abrió la puerta. El frío viento invernal le golpeó la cara. Volvió a cerrar la puerta. No salió al exterior. Esa mañana no era necesario. Tenía muchas razones para ponerse debajo del chorro de agua y prepararse para un día que prometía ser cuando menos entretenido.

A las cinco de la mañana ya estaba duchado y vestido con sus vaqueros oscuros y una camiseta blanca. Los ratones correteaban nerviosos de un lado a otro de la caja. Se habían comido las lonchas de jamón y casi todo el queso. Comprobó que también las cucarachas seguían con vida.

Decidió llenar la hora que le quedaba antes de entrar en servicio con un paseo por la ciudad. Envuelto en su abrigo oscuro, con la bufanda de lana y un gorro que le protegía las orejas, salió a la calle, tapizada de nuevo por un suave manto blanco. Otra vez estaba nevando. Se llevó la caja de madera que guardaba en el cajón de la garita.

Iba al río. En concreto al Hudson, al otro lado del parque. No estaba tan cerca como el East River, pero allí tenía un lugar especial. Su lugar. El muelle de la calle Setenta y nueve Oeste. En invierno era cuando más le gustaba, porque estaba cerrado al público. Los desiertos amarres para los barcos pequeños tenían un aire gótico, melancólico. Los bares y el café cerrados transmitían la sensación de que la feria había acabado y que nada quedaba de la alegría y la felicidad pasadas.

Saltó la verja sin demasiados problemas y se dirigió al muelle. Cerca de la orilla, el río estaba helado. Parcialmente helado; por suerte. A pocos metros de sus pies había un agujero en la superficie.

Abrió la caja y examinó el contenido. Un fajo con una decena de cartas, todas escritas con la misma caligrafía, dirigidas al señor Samuelson desde una residencia de Washington. El colgante de la asistenta latina con la foto de sus niños mulatos y sonrientes. Un pendiente con una perla que parecía verdadera. Unas gafas de lectura con la montura dorada y unas gafas de sol. Un guante masculino de piel y, finalmente, un collar de perro con el nombre de Elvis grabado en la medallita.

Uno tras otro, todos los objetos de la caja aterrizaron en el agua. El último, el fajo de cartas, permaneció unos instantes en la superficie; después desapareció en el fondo oscuro.

Era un ritual que repetía sin fechas fijas. Dependía de cuántos objetos de valor había coleccionado. Cuando estaba seguro de que la pérdida de cada objeto que había en la caja podía convertirse en razón de tristeza para alguien y, sobre todo, que no había forma más dañina de utilizar el objeto en cuestión, se deshacía del contenido en el río. Cualquier sitio habría valido —la reja del metro, el hueco del ascensor, su retrete—, pero el río, allí, en el cruce de la calle Setenta y nueve, era un lugar solemne, a la vez romántico e icástico. Hacía años que tiraba objetos en el Hudson, desde trabajos muy anteriores al de Upper East. De no ser por la corriente, allí abajo habría un pequeño tesoro.

A las 6.45 se hallaba puntualmente en su garita, con el uniforme y la gorra, ambos oscuros. La acera estaba despejada; la cancela exterior, abierta; el suelo del vestíbulo, impecable; los ascensores funcionaban con normalidad. Todo había recobrado el orden de siempre.

El día transcurrió monótono y, a los ojos de Cillian, lento y aburrido. La ansiedad por subir al apartamento de Clara con las compras del día anterior colisionaba frontalmente con el ritmo flemático de las tareas diarias. Sólo los vecinos más ancianos se detuvieron un poco más que lo habitual para comentar la movida de la tarde anterior. Parecía que para los demás el accidente del 5B era una anécdota ya olvidada. Todo seguía su monótono, pausado rumbo.

A media mañana llegaron los peritos de la aseguradora junto con la vecina del 5B, que volvía a llevar las gafas de Chanel. Cillian no podía ver sus ojos, pero las gafas le confirmaban que seguían rojos o, por lo menos, hinchados.

—Buenos días. ¿Qué tal está?

La mujer, nerviosa por el resultado del peritaje, ni oyó el saludo del portero. Desapareció rápidamente en el ascensor, mordisqueándose las uñas, junto con los dos peritos trajeados.

Estuvieron algo menos de una hora arriba, en el apartamento inundado. Primero bajaron los dos hombres de la aseguradora. Parloteaban entre ellos, pero al ver al portero se callaron; siguieron en silencio hasta la puerta y una vez fuera reanudaron su conversación.

Después bajó la mujer. Sola, trasteando con su móvil. Cillian intentó parecer preocupado.

—¿Ha sido muy grave?

Pasó delante de él sin mirarle.

—Si puedo serle de alguna ayuda...

La mujer levantó entonces la mirada y agradeció el ofrecimiento con un movimiento distraído de la cabeza. A continuación, se pegó el móvil a la oreja y también ella desapareció en la calle.

Se fue sin que Cillian consiguiera interpretar el resultado del peritaje. Pero no permitió que esa duda cambiara la opinión que tenía de lo que había ocurrido el día anterior. Que el seguro cubriera la totalidad, parte o nada del siniestro era un detalle que no modificaba el éxito de su acción. Se lo repitió para sus adentros para que le quedara claro, sobre todo en los eventuales momentos futuros de depresión. «Lo has hecho muy bien, Cillian. Muy bien.»

Durante la pausa del almuerzo constató que los ratoncitos habían defecado por toda la caja, que la comida en la cajita de cucarachas había reducido de tamaño y se había vuelto más oscura, y que Clara seguía sin responder a Aurelia.

«¿Por qué demonios no contestas?» No se lo explicaba. Ahora, después de dos días de silencio, no conseguía imaginar qué pasaba por la cabeza de la chica. La primera posibilidad, que Clara sospechara de la autenticidad del mensaje, volvió por un instante a tomar cierta consistencia. Pero tampoco se lo creía demasiado. Tenía que haber un tercer motivo que en ese momento no veía pero que a buen seguro explicaba lo que estaba pasando.

Por la tarde, después de la ansiada llegada del equipo de limpieza que marcaba el fin de su jornada laboral, fue a ver a los Lorenzo. Por lo menos allí su mente se distraería y dejaría de pensar en Clara.

Cuando Cillian entró en el dormitorio, Alessandro apartó la mirada, frío.

—¿Estás enfadado porque ayer no vine?

Una vez a solas con él, se justificó —mintió— diciendo que la razón de su ausencia había sido la mujer del 5B. Le contó los detalles del desastre que había causado en el apartamento su trastada con el lavavajillas.

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