Se despertó a las cuatro de la madrugada. Había olvidado quitar la alarma. La almohada estaba empapada de agua; el hielo se había derretido. La migraña había remitido plenamente, la visión volvía a ser nítida. Pero tuvo que enfrentarse a un ataque de ansiedad. La angustia le sorprendió con una violencia inusitada cuando más falto de entrenamiento se encontraba. Tuvo que salir inmediatamente del estudio, no le dio tiempo ni a calzarse los zapatos forrados. Por fortuna, se había acostado vestido.
Se encontró otra vez practicando el funambulismo extremo a sesenta metros sobre la acera. De nuevo el desagradable contacto de los pies desnudos con el hierro helado de la barandilla. Debajo, en la calle, el coche rojo aparcado perpendicularmente a él.
Después del breve paréntesis de los últimos días, el juego era teatralmente arriesgado. «Razones para volver a la cama: Clara regresará pronto.»
Pensó en otros motivos pero no se le ocurrió nada. La norma que se había impuesto de que como mínimo tenían que ser tres razones le pareció una tontería supina.
«Razones para saltar: nada de lo que he hecho le molesta... tengo que empezar con ella desde el principio... dentro de unos días me echarán del trabajo... está Ursula... el vecino del 10B... mi madre merece sufrir...»
Abrió los brazos. Pero tuvo claro que no saltaría. No saltaría. A pesar de todo.
Era un fraude descarado. No supo encontrar otra explicación. Estaba sorprendido de su falta de coherencia y disciplina. La balanza se había inclinado claramente hacia un lado. Según sus propias reglas, respetadas fielmente durante años, debía apretar el gatillo. Pero en ese momento supo que no lo haría.
Echó la pierna derecha hacia atrás y regresó al suelo de la azotea.
—¿Qué te pasa, Cillian? —se preguntó en voz alta.
Su modus vivendi o, más bien, supervivendi, se ponía en tela de juicio esa madrugada de invierno.
—¿Qué diablos te pasa?
Intentó encontrar una respuesta. El consuelo de poder acabar en cualquier momento con su tormento interior le había permitido llegar hasta allí gracias a su disciplina. Pero si esa disciplina se resquebrajaba, nada de lo que había hecho tenía sentido.
—¿Qué coño te pasa, portero?
No lo sabía.
De pronto el remolino de su estómago resonó en el silencio de la azotea. El rostro sonriente de Clara acudió a su mente.
—¡Te voy a borrar esa maldita sonrisa de mierda! —gritó con rabia al tiempo que golpeaba violentamente la mano derecha, todavía vendada, contra la barandilla. Y esta vez estuvo seguro de que se la había roto. El dolor le distrajo de su ensoñación y le devolvió a la realidad.
—¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! —gritó entonces.
No dedicó un momento a meditar sobre el significado del mensaje.
Si algún vecino hubiera estado asomado a la ventana le habría oído. Pero no le importó.
Debajo del chorro de agua hirviendo, observó su mano, tremendamente hinchada. Con dolor, conseguía cerrar un poquito el meñique y el anular, pero no había forma de mover el dedo corazón y el índice.
Ya más sereno, reflexionó sobre lo que había ocurrido en la azotea unos minutos antes. Y poco a poco se insinuó en su cabeza la idea de que no había habido ningún fraude.
Había sentido el impulso de dar un paso hacia atrás poco antes de que su subconsciente llamara a la chica pelirroja para provocarle y desatar su ira. Esa breve imagen era la clave para llegar a comprender.
Incapaz de aceptar que su existencia había perdido de golpe toda su coherencia, se dijo que también esa madrugada había sido fiel a su autodisciplina. No había habido fraude ni excepción a las reglas. Si había habido algún error, debía buscarlo en otro lugar. Elaboró entonces la teoría de que el desliz se había producido en la repartición de los pesos. Había olvidado poner una razón determinante y su subconsciente había enmendado el error a tiempo.
La teoría funcionaba. Mientras su espalda enrojecía por el contacto largo y continuado con el agua caliente, llenó esa teoría de contenido racional. La imagen de Clara sonriente era la clave que daba coherencia a su aparentemente deshonesto regreso al suelo de la azotea. Volvió a mirar su mano; se la había destrozado mientras gritaba: «¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo!».
El agua le golpeaba con fuerza la cara. El suicidio tenía que ser un consuelo, y no lo sería hasta que eliminara el tormento al que Clara le sometía. No habría paz en abandonar este mundo si permitía que esa maldita chica siguiera viviendo alegre y feliz.
«Puedo ganar a Clara.» Ésta era la razón de peso, no verbalizada, olvidada. Daban igual todos los fracasos del pasado. La chica seguía siendo una diana a su alcance. Y la posibilidad de derrotarla tenía que animarle a seguir adelante.
Llegó a convencerse y a sentirse en paz consigo mismo. Cerró el grifo de la ducha. Todo se aclaraba. El pasado reciente y el futuro.
Todas sus acciones de titiritero oculto habían fracasado. No tenía más remedio que recurrir a la repudiada violencia.
—Te voy a hacer daño, Clara. Mucho daño —dijo mientras se vestía. Daño físico. Sufrimiento. Le provocaría tormento físico. La sorprendería a solas en su casa. No le gustaba la idea, pero no había otra solución. Dejaría de ser un dios discreto y bajaría a la tierra como vengador—. Los jueguecitos se han acabado.
Su mano derecha, debido al efecto añadido del agua caliente, estaba hinchada como una pelota y empezaba a tener un color violáceo entre el índice y el pulgar. Dejaría la cara de Clara como él tenía la mano en ese momento.
El primer objetivo consistía en adelantar cuanto antes el regreso de la chica a casa. En su garita, en el vestíbulo, estableció mentalmente todas las acciones que debía poner en marcha. Ese mismo día llevaría todas las bolsas de ropa, las fundas y las cortinas a la tintorería. Recolocaría los muebles, airearía las habitaciones para disipar los efectos del veneno. Arreglaría el cable de la nevera. El apartamento 8A volvería a ser habitable ese mismo fin de semana.
A las 12.20, después de haber ensayado el texto, llamó a Clara al móvil. A la tercera llamada, saltó el buzón de voz: «Hola, soy Clara. Di blablabla después del bip».
«Seguro que sonreía», pensó Cillian mientras escuchaba la voz de la pelirroja.
«Buenos días, señorita King. Soy Cillian, el portero. Quería comunicarle que —se calló de golpe, incrédulo. Un perro sucio y maltrecho se asomaba, moviendo la cola, a la puerta principal. Se recuperó—: Que su piso está listo. A partir del sábado, puede volver cuando quiera. Ya no hay bichos, y la lavandería tendrá mañana toda su ropa. Espero que se encuentre bien. Adiós.»
Colgó. No se lo podía creer. Ese perro, asqueroso y muerto de frío era Elvis, el chucho perdido de la señora Norman. Había vuelto.
Recordó el día en que se había escapado del piso de la señora Norman —como hacía a menudo— y había bajado al vestíbulo para darle la lata. Cillian, amable, le había abierto la puerta de la calle, le había guiado, con la recompensa de un perrito caliente, hasta la estación de metro de la calle Setenta y cuatro. Habían cogido juntos la línea verde hasta la última parada de Utica Avenue; no le importó la mirada acusatoria de algunos pasajeros por el hecho de que el perro iba sin correa. Habían bajado en Brooklyn. Habían caminado sin rumbo fijo, zigzagueando por las calles, para dificultar la orientación, hasta llegar a Prospect Park. Cillian le había quitado el collar, con la medallita, para que no le apretara, y finalmente le había tirado el ansiado perrito caliente lo más lejos posible. La imagen de Elvis corriendo en la hierba cubierta de nieve detrás del bocadillo era la última que tenía del animal. Hasta ese momento.
Sólo Dios sabía cómo ese perro había conseguido regresar. Cillian no creía en la mala suerte. Cada individuo era artífice de su destino y en algún caso, como el suyo, del destino de los demás. No había ninguna fuerza que dirigiera al hombre desde arriba y, sobre todo, nada estaba escrito. El fatalismo no existía. No podía existir. Pero se le ocurrió que, de haberlo, a él le habían echado el mal de ojo. Todo le salía al contrario de como quería.
Intentó asustar al animal moviendo los brazos con gestos amenazantes. Pero el perrito no se despegaba del cristal; agitaba la cola, feliz de haber encontrado de nuevo un rostro conocido. Cillian fue por la escoba con la intención de salir a la calle y alejarlo de malas maneras, como si fuera un perro salvaje. Pero en ese momento las puertas del ascensor se abrieron y la señora Norman, en bata y pantuflas, despeinada y con la cara cubierta de cremas, salió como una exhalación.
—¡Elvis, Elvis!
Fue como en una telenovela. La señora Norman lloraba de alegría y el perro lanzaba agudos quejidos y lamía el rostro de su dueña.
—¡¿Dónde te habías metido, querido mío?! ¡No sabes lo mal que lo hemos pasado sin ti! ¡Lo que hemos sufrido!
El perro emitía agudísimos gruñidos y parecía que le contestaba. Los labios de la anciana y la lengua del cánido se fusionaron en un baño de saliva.
La mujer se percató de la presencia del portero, quien, escoba en mano, empezó a barrer el suelo para disimular.
—¡Cillian, mira quién ha vuelto!
—Me alegro mucho, señora Norman. ¿Seguro que es Elvis?
—Claro que es Elvis. ¿No lo reconoces?
—Me alegro mucho —repitió él—. Ya le dije que volvería.
—Es cierto —convino la señora Norman entre lágrimas—. Tú nunca perdiste la esperanza. Yo sí, francamente. Pensaba que... pero tú me animaste siempre. Muchas gracias, Cillian.
Animada, trastornada por la inesperada alegría, la anciana se levantó, fue hacia Cillian y le plantó un beso en la mejilla.
—Muchas gracias, eres un sol.
Cillian no replicó. Siguió barriendo el polvo imaginario del suelo.
—¡Las chicas! —gritó la señora Norman—. ¡Verás que contentas se ponen cuando te vean!
El perro lanzó un lamento emocionado.
La señora Norman, sin dejar de besar a su perro, volvió a desaparecer dentro del ascensor.
El silencio regresó al vestíbulo. Cillian se limpió la mejilla de aquella mezcla de saliva de distintas especies. La mano le dolió intensamente cuando tiró la escoba al suelo, con rabia.
Pero su frustración no fue a más. Su bolsillo tembló dos veces. Acababa de recibir un
SMS
. «Muchas gracias, Cillian, no sabes lo contenta que me hace tu mensaje. Tengo muchas ganas de volver. Eres un sol, Clara.»
La empujó boca abajo sobre el colchón, aún sin sábanas —un ataque imprevisto, violento—, y no le dio tiempo a que se diera la vuelta: completamente desnudo, se tumbó sobre ella y le impidió, con el peso de su cuerpo, cualquier posibilidad de huida.
Cillian deslizó una mano entre el colchón y los pechos de la chica. Agarró la blusa, estiró con fuerza y se la arrancó de un tirón. Los botones saltaron por todo el dormitorio. Arrojó lo que quedaba de la prenda al suelo y se ocupó del sujetador. Tiró con fuerza el tirante hacia atrás, lacerándola. El roce brusco sobre su piel provocó que la chica emitiera un quejido de dolor, sofocado por la presión de su boca contra el colchón.
El portero observó un instante la piel de la espalda. No había señales de las escoriaciones provocadas por las ortigas y el ácido. Se dobló sobre ella, presionó su torso sobre su delicada y perfecta epidermis.
A continuación le subió la falda negra, sin quitársela. Con la mano izquierda le arrancó, feroz, las medias y las braguitas. Con la derecha, aún dolorida y vendada, le presionaba la nuca contra la almohada.
Le separó las piernas con la rodilla.
Empezó. Un coito físico, impetuoso, rudo, salvaje.
Se movía sobre ella espasmódicamente, con virulencia, el vientre y la cara de la chica contra la cama. La pelirroja yacía debajo de él sin poder moverse, como un cuerpo inerte.
Sólo se oía su propia respiración, cada vez más entrecortada y frenética. Animal.
Después del furor inicial, Cillian, sin dejar de penetrarla, ralentizó la cadencia de las embestidas. Disminuyó la presión de sus manos sobre el cuerpo de ella. Pero no hubo reacción. La chica de cabello color cobre no se movía. Permanecía totalmente sosegada a pesar de la libertad.
La libró de cualquier presión, apoyó las dos manos en el colchón, a ambos costados de la chica. Entonces hubo un leve amago de movimiento. Giró la cabeza de lado, como si buscara una posición más cómoda para respirar.
Los labios de la chica se separaron; abrió la boca. Empezó a gemir, sutil, sensual. Y no por dolor.
Cillian se detuvo. Sorprendido. Confuso. Con sus gemidos, la pelirroja le estaba invitando a continuar, a seguir entrando en ella.
—¡No te muevas! ¡No hables!
La chica obedeció de inmediato. Cerró los ojos y la boca y se quedó completamente inmóvil.
Cillian volvió a embestirla con violencia y rabia. Le hacía daño para ponerla a prueba. Pero la chica, obediente, cumplía su cometido. Callada y cadavérica, como a él le gustaba.
Aceleró el ritmo de los asaltos. Su rostro, tenso por el esfuerzo. Su cuerpo, cubierto de sudor.
—¡No pienso irme de este mundo sin arrastrarte conmigo! —gritó.
Entonces se paró. Apoyó despacio el vientre sobre su espalda. Descansó la cabeza sobre su melena roja. Jadeaba.
—¿Ya?
Lo que le molestó no fue lo que implicaba la pregunta sino el sonido de la voz. Esa voz había roto definitivamente la magia. Esa voz, ronca y vulgar, más joven y aguda, no era la de Clara. Ni de broma. Ese sonido monosilábico había echado a perder en un instante un minucioso trabajo y las normas del juego.
Se quitó de encima de ella y se tumbó boca arriba sobre el colchón, mirando el techo. Molesto.
A su lado, la chica le miró con una sonrisa.
—¿Ya me la puedo quitar? —preguntó señalándose la cabeza.
No hubo respuesta. La joven se levantó, se quitó la peluca pelirroja, la dejó en el colchón y se fue hacia el pasillo.
Era una mujer más delgada que Clara. Los pechos, firmes y perfectamente simétricos, estaban sin duda operados, pero su tamaño discreto los hacía apetecibles. Probablemente también las nalgas habían pasado por el quirófano. Los glúteos, como dibujados con compás, se acercaban mucho a la perfección soñada por el imaginario colectivo masculino. Si allí no había habido cirugía, desde luego la naturaleza había sido muy generosa con esa mujer y, considerando su profesión, oportuna. Cillian pensó que tenía mejor cuerpo que Clara. Pero en la cara no le ganaba.