Mi primer muerto (17 page)

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Authors: Leena Lehtolainen

Tags: #Intriga

BOOK: Mi primer muerto
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—Entonces, Jukka estaba hablando con una mujer.

—Eso me pareció.

—¿Quiénes de los que estuvisteis jugando a los bolos os juntasteis luego en el bar?

Anu me miró y su rostro cobró una expresión de astucia al darse cuenta de qué era lo que se escondía tras mi pregunta.

—Pues los de siempre. Si la memoria no me engaña, creo que todos los que estuvieron en la villa. No, ahora que lo pienso, Antti no vino... y Mirja se quedó decepcionada. Se marchó también, después de la partida de bolos, y no vino al bar. Aunque es imposible que le diera tiempo de llegar a casa para cuando yo oí la conversación de Jukka, porque vive muy lejos.

El resto de las informaciones que conseguí no resultaron de tanta ayuda. Me habría apetecido charlar con Tuulia un rato, pero no se me ocurrió ninguna excusa, y me sentía algo cohibida después de haberle contado tantas cosas sobre mí la noche que nos emborrachamos juntas.

Empezaba a notar la larga madrugada de interrogatorios en las sienes y en las piernas. Me quedé todavía un rato viéndolos ensayar una coral de Bach que me resultaba conocida, y la tarareé un poco con las sopranos.

¿En qué fila se sentaría Jukka? Era el primer bajo, así que debía ponerse en el centro de la última fila. ¿Sonaría el coro diferente sin él?

Jukka había estado hablando de dinero con una mujer, pero ¿le debía dinero a alguien? ¿Era aquél el secreto de su lujoso coche y de los aparatos último modelo? Tal vez le había pedido a Jyri que le retornara el dinero para devolvérselo a su vez a aquella mujer.

—¿Crees que alguien más puede morir de un momento a otro? Lo digo por la vigilancia policial durante los ensayos. —Antti acababa de aparecer en el pasillo e iba camino del teléfono. A juzgar por el inicio de la conversación, estaba llamando a los Peltonen para interesarse por los detalles del funeral. Al pasar a su lado le saqué la lengua a la espalda de su camiseta negra y salí pegando un portazo.

«Qué tipo tan irritante —pensé mientras bajaba casi corriendo por las escaleras—, primero me ofrece coliflor y luego viene a chincharme.» Una panda de retorcidos, todos. Cantar en un coro era una afición generalmente bien considerada, pero, por lo que acababa de comprobar en los ensayos, para lo que principalmente servía era para desarrollar habilidades mezquinas. Seguro que todos y cada uno de los miembros habían deseado alguna vez cargarse a Toivonen, o a alguno de sus compañeros. A lo mejor era que, simplemente, uno de ellos se había hartado de que Jukka se riese de su manera de cantar...

Cuando iba por el parque de Kaisaniemi, me topé con un par de compañeros de la universidad que iban camino del Asemaravintola, el bar de la estación de ferrocarril. Tras una resistencia puramente simbólica, decidí acompañarlos. Ya limpiaría mañana, y dormir... ya lo haría cuando me jubilase.

9

Porque mar, cielo y tierra, todo, todo se desvanecerá

El ritmo de trabajo fue haciéndose cada vez más caótico, y llegué al fin de semana con la sensación de que media ciudad se había propuesto maltratar a sus parejas. Tras esclarecer en el plazo de tres días cinco casos de violencia doméstica —una madre anciana asesinada, dos esposas víctimas de palizas, un hombre borracho al que su pareja de hecho había tirado por el balcón y un chico que había dejado sin piernas a su hermano menor disparándole con la escopeta de caza del padre—, me hallaba dispuesta a jurar que jamás se me ocurriría casarme o tener hijos. Apenas había tenido tiempo de pensar en el caso de Jukka, aunque fuese de pasada, pero la lectura de su expediente despertó en mí nuevos interrogantes.

Aunque ello no tuviese la menor relevancia en lo tocante a mi investigación, quería estar presente en su funeral, que iba a celebrarse en la iglesia de Temppeliaukio. El padre de Jukka me había informado sobre todo lo referente a la organización del mismo el día que lo llamé para que me pusiese al día de los asuntos económicos de Jukka. Heikki Peltonen negó haberle pagado ningún adelanto de la herencia a su hijo, pero no terminaba de fiarme de él. El médico de la familia había prohibido de momento que se interrogase a la madre de Jukka. Sabía que, de haber insistido, habría logrado su permiso, pero lo último que quería era agobiarla en esos momentos.

No encontramos nada interesante en el coche de Jukka. Había huellas dactilares de innumerables personas, parte de ellas sin reconocer, y ninguna registrada en el archivo policial. Tal vez entre ellas estuviesen las de aquel tipo, T. A., tal vez se tratase de otro coche. Ni rastros de sangre, ni escondites. Por mi parte, el vehículo podía serles devuelto a los Peltonen.

Fui paseando desde mi casa a la plaza de Temppeliaukio. Mi viejo vestido negro me tiraba en las sisas. Me lo había comprado para la graduación del instituto, cuando aún no me había aficionado a las pesas. Medias negras para disimular que no me había afeitado las piernas. No había comprado flores, porque me pareció que, aparte de que Jukka ya no las necesitaba, los mortales presentes en su funeral no verían con buenos ojos que una policía apareciese con un ramo de flores, dadas las circunstancias. Además, quería concentrarme en observar a los asistentes y, a ser posible, localizar a la tal Tiina, a Merike y a T. A. antes de la reunión en el restaurante, a la que no pensaba asistir.

Me situé discretamente en una de las esquinas de la tribuna. Recordé que la última vez que había estado en una iglesia había sido ese invierno, para la boda de mi amiga Annika. Las iglesias son lugares que me resultan ajenos. No sé comportarme y me siento siempre torpe y chillona en ellas, por no hablar de lo indiferentes que me resultan las homilías de los curas. Siempre me ha dado pereza pensar en las cosas de la fe. Me pregunté dónde estaría Jukka, adonde habría ido realmente. En la comisaría había oído contar varias veces la historia de uno de los tipos más eficientes de la división, que veinte años atrás acostumbraba utilizar los servicios de una espiritista para resolver los casos de asesinato. Al parecer funcionaba, pero a mí me costaba mucho creer en semejante cosa. Aunque ¿quién sabe? Todo es posible y a lo mejor Jukka está en ese lugar que los creyentes llaman Cielo... ¿O sería más bien al infierno adonde pertenecía?

El cielo de cada uno tiene sus particularidades. Me imaginé a Jukka pasándoselo bien, rodeado de angelicales mujeres de formas exuberantes. Un pensamiento poco apropiado para una iglesia, por otra parte. ¿Se habría fijado alguien en mi sonrisa divertida, en pleno funeral? A lo mejor Jukka había dejado simplemente de existir. Completamente. Recordé los oscuros matices de la carta de Antti. Para él Jukka ya no existía, para nada. Tras la muerte sólo había una oscuridad irreversible.

Me asomé para ver qué estaba pasando abajo. En la iglesia no había mucha gente y el coro en pleno ocupaba ya su lugar frente a la familia y los demás allegados. Desde donde yo estaba podía ver sus rostros, prácticamente vueltos hacia mí. Frente al altar se hallaba el ataúd de roble, muy sencillo. Pronto ardería con Jukka en su interior. Heikki Peltonen estaba sentado en la primera fila y la mujer envuelta en un velo negro que estaba a su lado debía de ser la madre de Jukka. Probablemente se había atiborrado de tranquilizantes para poder asistir al funeral de su hijo.

Todos los sospechosos estaban cantando, Piia y Tuulia en la esquina derecha de la fila de las sopranos. Piia, que tenía los ojos rojos por el llanto, llevaba un elegante vestido negro cuya tela parecía casi demasiado delicada para un funeral. Tuulia se había puesto un vestido ajustado de punto negro que hacía parecer aún más claros su tez y su cabello. Sirkku estaba sentada con la cabeza inclinada y sujetaba la mano de Timo, sentado detrás de ella. Por su parte, Mirja se dedicaba a observar a los feligreses; al encontrarse con mi mirada, un odio casi eléctrico brilló en sus ojos.

Los chicos estaban sentados en la fila de atrás, y a Jyri casi ni se lo veía tras las contraltos, de lo bajito que era. La cabeza de Antti se elevaba por encima de las demás. Las perneras del pantalón negro que llevaba eran demasiado cortas y dejaban al aire una franja de sus tobillos, que asomaba por encima de los calcetines. Se había recogido la melena con una goma.

Toivonen estaba sentado al órgano. Al ver cómo le temblaban las manos, temí por el coro, por la madre de Jukka y por mí. Tuve miedo del dolor que se escondía tras todos aquellos ojos enrojecidos, temí que se desbordase sin control y que el armonioso canto se transformase en llanto y queja. Temí que alguien gritase «¿quién?, ¿por qué?», dos preguntas a las que yo todavía no sabía contestar. Tal vez Jukka fuese el que más fácil lo tenía de todos nosotros. Para él todo había terminado.

Toivonen tocó los primeros acordes del himno de comienzo. Siempre me ha gustado cantar en la iglesia, así que cogí el libro de himnos y me uní al resto. El 613, primera y segunda estrofas. Ya en la primera me extrañó la elección y, al llegar a la segunda, la letra me pareció casi demasiado apropiada para la situación: «Ni poder, ni grandeza, ni la juventud nos salvan, ni experiencia, ni saber, cuando la tumba se abra. Cuándo y cómo, sólo el Señor manda». Me di cuenta de que me temblaba la voz, tal vez porque hacía siglos que no cantaba.

Tras el himno, llegó el turno del coro. Reconocí la
Lacrimosa
del
Réquiem
de Mozart. Sus notas eran dolorosas y crueles, y la letra no ofrecía consuelo ni luz alguna, sino amenazas: «Día de lágrimas aquel en que resurja del polvo el hombre reo». ¿Había sido Jukka una mala persona? Egoísta y aficionado a jugar con sus semejantes, desde luego, pero ¿malo? No podía apartar mis ojos del coro y distinguí la aflautada voz de tenor de Jyri entre las demás, la grandiosa y oscura voz de contralto de Mirja. Tal vez lo más bonito en ella fuese su voz. Los bajos sonaban aplastantes y las sopranos iban ascendiendo cada vez más alto sin que la voz les fallara. El pálido rostro de Tuulia enrojecía en las notas más altas.

Las oraciones y las lecturas de la Biblia me resbalaron totalmente. El joven sacerdote dirigió sus palabras a los padres de Jukka con la debida seriedad. Piia parecía estar buscando un pañuelo en su bolso. Tenía que hablar con ella lo antes posible. Sirkku volvió a aferrarse a la mano de Timo. Aún no había conseguido encontrarles un motivo suficiente para asesinar a Jukka, aunque podía imaginarme a Timo matándolo en un momento de ofuscación, si éste hubiese dicho algo que ofendiese a Sirkku, por ejemplo. Timo daba la impresión de ser el tipo de hombre dispuesto a vengarse de las ofensas que otro pudiese cometer contra su mujer. A mí nunca me había defendido nadie, aunque tampoco yo lo habría permitido. Al contrario, recordaba haberle dado unos cuantos golpes a un imbécil borracho que se había metido con mi ornitólogo en la cola de un puesto de salchichas, llamándolo «maricón melenudo».

Pero ¿qué motivo podían tener Jukka y Timo para encontrarse de noche y en secreto? ¿Y si las «T» de la agenda significaban Timo? ¿Y si los alambiques y demás cacharros para hacer aguardiente se encontrasen en casa de uno de los dos tortolitos...? El pastor terminó de hablar, Toivonen se apresuró discretamente a sentarse ante el órgano y los chicos se pusieron en pie para cantar.
Bosque apartado, bosque nocturno...
Al parecer se habían decidido por la versión para coro masculino, porque para las mujeres resultaba imposible cantarlo. Las voces masculinas eran solamente seis, y parecía que Jyri y Antti iban a encargarse solos de las voces extremas.

La ola de llanto empezó por la madre de Jukka, para ir expandiéndose hacia atrás, por los bancos en los que estaban sentados los familiares y conocidos de Jukka, y luego continuar por el grupo de mujeres del coro. Tuulia ya ni intentaba controlar el torrente de lágrimas, y éstas le resbalaban libremente por la cara. Me habría gustado ir a consolarla. Piia se ocultaba tras su oscuro flequillo, y una chica que nunca había visto se sonó con tal ímpetu que pude oírla desde donde me encontraba. A Toivonen le temblaban las manos y la barbita de chivo mientras dirigía. Sólo Mirja estaba sentada tan tranquila, y su rostro no denotaba emoción alguna, como si todo aquel dolor que la rodeaba no fuese con ella. Me pregunté hasta qué punto su comportamiento era una mera actuación. ¿O es que Mirja había odiado tanto a Jukka que se alegraba de su muerte? ¿Por qué?

Admiré el control de los chicos. Esta sociedad aún no les consiente entregarse histéricamente a la tristeza, pero ¿cómo podían cantar, en medio de tanto sollozo y con la madre de Jukka a escasos metros, que casi aullaba de sufrimiento a pesar de todas las pastillas que le habían dado? La voz de tenor de Jyri era hermosa y liviana, tornándose su habitual estridencia en un sonido espiritual, como si se tratase de un instrumento. Las voces intermedias sonaban con cierta aspereza, y uno de los bajos primeros tenía un preocupante tic en la mejilla. Antti cantó su parte en un tono increíblemente bajo y mirando a la madre de Jukka, como queriendo convencerla de la absoluta certeza de los versos que Alexis Kivi había escrito. Lejos ya de las persecuciones, de las luchas... Al acabar la canción, sentí en la boca un regusto de sangre. Me había mordido el labio de abajo, que tenía reseco por el sol.

Por suerte el sermón de la bendición me devolvió a la faz de la Tierra, aunque más bien fue por lo mucho que me irritó. El sacerdote dio infinitas vueltas, evitando mencionar siquiera la forma en que Jukka había muerto. Debía de ser difícil hablar de ello, al no estar su muerte aún esclarecida, y con el asesino entre los presentes, con toda probabilidad. El Señor, en su total sabiduría, había decidido llevarse a Jukka... Yo odio los eufemismos con los que la gente suele referirse a la muerte, y dudaba mucho que el cura hubiese hablado así de haber visto, como yo, el cadáver de Jukka en toda su crudeza. Nada más lejos del placentero sueño de la muerte que él estaba pintando.

El coro se puso en pie una vez más para cantar
La corriente al barco lleva
. La salida de las sopranos resultó un tanto temblorosa, y Piia parecía estar angustiadísima. Era la canción que habían estado ensayando en Vuosaari con total despreocupación, pero qué distinta debía de sonar ahora en sus oídos. «Todo, todo se desvanecerá», retumbaba el bajo. «Llegará la primavera con un nuevo renacer», dijo esperanzado el coro al cabo de un momento. «¿O será mentira acaso?», contestó la voz escéptica de los bajos. Para Jukka, la primavera no llegaría nunca más.

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