Mi primer muerto (14 page)

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Authors: Leena Lehtolainen

Tags: #Intriga

BOOK: Mi primer muerto
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—¿Con quién trabajaba principalmente?

—Se encargaba sobre todo de las relaciones con nuestras empresas de contacto en el extranjero. Era un trabajo bastante independiente. Naturalmente, yo era su jefa directa. Compartía secretaria con Roivas, uno de nuestros economistas. En los últimos tiempos Peltonen estaba dedicándose sobre todo al proyecto de cooperación que tenemos con los estonios. Estamos intentando desarrollar una tecnología de bajo impacto medioambiental para los yacimientos de pizarra bituminosa —explicó Marja, logrando que por un momento me sintiese más periodista que policía.

—¿Qué le parecía el ingeniero Peltonen como persona?

—Un joven de lo más agradable —respondió con decisión—. Encantador. Divertido... —De repente la voz se le quebró y su estudiada pose se derrumbó en un instante. Se cubrió la cara con las manos y rompió en sollozos. Koivu y yo nos miramos asombrados. Marja Mäki no daba la impresión de ser una de esas personas a las que se les puede dar palmaditas en el hombro para consolarlas.

Cuando finalmente levantó su rostro, pude ver que el rímel se le había corrido y se le habían formado surcos en las arruguitas de las ojeras.

—Lo lamento mucho —balbuceó—. Ha sido un golpe tremendo para todos nosotros. Jukka... Este lugar parece tan vacío sin él. —Volvió a estallar en sollozos, sólo que ya ni se molestó en taparse la cara.

—¿Y si fuéramos al despacho de Jukka para ver sus cosas? —sugerí, sintiéndome tensa.

Entre lágrimas, Marja Mäki llamó a su secretaria, la cual nos guió hasta el despacho de Jukka y prometió enviarnos a su secretaria personal lo antes posible.

La oficina era sorprendentemente pequeña y neutra. El mobiliario consistía en un escritorio y una mesa para el ordenador, una estantería, una silla y un sofá de aspecto incómodo. Al parecer, Jukka celebraba las reuniones en alguna de las salas adyacentes. Como único adorno, en la pared había un enorme mapamundi lleno de chinchetas azules y rojas.

—No veas lo triste que estaba la tía esa —dijo Koivu mientras observaba de cerca el mapa.

—Sí, ya era hora de que alguien se entristeciese por la muerte de Jukka. Me extraña tanto que los del coro se lo hayan tomado con tanta tranquilidad... ¿Qué serán esas chinchetas?

—«Estado de la empresa colaboradora, 13.6» —leyó Koivu en el borde del mapa—. Debió de joderle que le tocara encargarse de Estonia cuando la empresa tiene minas en China y en América del Sur...

Los ficheros y los libros que había en las estanterías hacían todos referencia a su trabajo. Los cajones del escritorio estaban prácticamente vacíos y el superior estaba cerrado con llave, al igual que uno de los armarios laterales.

—Koivu, ¿llevas las llaves de Peltonen?, a ver si alguna vale para abrir aquí.

Koivu sacó las llaves de su bolsa y una de ellas resultó ser la del armarito.

—¡Mira, esto me suena de algo! —exclamé, poniendo sobre la mesa una botella de litro que contenía un líquido transparente. Quedaba la mitad, más o menos, y olí su contenido con cuidado—. También aguardiente, ¿verdad? —dije, acercándosela a Koivu, que echó un trago y se puso a hacer muecas. ¿La tendría guardada Jukka para alegrarse las horas extras? En el armarito había también dos vasos de
snaps,
uno de los cuales tenía restos de pintalabios en el borde, de un color bastante discreto. También encontré una camisa, todavía empaquetada, y unos calcetines negros nuevecitos. Por si se presentaba una emergencia, seguramente.

Koivu encontró por fin la llave del cajón del escritorio. Para nuestra decepción, éste no contenía más que papeles del trabajo de lo más corrientes, cartas, facturas y comprobantes de pago, que junté para revisarlos más tarde. Al meterlos en mi cartera, una fotografía se salió del montón y cayó al suelo. Piia sonriendo en la cubierta de un velero.

Llamaron a la puerta y una mujer escuchimizada de unos cincuenta años entró en el despacho. Se presentó diciendo que era la señora Laakkonen, la secretaria de Jukka. También parecía conmocionada por la muerte de éste, pero no intentó disimular su llanto y contestó a mis preguntas dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

Jukka era un compañero de trabajo muy amable. Exigente y minucioso, pero amable. Sí, tenía que representar muchas veces a la empresa y por eso se veía obligado a frecuentar clubes y restaurantes con los clientes. Por eso tenía varias tarjetas de crédito de la firma. Llevaba sus papeles con un orden metódico, así que todas las facturas debían estar en los ficheros.

—¿Alguna vez ha tenido usted que ocuparse de llevarle a Peltonen su agenda privada? Me refiero a si ha tenido que concertarle alguna cita con alguno de sus amigos.

La señora Laakkonen sonrió.

—En principio era algo que a mí no me correspondía, pero creo que algunas de las personas a las que él me pedía que llamase eran más amigos que colegas de negocios. Debo decir que era raro que eso sucediera —dijo algo tensa, como si tuviese miedo de estar hablando mal del difunto.

—¿Recuerda usted los nombres de las personas en cuestión? No se sienta mal, todo es importante cuando se trata de la investigación de un asesinato —continué. La palabra «asesinato» provocó otro desbordamiento y me maldije a mí misma por mi falta de delicadeza.

—Tuulia Rajala... y una tal señora Wahlgren.

—¿Wahlroos? ¿Piia Wahlroos?

—Sí, debía de ser Wahlroos. Y lo llamaban mucho una tal Tiina y otras mujeres que también me daban la impresión de no hacerlo por motivos laborales.

—¿Tiene usted el teléfono de esa Tiina? —pregunté recordando el mensaje en el contestador de Jukka.

—Pues creo que no. Pero me parece normal que las mujeres lo llamasen tanto, porque Jukka era un hombre joven y tan guapo...

La señora Laakkonen no tenía ni idea de si Jukka mantenía relaciones con alguno de sus compañeros de trabajo fuera del horario laboral. Koivu y yo entrevistamos a unos cuantos, así como al personal de la centralita. Los que yo interrogué estaban muy apesadumbrados y se notaba que la muerte de Jukka había sido un golpe para ellos. Por lo demás, no les saqué nada interesante.

Sin embargo, Koivu se había topado con un economista de lo más parlanchín.

—Ese Jantunen me ha dado a entender todo tipo de cosas. Dice que Peltonen y la tal Mäki tenían algún tipo de rollo y que Peltonen viajaba tanto a Estonia porque lo que le gustaba era ir de putas.

—¿La Mäki y Jukka? ¡Joder! Bueno, claro, debería haberlo adivinado nada más ver que su jefe era una mujer... ¿Tenía alguna chica fija en Tallin?

Llamé a Jantunen por el teléfono interior, pero se negó a contarme nada más. Al parecer, lo suyo con Koivu había sido una charla entre hombres, o tal vez Jantunen se había acojonado después de hacer aquellos comentarios sobre su jefa.

Al final volvimos a hablar con la jefa de la unidad. Marja Mäki había tenido tiempo de recomponerse un poco. Se había quitado los churretes de rímel y se había retocado los labios con un carmín cuyo color recordaba sospechosamente al del vaso de Jukka. ¿Habría algo de verdad en los cotilleos de Jantunen, y Jukka y su jefa habían estado liados, después de todo? ¿Y cómo iba yo a conseguir sacárselo, de ser cierto?

—Ustedes eran buenos compañeros, cercanos el uno al otro. ¿Sabría contarnos algo de la vida privada de Jukka?

—Bueno, tenía la afición esa del coro... ¿No se habían reunido para ensayar este fin de semana cuando lo... cuando...? Por lo que yo entendí, salía mucho con sus compañeros.

Le recordé que los miembros del coro de la ACUEF se habían reunido a ensayar precisamente porque tenían que actuar en la fiesta de verano de la empresa. ¿Y si Marja Mäki estaba enterada de los ensayos, y presa de celos se había presentado en la villa para comprobar con quién exactamente estaba Jukka pasando el fin de semana?

—¿Dónde pasó usted la noche del sábado al domingo?

Marja Mäki se quedó mirándome y pude ver cómo el miedo de sus ojos se extendía a todas sus facciones.

—¿Qué quiere decir? Estaba en París.

—¿Sola? ¿Con su esposo?

—Con mi hija mayor. Mi marido estaba en casa... en Vuosaari —Marja Mäki rompió a llorar de nuevo, pero yo continué haciéndole preguntas y sacándole unas respuestas bastante claras.

Peltonen y ella habían tenido un romance que había consistido, más que nada, en prolongar las horas extras en el sofá de Jukka y en alguna que otra noche de hotel durante los viajes de trabajo.

—No crea que estábamos enamorados, por favor —dijo Mäki respirando con fuerza—. Más bien se trataba de un acuerdo de cooperación. Nos lo pasábamos bien estando juntos.

Un acuerdo de cooperación... Tuulia había usado casi la misma expresión.

—¿Un acuerdo de cooperación, en qué sentido? ¿Acaso le daba usted dinero a Jukka?

Marja se puso roja de rabia.

—Oiga usted, jovencita —bufó—, aunque a sus ojos yo parezca una momia, no tengo la menor necesidad de mantener a ningún gigoló, qué se ha creído. Jukka quería sexo y yo quería lo mismo que él. Ninguno de nosotros lo hacía por dinero.

Mäki creía que su marido no estaba al tanto del asunto. Cuando regresó de París, el lunes por la mañana, hacía tan sólo un momento que la habían llamado del trabajo, y él estaba esperándola en casa con la terrible noticia.

—Para empezar, Martti me soltó: «Parece que el gigoló ese que tenías se ha muerto»... ¡Con las niñas delante!

Martti Mäki llevaba tiempo enterado de aquel lío, por lo visto. Estaba claro que Marja se temía que su marido era quien había asesinado a Jukka, aunque éste aseguraba haber pasado toda la noche del sábado en casa. La hija menor de los Mäki estaba en un campamento de equitación.

—Como comprenderá, voy a tener que interrogar a su esposo. ¿Cómo puedo localizarlo?

—Va a ser difícil, porque se encuentra en el Algarve, jugando al golf...

La cabeza me daba vueltas mientras volvíamos a Pasila en el coche. Koivu silbaba sentado a mi lado, meditabundo.

—Pues sí que era un tipo duro —dijo al fin—. No hemos encontrado a una sola tía a la que haya dejado en paz. Bueno, a lo mejor la secretaria esa...

—Puedes estar seguro de que Jukka la tenía encandilada también a ella. ¡Coño, y ese Martti Mäki, escapándose del país! Si es el asesino, seguro que no vuelve a aparecer por aquí. Pero cómo podía saber que Jukka estaba en Vuosaari... No sé cómo voy a conseguir una orden de extradición, con unas pruebas tan poco consistentes. Koivu, me muero de hambre, ¿te hace un vegetariano? A ver si con un buen plato de verduras se nos descongestiona el cerebro.

No conseguí llegar a casa hasta después de las ocho. Había tenido que comprobar dónde estaba Martti Mäki y le había dejado un mensaje para que me llamara. Total, tampoco tenía nada que perder.

Lo que me mosqueaba era que no entendía por qué Marja Mäki nos había contado con tanta facilidad lo de su relación con Jukka y sus sospechas de que su marido fuera culpable de su muerte. Al margen de las lágrimas que la había visto derramar, daba la impresión de ser el tipo de persona que mantiene todo estrechamente bajo su control. ¿Deseaba acaso que su marido fuera el asesino de su amante, o habría algo más? Me daba la impresión de que la muerte de Jukka estaba siendo utilizada como una simple ficha en el juego de aquel matrimonio... juego en el que yo no deseaba participar.

Me había pasado la mayor parte del día metida entre los papeles de Jukka. Me admiraba la habilidad con la que sabía compaginar su agenda privada con la del trabajo. Esta última solamente contenía asuntos laborales, negociaciones, recordatorios de llamadas que debía realizar, horarios de llegada de vuelos. Durante los últimos tiempos había reservado citas en varias ocasiones en la consultoría Auvinen. Parecía tener algo que ver con el proyecto de Estonia. No pude encontrar el nombre de la empresa en la guía telefónica, así que tendría que preguntárselo a Marja Mäki.

La agenda privada contenía asuntos de índole personal. Ensayos del coro, actuaciones, citas con chicas, turnos para jugar al
squash.
El nombre de Tiina aparecía de vez en cuando, pero no más que los del resto de las mujeres. Entre las que se repetían había una Helvi y una Merike. ¿Y si Jukka era el gigoló de unas cuantas mujeres adineradas? ¿Sería por eso que iba tanto a los clubes? La agenda estaba repleta de extrañas abreviaturas, como «T. 22.00 C». Me quedé pensando si «T.» sería Tuulia, o «C.» querría decir «casa»... y también le di vueltas a qué era lo que realmente había habido entre ellos dos.

Me extrañaba mucho no haber encontrado ninguna agenda de direcciones entre las pertenencias de Jukka: ni en la bolsa que había llevado consigo a la villa, donde había aparecido la agenda con las anotaciones, ni en su casa. Tampoco en la mesita habíamos encontrado nada, ni en su trabajo. ¿Se acordaría de memoria de todos los números de teléfono de sus conquistas? A lo mejor alguna de aquellas mujeres se había presentado de madrugada en la villa y lo había matado en un arrebato de celos. Pero ¿cómo se habría enterado él de su presencia y de que tenía que acudir al embarcadero? ¿Y si la mujer había ido hasta allí en barco? Sentía que el dolor de cabeza empezaba a llegarme a la nuca. Llevaba la última media hora pensando con tal intensidad que tenía la espalda completamente agarrotada.

Decidí que un poco de
footing
del bueno sería el mejor analgésico, y estaba justamente rebuscando en el fondo del cajón de la ropa sucia para encontrar mis pantalones de deporte —aún podían aguantar un día más— cuando sonó el timbre. Me imaginé que eran testigos de Jehová o la inspección de las licencias de televisión. A los primeros solía quitármelos rápidamente de encima diciéndoles que era ortodoxa, cosa que era mentira, claro, pero, si se trataba de un inspector, la cosa iba a ponerse chunga... Hacía dos años me había comprado una vieja tele, enana y en blanco y negro, en una de las subastas de decomisos de la policía, pero había ido dejando lo de la licencia... y seguía sin tenerla. Naturalmente, sabía que no tenía ninguna obligación de dejar entrar al inspector.

Espié por la mirilla en el más puro estilo «vecina cotilla» y, para mi alegría, comprobé que quien estaba en el rellano era Tuulia.

—Hola, «señora detective». Estaba de visita en casa de mi prima, que vive aquí a la vuelta de la esquina, y se me ha ocurrido venir a verte para que me cuentes cómo va nuestro asesinato.

—Pasa, anda —le respondí, sin disimular mi alegría y sin importarme si su excusa era o no cierta. Después de todo, el
footing
tampoco me era indispensable.

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