Mi primer muerto (16 page)

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Authors: Leena Lehtolainen

Tags: #Intriga

BOOK: Mi primer muerto
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El ascensor estaba estropeado y tuve que subir los cinco pisos por las escaleras. En cada rellano, la canción iba oyéndose con mayor fuerza, interrumpiéndose a veces para comenzar de nuevo. Me pregunté si no les molestaría a los vecinos.

La puerta estaba cerrada. Llamé al timbre y, tras una larga espera, Mirja vino a abrirme. Me pareció que se quedaba confundida al verme allí.

—Buenas. He venido a hablar con el director del Coro —le expliqué.

—El descanso no es hasta dentro de diez minutos —dijo echando a andar hacia la sala de ensayos.

Había llegado algo temprano y daba la impresión de que Toivonen no tenía prisa para hacer una pausa, así que estuve unos veinte minutos presenciando los ensayos. Desde la puerta lateral de la sala tenía una magnífica vista, no sólo de todo el coro, sino también del sudoroso director.

La temporada de otoño aún no había comenzado, así que sólo habían asistido al ensayo unos veinte miembros. Había menos hombres que mujeres, con diferencia, y solamente un tenor además de Jyri y Timo. A pesar de que no eran muchos los congregados, el lugar resultaba poco espacioso. Incluso con las ventanas abiertas de par en par, el aire se notaba viciado.

Toivonen, al que todos solían llamar «el Desesperado», dirigía el coro subido en un podio. Era un hombre bajito y gordo, calvo y con una barba temblorosa de chivo, al estilo del cantante Juice Leskinen. Su forma de moverse al dirigir era cuando menos original. Al menos yo, que no tenía gran experiencia en el tema, era incapaz de distinguir cuál era el compás que llevaba, y menos aún cuál era el primer compás. El tipo tarareaba al dirigir —lo mismo le daba una voz que otra—, como si fuera el mismísimo Glenn Gould. La camisa, demasiado corta, se le salía continuamente de los pantalones, así que de vez en cuando se la remetía con torpeza. Me habían contado que antes de las actuaciones las chicas del coro tenían la costumbre de comprobar que tuviese el pelo en orden, el diapasón en el bolsillo y la bragueta cerrada. Tal vez hacerse el distraído era una forma de darse aires de artista.

—¡Los tenores que cierren el pico! —rugió de repente—. ¿Es que no sabéis solfeo? ¡Es un solo para el bajo!

Vi cómo el rostro de Timo enrojecía desconcertado. Jyri hizo una mueca sarcástica, satisfecho de la desgracia ajena.

—Vamos a empezar de nuevo, porque no habéis hecho más que meter la pata y confundiros. Sopranos y contraltos, quiero una diferencia clara entre las fusas con puntillo y los tresillos, al principio de la primera página. Y los bajos, ¡haced el favor de no arrastraros! ¡Desde el principio! Segundas sopranos, ¡a ver ese re!

Toivonen obtuvo por lo menos dos versiones diferentes de la nota que había pedido. Las otras voces suspiraron exasperadas. Al parecer, la misma escena se había repetido ya innumerables veces.

—La primera versión era la correcta —observó Toivonen con sequedad, haciendo de nuevo la señal de comienzo a las segundas sopranos.

Al principio no se oyó ni un suspiro. Alguien se atrevió a empezar, sin embargo, aunque con mucha inseguridad. De la fila de contraltos surgió una voz que pretendía dar el tono, pero el intento acabó en desbarajuste colectivo.

—¡Mirja, haz el favor de estarte calladita, que no haces más que liarla! —gritó Piia con una soberbia sorprendente.

—Pero ¿se puede saber qué os pasa con el comienzo? —les preguntó Toivonen rascándose la calva.

—Sabiendo lo que disfrutan los demás cada vez que metemos la pata, cualquiera empieza... —dijo una pelirroja gordita con expresión agobiada que estaba al lado de Piia.

—Yo podría cantar con ellas hasta que a las segundas sopranos les toque entrar —ofreció Mirja. Las respuestas rabiosas no se hicieron esperar, y a Toivonen le costó lo suyo recuperar el control de la situación.

—Parecerá estúpido que te pongas a cantar con las segundas sopranos, estando en el extremo opuesto. Tuulia, ¿podrías cantar con ellas el primer compás? —sugirió Toivonen finalmente.

La solución pareció ser buena, y por fin consiguieron adelantar algo en el ensayo de la canción. Al escuchar mejor la letra, me di cuenta de que era una pieza conmovedora. Parecía hecha expresamente para despedir a Jukka en su funeral: «La corriente al barco lleva, ¿pero dónde acaba el camino?».

El coro iba sonando mejor. Desde donde me encontraba, de pie y al lado de las contraltos, distinguía perfectamente los vigorosos intentos de Mirja por hacerse oír sobre las demás voces. La historia de la solista que me había contado Tuulia no debía de ser otra de sus pequeñas maldades. Mirja no disimulaba sus esfuerzos por cantar
forte
continuamente. Me pregunté si la compañera que tenía al lado no estaría medio sorda a esas alturas. Justo en la mitad de la fila de contraltos, Sirkku se mecía adelante y atrás al compás de la música, lo que le daba un aire de imbecilidad.

Detrás de las contraltos estaban sentados los tenores. Timo cantaba con la nariz pegada a la partitura, y ni se molestó en mirar a Toivonen una sola vez. La expresión de Jyri era de total concentración. Cuando cantaba parecía menos infantil de lo habitual. Mi mirada se fue deslizando hasta las filas más retiradas y me detuve en Antti, que justo en aquel momento trompeteaba con su poderosa voz de bajo el solo «todo, todo se desvanecerá». Por un momento tuve la impresión de que tenía lágrimas en los ojos.

—¡Gracias! —rugió Toivonen—. ¡Gracias, he dicho, y con eso me refiero a que cerréis la boca! —continuó al ver que parte del coro no se callaba—. «Todo, todo se desvanecerá», página tres, tercera línea. Hay escritas dos efes... ¿Qué quiere decir eso?

Vi muchas caras avergonzadas en las filas. Al parecer, estaba ante otra de las escenas habituales.

—Fortísimo... —respondió un murmullo a varias voces.

—Bueno, y si lo sabéis, ¿queréis decirme por qué las segundas contraltos son las únicas que están haciéndolo bien?

—Es que ellas siempre cantan fortísimo —bufó Tuulia. Se volvió hacia mí y me hizo una mueca graciosa, a la que no pude evitar contestar con otra por mi parte. Su cálida sonrisa me hizo olvidar por un momento el ambiente claustrofóbico del ensayo.

—Y los tenores, desafináis siempre en el sol sostenido, pese a que es una cosa que hasta a un niño de teta le saldría.

De nuevo pillé a Jyri mirando a Timo con disimulo.

—Esas sopranos, un poco más de brío, y los bajos, vais todo el tiempo una pizquita rezagados. ¡Poneos las pilas! Página tres, primer compás de los bajos, venga.

Me quedé mirando a Tuulia. Su mueca se había convertido en una expresión de seriedad. Escuchándola daba la impresión de que cantar era facilísimo, algo hermoso. Jaana me había contado que por naturaleza Tuulia era una soprano ligera que no se arredraba nunca, ni siquiera cuando se topaba con un si bemol de dos octavas.

Por el contrario, Piia parecía tener ciertas dificultades. Había dejado de cantar y las lágrimas le resbalaban por el rostro. La pelirroja gordita le ofreció un pañuelo de papel.

El coro cantó la composición de Kuula por última vez, ya sin interrupciones y bastante mejor. Toivonen juzgó acertado que se tomaran un descanso y me acerqué a él zigzagueando entre los bancos. Mientras tanto, él se escabulló por la puerta que daba a un cuarto trasero. Tiré sin querer las partituras de alguien y me agaché a recogerlas. Al echarles un vistazo mientras me incorporaba, me fijé en que su dueño había mejorado a su manera la letra de Leino. «Unos para el júbilo nacen y otros para la tristeza, y cada cual lleva un reloj en lo hondo del pecho, que, al pararse, entrega al coro a la muerte.» Junto al verso «de los hombres, gatuno lo sabe», había pintado un gato, junto al que estaba escrito en sueco «de hombre a minino». Junto a la frase «llegará la piojera con un nuevo renacer», había garabateado una especie de insecto, algo que parecía un piojo. Aquello no era precisamente humor estudiantil.

Me tropecé con Antti, que estaba haciendo pedazos una coliflor cruda y se la estaba comiendo.

—Hola, Maria. ¿Quieres un poco? —dijo ofreciéndomela.

—No, gracias. ¿Dónde se ha metido ese Toivonen?

Antti me indicó con una seña la habitación trasera. Toivonen estaba explicándole algo a Timo en ese momento y yo los interrumpí con un saludo bien fuerte, para que me oyeran.

—Buenas... —contestó Toivonen titubeando—. ¿Querías inscribirte en el coro?

—No. Soy la subinspectora Maria Kallio, de la Brigada de Investigación Criminal de Helsinki.

Toivonen me estrechó la mano visiblemente confundido, mirándome de arriba abajo. Mis vaqueros lo habían despistado. Pensé que tal vez debía empezar a vestir siempre la falda del uniforme y a llevar moño.

—Ah, sí... me había olvidado de usted. —Toivonen echó a Timo y cerró la puerta tras él—. ¿Y qué es lo que desea saber, exactamente? —preguntó manoseándose la barbita de chivo.

—Jukka Peltonen era el subdirector de la ACUEF, ¿cuáles eran los deberes que comportaba su cargo?

—El subdirector no es que tenga muchos deberes. A veces dividíamos el coro en dos y Jukka ensayaba con una mitad y yo con la otra. En principio el subdirector dirige el coro cuando el director titular no está, pero yo siempre he intentado no faltar a mis obligaciones.

—¿Jukka fue subdirector durante todo el tiempo que estuvo en el coro?

—Pues no me acuerdo. No soy capaz de recordar cuándo y cómo se ha incorporado cada cual, aunque desde luego Jukka llevaba mucho tiempo; creo que han sido casi diez años los que ha estado.

—¿No es éste un coro estudiantil, en principio? Jukka llevaba tiempo licenciado y era bastante mayorcito.

—Digamos que lo de «coro estudiantil» es un concepto muy elástico. Yo prefiero conservar durante el mayor tiempo posible a la gente que canta bien. Y Jukka parecía disfrutar tanto... —Toivonen sonrió lascivamente—. Seguramente porque cada año se incorporaban jovencitas nuevas.

—Entonces, ¿a las chicas del coro les gustaba Jukka? —le pregunté fingiendo no estar al tanto.

—¡Vaya que si les gustaba! Jukka tenía chicas para dar y regalar. —La misma sonrisita volvió a iluminarle la cara, aunque por poco tiempo, como si de repente hubiese recordado que no se debía hablar de los muertos en un tono tan frívolo.

—¿Qué quiere decir con eso de «para dar y regalar»?

Avergonzado, Toivonen se remetió la camisa por la cintura del pantalón y no dijo una sola palabra más. Al preguntarle si podía entrevistar a algunos de los miembros del coro durante el ensayo, se mostró muy irritado.

—Este ensayo es el último antes del funeral, por si no lo sabe, y el coro está en bastante mala forma, después del verano.

Tuve que recordarle que se trataba de la investigación de un homicidio para que consintiera. Le echó un vistazo a su reloj y dijo que la pausa ya había durado demasiado.

La gente se había dispersado por las dependencias de la ACUEF en pequeños grupos. Tuve la sensación de que muchos intentaban evitar a los que habían estado en Vuosaari. Tan sólo Jyri estaba charlando con una contralto en la sala de fumadores. Pegada a Timo en el sofá de la entrada, Sirkku no me quitaba el ojo de encima, con expresión asustada.

Toivonen anunció que el descanso había terminado y Timo ocupó por un momento su lugar en el podio. Esperó en vano a que el grupo se callase y por fin rugió con nerviosismo:

—¡Haced el favor de escuchar un momento! Se trata del horario del sábado que viene. El funeral se celebrará en la iglesia de Temppeliaukio, a las dos. Nos encontraremos a la una, para que nos dé tiempo a abrir la voz y a repasar una vez más el programa.

—¿Qué himnos vamos a cantar? —preguntó Mirja.

—Aún no se sabe —intervino Toivonen—. El señor Peltonen ha prometido informarme mañana y yo puedo llamar a Timo, por ejemplo, para que os lo haga saber. Estaría bien que les echaseis un vistazo por adelantado.

—Después del funeral habrá una breve reunión para recordar a Jukka en el restaurante Laulumiehet —continuó Timo—. Nos han pedido que cantemos una o dos canciones.
Cuando tenga que partir,
de Bach, y
Tierra de paz,
de Genetz. Ésas son las que ensayaremos al final. ¿Alguna pregunta?

—¿Cómo hay que ir vestidos?

—De calle y arreglados; no os pongáis el uniforme del coro.

—Lo que os pondríais para asistir al funeral de un amigo —añadió Toivonen—. Los chicos, mejor de traje oscuro.

—Y las chicas, nada de vestidos de flores, ni maquilladas como monas —añadió Mirja con severidad.

—¿Querías decir algo? —me preguntó Timo bajándose del podio como para dejarme el sitio. Subí de un bote, y al verme allí arriba me entraron ganas de ponerme a mover los brazos como Toivonen. Conseguí contenerme a duras penas.

—Buenas noches. Soy la subinspectora Maria Kallio, de la Brigada de Investigación Criminal de Helsinki. Estoy investigando la muerte de Jukka Peltonen, y desearía que, si alguno de vosotros supiese algo que sirviera para aclararla, me lo contase ahora. Estaré en la sala de fumadores y me gustaría que aquellos que lo deseen vengan a hablar conmigo.

—¿También los que ya has interrogado? —preguntó Mirja con hostilidad.

—No es necesario, a menos que tengáis algo nuevo que contarme, o que yo os llame. Voy a dejar en el corcho de la entrada mi número de teléfono, por si más tarde recordáis alguna cosa y queréis llamarme.

Me bajé del podio de un salto y le hice una seña para que me acompañase a la contralto bajita que estaba al lado de Mirja. Me aguanté las ganas de preguntarle si la capacidad auditiva de su oído izquierdo seguía siendo normal.

Por desgracia no saqué nada del resto de los miembros del coro. Antti, Tuulia, Jyri y Piia parecían ser los más cercanos y los que conocían mejor a Jukka. Nada, solo un par chicas me dieron a entender que entre ellas y él había habido algo, pero parecía haber corrido mucha agua desde aquello.

La única que tenía algo interesante que contarme era Anu, la segunda soprano gordita y pelirroja.

—La última vez que vi a Jukka nos habíamos juntado todos para jugar a los bolos y luego nos fuimos de cervezas al Kolme Liisa. El baño de chicas es bastante canijo, así que tuve que quedarme fuera esperando mi turno. El teléfono estaba justo al lado y Jukka estaba hablando en ese momento, peleándose con alguien.

—¿Por qué se peleaba?

—Algo de dinero. Le decía a quien fuese que «la quinta parte ahora y no sigas pidiendo, porque no hay más, eso seguro». Luego se dio cuenta de que yo estaba allí y dijo: «Mira, tía, ahora no puedo hablar», colgó bruscamente y se encaró conmigo de muy malos modos. Me preguntó qué coño hacía escuchando conversaciones ajenas. Digo yo que sería importante...

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