Continuar la sustitución habría sido una solución fácil, en muchos sentidos. Mis estudios seguían sin motivarme y no tenía fuerzas para volver a cambiar de profesión. Claro que sería absurdo dejar a medias la carrera cuando lo único que me faltaba era la tesina y un par de exámenes de envergadura, pero mi motivación era lo que fallaba.
Los del asiento de atrás iban comentando y riéndose de las últimas meteduras de pata de los de Narcóticos. Por lo visto, si hubiesen sido capaces de esperar tan sólo una semana antes de proceder a las detenciones, habrían podido llevarse por delante a gran parte de la nueva red de tráfico de drogas de la capital, recientemente reestructurada, en lugar de pescar a cuatro camellos sin importancia, que además de vender sólo chocolate, no tenían ni idea de cómo estaba organizado todo aquello.
Lo que iban contando me hizo sonreír. Al menos tenía claro que no me gustaría estar en Narcóticos, donde el trabajo se volvía cada vez más peligroso. En los últimos tiempos había aumentado la colaboración entre ellos y la Criminal, al comprobarse que muchos homicidios no eran sino ajustes de cuentas entre diferentes bandas de traficantes. El sistema de trabajo no tenía ya nada que ver con lo que había sido en mi época de la academia, cuando los efectivos de Narcóticos eran suficientes y se dedicaban a detener e interrogar a fumadores ocasionales de porros.
El mar apareció por primera vez en el horizonte, a un lado de la carretera. Al otro lado, en un prado lleno de atanasias, un gato saltó para atrapar un pájaro. Bajé del todo la ventanilla del coche.
La villa de los Peltonen me pareció aún más idílica que la última vez. El agente de turno estaba leyendo el diario
Helsingin Sanomat
sentado en el césped y se había quitado la camisa, así que nuestra llegada lo sobresaltó ligeramente. No le hizo mucha gracia cuando le dije que seguramente ya no iba a hacer falta seguir vigilando el lugar después de nuestra visita.
—¿Estabas de guardia cuando volvieron los Peltonen?
—Sí. Antes que ellos apareció por aquí uno de los tipos del coro. Me dijo que usted le había dado permiso para venir a buscar su gato. Y lo mismo les dijo a los de la casa. A la mujer le dio un ataque y no dejó de gritar hasta que el marido le hizo tragarse unos tranquilizantes. Por suerte se fueron pronto y se llevaron al tipo ese, y al gato. Por cierto, ¿se ha enterado?, los de la Científica encontraron restos de sangre al final del embarcadero. Mandaron las muestras al laboratorio enseguida. A lo mejor es del tipo que mataron, o alguna gota que cayese del hacha, quién sabe.
—Ah, bueno... —Me di la vuelta para que no me viese la cara, porque la imagen del hacha chorreando y de la cabeza de Jukka ensangrentada y con la masa encefálica medio salida me revolvió el estómago.
Me dirigí a la zona de la playa donde estaba la sauna, con la esperanza de conseguir más información sobre lo sucedido en el lugar donde había aparecido el hacha. El velero de diez metros de eslora de los Peltonen relucía amarrado a una boya. Una villa en Vuosaari, la casa familiar de Westend y, si yo estaba en lo cierto, una cabaña de troncos en Rukka o en Pyhätunturi. Recordé que Jaana había estado un par de veces esquiando con Jukka en uno de los dos sitios. Me vino a la cabeza parte de una conversación que habíamos tenido años atrás.
—Tengo que decir que a veces me pone de los nervios que sea tan jodidamente señorito. A veces parece que se cree un príncipe —bufó Jaana después de una de sus peleas con Jukka—. Está acostumbrado a conseguir todo lo que se le antoja, y ya no lo aguanto. Si le apetece acostarse con otra mujer, lo hace, sin importarle un comino lo que yo sienta. Si le apetece que nos vayamos juntos a Estocolmo a pasar el fin de semana, no pasa nada, porque paga papá. Y sin embargo es un tío con el que da gusto estar, listo, guapo y lo que haga falta. Aunque a veces me inspira temor... Es como si dentro de él tuviese una zona helada que intentase disimular todo el tiempo, pero que de vez en cuando sale a la superficie sin quererlo.
Recordé a Jaana, con las piernas morenas de sus excursiones en velero, la mirada de angustia en sus ojos azul mar y, en la mano, una botella de cerveza de las que nunca faltaban en mi lado del frigorífico en el piso que por entonces compartíamos.
—Es que no le sigo la lógica a este tío. Me dice que yo no soy su dueña, cosa que es evidente, pero intenta hacerse el amo conmigo. Disfruta teniendo poder sobre mí. Quiere poseer a los demás, controlarlos. Queriéndolos, flirteando con ellos, prestándoles dinero, lo que sea. Es justamente el tipo de tíos que te parecen endiabladamente majos mientras no los conoces a fondo.
Apenas acabamos la conversación, Jukka se presentó para hacer las paces con Jaana y ésta se calmó con bastante facilidad. Jukka era un artista en lo que a reconciliaciones se refería y siempre lo lograba, unas veces con ofrendas de flores y otras veces con champán.
Sin embargo, esta vez Jukka no lo había logrado. Había conseguido enfadar a alguien de tal modo que la única solución posible había sido la definitiva.
Detrás de la sauna, el brezo ya estaba en flor y también había algunos tallos tardíos de trigo de vacas que sobresalían entre los arbustos de arándano negro. El edificio carecía de zócalo y lo que había en su lugar era un espacio vacío en el que se podía meter todo tipo de trastos. Me pregunté cómo se le habría ocurrido a Hiltunen asomarse allí cuando encontró el hacha. A juzgar por las fotos que había visto, no parecía que la hubiesen tirado de cualquier manera, sino más bien que había sido depositada cuidadosamente. No entendía nada.
Alguien había salido de la casa, le había asestado un golpe mortal a Jukka con el hacha del embarcadero y luego se había tomado la molestia de ir hasta la sauna y esconderla... ¿por qué? Si el asesino hubiese sido un extraño llegado desde el mar, se habría llevado el hacha con él para arrojarla lejos, donde la profundidad fuera mayor. El hecho de que el hacha estuviese oculta bajo la sauna era señal de que a Jukka lo había matado alguno de los que estaban en la villa.
¿El asesino se había lavado en la sauna? Por el tipo de herida que tenía Jukka, era poco probable que se hubiesen producido salpicaduras. ¿Servirían como prueba las huellas del hacha? Antti y Mirja ya habían dado una explicación, bastante creíble. Entonces, ¿cómo lo habría hecho el asesino? Si había utilizado guantes, no había quedado ni una fibra en la superficie lisa del mango. Los guantes indicaban premeditación. Me metí bajo la sauna para buscarlos y al arrastrarme me corté la muñeca con un cristal. Salí de nuevo a la luz del sol, dando marcha atrás a gatas y maldiciendo.
Las gaviotas chillaban en la playa y, a lo lejos, en el mar abierto, distinguí un somormujo chapoteando, o eso me pareció. ¿Seguiría siendo aquél el lugar idílico que siempre había sido para los Peltonen, o la imagen de Jukka permanecería ya para siempre indeleble, su cuerpo flotando junto al embarcadero? En las noches de otoño se aparecería, saliendo de entre la neblina.
Pensé en mis padres. Si alguna de sus hijas fuese asesinada en su querida cabaña de verano, no podrían volver a poner un pie en ella. Mi madre me había llamado la noche anterior para preguntarme cómo estaba, preocupada. Le parecía espantoso que me dedicase a resolver asesinatos para ganarme la vida. Mis padres habían sufrido una gran desilusión cuando me fui a estudiar a la academia de policía. Tenía que haber ocupaciones mucho más idóneas para mis entendederas, por ejemplo estudiar finés, o cualquier otra lengua, algo que fuese más apropiado para una chica. Aunque yo siempre había sido el chicazo de la familia (éramos tres chicas, cosa que para mis padres representaba una especie de fracaso), ellos habían imaginado que acabaría desempeñando una profesión algo más «ligera». Cuando me decidí por estudiar derecho se sintieron satisfechos. Mi elección no estaba relacionada con la profesión de ninguno de los dos, ya que mi padre es profesor de matemáticas y mi madre enseña inglés. De mis dos hermanas, una estudió alemán y sueco y está casada con un químico, mientras que la otra estudia inglés y sale con un matemático. Tanto por mi profesión como por la falta de un hombre en mi vida, yo era el bicho raro de la familia. Mi madre, a quien le parecía que aguantar a cualquier imbécil siempre era mejor que quedarse sola, estaba bastante preocupada por mí a esas alturas.
Fui a la habitación de Jukka una vez más. Los objetos estaban en su sitio, pero alguien había colocado sobre la mesa una foto de Jukka en la cubierta de un velero, con el cabello al viento. Junto a ésta había una vela consumida a la mitad.
Sobre la mesa estaba también su reloj, de aspecto caro. ¿De dónde habría salido? La maquinaria seguía funcionando, con su tictac imparable. Lo cogí y admiré la maestría con la que estaban hechas las agujas. La que marcaba las horas y la de los minutos eran ligeramente arqueadas, de oro, y el segundero era de plata. La aguja del despertador era de bronce e indicaba las tres y media. Pensé que era una hora peculiar para levantarse. ¿Quién querría levantarse a las tres y media? A no ser que... a no ser que Jukka quisiera encontrarse en secreto con alguien del grupo y hubiese acordado con esa persona una cita a horas tan intempestivas. O tal vez había sido el otro quien quería ver a Jukka, con intención de matarlo.
Mientras regresaba en el coche a Pasila pensé que había logrado reconstruir en mi cabeza la manera en que el crimen debía de haberse producido, aunque ello no fuese aún de mucha ayuda. El responsable carecía aún de rostro.
¿A quién me faltaba interrogar? Jukka era el subdirector de la ACUEF, así que tal vez su director, Toivonen, pudiese contarme algo sobre él. A lo mejor también el resto de los miembros del coro... ¿Valdría la pena asistir a algún ensayo?
¿Por dónde debía continuar? Con Jyri tenía que hablar lo antes posible, ya qué las deudas podían ser un buen motivo. Y la idea de Jyri borracho y asestando un golpe de hacha a alguien ni siquiera me parecía demasiado peregrina.
Unos para el júbilo nacen y otros para la tristeza
Jyri vivía en la calle Helsinginkatu. Las ventanas de su edificio daban a una tienda estatal de licores tristemente célebre por su clientela. Se oían constantemente el ruido de los tranvías y las voces de los desaliñados borrachos. Uno de ellos casi se metió debajo del tranvía número ocho que venía del este, pero se salvó gracias al hábil frenazo del conductor. De nuevo me alegré de no ir de uniforme, porque entonces me hubiese visto obligada a intervenir. Dejando atrás el grupito de curiosos que contemplaban embobados la pelea entre el conductor y el borracho, seguí mi camino.
Me fue difícil dar con la puerta correcta, ya que el edificio —grande y de ladrillo oscuro— tenía varias entradas que daban al patio. Tras un par de intentos, encontré el apellido Lasinen en la lista de inquilinos del tablón del portal y subí andando hasta el cuarto piso. Me hallaba en buena forma, indudablemente, porque llegué sin perder el resuello. Llamé a la puerta, y al oír pasos en el interior de la vivienda, puse en marcha la pequeña grabadora que llevaba en el bolso. No es que la cosa fuera legal, pero tampoco tenía la intención de utilizar la cinta con nuestra conversación como prueba propiamente dicha. No se trataba de un interrogatorio oficial, en cualquier caso, ya que para ello hubiese sido necesaria la presencia de otro policía como testigo. Sólo pensaba charlar con Jyri de manera informal.
Éste se sorprendió al verme, pero no pareció alarmarse en absoluto. Ya no tenía los ojos enrojecidos, se había afeitado, y por su apariencia a duras penas podía uno creer que fuese mayor de edad.
La vivienda de Jyri habría podido servir de modelo para una caricatura del piso típico del soltero típico. Por un estrecho recibidor se entraba a una habitación amplia con una cama alta construida sobre la cocina. Estaba amueblada con estilo y comodidad, pero el desorden era descomunal. Había ceniceros repletos de colillas y ropa hecha un gurruño por todas partes. El suelo estaba lleno de mondas de naranja y en cada rincón había botellas de cerveza vacías. Incluso a mí, el piso me pareció realmente sucio.
Para que pudiese sentarme, Jyri tiró despreocupadamente al suelo unas cuantas camisas de Benetton que había sobre una butaca de cuero negro. Él se sentó en su cama deshecha frente a mí. Se encendió un cigarrillo y, tras un instante de duda, me ofreció otro. Lo rechacé, porque sólo fumo cuando estoy realmente borracha.
—Disculpa, tengo esto un poco desordenado. No he tenido tiempo de andar limpiando, porque he estado algo liado. Y tengo que volver a irme dentro de un rato —dijo suspirando—, porque, durante el verano, voy cada lunes al parque de Kaisaniemi a jugar a los bolos carelianos. Como no tengo ensayos...
—¿Bolos qué...? No, no, déjalo, no me expliques nada. —Acallé con un gesto su repentino entusiasmo—. Lo primero es quitarnos de encima la parte oficial de la cuestión. Ayer por la noche, cuando fuiste a la cena del coro, dijiste que creías haber oído entrar a Antti en la habitación de Jukka el sábado de madrugada. Y sin embargo no mencionaste nada de eso en el interrogatorio. ¿Cuál es la verdad? ¿Oíste algo o no?
—Bueno... es que no estoy seguro. No sé si fue un sueño, pero me parece que había alguien en el cuarto de Jukka, y por algún motivo pensé que podría haber sido Antti, o no sé...
Lo que en realidad me preocupaba era el estado de cuentas de Jyri, no sus alucinaciones acústicas. A lo mejor el chaval sólo quería culpar a Antti para que éste fuese el primero en la lista de sospechosos, por delante de él mismo. ¿Señal de que era él el culpable? No supe responder, de manera que me centré en lo que era fundamental en ese momento.
—¿Cuánto dinero le debías a Jukka?
Su rostro, un segundo antes relajado, adquirió una expresión de temor.
—Eran unos diez mil marcos, ¿verdad? Y, claro, no tenías ni un céntimo para pagarle. Jukka empezó a ponerse difícil porque no le devolvías su pasta. Creo que tuvisteis un buen encontronazo al respecto, ¿no es cierto?
—Sí, pero eso fue el jueves... —dijo Jyri tartamudeando. Apagó su cigarrillo en el cenicero rebosante y se encendió otro. Al parecer, yo había atinado, aunque no sabía cómo lograría que Jyri siguiera hablando.
—No me costará nada enterarme de todos tus movimientos de cuenta —mentí alegremente—, pero, por tu bien, lo mejor sería que tú mismo me contases cuál es el estado de tus finanzas.