Metamorfosis en el cielo (7 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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—No se puede reaccionar mejor al... tratamiento, señor Cloudman. Corre el riesgo de sufrir algunos efectos secundarios, pero la alquimia..., es decir, la química... funciona perfectamente.

Sale de la habitación al tiempo que añade:

—¡Estoy contenta..., francamente!

Pauline la mira mientras se marcha igual que si estuviera viendo pasar a un extraterrestre. Quizá lo sea.

Durante todo el día, la máquina en la mesilla me incita. Estoy impaciente por ver qué revelará la película. Acecho las apariciones de la doctora como un ave de presa. En el momento en que se materializa en la ventanilla de la puerta, la fotografío. Sólo puedo ver su cabeza y su busto. Me gustaría picotearla, revolearme entre sus brazos. Ella desfila para mí dos o tres veces al día, según el flujo y reflujo de los enfermos que deba tratar. Cualquiera diría que se desplaza en patines. Si al menos todo el mundo pudiera deambular en patines por este hospital... El linóleo se transformaría en pista de patinaje y asistiríamos a maravillosos topetazos en cadena. Al llegar la noche, se organizarían campeonatos de baile con andador. Una especie de
ballet
con ruedas, en el que las enfermeras se balancearían de una pared a otra y todos los enfermos tendrían un chute de euforia. Yo escondería unas ruedecillas debajo del hospital, para que a la primera ráfaga de viento saliera a la deriva. Se podría dirigir igual que un inmenso
skate-board:
todo el mundo se aglutinaría en el ala sur, y ¡a bogar navío! Los árboles se inclinarían para dejarlo pasar. Dirección al Océano. ¡En lugar del sempiterno paseo por el jardín, podríamos bailar en la playa!

La Remolacha vuelve a hundir sus clavos repentinamente. A menudo, el dolor se manifiesta mientras mi mente divaga. Es capaz de encerrarme dentro de la realidad en pocos segundos. Sin embargo, la loca esperanza de la metamorfosis aún parpadea. El plumaje de polluelo que devora mi epidermis me regala la sensación de seguir fugado. Pauline no puede evitar mirarlo fijamente esforzándose por fingir que no pasa nada.

Cae la noche, noto cómo se espesa justo detrás de la pared. Una energía nueva se apodera de mí. Me siento teledirigido por el pájaro que me posee. Ese pájaro conecta mi cerebro izquierdo directamente al corazón. Escapo de mi propio control casi voluntariamente. ¡Qué radiante sensación! Deseo correr con todas mis fuerzas hasta salir volando. Silbo sin darme cuenta. El inmenso trasero de Pauline me produce el efecto de un
brownie
. Y, sin embargo, nunca me ha gustado demasiado ese tipo de pastel. Aprieto con insistencia el botón que me comunica con las enfermeras. Llega una y me pregunta el motivo de la llamada amablemente. Entonces silbo como un hervidor de agua, no puedo parar de subir a los agudos. Pauline se tapa los oídos y yo salto a sus brazos. Ella se defiende, yo tiro el gotero. Ella grita, yo canto a pleno pulmón, cubriendo su voz, y le espeto un gigantesco beso con lengua al tiempo que la lanzo sobre la cama. Esta es una buena prueba de que recupero fuerzas, porque la dama debe de pesar el doble que yo. Su enorme pecho actúa como un radiador eléctrico contra mi pecho. Una chispa de sorpresa desesperada atraviesa su mirada. Yo salto fuera de mi celda, corro, intento despegar, me caigo de bruces en el linóleo y me revelo como un pájaro que no está del todo terminado.

Irrumpo en la sala donde se reúnen las enfermeras batiendo las alas-brazos, con el
Dreamoscopio
colgado del cuello. Sobresaltos. Para tranquilizarlas respecto a mis intenciones, les canto «Blue Moon» de Elvis Presley. Hay una que se sabe la letra y empieza a tararearla. Las demás están horrorizadas. Las fotografío y luego empiezo a libarlas a todas. A las viejas de cartón piedra, a las tripudas con gafas de culo de vaso, a las casi hermosas con moño...; no puedo detenerme. Algunas gritan, otras ríen, una de ellas llama al servicio de seguridad. Un equipo de rugby masculino con bata azul llega a paso de carrera. Me encaramo en la mesa, derrapo ligeramente en el archivador que está abierto, intento agarrarme a la bombilla desnuda que cuelga de la lámpara del techo, me quemo los dedos, arranco el cable y, por segunda vez consecutiva, me convierto en papilla integral. Los jugadores de rugby azules me llevan en volandas hasta mi celda y me atan con fuerza a la cama. Les pregunto si puedo fotografiarlos. El tiempo se detiene un cuarto de segundo, los jugadores posan y salen de la habitación amablemente. Concluyo «Blue Moon» con un hipido.

Esta mañana he vomitado encima de las alas. La vuelta a la realidad no se ha hecho esperar, igual que en la época de las escenas arriesgadas. La adrenalina que me irriga el cerebro había anestesiado el dolor, pero cuando ha decaído la euforia, la primavera de los hematomas se ha instalado. Me cuesta mucho asumirlo que ocurrió ayer. Me toman la tensión, me pinchan, me dan de comer y todo me resulta tremendamente embarazoso. Nadie hace alusión a mi ataque de cariño salvaje. Lo agradezco en silencio.

La Remolacha gana terreno. Envía helicópteros en misión al estómago y, hasta que no vomito la sopa de silicona, no para. En cambio, mis plumas se vuelven sedosas, espesas, largas. Pauline no se atreve a mirarme a los ojos. Las auxiliares tampoco. El plumón que retoña en mí las incomoda de manera manifiesta. Endorfina me ha dicho que me haga fotografías a mí mismo regularmente, para que adquiera conciencia del avance de la metamorfosis. Cuando no tengo fuerza para hacerlas, me acaricio los nuevos antebrazos con la punta de los dedos. En ocasiones, incluso me duermo.

«Happy birds day to you... happy birds day to you, Mister Cloudman...» ¿Estoy soñando? ¿Grabará también los sueños sonoros este aparato mágico?

La puerta se abre, una mano enguantada cubre el picaporte. Aparece Endorfina. Parece una asesina en serie dispuesta a fregar los platos. Su cuerpo se acerca al mío, sus alas cubiertas de plástico se enredan alrededor de mi cuello. Ruido de mono de esquí. La pájaramujer saca un trozo de tela de su escote... Un trozo de tela que no es ni más ni menos que el pantalón del pijama que dejé en su nido...

—Desde luego, no será disfrazándote de preservativo gigante como corres el peligro de quedarte embarazada —digo para romper el silencio.

—Paciencia..., hemos adquirido rodaje de ventaja, ¿no te parece? Quién sabe, tal vez, como sucede con algunos actores, la primera toma sea la buena. ¿Cómo te encuentras hoy?

—Mis rabietas se han vuelto más violentas e incontrolables que nunca. Ayer me convertí en un obseso del magreo con las enfermeras...

—Eso forma parte del proceso. En cierto modo son efectos secundarios. Intenta canalizarlos pero sin refrenarte.

—Eso es fácil de decir...

—Es importante para que no te pierdas por el camino. La leyenda dice que Charlie Chaplin y Adolf Hitler se convertían en león al anochecer; uno concentró su energía hacia la creación, el otro hacia la destrucción. Sin embargo, en su forma animal, era prácticamente imposible distinguir a uno del otro.

—No tengo el mundo en mis manos.

—Tienes el tuyo.

—¿De verdad que no puedes quitarte ese traje de celofán aunque sólo sea unos minutos?

—Sí, podría, pero prohibido tocarme. Tienes que mantenerte a distancia de las bacterias, incluidas las mías...

Hago un gesto para confirmar que acepto el nuevo trato.

—¿Seguro?

—¡Seguro!

Endorfina se deshoja. En esta ocasión, ruido de bolsa de caramelos. Su plumaje, que la noche vuelve azul, ondea. «Happy birds day to you...», tararea de nuevo. Clavo los dedos en el colchón para no saltar sobre ella. Mi plumón se carga de electricidad estática. Cojo el
Dreamoscopio
de la mesilla y disparo hacia su cuerpo desnudo desde todos los ángulos. Endorfina se presta al juego, revolotea por encima de mi cabeza y se posa en el techo, recorre el cielo de la habitación y aterriza a los pies de la cama delicadamente. La película se ha terminado, la vuelta en tiovivo también. Endorfina se pone de nuevo el traje plastificado de manera apresurada y se enrosca en mi espalda haciendo mucho ruido.

—Debo irme ya, no puedo permitirme recobrar la forma humana aquí, no tengo ropa...

—Una cosa. ¿Podrías ir a ver si al pequeño Victor no le ha salido barba esperando en la escalera?

Todas las noches nos citábamos a las diez y yo ya no puedo ir.

—Ayer le hice una visita. Le expliqué que estabas trabajando muy duro para mejorar tus poderes y que pronto volverías.

Endorfina me abraza. Entonces, un ruido de crujido de plástico, al que sucede un silencio casi apaciguador, que apenas enturbian las máquinas para retrasar la muerte. Mi mano emplumada y la suya, envasada al vacío, se ensamblan tranquilamente.

Estas últimas semanas, la Remolacha y la metamorfosis se han entregado a una auténtica carrera contrarreloj. Las pulsiones de cielo me estremecen tanto que en ocasiones tengo la impresión de despegar con todo este maldito hospital a la espalda. Y un instante después, es como si el edificio se estrellara encima de mi columna vertebral. La Remolacha aprovecha esos momentos de desánimo para pegar plomo entre mis huesos. Entonces canto, hasta que la cabeza me da vueltas y mis brazos se convierten en alas. Me despliego en el borde de la cama e imagino que llego al cuarto de baño sin tocar el linóleo. Muy a menudo, termino la carrera a los pies de la lámpara de la mesilla de noche y, en la caída, arrastro la guirnalda de perfusión. Ayer me quedé dormido en el suelo. Pauline me amenazó con atarme a la cama. Me deslicé bajo las sábanas dócilmente; creo que aquello la tranquilizó. La oí hablar con la doctora en el pasillo. La doctora insiste en que me deje dormir mucho. Ya no recuerdo la última vez que alguien me ha despertado.

—Buenos días, señor Cloudman. Le he traído a una persona que quería verlo...

Ahí está Victor, con su rosario de perfusión y sus grandes ojos nubosos. Abro los brazos, inflo el torso y hago como si fuera a salir volando mientras reprimo un ataque de tos. En lugar de eso, me desplomo lamentablemente.

Pauline finge una sonrisa de aliento. El modo en que las pestañas del niño envuelven sus ojos nublados de emociones contradictorias me anima a levantarme. Victor no se atreve a acercarse a la cama. Su mirada está vacía, no me reconoce.

—¡Vamos, Victor, no te hagas el vergonzoso, dale el dibujo!

El niño luna obedece en silencio, con la cabeza gacha. Me tiende una hoja de papel de manera automática. Parece que acaba de recibir un castigo. El dibujo representa un polluelo amarillo muy grande con otro más pequeño entre las patas. Le doy las gracias a Victor mientras Pauline se apresura a colgarlo encima de la cama. El silencio está de vuelta.

—Pero, Victor... ¿Te ha comido la lengua el gato? Tanto que querías ver a tu «Hombre Nube»... ¡Ahí lo tienes, delante de ti! —dice Pauline, arrodillándose frente a él.

La enfermera coloca cariñosamente las manos sobre los minúsculos hombros del niño.

—¿Queréis que os deje un ratito a solas? —pregunta Pauline.

Victor sacude la cabeza para decir que no con la mirada fija en sus zapatos. Tengo la impresión de ser ese bisabuelo pirado al que te obligan a ir a visitar aunque te dé un poco de miedo.

Pauline sale de la habitación llevando a Victor de la mano. La puerta da un portazo. Un resto de orgullo surge de entre los pliegues de mi pijama arrugado. Me incorporo como quien abre un paraguas roto.

¡Si sigo mucho más tiempo en esta cama, mis brazos se volverán sábanas! Me convertiré en un fantasma sin siquiera darme cuenta. Voy dando bandazos hasta el baño, la gran aventura del día. A duras penas llego al lavabo y me alzo a la altura del espejo. Tengo la piel cubierta de plumillas rojizas. Alguien ha socavado mis pómulos y ha enterrado en ellos mis ojos. Estoy espantoso. Espantado. Río-lloro-grito. Estoy convirtiéndome en «otra cosa». ¡No es posible! ¡Este espejo debe de estar trucado! Actúa como un líquido de revelado, igual que el
Dreamoscopio
. Y esta pesadilla se parece terriblemente a la fotografía de mis sueños. Llueve dentro de mi cabeza. Ataque de crisálida. Entrecierro los ojos y reconozco el esbozo de mis rasgos debajo de las plumas. La esperanza de una referencia se ilumina. Intento hablarme, serenarme. Las cuerdas vocales reaccionan de un modo cada vez más caprichoso a mis tentativas de gritos. Silban, vibran, estridulan. Me arrastro por el cuarto de baño, donde el sonido reverbera de manera más bien agradable. Observo otra vez mi reflejo. Espejo, espejito mágico del cuarto de baño..., ya sé que no soy el hombre más hermoso del mundo, pero ¿me convertiré en un desconocido incluso para mí mismo? ¿Cuál es la siguiente fase? ¿En qué me convertiré? Me hago una fotografía para plasmar el momento. Quizá también para tranquilizarme. Endorfina me puso el
Dreamoscopio
en las manos con el fin, como ella dice, de activar el principio sorpresa, sin embargo, también me sirve de referencia temporal. Necesito tiempo para aceptar la metamorfosis que se opera en mí serenamente, para tomar distancia, y además disfrutar de la idea de transformarme. ¡Resultaba tan sencillo cuando sólo se trataba de una fantasía! Estoy convirtiéndome en «lo que soy» y esa realidad me asusta.

Poso mi cuerpo-edredón sobre la cama, es imprescindible que mi corazón deje de tocar el tambor. Intento recuperar el aliento.

Se presenta un batallón de enfermeras al trote, medio irritadas medio tristes, y me ofrecen un poco de química relajante. Pauline entra en cabeza. Se detiene a observarme antes de bajar la mirada. Sus hermanas de bata me miran como si fuera un niño mortinato. A una se le escapa un grito de asombro, mientras otra deja de ventilar totalmente. Por mucho que intenten evitarlo, sus ojos inquietos me traspasan. No puedo dejar de temblar. Pauline se acerca y me pone una inyección. Las agujas siguen siendo igual de dolorosas, pese a la capa de plumón que ahora me recubre la epidermis. La Remolacha contempla mis sobresaltos, sentada en la tele apagada. Las enfermeras se marchan apiñadas en fila, al trote.

Mi amiguita Morfina acaba de darme un planchazo a los nervios y los efectos empiezan a dejarse sentir. Se me reblandecen los huesos, tengo la impresión de levitar por encima de la cama.

—¿Soñarías con volar si pudieras vivir en la ingravidez?

—¿Quién me habla?

—Soy la montaña que tienes que escalar, el bosque encantado que debes recorrer —dice esa cosa, con su enorme trasero fucsia plantado encima de la tele.

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