Metamorfosis en el cielo (3 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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Una enfermera me planta el periódico local del día delante de las narices al mismo tiempo que la bandeja de comida. El diario está abierto por la página de sucesos. En medio de la sección de noticias breves, una notita me llama la atención:

¿ESTAMOS ANTE EL FINAL DE LA HUIDA DE TOM CLOUDMAN?

Tom «Hematoma» Cloudman podría haber interpretado su última escena de riesgo. El gran especialista de la acrobacia fallida, al que la policía local busca por haber destrozado numerosos vallados de jardines y los escaparates de algunas tiendas con su incontrolable volquete, lleva desaparecido varias semanas. Los restos de su «vehículo» se encontraron en el arcén de una carretera. Él podría estar hospitalizado en estado grave. Hay quien afirma que Tom Cloudman habría escenificado el accidente para abandonar el país. «En estos momentos, actúa en el extranjero y está en plena forma», sostienen algunas personas. Puesto que Tom Cloudman aparecía sistemáticamente enmascarado y nunca reveló su auténtica identidad, nadie está en condiciones de saber dónde se encuentra el peor especialista del mundo.

—¿No será usted este Tom Cloudman? —me pregunta la enfermera.

—Mucho me temo que sí...

—En ese caso... ¡tengo la exclusiva! Cobraremos por las visitas —dice, con esa amabilidad algo rancia, típica de las vecinas ancianas expertas en comentarios sobre el tiempo.

Yo no estoy seguro de que me apetezca que la gente me vea con el pijama del hospital. Ya es hora de que acabe de emplumar mi traje de pájaro.

Me he visto obligado a perfeccionar mi técnica de pillaje de plumas: dejaba demasiadas tiradas por los pasillos. Ahora voy de caza armado con las fundas de mis almohadas vacías, y las relleno frenéticamente. Aprendo a caminar sin hacer ruido, como si estuviera subido en unas almohadillas. Tengo localizadas las puertas que chirrían y a los enfermos de sueño ligero. Eso no evita que, de vez en cuando, me tropiece con una tele o con un catéter mal situado. De vuelta en mi habitación, me dedico a pegar las plumas una a una con esparadrapo. Me deleito con este juego de reconstrucción. Pronto las alas empezarán a parecer alas. Incluso podré ir a visitar al famoso Victor.

Una madrugada, cuando regreso a mi prisión guateada, me encuentro dos almohadas cuidadosamente colocadas encima de mi cama. Son grandes y mullidas, y al trasluz se ve que están rellenas de plumas rojas. Apoyo en ellas la cabeza con tanto cuidado como lo haría con un huevo en un nido de garcetas. Me acurruco todo contento en mis propios brazos. Intento imaginar quién podría ser tan bondadoso como para ocuparse de cambiar mis almohadas en plena noche. ¿Será alguien que me haya identificado por el artículo del periódico? Mi cuerpo se relaja y deja que mi mente vague entre preciosas quimeras.

Me resulta imposible decidirme a destripar ese nido de lujo. Pero necesito más plumas. La música fría de las máquinas para seguir vivo resuena por el pasillo del hospital. Observo las alas y no puedo dejar de imaginarlas cubiertas por ese misterioso plumón de color carmín. Al final, destripo las almohadas. Tesoros de dulzura sedosa con los que me apresuro a decorar mis alas ahora bicolores. Mi reflejo en la ventana mejora. Agito las alas y estas me regalan un susurro mucho más delicado que el de ayer. Decido ir otra vez a robar al pasillo. Creo que aún me quedan algunos minutos antes de la hora fatídica. Caminando de puntillas, abro la puerta. La penumbra se embellece de reflejos caleidoscópicos. Tendría que haber apuntado el número de las habitaciones que he asaltado esta noche, ya no sé por cuál decidirme para mi siguiente ratería. Contengo el aliento y me dirijo hacia el extremo del pasillo. Generalmente, no me aventuro hasta allí. Tengo la impresión de que alguien me espía.

—¡Buenos días! —me suelta una voz aflautada.

Doy un respingo, me vuelvo y descubro a un hombrecito de unos diez años encaramado a un carrito de comidas. Su cabeza rapada, sus ojos nubes y las migajas de su sonrisa son como las brasas de una luna a la que se obliga a madrugar mucho.

—Buenos días... —le respondo, perplejo.

—Anoche ya le vi pasar por el pasillo con las alas. ¿Es usted Tom Cloudman, el superhéroe?

—Pues..., cómo te explicaría...

El chico se pone un dedo en la boca, sacude la cabeza de huevo de Pascua y susurra:

—Yo soy Victor y sé guardar un secreto. ¡No se lo diré a nadie!

—Gracias, amigo. Muchas gracias.

—¿Está herido? Cualquiera diría que alguien le ha roído las alas. ¡Y que a usted también lo han encogido!

—¡Eh..., sí! El monstruo hortaliza. Es enorme y muy poderoso; su secreto consiste en ahogar a las personas en una sopa fibrosa, ¡una sopa de puerros!

—No me gustaría morir en una sopa... Comerlas ya me horroriza...

—No te preocupes, amigo. No lo permitiré.

El niño luna no parece del todo convencido.

—Tengo que regresar a mi escondite, pero podríamos vernos mañana, pongamos...

—¿A las diez de la noche, cuando ya sólo estén encendidas las luces de emergencia?

—Así quedamos.

—¡Estupendo!

El niño me tiende su mano minúscula. La estrecho como la de un viejo amigo.

—Hasta mañana. Hasta mañana, Megatom Cloudman —susurra, al tiempo que salta del carrito de comidas.

Los numerosos tubos de sus perfusiones rebotan en el linóleo igual que los tentáculos de un pulpo de caucho.

Vuelvo a la cama y pienso en Victor, en su pijama demasiado grande alrededor de ese cuerpo de niño girando a cámara lenta, en sus hoyuelos de dibujo animado. Viéndolo pasear por los pasillos en plena noche, es a él a quien debería considerarse un superhéroe.

—Buenos días —dice la enfermera con un tono estrictamente igual al de ayer y al de mañana.

—Buenos días.

—Se le ve muy sonriente tan temprano y no hay ni una pluma por el suelo, está usted mejorando —dice mientras prepara la enésima inyección—. Señor MacMurphy, deme su brazo, por favor...

—¡Cloudman!

—¡Tiene el catéter desconectado! ¿Qué porras ha estado haciendo otra vez?

—Unas alas.

La enfermera apoya sus dedos con las uñas mal pintadas en mi hombro izquierdo, y al tocar descubre la estructura metálica debajo de mi pijama. Me pide que me la quite. Obedezco, y me encuentro frente a ella con el torso desnudo y unas alas que sobresalen en mi espalda.

—¿Usted sabe a qué se expone cuando interrumpe el tratamiento así? —dice visiblemente enfadada.

—Sí.

—¡Deme eso! Y le ruego que vuelva a conectar el catéter inmediatamente.

—Sé desconectarlo, pero no consigo volver a colocarlo.

—¡Bueno, escuche, ya está bien, voy a llamar a la doctora Cuervo!

Unos minutos después, oigo un galope de cascos por el pasillo. Dado que los caballos escasean en este hospital, supongo que me toca someterme a un breve juicio.

Son cuatro. La doctora va en cabeza. Agazapada detrás, mi enfermera y su cerebro de adulta incompatible con el mío. A los lados, dos auxiliares con bata azul. Los dos últimos se acercan a mí; el primero me inmoviliza en la cama con fuerza suficiente para que me sienta humillado; el segundo me despega las alas con un golpe seco. Los esparadrapos arrancan justo el número exacto de pelos para poner en funcionamiento el mecanismo de mi rabia más oscura. Sus miradas, y sobre todo el modo en el que rompen las alas para que quepan en el cubo de la basura, aceleran el seísmo que sacude mi cabeza. Oigo retorcerse el esqueleto metálico de mis oriflamas. La energía que proporciona la rabia me reconecta con intensas sensaciones de vida. Podría hacer añicos la pared a puñetazos, inventar una ventana, y caminar por las nubes mirando al horizonte a los ojos.

—Estese quieto, señor MacMurphy. Por favor, tranquilícese... —dice la doctora con suavidad.

—¡Cloudman!

—No puede desconectar la perfusión. Su contenido es fundamental para mantenerlo con vida, es lo que le regenera la sangre.

Se vuelve hacia sus acólitos y les indica con un gesto que salgan de la habitación.

—Sólo intento darle un poco de sentido al tiempo que me queda —le digo, una vez que se han marchado los acompañantes.

—Con ese comportamiento no se respeta a sí mismo, y tampoco respeta a quienes lo cuidan. Escúcheme, señor Cloudman. Soy oncóloga, he visto a personas reponerse de estados peores que el suyo. No subestime el potencial de estos tratamientos. No permitiré que eche al traste sus posibilidades de recuperación.

Sus puños cerrados deforman los bolsillos de la bata.

—Cuento con usted —dice mientras sale de la habitación.

La legumoide gana poder, ha pirateado el código de mi sistema respiratorio. En el momento en que hago un esfuerzo físico, aunque sea mínimo, me sofoco como un anciano. He adelgazado, pero me siento obeso. El tiempo frena y acelera simultáneamente, me produce vértigo. Por suerte, los calmantes me permiten encontrar la salida del laberinto de los insomnios..., a veces.

Esta mañana, una cosita de papel rojo atrajo mi mirada. Un sobre, tan incongruente como una rosa que crece en una banquisa. Lo abrí con la punta de los dedos. Luego, en un ataque de impaciencia, acabé despedazándolo para liberar su contenido y por desgracia lo destrocé. Una fotografía. Una vez reconstruida, se ve en ella a un hombre con la cabeza de pájaro y unas alas en la espalda. Las plumas, del mismo color bermellón que el sobre, contrastan con el negro brillante del traje. Unas nubes flotan a su alrededor y suavizan la imagen. ¿Quién me habrá enviado esto?

Herido en mi amor propio, cogí las alas del cubo de la basura y quité las jeringuillas enganchadas en las plumas. Pensé que podría haberles infligido un tratamiento idéntico al fallar en una de mis escenas de riesgo. Creo que las prefiero tal como están ahora.

El gotero complica mi tarea de latrocinio, pero voy con él a todas partes. Cuando no me enredo los pies en los tubos, doy con la estructura metálica en las puertas. Cada vez más a menudo despierto a mis víctimas. Éstas gritan y encienden la luz, y eso amotina a las enfermeras. He terminado por entablar amistad con los ogros de la 312. Con la luz encendida, están tan blancos que se les confunde con las sábanas.

—¿Qué coño haces aquí con ese disfraz? —me preguntó el mayor de los dos, cuando intentaba en vano deshacer los nudos de nuestras respectivas perfusiones.

Me excusé por haberlos despertado y les expliqué por qué me interesaban sus plumas. Los ancianos mascullaron cansados en sus barbas de Papá Noel y me permitieron largarme con el contenido de sus almohadas. Desde entonces, todas las noches dejan unas cuantas plumas a los pies de la cama. Ya no necesito interrumpir el concierto de ronquidos.

Únicamente me desconecto cuando voy a reunirme con el niño luna. Hago juegos de ilusionismo para él y me invento historias que nos hacen soñar a los dos.

Anoche, le dije que planeaba robar las almohadas de los hoteles de lujo de Suiza. Hoy, él me ha hecho partícipe de su plan, que consiste en hacerse el muerto y escapar conmigo en mi ataúd rodante. Engancharemos una traílla de perros de trineo para huir, ¡y los tesoros helvéticos serán nuestros!

Aprender a morir en primavera tiene ventajas e inconvenientes. El aire tibio que acaricia mi pijama de papel cuando se me concede un paseíto por el jardín me produce una sensación de estropicio extraordinaria. Después de un cuarto de hora caminando, hasta la más benevolente de las brisas entorpece mis pasos. Acomodo mi cuerpo en un banco. Es el final del día. Los demás aprendices de cadáveres ya han subido para entrenarse a palmar en sus camas. Yo voy a hacer lo mismo. Un último vistazo al cielo despejado y entro.

En ese momento, una pluma roja cae junto a mis pies. La cojo entre los dedos: esa pluma es sin la menor sombra de duda hermana de las de mis almohadas. Otra se posa en mi cabeza. Alzo la mirada y descubro una lluvia de plumón rojo que se derrama sobre el jardín, a cámara lenta. Los colores ocres del crepúsculo combinan con ella, cualquiera diría que el cielo estuviera sangrando. No hay posibilidad de error, ese dulce cataclismo procede del tejado del hospital. ¿Estarán destripando bandadas de pájaros allá arriba? ¿Qué ocurre en ese tejado? ¿Será la puerta de entrada al cielo? Esta noche, iré a explorarlo.

La noche se infla detrás de las ventanas de mi habitación. El «clic» del catéter al desconectarse hace que me suba un escalofrío entre los omóplatos. «Clic», ese acelerador de la muerte me ofrece un soplo de libertad. Curiosamente, con la Dama de la Guadaña y su carrusel de sombras acercándose, se ve mejor la vida. Debería hacer caso a la dulce doctora y quedarme prudentemente en la cama, atado en corto a la perfusión. Algo en mí me dice que tiene razón. Pero soy muy consciente de que los granos de mi reloj de arena caen cada vez más deprisa. Lo siento en cada uno de mis gestos.

Así pues, con mi pinta de fantasma mal planchado me dispongo a flotar hasta la escalera de incendios. El ruido del ascensor habría sido demasiado sospechoso, así que me preparo para una ascensión a la antigua usanza. Tengo que subir cuatro pisos para alcanzar la cumbre y sus misterios de color carmín. Un enrabietado viento mistral hace que las sombras de los pinos se estrellen contra las ventanas, como si quisiera disuadirme de seguir escalando. Cada paso produce un chirrido en los peldaños de madera de la escalera de caracol. La noche me aprieta el pijama con sus dedos helados. Me acerco a la última etapa, una escala metálica como las de los bordes de las piscinas. Habría preferido un trampolín para lanzarme directamente al cielo: un antiguo reflejo. Levanto la pesada trampilla, que cruje con un sonido lúgubre, y subo al tejado. No puedo creer lo que veo.

¡Una pajarera gigante! Un auténtico palacio de plumas construido en el mismísimo firmamento. Desde el suelo hasta el cielo, todo está tapizado de un plumón color escarlata. En el centro domina una inmensa jaula con un número increíble de alcobas en las que anidan un montón de jilgueros, pardillos sizerín y otros pájaros rutilantes, que duermen con el pico entre las plumas. Todos los matices del rojo abrasan la oscuridad. Me acerco. Mis pies se hunden en la deliciosa alfombra. Cada paso es una caricia. Una ráfaga de aire vuelve del revés mis alas como si fueran un paraguas viejo. Casi pierdo el equilibrio, pero estoy demasiado fascinado para asustarme. Un haz de luz se escapa. Mi corazón no late, baila. Me acerco aún más. Dos extraños pájaros lanudos muy grandes están posados en el tejado de la pajarera; dos juguetes mecánicos entre pájaros de verdad. Cuando llego al umbral de la puerta, despliegan sus enormes alas con un sonido como el de un barrilete de reloj. Me quedo quieto unos segundos. Resulta divertido y espantoso a la vez. Los cuervos artificiales han despertado a los auténticos pájaros y estos también despliegan las alas, abren los ojos del tamaño de la cabeza de un alfiler y empiezan a orquestar los trinos brutalmente. Despegan y a toda velocidad forman una patrulla que se arremolina encima de mi cabeza. Los cantos dan paso a unos gritos estridentes. El estrépito de barrilete se acelera, los pájaros vivos me rozan. Uno de ellos me da un picotazo en la cabeza. ¡También aquí me van a poner inyecciones! Intento retroceder pero pierdo el equilibrio y me doy de narices con el vacío. Distingo las marcas blancas del aparcamiento. Las inyecciones de picotazos aumentan. Mi pie derecho resbala por el caballete del tejado y el izquierdo se apoya en el vacío. Aleteo los brazos como si tuviera alas de verdad, en vano. Voy a caerme.

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