Metamorfosis en el cielo (2 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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Durante la época en la que viajé en el ataúd rodante, me enamoré de los libros. A una parejita que acababa de regalarme uno, le expliqué cuánto me emocionaba ese reparto de imaginario íntimo.

Cada vez me obsequiaban con más. Ante la falta de espacio y como no podía tomar la determinación de abandonarlos, decidí dejarlos a merced del destino. En el momento en que terminaba un libro, escribía mi opinión sobre él en la página en blanco que aparece al final del texto, precedida de la siguiente nota: «Si encuentra usted este libro, léalo; cuando lo termine, escriba sus impresiones, la fecha y el lugar donde lo halló, y déjelo bien a la vista en algún sitio de paso». Algunos de esos libros cogieron el tren, otros se empaparon con la lluvia. Algunos se perdieron durante mucho tiempo y otros vivieron una historia de amor con un bolso. Incluso uno de ellos volvió a mis manos con siete anotaciones.

En lo sucesivo surqué la carretera tan raudo y veloz que no tuve tiempo de verme envejecer. Pero llegó un momento en que mi cuerpo empezó a quejarse, a reclamar una deuda. El sindicato de músculos paralizados se manifestó. Al principio de una manera silenciosa, luego los huesos empezaron a crujir. Y mis nervios se tensaron tanto que perdí el sueño. Comprendí demasiado tarde que habría debido aprender a amortiguar mis caídas, también las involuntarias... Era consciente de que no podía seguir así pero no podía evitarlo. En cada espectáculo quería morir y renacer, ¡una cuestión de coraje! Por mucho que se activaran las alarmas, cantaba con todas mis fuerzas para no oírlas y proporcionarme el valor para arañar unos segundos más de eternidad.

Cuando llegó el invierno, la logística se complicó. El frío hacía más dolorosas las caídas. El público escaseaba. Empecé a multiplicar las escenas peligrosas al margen del espectáculo. Un día, derrapé en una curva e hice añicos el escaparate de una panadería-pastelería. Unos niños lo aprovecharon para escapar con unos pasteles de chocolate y todo el pueblo creyó que lo había hecho aposta. Después de haber arrancado accidentalmente muchos buzones, retrovisores y otros portones inocentes, tuve que iniciarme en el arte de la fuga.

Hasta que me atraparon... Fue al día siguiente de una escena particularmente espantosa. Subía con esfuerzo por un repecho bajo un aguacero. El hielo enceraba el asfalto. Las piernas empezaron a ponérseme rígidas y noté que mi nave se iba hacia atrás. El ataúd comenzó a coger velocidad. Me vi en medio de la carretera, incapaz de dominar la situación. Ruido de motor. Claxon. Explosión de chapa y contrachapado marino. Claxon. Olor a gasolina. Claxon. Vuelo de los Michel Platini. Claxon.

Abro los ojos. El mundo ha cambiado. Un olor a sopa de cantina y a éter sustituye a los aromas del otoño. El asfalto se ha convertido en linóleo. Y mi formidable ataúd, en una simple cama. Parece que los Michel Platini han desaparecido y también los colores. Aquí, todo es beige y gris ajado y al fondo veo un ventanal austero. Cada paso en el linóleo hace el mismo ruido que cuando se arranca una tirita. Las personas se aburren, lloran, gritan. Sus familiares les traen flores y una sonrisa cosida en el rostro; se las apañan para que las lágrimas se derramen por debajo de sus órbitas. Hay batas blancas que con gestos mecánicos se aparecen por todas partes. Bienvenido al servicio de oncología.

La doctora que acaba de desencadenar una tormenta de yunques en mi cabeza me recuerda a mi antigua y sexy profesora de matemáticas. Aquella mujer tenía la misma cara de pena cuando me devolvía los deberes enrojecidos de correcciones. Yo notaba que me tenía cierta simpatía, pero no podía hacer nada por mí.

Ahora, el problema es simple. Incluso el alumno travieso que siempre he sido, el que se sentaba junto al radiador, lo ha comprendido de inmediato: no estoy aquí por una costilla rota, sino porque un tumor se ha clavado en mi columna vertebral. Esa gorda remolacha ha crecido sin que yo sintiera nada. Acaban de depositar entre mis manos el reloj de arena del tiempo que me queda por vivir. Un dedal. Sólo un maldito dedal.

Un avión enloquecido me atraviesa la cabeza en silencio, luego otro, mi cerebro explota con suavidad. La enfermera que me acompaña a radiología no se atreve a retirarlos, por miedo a que me desangre. La gente me mira recorrer el pasillo con mi pinta de Torre Gemela. Un frasco de alcohol de 90 grados domina sobre un carrito; bien a gusto me lo bebería de un trago. Una sensación de vértigo me abrasa los párpados.

¡Ay, cuánto me gustaría poder tener una rabieta como cuando era pequeño! En el momento en que el aburrimiento asomaba su nariz de vieja tortuga amante del sudoku, yo me convertía instantáneamente en molino, viento que ruge o trueno.

Ahora, daría cualquier cosa por despegar, aun a riesgo de romperme una o las dos piernas. E. T., ya entiendo por qué huiste en bici por el cielo. Yo en tu lugar habría seguido pedaleando hasta Plutón sin dar la vuelta.

Las seis de la mañana. El director de orquesta de los interruptores hace crujir los fluorescentes y el hospital se enciende como un sol eléctrico. Es entonces cuando empieza el gran desfile de Ginger Rogers vestidas con bata blanca y zapatos de claqué de plástico. Esas mujeres nos despiertan al alba, por si hubiéramos olvidado por qué estamos encadenados a una cama el día entero. Tengo que evadirme mientras aún esté a tiempo. La inmovilidad siempre me ha producido pánico. Sólo sé avanzar, caer y volver a levantarme. Si me obligan a aminorar la marcha me ahogaré. Necesito mi dosis de cielo, no puedo respirar correctamente si no inhalo aunque sólo sea un poco de aire fresco. Las ventanas de las habitaciones aquí no pueden abrirse. Hasta la luz parece cansada de atravesarlas. Desde los televisores las risas enlatadas resuenan por los pasillos. Eso me produce ganas de llorar. Deberían organizar un gran concurso de lanzamiento de televisores contra las ventanas. Sería una actividad. ¡No puedo pasarme todo el día con un pijama de aprendiz de cadáver! Los esparadrapos que me sujetan los tubos a la piel me tiran de los pelos, como para que me acostumbre a limitar la amplitud de mis movimientos.

Tengo miedo. Un miedo laxo, que se me pega a la mente. Esto no tiene nada que ver con lo que sentía antes de las escenas de riesgo. Me gustaría hibernar y despertarme curado. Esa idea me reconforta unos instantes. Luego la realidad vuelve a asomar a la superficie.

Estoy acorralado. Por más que intente convencerme de lo contrario, soy consciente de que ya no puedo abandonar el hospital. Aunque los Michel Platini vinieran a chocar contra la ventana, no tendría fuerza para seguirlos. La Remolacha que crece dentro de mí pesa ya demasiado, y si emprendiera el camino sin que me la tratasen, no tardaría en aniquilarme. Pero si me quedo aquí me volveré loco. Los días y las noches amontonan el vacío dentro de mi cabeza. Mi mente hace sus cajas como si se dispusiera a mudarse. A veces, a la tarde, doy un paseo por el jardín. Abrazo los árboles e intento leer un poco. Busco estímulos, pero la Remolacha ha instalado un perímetro de seguridad alrededor de mis sueños, como si fuera la escena de un crimen. No se me permite acceder a ellos.

—¿Cómo se encuentra, señor Cloudman? —pregunta la doctora que acaba de entrar en mi habitación con los bolis enganchados junto a su corazón.

—Podría estar peor.

—Hay que intentar animarse. Con buen ánimo se lucha mejor contra la enfermedad, eso no es ninguna bagatela. ¿Sabe que en nuestro servicio de oncología está ingresado uno de sus mayores admiradores?

—¿Un admirador?

—Se llama Victor, tiene ocho años y asistió a una de sus actuaciones en su pueblo. Lo reconoció en el jardín.

—¿Por qué está aquí?

—Tiene leucemia...

Y sin tránsito, la doctora se lanza a una compleja explicación sobre el plan de ataque para acabar con la Remolacha. La escucho a medias y la miro marcharse para acabar la ronda de los pacientes.

Si a la edad de ese niño yo hubiera sabido que tenía que vivir en un hospital, me habría muerto inmediatamente. Electrocutado por el aburrimiento, la primera noche. Yo he tenido tiempo para las primaveras fogosas y para quemarme al sol. Se me ha permitido cultivar un poco mis sueños al aire libre. Victor debe hacer que los suyos crezcan a la luz de los fluorescentes.

Sé con cuánta rapidez la Remolacha puede dispersar las fantasías hacia los rincones más recónditos del cerebro. ¡No puedo dejarme engullir así! Está decidido, voy a reconquistar el servicio de oncología. Me convertiré en lo que siempre he sido. Voy a regatear esa maldita Remolacha como Platini. ¡Abrir de nuevo el abanico de las posibilidades, bailar para siempre, volar, aunque sea un poco, aunque sea mal! Prepárense, ¡Tom «Hematoma» Cloudman ha vuelto!

En cuclillas sobre la cama, escudriño la luna que camuflada ampara los bosques de edificios. A lo lejos, oigo respirar la autovía; sus canciones de fanfarria de elefantes desafinada me estimulan.

El «clic» del catéter cuando lo desconecto me da una sensación de libertad maravillosa. Liberado de mis cadenas de plástico, empiezo a destripar mis almohadas. El ruido del tejido al desgarrarse es delicioso. Las plumas se escurren entre mis dedos. A continuación, desmonto la estructura metálica del gotero para hacerme con las ramas más finas. Retorciéndolas un poco, consigo los armazones para mis alas. Después de haber pegado las plumas en las varillas de metal, las sujeto con esparadrapo a los brazos, evitando las zonas demasiado peludas. Última fase: pegar los armazones en la columna vertebral. Duplicar, triplicar los esparadrapos para que alas y cuerpo permanezcan unidos. El contacto con el metal frío me produce un escalofrío entre los riñones. Una magia singular se desgaja de ese ritual. Me gusta tocar mi plumaje, observar cómo captura la luz. Pero necesito más plumas, muchas más plumas.

Decido ir a la conquista de otras almohadas. En silencio, abro la puerta de mi habitación. Sin el gotero me he vuelto casi invisible. Deambulo por el servicio de oncología batiendo las alas a cámara lenta, gozando de mi propio molino de viento. Una vez familiarizado con el traje de gorrión, cojo impulso y de un salto brutal subo a un carrito de comidas. El carro da vueltas acompañado de un crujido de vasitos de poliestireno y yo siento unas ligeras ganas de vomitar. La Remolacha recuerda a mi cuerpo hasta qué punto estoy a su merced.

El carrito se estabiliza delante de una habitación con el arriesgado aplomo de una ruleta de casino. La puerta está entreabierta, observo a dos viejecitos roncando, que exhiben una fascinante ciencia del ritmo. Cuando el estómago de uno se infla, el del otro se desinfla. Parecen dos contrabajos sonando alternativamente. La perfusión de sus goteros marca el tempo, el «bip» de la máquina de morfina toca el diapasón. Uno de ellos tose esporádicamente y emite un ruido como el de una caja de clavos; sin embargo, parecen extrañamente felices. Tan felices que bien les mangaría las almohadas, ¡toma ya! Me acerco envuelto en el inquietante silencio de las luces de emergencia. Cuando era especialista, funcionaba únicamente con esa mezcla dopante de angustia, excitación y emoción. Desgarro cada almohada con un golpe seco antes de abrir más la herida para dejar que el tesoro de plumas se desparrame. Oculto el botín debajo del pijama, que nunca ha estado tan mullido. Los ogros roncadores balancean la cabeza, apaciblemente.

Cuando lanzo de nuevo el carrito para continuar con la visita por la galería de los monstruos dormidos, un dolor repentino se despierta. Me recorre el riñón izquierdo, pasa por el abdomen y me retuerce el estómago. Espero a que el carrito se detenga completamente y a duras penas bajo de él para regresar a mi habitación, doblado en dos. Las alas chocan con las esquinas de la puerta y se dislocan en mi espalda ocasionándome una depilación gratuita de los trapecios. Las recojo con la misma desesperación avergonzada de quien ha pisado su castillo de arena.

Se anuncia el amanecer y yo intento esconder mi tesoro entre el somier y el colchón con la sensación de estar «acompañado». Quizá por el fantasma de un muerto reciente aquejado de nostalgia. Si me convierto en uno de ellos, haré el idiota en las nubes o me bañaré en las avalanchas. ¡Pero de ninguna manera me quedaré en esta antesala de la muerte! Mientras tanto, no me atrevo a llamar a una enfermera para que me conecte otra vez el catéter.

Todas las mañanas, apoyo el cráneo sobre la almohada destripada. Deslizo las manos bajo la nuca para levantar la cabeza y espero la sentencia, tranquilamente. El volumen sonoro de los pasos de plástico aumenta. Dos habitaciones más y será mi turno.

El menú incluye inyecciones y el desayuno consiste en una rebanada de pan tan seco como para partirse los dientes. De postre, una variedad de píldoras amargas.

—¡Otra vez ha estado haciendo el tonto con la almohada! Hemos encontrado plumas por todo el pasillo, y ¿sabe adónde conducen? —me pregunta mi enfermera preferida, mientras expulsa el aire de la jeringa.

—¿No? Dígame adonde conducen las plumas...

—¡Las plumas nos conducen aquí! Esto no puede seguir así eternamente. Voy a tener que hablar con la doctora Cuervo. A su edad, ¡ya no está para jugar a Pulgarcito!

La enfermera farfulla el enésimo sermón de institutriz rancia mientras seca la gota de sangre que perla el hueco de mi brazo. Quizá tema que la doctora sexy o no sé quién la regañe. Toda la vida he intentado escapar a la imposición de estas pequeñas mezquindades, y aquí estoy, de vuelta en la casilla de salida, con clones en bata blanca llevando la batuta en mi habitación. ¿Se estará vengando mi cuerpo de los riesgos que le he hecho correr sin siquiera haber logrado alzarlo más allá de la trayectoria de un avión de papel?

Media hora más tarde, los efectos de la inyección me vencen, los nervios ceden y los párpados cesan su actividad. La reconversión de un ser humano en robot de hospital es increíblemente rápida. En primer lugar cambian tus andares, por el gotero y el pijama. Luego la cama te engulle como una planta carnívora. Muy pronto, cualquier sensación de sol o de viento desaparece y empieza a llover en el interior de tu cabeza. Te olvidas de reír, de caminar. E incluso si pruebas con los sueños, el dolor y sus escoltas medicamentosos se encargarán de recordarte lo muy enfermo que estás.

No obstante, lo peor es despertarse en pleno día en un cementerio de vivos. Nadie lee, todo el mundo bosteza delante de la tele. Es la época de las horas fofas, de los relojes flácidos al estilo Dalí. Los minutos se disfrazan de horas. Veo cómo lo hacen. Mi habitación es un horrible torno y las paredes se estrechan un poco más cada día. Unas jeringas crecen en el techo y me orinan éter en los ojos. Me ahogaré entre las sábanas. Convertirse en una sirena con pijama. Una sirena que ni siquiera sabe nadar.

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