La voz de Endorfina me saca de mi estupor, los pájaros auxiliares tiran de mí hacia atrás con fuerza. La nube se diluye pero el viento me alborota de nuevo. Distingo a la pájaramujer a través de los últimos estratos nebulosos que me separan de la superficie. Ella está unida a mí a través de los pájaros auxiliares. Los cabos de bruma se destensan al fin. El nido de Endorfina arde igual que un astro rojo bajo nuestros pies. Creo que he perdido una zapatilla entre las nubes.
Acompañé a Tom a su celda y conecté de nuevo el catéter. Él se acurrucó, los espasmos lo sacudían. Esperé a que durmiera profundamente para colocarle un tubo de oxígeno en la nariz.
Tom entra en una nueva fase de la enfermedad: la fase terminal. No obstante, la metamorfosis sigue su curso, todas sus pulsiones lo extirpan de su cuerpo enfermo. Su peligrosa sesión de vuelo ha aumentado su confianza, al hacerlo consciente de la amplitud de sus nuevas posibilidades. Lo razonable se aleja de su sistema de pensamiento.
Victor me ayuda a deshacer el montón de nudos de pájaros en el que Tom se ha enmarañado. Le cuesta aceptar que su Hombre Nube pueda ser tan vulnerable. Eso multiplica sus propias angustias. Yo intento explicarle que el auténtico superhéroe también tiene fallos, pero encuentra soluciones para trascenderlos. Me esfuerzo mucho para tranquilizarlo. Y probablemente para tranquilizarme a mí también.
Tom se ha despertado a primera hora de la tarde. Le siguen creciendo plumas, lo único que no tiene completamente cubierto es el rostro. Lo he sorprendido intentando peinarse el copete que ahora luce en lo alto de la cabeza. Ha salido del cuarto de baño con el pelo extrañamente alborotado.
Los análisis indican un nuevo empeoramiento de su estado de salud humana. Con el paso de los días, se vuelve cada vez más incontrolable, llora y ríe al mismo tiempo, silba como un auténtico pájaro. El pasado, el presente y el futuro parecen condensarse en el mismo segundo. Habla cada vez menos y duerme cada vez más. Hay quienes dirían que se ha vuelto loco. A mí me gusta pensar que vuela a su infancia y va a renacer como Fénix.
Cuando lo secuestro para las sesiones de vuelo nocturno, intenta con todas sus fuerzas escucharme, mostrarse amable, pero su instinto animal lo arrastra. Se acurruca contra mi pecho para dormir y canturrea.
Tom se reduce, resulta flagrante. Su cuerpo empieza a quedarle demasiado grande. Se modifica su gestualidad. Los movimientos del cuello se vuelven entrecortados, los hombros se inclinan hacia delante.
Victor me pregunta a menudo si Tom va a convertirse en pájaro completamente. Y si cuando lo sea le reconocerá... y si podrá «quedarse» con él. Yo suelto unos «sí» minúsculos. Tranquilizar, tranquilizar ahora y siempre.
Sin embargo, yo no estoy tranquila. Desconozco los efectos de una metamorfosis integral. Yo soy una especie de mestiza, por mis venas corre sangre humana. Cuando amanece he de readaptarme fisiológica, psicológica y socialmente a una realidad de mujer. ¿Qué habría sido de mí si mi mutación hubiera sido total? ¿Me pelearía con los zorros y pondría huevos cada dos por tres? ¿Habría conservado la facultad de habla y de pensamiento? ¿Y la memoria?
Si tu corazón aún resiste, Tom Cloudman, ¿qué será de tu memoria dentro de unos días? ¿Qué será de tus recuerdos de mí?
Me pregunto desde cuándo estoy encerrado en esta celda. Tengo la impresión de haber vivido siempre así, suspendido de los labios golosos de una
stripper
cuyo vientre empieza a redondearse.
Convertirme en padre... Deseo de reducir la velocidad para tener tiempo de apreciar; de perder el título del peor especialista del mundo y ganar otros, más íntimos; de ver cómo el vientre de Endorfina se convierte en un globo Montgolfier, y darle calor para que mantenga el rumbo.
El futuro se escurre entre mis dedos emplumados pero yo aprendo nuevas técnicas de combate. La acidez metálica del reloj de arena que se vacía en mí se transforma en palpitaciones de algodón. Aún tengo miedo, sin embargo, el contacto con mis plumas que van alargándose me reconforta. Me gusta pasar el rato sintiendo cómo se deslizan entre el pulgar y el índice. Y también evaluar la extraordinaria dimensión de lo que me ocurre.
La calidad de mis sueños mejora. Cuando siento que el sueño me envuelve, focalizo la atención en lo que me gustaría ver. Respiro lentamente e intento detener la máquina de pensar que nos pega al suelo. En ocasiones, me sale bien. Entonces puedo pasear por los rincones más mágicos de mi cabeza. En mis sueños, los pájaros de Endorfina alzan mi cama por encima del hospital. A bordo de mi globo Montgolfier viviente, miro cómo se disuelve el edificio a través de los nubarrones. En pocos segundos, se convierte en un recuerdo, un recuerdo que también se borra. Las sábanas se funden, los pájaros desaparecen en silencio. Lo que me hizo despegar fue el vientre de Endorfina. Vuelo. Mi pajarilla da a luz en un nido de cúmulos.
«¡Es la hora del aseo personal, señor MacMurphy!» Una voz atronadora de claxon parásita el éxtasis delicioso. Abro los ojos. Floto por encima de la cama. Completamente desnudo, creo. La auxiliar suelta un grito de fan de los Beatles. Me derrumbo encima del colchón. Suena como a ruido de saco. Un portazo, la silueta de Knacki Balls desaparece. Producir espanto resulta divertido y humillante a la vez.
Me dirijo hacia el cuarto de baño, que parece estar cada vez más lejos. A duras penas me incorporo por encima del lavabo que se ha vuelto inmenso. Me angustia la idea de descubrir mi reflejo.
Ya no me reconozco. Nada de piel, sólo plumas. Cuanto más me examino, mayor es la sensación de observar el interior de una almohada. De muy cerca. Mis ojos son unos caleidoscopios en los que han hundido litros de plumón.
Intento volver a la cama, el linóleo se me pega a las patas. Llueven preguntas sobre mi cabeza. ¿Qué ocurrirá si salgo de ésta? ¿La gente me mirará con esa incomprensión desconfiada que he descubierto en los ojos de algunas enfermeras? ¿Gritará cuando pase como si fuera un pterodáctilo? ¿Me cazará? ¿Tendremos que educar a nuestro hijo en el bosque? ¿Voy a tener que protegerme de los gatos?
Llaman a la puerta. Ahí está la doctora, la acompañan una mujer con saco de patatas azul y un hombre con una mascarilla antimicrobios. No los conozco. Me oculto debajo de las sábanas. Ellos hablan en voz baja. Tiemblo un poco, el roce del plumaje con las sábanas me impide oírlos. De pronto, olvido respirar. La mujer dice que deberían trasladarme a una clínica veterinaria. Endorfina protesta. Mi corazón retumba igual que un ejército de conejos Duracell tocando el tambor. El hombre dice que ya tendrían que haberme expulsado cuando le rompí las tibias a la señora Sérault. La mujer dice que conoce una clínica veterinaria muy buena, que su perro está muy satisfecho con ella. La doctora mantiene que pese a mi apariencia necesito tratamiento de humano. Oigo pasos, alguien se acerca a la cama. No es Endorfina, sus pasos jamás hacen ruido. El hombre tira de las sábanas con un golpe seco y me descubre. No tengo frío pero empiezo a temblar un poco más. Otras enfermeras se concentran en el quicio de la puerta. El hombre dice que no se sabe cómo evolucionará esa enfermedad, que podría contaminar al personal. La mujer asiente con una mueca de anciana que acaba de terminar un sudoku. La doctora afirma que esa enfermedad no es contagiosa. El hombre le contesta que ella no tiene ni idea, que no pueden permitirse correr riesgos. La doctora se acerca y me cubre con la sábana, casi como a un muerto. Todos salen de la habitación.
No consigo activar el modo rabia. Mi cerebro está congelado. Pensar que mi gran sueño de evasión podría terminar en una clínica veterinaria, esperando la inyección suprema entre un gato medio despachurrado y un perro parapléjico... ¡Cuando sea un fantasma, volveré para aparecerme en vuestros sueños! ¡Os plantaré un manojo de ortigas en el culo y os rascaréis hasta la eternidad!
Por más que encadene mis párpados el sueño huye de mí. La puerta de la habitación chirría. Me sobresalto y los pocos músculos que me quedan se crispan igual que una vieja medusa. Alguien intenta entrar. Son varios. No me atrevo a abrir los ojos. Se aproximan a cámara lenta. El linóleo cruje. Hundo las patas en el colchón. Pienso en la clínica veterinaria y en ese nuevo modo de encerrar a los enfermos del que he oído hablar en el telediario. Me concentro con todas mis fuerzas para desplegar las alas que están entumecidas por el sueño. No ocurre nada. Una respiración barre la punta de mis plumas.
«Tom... Tom...», susurra una voz. Abro los ojos y descubro a Endorfina, Victor y Pauline en formación a los pies de mi nido. La pájaramujer me coge en sus brazos y me pide que me calme. Victor intenta acariciarme la espalda. Endorfina me dice que no corro ningún peligro. Que ella me cuidará en la pajarera. Pauline añade «yo también». El contacto con el plumaje de Endorfina me apacigua al fin. Su vientre-planeta me da la sensación de un lugar seguro. Reconozco el sonido de la escalera de incendios y el olor a cielo.
La noche se propaga como un chorro de tinta que un calamar gigante escupiera por diversión desde detrás de la galaxia. Endorfina me instala en lo que ella llama un nido hospital. Ya no es una cama, pero aún tendré que vérmelas con el catéter. Los tres rostros a mi alrededor me producen sensaciones de recién nacido: medio apaciguadoras, medio angustiosas. Pauline me desea buenas noches con la ternura de una abuela que malcría a su nieto, Victor se duerme en sus brazos. Ambos abandonan la pajarera. Endorfina deja caer su cuerpo demasiado grande para mí frente al mío en miniatura. Me dice que pronto podré volar solo, que todo saldrá bien. Sus palabras se espacian y el volumen se atenúa hasta volverse menos sonoro que el de su aliento. La miro dormir. A mis párpados les gustaría cerrarse, pero yo quiero asistir a ese espectáculo hasta el final cueste lo que cueste. Su respiración se acompasa con la resaca de un mar de plumas, sus pestañas vibran como sismógrafos. Un ínfimo espasmo crea una mueca irresistible en la comisura de sus labios. El deseo de besarla es tan fuerte que podría comérmela. Entonces la fotografío. Una larga pausa, para dejar que la luz de la noche impregne su rostro. Fuera, los pájaros orquestan trinos, con el pico colgando de las estrellas. Los oigo sacudirse y el ruido de sus alas me produce un escalofrío de alegría. Pronto amanecerá y nadie vendrá a despertarme.
Un olor a menta fresca me invade. Desconecto el catéter y salgo del nido. Mis pasos parecen resbalar por el suelo sedoso. La bruma filtra las luces sin estropearlas. Los pájaros de Endorfina se bañan en las nubes y regresan dando saltitos a mis pies. Unas mujeres invisibles fuman unos cigarrillos que al consumirse dejan unos puntitos de fuego que se llaman «estrellas». Parece que esas sirenas celestes me hacen señales con los faros. Ellas teledirigen mis pulsiones de despegue. Endorfina dice que aún tengo que esperar, que mis alas no son suficientemente largas, que sin los petirrojos auxiliares podría estrellarme. A lo lejos, una bandada de aves migratorias aparece igual que una barba de tres días en las mejillas de un cúmulo. Ellas no necesitan cables para volar juntas. Su libertad me hipnotiza. El vacío me atrae. Las aves migratorias se acercan e imantan mi plumaje.
Me lanzo al cielo sin protección. Pierdo altitud rápidamente, atravieso las nubes. Ellas me miran pasar, estupefactas. Bajo rodando los pisos del cielo en un estado de bienestar algodonoso. Mis ojos hacen zoom hacia el suelo. El ruido del viento me indica que adquiero velocidad. El aparcamiento del hospital, un sello difuso unos cuantos segundos antes, se convierte en una réplica realista de sí mismo. Un escalofrío me recorre la columna vertebral a toda prisa, la última señal de alarma. Algo en mí se niega a escucharla. El viento sube a los agudos.
Una mano suave y firme me agarra del espinazo. El aparcamiento empequeñece de nuevo. La mano dulce y firme me deposita en el nido.
—Tú... no estás... aún... preparado —dice Endorfina sin aliento.
—Me encanta cuando me salvas.
—A mí también... pero no soy infalible. Pronto llegará el día en el que seas completamente pájaro y vueles con tus propias alas. Pero si te lanzas sin estar preparado, ni el hombre ni el pájaro sobrevivirán. Me gustaría detener el tiempo para que te quedes un poco más así, entre ambos... Me gustaría tanto que siguieras aún un poco más... —dice Endorfina.
Los primeros rayos de sol desfiguran la pajarera. La pajarilla entra en su cabaña ovoide y sale convertida en mujer, emperifollada con su saco de patatas azul.
—Unos minutos más tarde no hubiera podido agarrarte. No puedo volar de día. Tengo tanto vértigo que no cambio de velocidad ni siquiera en bici, así que, por favor, no te acerques al borde del cielo antes de que anochezca... y no te desconectes el catéter. Tienes que ayudarme a ayudarte para que salgamos bien de ésta, ¿de acuerdo? —dice Endorfina mientras se sujeta el moño de bailarina.
Me besa y desaparece por la escalera de caracol que la lleva hacia el mundo diurno.
Un eco de conciencia lejana me envía señales de tristeza. Me gustaría ayudarla a ayudarme como ella dice, sin embargo, algo en mí se abandona. El timón de la razón se funde al sol y yo me deslizo. El canto de sirenas invisible resuena, incluso en pleno día. Las percibo de una manera más natural que las voces humanas. Oigo a las aves migratorias antes de verlas, canto con ellas sin siquiera decidirlo. Me llaman. Cada segundo es un nuevo episodio de vida. Los conceptos de tiempo y paciencia están confusos. Estiro las alas sin acercarme demasiado al borde del cielo. A veces paso unos segundos encima del suelo. Me esfuerzo por pensar en otra cosa. Realmente ya no consigo pensar en otra cosa. Fotografío las nubes para calmarme. Una última baliza se ilumina otra vez, una especie de faro ahogado entre la bruma. Ser padre.
El recuerdo del hombre que era se desdibuja como una foto antigua, intento recrearlo para no espantar a Victor. Pauline me lo ha traído esta tarde. El niño me regala su disfraz de Spiderman, acepto ponérmelo en señal de agradecimiento, pero me siento mucho mejor completamente desnudo con mis plumas. Yo a cambio le doy mi viejo traje de especialista. Sus ojos, que echan chispas cuando se lo pone, me iluminan la tarde. Pauline desempeña el papel de Pauline, me habla de cosas cotidianas como si no pasara nada. «Todos sospechan que te ha secuestrado la doctora Cuervo. Una auxiliar vio nuestra pequeña mudanza, pero no dice nada porque se avergüenza por no haberse negado a tu expulsión, me lo ha dicho ella misma. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo calla.» Creo que Pauline necesita agarrarse a algo terreno, el borde del cielo le da pavor.