Metamorfosis en el cielo (10 page)

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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

BOOK: Metamorfosis en el cielo
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Los días y las noches se desgranan. La Remolacha me recuerda que aún soy un hombre, y me pega al suelo durante horas. De vez en cuando se acerca para arrancarme las plumas. He visto a Endorfina desviar la mirada mientras las recogía una a una. Victor hace como si no se diera cuenta de nada. Cada uno juega a proteger a los demás. Mi pájaramujer maneja su doble vida y la mía con ternura y determinación. Se cansa cada vez más con un niño dentro y otro sobre sus espaldas. Todas las noches veo a la doctora Cuervo entrar en la cabaña y salir convertida en pajarilla, con la misma desenvoltura que si saliera de la ducha. Es el mejor momento del día. Nos dejamos llevar sin pensar en nada y, en ocasiones, nos arrancamos ligeramente del suelo.

Desde hace unos días, el niño luna es más alto que yo. Si esto sigue así, pronto podré esconderme en el vientre de Endorfina, nido prodigioso. Me cuesta articular, la sola idea de pronunciar una palabra me fatiga.

Ya no consigo mantenerme en pie ni escribir. Mis dedos han dejado de ser auténticos dedos. No soporto el contacto con el tejido. Me alzan como a un muñecote para darme un beso, una parte de mi cerebro no consigue habituarse. Una pregunta me taladra la mente, me asusta tanto la respuesta que he retrasado hasta ahora el momento de plantearla: ¿también estará empequeñeciendo mi mente?

La pajarilla coge mi cuerpo en miniatura y apoya mi cabeza en su vientre redondeado. Yo percibo los ruidos de los fondos submarinos, y algunos movimientos. «Me... me pregunto si no da... darás a luz a una sirena...» Me doy cuenta de que la longitud que separa mis patas de mi cabeza no excede la anchura de su abdomen.

«Me pregunto si no darás a luz a una sirena» fueron las últimas palabras que pronunció Tom Cloudman. Esa mañana se despertó silbando. Su canto llevaba impresa una nostalgia que no mentía. Sabe que ya no puede hablar. Los silbidos reemplazan la palabra que ha perdido definitivamente. Ahora soy la única que lo entiende.

Me clavaré una inyección de veneno mortal en el brazo. Me bastará con coger una ampolla en el sótano del hospital. La mujer que hay en mí desaparecerá y dejará el campo libre a la pajarilla. La metamorfosis será rápida e irrevocable. Me clavaré la aguja justo antes del crepúsculo, acurrucada junto al cuerpecito emplumado de Cloudman. Dejaré que el veneno bienhechor se irrigue por mi cuerpo durante toda la noche. Con los primeros rayos de sol, sobrevolaremos las nubes juntos.

Mientras me dejo llevar por esa idea reconfortante, me miro las manos que, inconscientemente, han ido a posarse sobre el abdomen. La metamorfosis de Tom me empuja hacia los parajes celestes, sin embargo, mi vientre redondeándose hace contrapeso. Siempre he tenido que caminar sobre el filo de la navaja que separa el día de la noche, el cielo de la tierra. Ir y volver de manera equilibrada, un movimiento perpetuo que me impone mi naturaleza híbrida. Al final de mi crisálida, estuve a punto de sacrificar mi humanidad en el altar del instinto puro. Mis pulsiones me arrastraban hacia un tumulto embriagador. Cuando crecí, aprendí a comprenderlas mejor. Hasta ahora eso me ha permitido acercarme a una cierta forma de armonía. Sin embargo, los últimos acontecimientos han puesto todo en duda.

Con frecuencia subo a Victor a la pajarera. Él se pasa las horas con Tom en el hombro, parece un joven pirata que susurra algún precioso secreto al oído de su loro cómplice. En cuanto Tom emite el mínimo gorjeo, él asiente con seriedad o se echa a reír. Hace como si lo comprendiera. Yo no me atrevo a entrometerme. Ese niño al que la enfermedad hizo adulto demasiado pronto se ha reencontrado con sus sueños. Ahí triunfó el señor Cloudman.

Tom empequeñece en mis brazos y Tom
junior
crece en mi vientre. Como si el padre dejara sitio al hijo que llega. La suma de las metamorfosis se hace más pesada día a día. Me vuelvo un estorbo hasta para mí misma.

Esta noche, el niño luna dormita en mis brazos y Tom en los suyos. Victor ha intentado poner a Tom un traje de marioneta que había encontrado entre los juguetes del hospital, pero Tom ha empezado a revolotear nerviosamente lanzando silbidos agudos. Entonces, el niño luna, pese a que tenía los ojos empañados, lo ha hecho volar como una maqueta de avión. La oscuridad cruje igual que el vientre de una ballena en plena digestión. Tengo que acompañar a Victor a su habitación antes de que crean que lo he secuestrado a él también. Meto a Tom en el escote, aún está caliente. Su corazón late tan deprisa que parece vibrar. En cambio, su respiración es muy espaciada.

Dejo a Victor en la cama.

—¿En qué va a convertirse? —me pregunta muy bajito.

—En un pájaro.

—¿Y cómo? —dice Victor, frunciendo el ceño.

—El ser humano que conociste está desapareciendo. Cuando lo haga completamente sólo será un simple pájaro.

—¿Podrá pensar y reconocernos?

—Igual que puede reconocernos cualquier pájaro, pero gracias a eso Tom se salvará.

—Y una vez que esté a salvo, ¿podrá volver?

—Sí, aunque no como tú lo conoces. Tom se habrá deshecho de esa Remolacha que le devora el corazón y el cerebro y será diferente para siempre.

—¿Puedo cogerlo un poco antes de dormirme?

—Por supuesto.

Victor coge a Tom entre las palmas de sus dos manos y lo posa sobre sus rodillas. Le acaricia el plumaje con la punta de los dedos, le silba unas cuantas notas. Luego empieza a cantar la única canción que sabe:

Spiderman, Spiderman

Does whatever a spider can:

Spins a web, any size,

Catches thieves just like flies.

Look out:

Here comes the Spiderman...

Su canto, aunque tembloroso, resulta alegre.

De pronto, los fluorescentes de las seis de la mañana iluminan los pasillos. Mis plumas empiezan a retraerse. ¡Si me transformo aquí, me quedaré desnuda en la habitación de un paciente! Victor me tiende el cuerpo dormido de Tom, lo deslizo en el escote antes de emprender la huida. El linóleo se transforma en una pista de patinaje bajo mis pies. Las enfermeras de día se incorporan al servicio. Tengo que recorrer unos veinte metros antes de llegar a la puerta que da a la escalera de incendios. Si voy muy deprisa, corro el peligro de caerme, y si no acelero, el de algún encontronazo. Tom se bambolea entre mis senos y empieza a piar. Sólo diez metros. Ese crujir de plumas que tan bien conozco hace eslalon en mi columna vertebral y comienza el enorme tembleque de rodillas. Desde que estoy embarazada, cada vez me resulta más difícil de soportar.

—¡Eh! Usted, qué está haciendo... ¿Quién es usted? —grita una voz a mi espalda.

Continúo la carrera, mi cerebro ordena a mi cuerpo salir volando, pero ya no es capaz. Me da miedo caerme encima de la tripa.

—¡Eh! ¿Adónde va así? —grita la voz.

Alcanzo la salida de incendios y subo la escalera de caracol lanzada.

Una vez en mi nido, necesito unos segundos para recuperar el aliento y el ánimo. Pego la oreja a la trampilla que separa el borde del cielo del hospital después de haberle echado el cerrojo. Termina la metamorfosis, me siento igual que si saliera de un baño de agua fría sin toalla. El viento fresco de la mañana acaba de petrificarme. No estoy ni en el buen momento ni en el buen lugar. Unos pasos resuenan en los peldaños metálicos. Si la enfermera que me ha visto en el pasillo sube hasta aquí, ¡estamos perdidos! Tom se desentumece las patas en el suelo de plumas, su boca en miniatura deja escapar un breve bostezo. El ruido de los pasos se aleja, mi perseguidora ha debido de pensar que he intentado escapar por abajo.

Y aquí estoy desnuda delante de un casi pájaro que aún parece desearme. Una sensación incongruente, aunque me reconforta de algún modo. Me pongo la bata de trabajo mientras miro a Tom. La circunferencia de su cabeza no es mayor que la de una pelota de ping-pong, sin embargo, sus rasgos humanos no han desaparecido completamente. La llama del fondo de sus pupilas permanece intacta. Su cuerpo ahora es el de un pájaro. Un cardenal de copete rojizo.

Tengo que incorporarme a mi turno de trabajo, pero me da miedo que Tom eche a volar de aquí a que regrese. Me tienta guardármelo de nuevo en el pecho. Si se pusiera a trinar dentro del escote, podría fingir que silbo en
playback.
Pero si echara a volar delante de todo el mundo y yo no consiguiera atraparlo, correría el peligro de asustarse y chocar contra esas malditas ventanas que no pueden abrirse.

Me arrodillo y le ofrezco los diez dedos a modo de corola. Él sube torpemente. Tom Cloudman silba alegre en el silencio del amanecer. Me esfuerzo por hacerle la réplica como si no pasara nada. Me responde con un trino fuerte. Me dirijo hacia el borde del cielo. A cada paso que doy, los latidos de mi corazón se aceleran, los suyos vibran. Creo que está temblando. Creo que yo también. El silencio aplasta la pajarera, incluso el viento ha cesado. Canto en voz baja con los pies anclados al suelo. Abro las manos hasta formar una superficie casi plana. Tenso los músculos de los antebrazos, me concentro para no temblar demasiado. Los pulgares no pueden contenerse y se levantan para acariciarlo. Sus patas me hacen cosquillas cuando pasea por mis manos. Sigo cantando. Él da saltitos en mi mano derecha, se estabiliza frente a mí. Su rostro minúsculo aún se le parece mucho, ¡sus ojos brillan como los del Tom Cloudman de la mejor época! Una idea descabellada me pasa por la cabeza: fotografiarlo. Es mi manera de capturarlo sin impedir que eche a volar. Una película de recuerdos se proyecta debajo de mis párpados. Alguien ha debido de enchufarme un proyector en la cabeza. Quizá yo. Lo imagino con el disfraz de indio corriendo por el tejado del colegio, luego lanzándose por los aires y estrellándose contra una higuera; o jugando al fútbol en patines, su escena de riesgo favorita, que siempre acababa con fuegos artificiales de brazos y piernas; o recorriendo los pasillos del hospital, con el catéter desconectado y el par de alas mal cortadas sujetas con esparadrapos.

Sus ojos me miran intensamente. Tom sigue dándose la vuelta en las palmas de mis manos a cámara lenta. Se ha situado frente a la línea del horizonte. Intento no dejar de cantar. Una sensación de cosquilleo, se agitan sus patas, una caricia de plumas. De pronto el viento pasa entre mis dedos. Tom se ha ido...

Mis falanges se estiran y se encogen. Se ha marchado. Bate las alas vigorosamente, sin darse la vuelta. Señoras y señores, Tom Cloudman está a punto de terminar triunfante su última escena de riesgo sin red. Me siento orgullosa de él. Me agarro a esa idea, pero se me escapa. Tom coge altura girando por encima del hospital. La metamorfosis se ha completado. Ya no me necesita. Allá adónde va, la Remolacha nunca podrá atraparlo. Nadie podrá... Sigo cantando un poco más, nunca se sabe.

Algún día, dentro de mucho tiempo,
Tom
Cloudman plantará su cuerpo en una nube. Una noche de invierno, regresará en forma de copo de nieve que no se funde. Y yo estaré allí. Seré la única que lo reconozca.

Victor y yo fuimos a comprar discos de Johnny Cash. Luego, a la tienda de artículos de broma. Acabamos con las existencias de globos y bombonas de helio. La vendedora —una anciana— me preguntó si celebrábamos el cumpleaños de unos sextillizos, yo le respondí la verdad y ella se echó a reír como una loca, lo que, por otra parte, parecía. Nuestro extraño peregrinaje concluyó con una visita a una tienda de artículos deportivos para comprar una lancha neumática redonda, amarilla y azul, de marca Sevylor.

Ya en el borde del cielo, tapizamos tu esquife de plumas. Hay momentos en los que la excitación de los preparativos anestesia la melancolía. Encargué la publicación de una esquela que anunciase tu entierro en el periódico y especifiqué que tú deseabas que fuera de disfraces: «Tema: pájaros y otros animales de pelo». Faltaba encontrar un cura que aceptase animales humanos en su iglesia. Lo que no ha sido moco de pavo. Normalmente, la primera mueca aparecía cuando mencionaba a Johnny Cash. Insistía mucho en el «Cash», porque si te encontraras con Johnny a secas en tu entierro humano, me odiarías para toda la eternidad.

Ya sé que a ti eso de la iglesia te trae un poco al fresco, pero como la inenarrable Pauline grita a los cuatro vientos: «¡Si no, no hay fiesta!». Y quiero mantener ciertas formas para los allegados que no lo son tanto como para entender tu proceso, pero si lo suficiente como para sentirse molestos.

Al final, un cura muy anciano con un sentido del humor particular me dio la absolución animalaria. Ese señor vive solo en una iglesia-cabaña llena de figuritas religiosas tan
kitsch
que cualquiera diría que las compra en el rastro. Me hizo una interpretación de «Great Balls of Fire» de Jerry Lee Lewis en tono menor; «más acorde con el ambiente de un entierro», me explicó con los ojos entrecerrados. Si no hubiera sido cura, casi pensaría que me echa un poco los tejos.

El sol brilla, sus rayos chocan con el reloj de la iglesia que hace las funciones de despertador descuajeringado. La campana suena indolentemente, como si estuviera fundiéndose. Yo estoy en el atrio y reparto disfraces de animales a los que no tuvieron tiempo de conseguir uno. Admiradores que se enteraron por la esquela de ayer, imagino. La gente desfila con cara de entierro y los disfraces mal colocados.

Con toda seguridad, tú querrías lijar el barniz de melancolía de los entierros, porque asististe a alguno y te resultaron insoportables. Me habría gustado saber quiénes eran esas personas... Todas las cosas que no tuviste tiempo de contarme... Siempre viviré frustrada por la falta de elasticidad del tiempo.

Victor decidió vestirse de «ser humano». No se separa del traje de especialista que le regalaste. Pauline se ha atrevido con un disfraz de cigüeña. Una bonita iniciativa, si no fuera porque más bien parece un ganso doméstico. La auxiliar que te cuidó lleva un disfraz de tigre demasiado grande, que más bien parece uno de esos perros de precio desorbitado completamente ajado. Los ogros que te daban las plumas se decidieron por un disfraz de oso polar muy bien logrado. Incluso ha venido la anciana a la que rompiste las tibias después de nuestra loca noche de despegue, ya sin escayolas. Lleva un traje de abeja con alas de tul. Con su delgadez temblorosa parece que liba una flor invisible. Una enfermera magníficamente vestida de Catwoman empuja una silla de ruedas, no me hace ninguna gracia que os crucéis las miradas.

Después de una carrera de caricias, me susurraste: «¡Si en la época de la prehistoria yo hubiera conocido tu trasero, me habría inspirado tanto que habría inventado la rueda!». Hoy me asusta que me veas como un gran pavo con este globo que crece dentro de mi abdomen, sobre todo al lado de semejantes bellezas: una muñequita disfrazada de conejo con tacones de aguja por aquí, una gatita disfrazada de ratón por allí, aunque también hay hombres cocodrilo, perros con orejas que arrastran por el suelo y pájaros mal peinados embutidos en unos trajes demasiado pequeños, toda el arca de Noé está presente. Los transeúntes intrigados se detienen en la entrada y me preguntan si hay actores famosos en nuestra película. Yo les respondo que no.

Empieza la ceremonia. Los hombres y las mujeres se levantan, y los que llevan máscara se descubren. La llegada de tu extraño ataúd provoca un estremecimiento colectivo. El silencio se vuelve más pesado, la iglesia se congela, los pasos de los enterradores provocan temblores en los tímpanos. Ya nadie se atreve a respirar, nadie piensa en respirar.

El cura hace su entrada en escena. El traje de ardilla le queda como un guante. Empieza interpretando «Hurt» de Johnny Cash. Las mujeres salmodian la letra.

El cura vive la canción como un predicador del lejano Oeste en trance. Una conejita se levanta y grita «Yes!», luego se sienta y se disculpa con la mano. El sacerdote continúa, recuerda lo que él llama tu escena de riesgo suprema. Llueve dentro de mi cabeza, pero aún hay claros. Me siento lava sobre hielo, copo sobre fuego. El deseo de rebobinar el tiempo para vivir de nuevo lo que acabamos de vivir tantas veces como fuera necesario para salvarte y conservarte me vuelve loca. Sin embargo, la ceremonia que tú deseabas se está celebrando, y aún no ha acabado.

El grupo de fieras abandona la iglesia. La siguiente etapa: la pajarera. Acuden los invitados, cualquiera diría que se celebra el cumpleaños de un animal. Todo el mundo se sienta en el suelo. Yo canto «Ain't No Grave» de Johnny Cash acompañándome con el piano de pájaros. La canción suena como el vapor de un viejo tren. Ultima salida hacia el cielo en cinco minutos, cinco minutos...

Victor llena tu ataúd neumático de libros, fotos de sueños y de fantasmas, sus juguetes, y me pregunta si creo que volverás. Yo ahogo un sollozo.

Última salida en cuatro minutos...

¿Hiciste estallar tu alma en pedazos y la repartiste por los globos de helio y a mí me corresponde ocuparme de todo esto?

Última salida en tres minutos...

Pienso que una parte de ti sigue viva, no puede soñarse una muerte mejor.

Última salida en dos minutos...

Inflo los globos de helio con solemnidad. Los animales se apretujan unos contra otros.

Última salida en un minuto.
..

Doy palmas con las manos y pido a los asistentes que se unan a mí para llamar la atención de los pájaros auxiliares. Una salva de aplausos y poco después una coral de trinos invade la pajarera y los cabos de los globos del ataúd neumático se tensan. Pauline se adelanta hasta el borde del cielo y me abraza con sus
brazos
mullidos. El roce de la tela provoca una descarga de electricidad estática.

Salida...

Levanto ligeramente tu última morada para que despegue de la tierra y el cielo la reconozca al fin. Los asistentes guardan silencio y el viento hace su trabajo. Yo contengo la respiración. De una manera imperceptible, tú abandonas mis brazos. También perceptiblemente. Y esta será la última vez. Me tienta la idea de agarrarme a la carlinga inflable para encontrarme contigo, pero corro el peligro de caer desde arriba, sobre todo en pleno día. Victor mira cómo despegas a través del calidoscopio que le regalaste.

Echas a volar definitivamente, te nos escurres entre los dedos. Te marchas para encontrarte contigo mismo. Todo el mundo te mira escalar el cielo con los ojos entrecerrados, unos lloran, otros aplauden. Pauline se hace una visera con la palma de la mano.

Ahora flotas a un centenar de metros por encima del embarcadero. Ya no se oyen los pájaros, ya no se oye nada, casi ni se te ve. Estás a punto de desencadenar la mayor epidemia de tortícolis de todos los tiempos. La ligera brisa que te empuja me acaricia la piel. Tu sombra también se deshilacha. Tendría que haber comprado una lancha neumática más grande, habría durado más tiempo. Estaría tumbada junto a ti, aún un instante.

El cielo te absorbe y te empapa. Sólo eres un punto, ya no consigo verte con los ojos que se me salen de las órbitas. ¡Quién sea! ¡Deja algo, un rastro!

El viento está imantado y mis instintos nocturnos brotan aunque sea pleno día. Siento que me envuelven como en las metamorfosis. Seguirte.

Ahora sólo eres un puntito que gira a cámara lenta. Me acerco aún más al cielo, mis tormentas interiores me empujan a unirme a ti. Me agarro al cielo con las uñas, el balón de fútbol debajo de mi piel me arrastra hacia delante. Se me resbala el pie izquierdo, el vacío me aspira. Cierro los ojos para verte mejor.

Una mano de peluche me agarra con fuerza el brazo izquierdo: Pauline me ha devuelto al lado de la vida.

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