Parece Jabba el Hutt en
Star Wars.
Tiene unos ojillos muy juntos y una enorme boca con forma de estrella de la que sale una voz de pastor alemán.
—¿Te gusta hacer pleno a los bolos? ¿Y la intensa alegría que provoca el poder de explotarlo todo? Soy más ligera y vuelo más rápido y más alto que todos esos malditos pájaros. ¿Sabes por qué? Porque no conozco el pegamento de la emoción. No amo, no odio, no me vengo, no calculo. Juego a los bolos con los humanos y hago miles de plenos al día. Y ¿quieres que te diga una cosa? Es el juego más excitante de todos.
—Yo no te he esperado para poner a prueba mis límites.
—Eso es lo que tú te crees, pero hace ya muchísimo tiempo que me paseo por tu estómago. Fuiste tú quien me llamó... ¡Maltrataste tanto el cuerpo con esas ridículas escenas de riesgo! Me encantan los humanos como tú, devorados por el estrés, vuestras células están trituradas de antemano. Se os puede mordisquear viendo la tele sin siquiera pensar en ello. Sólo esperaba a que estuvieras a punto para ir a cogerte. Apostaste el corazón al descuidar los nervios y los has destrozado completamente. La excitación que lograbas convertir en energía durante tu juventud se está volviendo contra ti. Tiene ese dulce perfume de sangre mezclada con espuma del ataque de un tiburón.
Remolacha avanza hacia mí y me pasa las uñas llenas de grasa por el pelo.
—Estás en tu punto, al dente.
—Tengo un plan de fuga para escurrirme entre tus dedos. No me vencerás.
—¿Ah, no? ¡Espero con impaciencia ese último espectáculo! ¿Qué vas a inventar para fracasar esta vez? ¿Sabes? —dice con una horripilante voz infantil—. Podría agujerearte el estómago con un pico en el instante que quisiera...
Remolacha empieza a canturrear con tono de canción infantil:
—«Los pulmones se te llenarán de sangre, hijo mío, te dejarás ir hasta ahogarte en brazos de Morfina sin tener yo ni que cansarme...».
Luego recupera la voz de pastor alemán:
—Pero ¿qué te crees? ¿Que esas alas de mierda y la medio pintada de arriba te permitirán oponerme resistencia? Me das pena. Ahí andan todos con sus teorías psicosomáticas, les tranquiliza imaginar que tal vez el cerebro humano rebose de tesoros mágicos que puedan hacerme retroceder... ¡Pues no! Te garantizo que no. Incluso los casos milagrosos, los he dejado escapar yo: por despiste o por cansancio...
—¡Buenos días, Tom! ¿Cómo te encuentras? —dice la doctora con una voz radiante.
—¿Se... se ha ido?
—¿Quién?
—¡La Remolacha!
—¡Aquí no veo ni remolachas ni puerros!
—¡Estaba sentada encima de la tele!
—Deben de ser los efectos secundarios de la morfina, pronto se atenuarán.
—¡Precisamente eso es lo que me preocupa!
—Tom, la época de las preocupaciones ha terminado. Si te parece bien, esta noche te darás tu primer baño de cielo. Prepárate para despegar a las doce en punto.
—¿De verdad? ¿Crees que estoy listo?
—Sí, pienso que es un buen momento para tu bautismo.
La doctora se acerca, echa un vistazo a la puerta y me da un beso en los labios resecos. El mismo ruido de paquete de caramelos con la prohibición de saborear el contenido.
—Cuando te beso me parece que traiciono a pájaramujer.
—Soy una mujer apasionada, ¡pero no tanto como para sentir celos de mí misma! ¿Quieres que revele las fotos? —dice mirando los carretes que hay en la mesilla.
—Me asusta un poco ver lo que podría haber ahí...
—¡Precisamente ése es el efecto que buscamos! Cuanto más te involucres en el juego, más activarás el principio sorpresa. Y no conozco mejor combustible para dar impulso a tu mente. Cuanto más dinámica esté, más se acelerará la metamorfosis.
—Todo eso jamás sustituirá al tacto. Necesito tocarte.
La doctora pájaro se dirige bailando hacia la puerta de la habitación, la cierra con llave por dentro y, al mismo tiempo, activa el interruptor de «Prohibido pasar por orden facultativa». Mi plumaje tiembla como si sus dedos plastificados provocaran un viento tormentoso en la misma piel. Es la primera vez que alcanzamos tanta intimidad a pleno día. Me pide que cierre los ojos. Dejo uno abierto. Endorfina coge las almohadas y las desgarra encima de mí. Nieva sobre mi cabeza, también dentro de ella. La doctora recoge las plumas y las pega en pequeños grupitos en sus manos y su rostro.
—Mantén los ojos cerrados —me susurra.
Obedezco y empiezo a imaginarla. Me veo en su nido. Sus dedos se apoderan de mí en un tumulto de dulzura. Los míos adivinan su anatomía curva, ella me guía hacia las zonas que acaba de cubrir con plumas. El placebo resulta bastante eficaz. Me gustaría declararle la pasión que siento por ella. Me lanzo como en una escena de riesgo.
—Me gustaría ofrecerte mis espermatozoides...
—¿Perdón?
—Me gustaría que los conservaras, nunca se sabe... Aunque el otro día en el tejado, algo se hubiera puesto en camino... Así tendríais con qué aumentar la familia.
—¿Quieres que almacene tus espermatozoides?
—¡Sí! Como el buen vino, ¡en una botella con la añada!
—¿Y en la etiqueta, un resumen de tu trayectoria como el peor especialista del mundo y la denominación de origen para garantizar que esos espermatozoides son tuyos?
—Exactamente, eso me haría prácticamente inmortal.
Tom Cloudman se durmió entre mis brazos.
Su metamorfosis adquiere cuerpo. El plumón se espesa, de color carmín. Sin embargo, su cuerpo de pájaro aún está lejos de la eclosión y el de ser humano a punto de la implosión. ¿Debería apostar por su capacidad de transformación y favorecer al pájaro que hay en él, o debería, al contrario, defender el mayor tiempo posible su cuerpo humano? Llegamos a un momento crítico en el que el tratamiento metamórfico podría matarlo de un día para otro. La mujer pájaro y yo nos tiramos de los pelos que compartimos. Lo siento bullir justo encima de mi cabeza. Un montón de responsabilidades se acumula sobre mis hombros. Si me la juego al todo por el todo, lanzo a Tom a pleno cielo y él no soporta la impresión, me lo reprocharé el resto de mi vida. No obstante, no puedo dar marcha atrás, y él tampoco. Ahora bien, si él tuviera que apagarse en la habitación esterilizada con la sensación de haber sido abandonado, aún me sentiría peor.
Me despierto en pleno día. Una dulce sensación acaricia mi piel. Ya está, soy un plumero. Se podría limpiar el polvo del hospital sólo agitándome por los rincones. Me quito las alas pegadas con esparadrapo, el disfraz ya no me sirve para nada. Me acaricio la cabeza con dificultad y está casi tan suave como las manos de Endorfina. Un dolor sordo me invade los omóplatos. La doctora dice que eso es buena señal, las alas estarían a punto de la eclosión.
Victor ha preguntado por mí. Endorfina le ha explicado que estaba en fase de crisálida, como las mariposas.
—¿Y eso duele? —ha sido su única reacción.
—Señor Cloudman, ¿está preparado para el gran despegue? —me susurra una voz casi en sueños.
—¡Sí!
—Espere aquí un instante. Como si pudiera irme a algún sitio, ¡ni siquiera me sostienen las piernas! Durante un segundo bailo un
twist
involuntario y me derrumbo como un castillo de naipes.
Para mi gran sorpresa, Endorfina vuelve a aparecer con Pauline junto a ella. Así que la cascarrabias del servicio forma parte de este extraño comando. Debo reconocer que su comportamiento ha cambiado desde que, el otro día, libé en su boca.
—He tenido que pedir un poco de ayuda a una persona de confianza para asegurarnos un mínimo de tranquilidad. Ha aceptado vigilar.
Entonces, Endorfina me tiende unas tijeras de costura.
—
It's time, Mister Cloudman... It's time!
Corto su mono de cadáver, las hojas de las tijeras se deslizan por el plástico. Me entretengo deshojando su piel. La intensidad del placer que siento me llena de fuerza, mis miembros entumecidos recuperan algo de tonicidad.
Happy birds day to me!
—Bien, muy bien... ¿Pauline? ¿Alguien a la vista?
—No, ¡todo está tranquilo! —susurra la enfermera con un tono sorprendentemente travieso.
La doctora se une a mí y cierra la puerta tras de sí. Saca de la blusa una petaca rectangular, como las que se ven en las películas del Oeste. La mueve delante de mis narices para que pueda descifrar la etiqueta: «Espermatozoides Tom Cloudman, cosecha nocturna, certificado de autenticidad».
—Señor Cloudman, ¡tendrá que llenar todo esto si quiere asegurar su descendencia! —dice al tiempo que se quita la bata.
Lleva el atuendo de las grandes noches, penachos atrapados en la trampa de sus medias de rejilla, pestañas de murciélago y carmín para despertar a los muertos. Los tacones de aguja vertiginosos hacen pensar que, esta noche, debe de tener previsto volar más que caminar. Las plumas de su cuerpo se deslizan unas sobre otras con cada movimiento de sus senos. ¡Si sigue así, saldré volando completamente desnudo, me chocaré contra el techo y moriré de placer!
Oigo el ruido de un carrito de comida rodando por el pasillo.
—¿Puedes levantarte e ir hacia el pasillo? —pregunta mi pájaramujer.
—Si me desconecto el catéter, quizá.
—Puedes desconectarlo.
Cuando lo retiro por mí mismo, asumo el hecho. Sin embargo, ahora que ella toma la iniciativa, me produce vértigo.
Salgo de mi celda en pijama. La ascensión de la escalera de caracol me parece más abrupta que la última vez, los brazos auxiliares son bien recibidos. Al fin me encuentro en el borde del cielo.
Allí está Victor. Lleva un traje de Spiderman, por las mangas le salen algunos tubos de plástico. Sonríe como una luna de dibujos animados y grita: «¡Megatom Cloudman ha vuelto!». Y aquí estoy yo, lleno hasta los topes de pánico escénico.
—Mira, aquí está tu ayudante para el despegue —exclama Endorfina.
El carrito de comida está irreconocible. Hay decenas y decenas de pájaros posados en las ramas de ese árbol con ruedecitas. Trinan igual que una pandilla de amigos del sur de Francia cuando salen del cine.
—Esto te dará algo de impulso —dice Endorfina, señalándolo con el ala—. Ocupen sus puestos, por favor —añade con la mayor seriedad.
Pauline empieza a aplaudir. Hay una metamorfosis cómica en curso dentro de esa enfermera.
Salto encima del antiguo carro de comida; el pánico escénico se desborda y mi cerebro silba. Un miedo alegre. Se desgranan los segundos. El cerebro me golpea contra las sienes. El cuerpo se convierte en un terremoto. Debo evitar a toda costa que las dudas se inmiscuyan, ¡ahora no es el momento! Porque ha llegado la hora de las grandes metamorfosis.
Pauline se dedica a atarme un ramillete de pájaros alrededor de cada brazo. ¡Unos manguitos para nadar por las nubes! Paso de una sensación de invulnerabilidad que haría palidecer a Superman a la del ridículo de estar desahuciado, inconsciente del peligro al que me expongo y vestido muy raro.
Los doscientos cincuenta pardillos sizerín se agitan, el carrito empieza a vibrar, el cielo imanta la punta de mis dedos.
—¡Conduces tú, Tom Cloudman! —me suelta el niño luna, medio eufórico, medio asustado.
Endorfina ocupa su puesto tras el piano de pájaros. Canta una melodía de otra época, parece que convoca al fantasma de Nina Simone para que acuda en mi auxilio. Su voz suena como el más alegre doblar de campanas, pone en movimiento al ejército rojo de pardillos sizerín, yo incluido. Se tensan los hilos entre mi cuerpo y lo alto, ciento veintiséis pares de alas azotan el borde del cielo. Se colocan en filas apretadas y forman dos gigantescas alas vivientes. Doscientas cincuenta melodías entrechocan. Canto con ellos. Endorfina acelera el tempo. Pauline empuja el carrito. La velocidad aumenta.
—Empieza a batir las alas sin crisparte. Mira hacia delante y conéctate a la intensidad de tus deseos más profundos —grita Endorfina.
El clamor de los cantos de los pájaros se intensifica, la velocidad sigue aumentando. El borde del cielo se acerca, los hilos tiran de mi cuerpo, estoy casi en ingravidez. El niño luna lanza «¡yujus!» de montaña rusa.
—¡Ahora da todo lo que tienes! —suelta la señorita pájaro.
El suelo de plumas desfila a una velocidad espantosa debajo de las ruedas del carrito, Pauline tiene hélices en lugar de caderas.
Me alzo con todas mis fuerzas, silbando a pleno pulmón, con los ojos cerrados.
—Tengo que decirte una última cosa muy importante...
—¡Rápido!
—Estoy embarazada...
Fuegos artificiales en mis venas. ¡Soy el hombre más vivo del mundo! ¡Acabo de nacer! ¡Fénix en pijama! Despego del carro. La pájaramujer y el niño luna sueltan gritos de alegría ligeramente angustiados. El hospital empequeñece. En el tejado, Pauline, Endorfina y Victor se transforman en Playmóbiles, en insectos Playmóbiles, en puntitos negros y luego en nada. Yo sacudo las alas con vigor. Mi cohorte de pájaros guarda silencio, sólo se oye el viento que producen mis alas. Me convierto en el ardor de todas mis emociones. Las lágrimas cortocircuitan la risa, la sonrisa tiembla, aguarda el nuevo asalto de las emociones.
Descuerno la cima del abeto celeste del que cuelgan las estrellas. Éstas caerán como una lluvia plateada e inventarán miles de reflejos nuevos. ¡Alegría! Entro en el espejo del viento. La noche es inmensa y el silencio huele a cometa. Siento que la embriaguez me pervierte agradablemente. Mientras siga siendo consciente de la evolución de mi estado mantendré el control, sin embargo, tengo un deseo irresistible de perderme. Pilotar, abrir el grifo del trance y ahogarme en él para tomar altura. Luego retroceder al modo control para que dure el placer. Un cumulonimbo algodonoso quiere envolverme. La luz de la luna rebota encima y chispean sus cristales. Lo atravieso con los ojos abiertos. La alegría mezclada con el aire fresco produce lágrimas de excelente calidad. ¡Soy la lluvia, mañana aprenderé a fabricar nieve!
De pronto, una nube negruzca obstruye el horizonte; coloso de humo oscuro. El viento sopla con dos dedos gordos hundidos en la boca del cielo. Los pájaros auxiliares frenan. Me siento como imantado por ese cúmulo bilioso. La nube se hincha, se multiplica, gira y se enrolla alrededor de mis alas. Los bordes se vuelven más densos, los gritos del viento se espesan. Ya no veo. El sollozo musical se intensifica, el rayo salpica su letanía. El viento me amordaza, ya no consigo emitir ni una mínima nota. Unos polvos luminosos aparecen en el centro de lo opaco. Se enrollan como un ovillo de lana eléctrico. Deseo verlos de cerca, seguir escuchando ese canto de hielo que procede del fondo de la nube. ¿Serán fantasmas de pájaros? ¿El nacimiento de los copos de nieve? He dejado de agitar los brazos y me deslizo en la ingravidez.