Ocho días después de la muerte de Lucio me hice llevar en litera al Senado. Pedí permiso para entrar así en la sala de deliberaciones y pronunciar acostado mi discurso, apoyándome en una pila de almohadones. Hablar me fatiga: rogué a los senadores que se agruparan en torno a mí, para no yerme obligado a forzar la voz. Hice el elogio de Lucio; aquellas pocas líneas reemplazaron en el programa de la sesión el discurso que él hubiera debido pronunciar ese día. Anuncié luego mi decisión; nombré a Antonino, y pronuncié tu nombre. Había contado con una adhesión unánime, y la obtuve. Expresé entonces una última voluntad, que fue aceptada como las otras; pedí que Antonino adoptara asimismo al hijo de Lucio, que tendrá en esa forma a Marco Aurelio por hermano; los dos gobernaréis juntos, y cuento contigo para que tengas hacia él las atenciones de un hermano mayor. Quiero que el Estado conserve alguna cosa de Lucio.
Al volver a la Villa, y por primera vez en muchos días, sentí deseos de sonreír. Acababa de hacer una jugada maestra. Los partidarios de Severiano, los conservadores hostiles a mi obra, no habían capitulado; todas las cortesías que pudiera haber tenido con aquel cuerpo senatorial antiguo y caduco, no compensaban para ellos las dos o tres heridas que le había inferido. Sin duda aprovecharían mi muerte para tratar de anular mis actos. Pero mis peores enemigos no osarían oponerse al más integro de sus representantes y al hijo de uno de sus miembros más respetados. Mi tarea pública estaba cumplida; ahora podía volver a Tíbur, entrar en ese retiro que se llama enfermedad, experimentar con mis sufrimientos, sumergirme en lo que me restaba de delicias, reanudar en paz mi diálogo interrumpido con un fantasma. Mi herencia imperial quedaba a salvo en manos del pío Antonino y del grave Marco Aurelio; el mismo Lucio que sobrevivía en su hijo. Todo eso no estaba tan mal arreglado.
Arriano me escribe:
Conforme a las órdenes recibidas, he terminado la circunnavegación del Ponto Euxino. Cerramos el círculo en Sinope, cuyos habitantes te están profundamente agradecidos por los grandes trabajos de reconstrucción y ampliación del puerto, realizados bajo tu vigilancia directa hace unos años… A propósito, te han erigido una estatua nada parecida y nada bella; envíales otra, de mármol blanco… En Sinope, y no sin emoción, contemplé el Ponto Euxino desde lo alto de las mismas colinas donde nuestro Jenofonte lo percibió por primera vez, y donde tú mismo lo has mirado no hace mucho…
Inspeccioné las guarniciones, costaneras; sus comandantes merecen los mayores elogios por la excelencia de la disciplina, el empleo de los métodos más recientes de adiestramiento y la buena calidad de trabajos de ingeniería. En toda la parte salvaje y casi desconocida de la costa, he mandado practicar nuevos sondeos, rectificando allí donde era necesario las indicaciones de los navegantes precedentes…
Pasamos junto a la Cólquida. Sabiendo cuánto te interesan los relatos de los poetas antiguos, interrogué a los habitantes acerca de Medea y las hazañas de Jasón, pero parecen ignorar esas historias…
En la orilla septentrional de este mar inhospitalario tocamos una pequeña isla que se agranda en la fábula; la isla de Aquiles. Recordarás que Tetis hizo educar a su hijo en ese islote perdido en las brumas; surgiendo del fondo del mar, acudía todas las tardes a hablar con su hijo en la playa. Inhabitada, la isla sólo alimenta hoy a las cabras. Vi allí un templo consagrado a Aquiles. Las gaviotas, las grandes aves marinas, la frecuentan, y el batir de sus alas impregnadas de humedad marina refresca continuamente el atrio del santuario. Pero esta isla de Aquiles es también, como corresponde, la isla de Patroclo, y los innumerables exvotos que decoran las paredes del templo están dedicados tanto a Aquiles como a su amigo, pues aquellos que aman al uno veneran asimismo la memoria del otro. Aquiles se aparece en sueños a los navegantes que visitan esos parajes, para protegerlos y prevenirlos de los peligros del mar, como lo hacen en otras regiones los Dióscuros. Y la sombra de Patroclo aparece junto a Aquiles.
Te hago saber estas cosas pues entiendo que merecen ser conocidas, y porque aquellos que me las han contado las experimentaron personalmente o las oyeron a testigos merecedores de fe… Pienso a veces que Aquiles es el más grande de los hombres, por su coraje, el temple de su alma, el conocimiento del espíritu unido a la agilidad del cuerpo y su ardiente amor por su joven compañero. Y nada en él me parece más grande que la desesperación que lo llevó a desdeñar la vida y desear la muerte cuando hubo perdido a su bienamado.
Dejo caer sobre mis rodillas el voluminoso informe del gobernador de la Armenia Menor y jefe de la escuadra. Como siempre, Arriano ha trabajado bien. Pero esta vez ha hecho más: me ofrece un don necesario para morir en paz, me devuelve la imagen de mi vida tal como yo hubiera querido que fuese. Arriano sabe que lo que verdaderamente cuenta es lo que no figurará en las biografías oficiales, lo que no se inscribe en las tumbas; sabe también que el transcurso del tiempo no hace sino agregar un vértigo más a la desdicha. Vista por él, la aventura de mi existencia asume un sentido, se organiza como en un poema; el afecto incomparable se desprende del remordimiento, de la impaciencia, de las tristes manías, como de otras tantas cenizas: el dolor se decanta, la desesperación se purifica. Arriano me abre el profundo empíreo de los héroes y los amigos, y no me cree demasiado indigno de él. Mi aposento secreto en el centro de un estanque de la Villa no es un refugio bastante interior; arrastro hasta él mi cuerpo envejecido y sufro. Verdad es que mi pasado me propone aquí y allá algunos retiros donde escapo por lo menos a una parte de las desdichas actuales: la llanura nevada a orillas del Danubio, los jardines de Nicomedia, Claudiópolis envuelta en la luz amarilla de la cosecha de azafrán en flor, cualquier calle de Atenas, un oasis donde los nenúfares se balancean en el légamo, el desierto sirio a la luz de las estrellas, de retorno del campamento de Osroes. Pero esos lugares tan queridos están frecuentemente asociados a las premisas de un error, de una falta, de algún fracaso que solamente yo conozco; en mis malos momentos, todos mis caminos de hombre feliz parecen llevar a Egipto, a una habitación en Bayas, o a Palestina. Hay más: la fatiga de mi cuerpo se transmite a mi memoria; la imagen de las escalinatas de la Acrópolis resulta casi insoportable para un hombre que se sofoca al subir los peldaños del jardín; el sol de julio sobre el terraplén de Lambesa me abruma como si cayera hoy sobre mi cabeza desnuda. Arriano me ofrece algo mejor. En Tíbur, desde lo profundo de un ardiente mes de mayo, escucho en las playas de la isla de Aquiles la prolongada queja de las olas; aspiro su aire puro y frío, vago sin esfuerzo por el atrio del templo envuelto en humedad marina; veo a Patroclo… Ese lugar que no conoceré jamás se convierte en mi residencia secreta, mi asilo supremo. Allí estaré sin duda en el momento de mi muerte.
Hace años, di mi permiso al filósofo Eufrates para que se suicidara. Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor. No había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha entrado en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la fatiga, la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte. Imposible curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces haciéndome temblar por adelantado como el enfermo que siente llegar un nuevo acceso. Todo me era bueno para postergar la hora de la lucha nocturna: el trabajo, las conversaciones proseguidas insensatamente hasta el alba, los besos, los libros. Está sobreentendido que un emperador sólo se suicida si se ve obligado por razones de Estado; el mismo Marco Antonio tenía la excusa de una batalla perdida. Y mi severo Arriano admiraría menos esta desesperación nacida en Egipto, si yo no hubiera triunfado de ella. Mi propio código prohíbe a los soldados esa salida voluntaria que he acordado a los sabios; no me sentía más libre para desertar que cualquier legionario. Pero sé lo que es acariciar voluptuosamente la estopa de una cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por convertir ese deseo mortal en una muralla contra mí mismo; la perpetua posibilidad del suicidio me ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida, así como la presencia al alcance de la mano de una poción sedante calma al hombre que sufre de insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo algunos años más.
Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado? Jamás entraba al Senado sin decirme que quizá la puerta se cerraba a mi espalda tan definitivamente como si, al igual que César, cincuenta conjurados me esperaran armados de puñales. Durante los banquetes en Tíbur, temía inferir a mis huéspedes la descortesía de una súbita partida; me aterraba la idea de morir en el baño, o en brazos de un cuerpo joven. Funciones que antaño resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se las cumple con dificultad; nos cansamos del vaso de plata cuyo contenido examina el médico todas las mañanas. El mal principal va acompañado de un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no es tan agudo como antes; ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a Flegón que repitiera una frase, y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen. Los meses siguientes a la adopción de Antonino fueron atroces; la estadía en Bayas, el regreso a Roma y las negociaciones posteriores habían acabado con mis pocas fuerzas. Volví a sentir la obsesión de la muerte, pero esta vez sus causas eran visibles, confesables, y mi peor enemigo no hubiera podido sonreír. Nada me retenía ya; hubiera sido comprensible que el emperador, recluido en su casa de campo luego de poner orden en los negocios del estado, tomara las medidas necesarias para facilitar su fin. Pero la solicitud de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es un prisionero. Ya no me siento con fuerzas para hundir la daga en el lugar exacto, marcado antaño con tinta roja bajo la tetilla izquierda; al mal presente no hubiera hecho más que agregar una repugnante mezcla de vendajes, esponjas ensangrentadas y cirujanos discutiendo al pie del lecho. Para preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un asesino para dar el golpe.
Pensé primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata brutal que me sigue desde hace años con una abnegación de perro lobo y que a veces se encarga de velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un momento de soledad para llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al principio no comprendió; luego la luz se hizo en él y el espanto crispó su hocico rubio. Mástor me cree inmortal; noche y día ve entrar a los médicos en mi aposento y me oye gemir durante las punciones, sin que su fe se quebrante, para él aquello era como si el señor de los dioses, deseoso de tentarlo, bajara del Olimpo y le reclamara el golpe de gracia. Arrancándome de las manos su espada, que yo tenía empuñada, huyó gritando. Lo encontraron en el fondo del parque; divagaba bajo las estrellas en su jerga bárbara. Calmaron lo mejor posible a aquella bestia espantada, y nadie volvió a hablar del incidente. Pero a la mañana siguiente advertí que Celer había sustituido sobre la mesa de trabajo situada junto a mi lecho, un estilo de metal por un cálamo de madera.
Busqué entonces un aliado mejor. Tenía la confianza más absoluta en Iollas, joven médico alejandrino que Hermógenes había escogido el verano pasado para que lo reemplazara durante su ausencia. Solíamos conversar, y arriesgábamos hipótesis sobre la naturaleza y el origen de las cosas; me gustaba su espíritu osado y soñador, y el fuego sombrío de sus ojos. No ignoraba que Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula de los venenos extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban los médicos de Cleopatra. El examen de los candidatos a la cátedra de medicina que acabo de fundar en el Odeón me sirvió de excusa para alejar unos días a Hermógenes dándome oportunidad de mantener una entrevista secreta con Iollas. Me comprendió inmediatamente; me compadecía, aunque estaba obligado a darme la razón, pero su juramento hipocrático le vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo ningún pretexto. Negóse, refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí, empleando todos los medios posibles para inspirarle piedad o comprometerlo; él ha sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la noche. Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de encontrarlo muerto en su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la mano. Aquel corazón, puro de todo compromiso, había encontrado la manera de ser fiel a su juramento sin negarme nada.
Al día siguiente Antonino se hizo anunciar; aquel amigo sincero retenía apenas el llanto. La idea de que un hombre a quien se ha habituado a amar y a venerar como un padre, sufriera tanto como para buscar la muerte, le resultaba insoportable; tenía la impresión de haber faltado a sus obligaciones de buen hijo. Me prometía unir sus esfuerzos a los de aquellos que me rodeaban a fin de cuidarme, aliviar mis males, hacerme la vida fácil y agradable hasta el fin, y acaso curarme… Contaba con que yo siguiera orientándolo e instruyéndolo todo lo posible; se sentía responsable del resto de mis días ante el imperio. Sé lo que valen esas pobres protestas, esas promesas ingenuas, y sin embargo me alivian y me reconfortan. Las sencillas palabras de Antonino me convencieron; vuelvo a tomar posesión de mí antes de morir. El fin de Iollas, fiel a su deber de médico, me exhorta a satisfacer hasta el fin lo que el oficio de emperador reclama. Patientia… Ayer vi a Domicio Rogato, procurador de la moneda y encargado de una nueva emisión; le di esa divisa, que será mi última consigna. Mi muerte me parecía mi decisión más personal, mi supremo reducto de hombre libre; me engañaba. La fe de millones de Mástores no debe ser quebrantada; no someteré a otros Tollas a semejantes pruebas. Comprendí que para el pequeño grupo de amigos abnegados que me rodean, mi suicidio parecería una señal de indiferencia, acaso de ingratitud; no quiero que su amistad conserve esa imagen irritante de un supliciado incapaz de soportar la tortura. Durante la noche que siguió a la muerte de Iollas, otras consideraciones se me hicieron presentes. La existencia me ha dado mucho, o por lo menos he sabido extraer mucho de ella; en ese momento, como en los tiempos de mi felicidad, y por razones absolutamente opuestas, me parece que no tiene ya nada que ofrecerme; y sin embargo no estoy seguro de que nada me queda por aprender de ella. Escucharé sus secretas instrucciones hasta el fin. Toda mi vida he tenido confianza en el buen sentido de mi cuerpo, tratando de saborear juiciosamente las sensaciones que ese amigo me procuraba; estoy obligado, pues, a saborear también las postreras. No rehúso ya esa agonía que me corresponde, ese fin lentamente elaborado en el fondo de mis arterias, heredado quizá de un antecesor, nacido de mi temperamento, preparado poco a poco para cada uno de mis actos en el curso de mi vida. La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte.