Memorias de Adriano (28 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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Levanté la cabeza y me moví para desentumecerme. En lo alto de la ciudadela de Simeón nacían vagos resplandores que enrojecían el cielo, manifestaciones inexplicables de la vida nocturna del enemigo. El viento soplaba de Egipto; y una tromba de polvo pasaba como un espectro; los perfiles aplastados de las colinas me recordaban la cadena arábiga a la luz de la luna. Regresé lentamente, tapándome la boca con el borde de mi manto, irritado conmigo mismo por haber consagrado la noche a hueras meditaciones sobre el porvenir, cuando hubiera debido emplearla para preparar la jornada siguiente, o para dormir. La caída de Roma, si es que caía, era de la incumbencia de mis sucesores; en aquel año ochocientos ochenta y siete de la era romana, mi tarea consistía en sofocar la revuelta en Judea y devolver a la patria, sin demasiadas pérdidas, un ejército enfermo. Al atravesar la explanada, resbalaba a veces en la sangre de un rebelde ejecutado la víspera. Me acosté vestido; dos horas después me despertaron las trompetas del alba.

Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse; mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era mas que un esclavo que pone mala cara al trabajo. Mi cuerpo me temía; continuamente notaba en el pecho la oscura presencia del miedo, una opresión que no era todavía dolor pero sí el primer paso hacia él. Desde mucho tiempo atrás estaba acostumbrado al insomnio, pero ahora el sueño era aún peor que su ausencia; apenas dormido, me despertaba horriblemente angustiado. Padecía de dolores de cabeza que Hermógenes achacaba al clima caluroso y al peso del casco. Por la noche, después de las prolongadas fatigas, me sentaba como quien se desploma; levantarme para recibir a Rufo o a Severo me demandaba un esfuerzo para el cual tenía que prepararme por adelantado. Mis codos me pesaban en los brazos del asiento, y me temblaban los muslos como los de un corredor exhausto. El menor gesto se convertía en una fatiga, y de esas fatigas estaba hecha la vida.

Un accidente casi ridículo, una indisposición de niño, reveló la enfermedad agazapada detrás de aquella fatiga atroz. Durante una reunión del estado mayor tuve una hemorragia nasal de la que me preocupé muy poco, pero que continuó durante la cena; en plena noche me desperté bañado en sangre. Llamé a Celer, que dormía en la tienda vecina y que avisó a su vez a Hermógenes; pero el horrible flujo tibio continuó. Las manos diligentes del joven oficial enjugaban el liquido que me manchaba la cara. Al amanecer fui presa de estremecimientos, como los condenados a muerte que se abren las venas en el baño. Con ayuda de mantas y afusiones hirvientes se buscó calentar en lo posible mi cuerpo que se helaba. Para detener la hemorragia, Hermógenes había recetado la aplicación de nieve. Como faltara en el campamento, Celer la hizo traer de las cimas del Hermón a costa de mil dificultades. Supe más tarde que habían desesperado de salvarme la vida; yo mismo me sentía retenido a su lado por un hilo delgadísimo, imperceptible como el pulso demasiado rápido que consternaba a mi médico. La inexplicable hemorragia acabó, sin embargo, por detenerse. Abandoné el lecho y traté de someterme a la misma vida de antes; no pude lograrlo. Una noche en que, apenas convaleciente, cometía la imprudencia de hacer un breve paseo a caballo, recibí un segundo aviso, más grave aún que el primero. Por espacio de un segundo sentí que los latidos de mi corazón se precipitaban, y que disminuían luego cada vez más hasta detenerse. Creí caer como una piedra en no sé qué pozo negro, que sin duda es la muerte. Si lo era, se engañan los que la creen silenciosa; me sentí arrastrado por cataratas, ensordecido como un buzo por el rugir de las aguas. No alcancé el fondo; sofocándome, ascendí a la superficie. En aquel instante que había creído el postrero, toda mi fuerza se concentró en mi mano crispada sobre el brazo de Celer, que se hallaba a mi lado; más tarde me hizo ver las huellas de mis dedos en su hombro. Pero aquella breve agonía no puede explicarse; como todas las experiencias del cuerpo, es indecible y mal que nos pese sigue siendo el secreto del hombre que la ha vivido. Más tarde he pasado por crisis análogas pero jamás idénticas; sin duda no se puede soportar dos veces semejante terror y semejante noche sin perecer. Hermógenes acabó por diagnosticar un comienzo de hidropesía del corazón; fue preciso aceptar las consignas que me imponía el mal, convertido de pronto en mi amo, y consentir en una larga temporada de inacción, ya que no de reposo, limitando por un tiempo las perspectivas de mi vida a las dimensiones de un lecho. Me sentía como avergonzado de aquella enfermedad interna, casi invisible, sin fiebre ni abscesos, sin dolores de entrañas y cuyos síntomas son una respiración algo más forzada y la marca lívida que deja en el pie hinchado la correa de la sandalia.

Un silencio extraordinario se hizo en torno a mi tienda; el entero campamento de Berthar parecía haberse convertido en una cámara de enfermo: el aceite aromático ardiendo a los pies de mi Genio adensaba aún más el aire encerrado en esa jaula de tela; el ruido de forja de mis arterias me hacia pensar vagamente en la isla de los Titanes al borde de la noche. En otros momentos aquel ruido insoportable se convertía en un galope sobre tierra blanda; mi espíritu, tan cuidadosamente contenido durante cerca de cincuenta años, emprendía la fuga; un pesado cuerpo flotaba a la deriva: yo aceptaba ser ese hombre fatigado que cuenta distraídamente las estrellas y los rombos de su manta. Miraba, en la sombra, la mancha blanca de mi busto; una cantilena en honor de Epona, diosa de los caballos, y que antaño cantaba en voz baja mi nodriza española, mujer corpulenta y sombría que parecía una Parca, remontaba del fondo de un abismo que tenía más de medio siglo. Los días y las noches parecían medidos por las gotas de color oscuro que Hermógenes contaba una a una sobre una taza de vidrio.

Por la noche reunía mis fuerzas para escuchar el informe de Rufo. La guerra tocaba a su fin, Akiba, que desde el comienzo de las hostilidades parecía haberse retirado de los negocios públicos, se consagraba a la enseñanza del derecho rabínico en la pequeña ciudad de Usfa, en Galilea. Sabíamos que su sala de conferencias era el centro de la resistencia de los zelotes. Aquellas manos nonagenarias cifraban y transmitían mensajes secretos a los secuaces de Simeón. Fue preciso emplear la fuerza para que los estudiantes fanatizados que rodeaban al anciano volvieran a sus hogares. Después de mucha vacilación, Rufo se decidió a prohibir por sedicioso el estudio de la ley judía. Días después Akiba desobedeció el decreto; fue arrestado y ejecutado. Nueve doctores de la ley, que formaban el alma del partido zelote, perecieron con él. Yo había aprobado aquellas medidas con un movimiento de cabeza. Akiba y sus fieles murieron persuadidos hasta el fin de ser los únicos inocentes y los únicos justos. Ninguno de ellos soñó siquiera en aceptar su parte de responsabilidad en las desgracias que agobiaban a su pueblo. Gentes así serían envidiables si se pudiera envidiar a los ciegos. No niego a aquellos diez desaforados el título de héroes; de todas maneras no eran gentes sensatas.

Tres meses después, una fría mañana de febrero, subí a sentarme en lo alto de una colina, contra el tronco de una higuera pelada, para asistir al asalto que precedió por pocas horas a la capitulación de Bethar. Vi asomar uno a uno los últimos defensores de la fortaleza, lívidos, descarnados, horribles y sin embargo bellos como todo lo indomable. A fines de ese mismo mes me hice llevar hasta un sitio conocido por el pozo de Jacob, donde los rebeldes apresados con las armas en la mano en las aglomeraciones urbanas habían sido concentrados y vendidos al mejor postor. Había allí niños de rostro burlón, ferozmente deformados ya por convicciones implacables, que se jactaban en voz alta de haber causado la muerte de decenas de legionarios, ancianos sumidos en un ensueño de sonámbulos, matronas de carnes fofas, y otras solemnes y sombrías como la Gran Madre de los cultos orientales. Todos ellos desfilaron bajo la fría mirada de los mercaderes de esclavos; aquella multitud pasó delante de mí como una nube de polvo. Josué Ben-Kisma, jefe de los supuestos moderados, que había fracasado lamentablemente en su papel de pacificador, murió por aquellos días luego de una larga enfermedad; sucumbió haciendo votos por la continuación de la guerra y el triunfo de los partos sobre nosotros. Por otra parte los judíos cristianizados, a quienes no habíamos molestado y que guardan rencor al resto del pueblo judío por haber perseguido a su profeta, vieron en nosotros el instrumento de la cólera divina. La larga serie de los delirios y los malentendidos continuaba.

Una inscripción emplazada en el lugar donde se había levantado Jerusalén prohibió bajo pena de muerte a los judíos que volvieran a instalarse en aquel montón de escombros; reproducía palabra por palabra la frase inscrita antaño en el portal del templo, por la cual se prohibía la entrada a los incircuncisos. Un día por año, el nueve del mes de Ab, los judíos tienen derecho a congregarse para llorar ante un muro en ruinas. Los más piadosos se negaron a abandonar su tierra natal y se establecieron lo mejor posible en las regiones poco devastadas por la guerra; los más fanáticos pasaron a territorio parto, mientras otros se encaminaban a Antioquía, a Alejandría y a Pérgamo; los más inteligentes se marcharon a Roma y allí prosperaron. Judea fue borrada del mapa y recibió, conforme a mis órdenes, el nombre de Palestina. Durante los cuatro años de guerra, cincuenta fortalezas y más de novecientas ciudades y aldeas habían sido saqueadas y destruidas; el enemigo había perdido casi seiscientos mil hombres; los combates, las fiebres endémicas y las epidemias nos costaban cerca de noventa mil. La reconstrucción del país siguió inmediatamente a la terminación de la guerra; Elia Capitolina fue erigida otra vez aunque en escala más modesta; siempre hay que volver a empezar.

Descansé algún tiempo en Sidón, donde un comerciante griego me prestó su casa y sus jardines. En marzo, los patios interiores estaban ya tapizados de rosas. Había recobrado las fuerzas y descubría sorprendentes posibilidades en mi cuerpo, tan postrado al comienzo por la violencia de aquella primera crisis. Nada se habrá comprendido de la enfermedad en tanto que no se reconozca su extraña semejanza con la guerra y el amor, sus compromisos, sus fintas, sus exigencias, esa amalgama tan extraña como única producida por la mezcla de un temperamento y un mal. Me sentía mejor, pero para ganar en astucia a mi cuerpo, para imponerle mi voluntad o ceder prudentemente a la suya, ponía tanto arte como el que aplicara antaño a ampliar y a ordenar mi universo, para construir mi propia persona y embellecer mi vida. Volví con moderación a los ejercicios del gimnasio; mi médico había cesado de prohibirme montar a caballo, pero sólo lo empleaba como medio de transporte, renunciando a los peligrosos volteos de otros tiempos. En todo trabajo y en todo placer, ni el uno ni el otro eran ya lo esencial; mi mayor cuidado consistía en no fatigarme demasiado con ellos. Mis amigos se maravillaban de un restablecimiento al parecer tan completo; se esforzaban por creer que la enfermedad se había debido tan sólo a los excesivos esfuerzos de aquellos años de guerra y que no se repetiría. Yo pensaba de otra manera, me acordaba de los grandes pinos de las florestas de Bitinia, que el leñador marca con una muesca al pasar, a fin de volver y derribarlos al año siguiente. Finalizaba la primavera cuando me embarqué rumbo a Italia en uno de los navíos de alto bordo de la flota; llevaba conmigo a Celer, que me era indispensable, y a Diótimo de Gadara, hermoso joven griego de origen servil, que había conocido a Sidón. La ruta del retorno atravesaba el archipiélago; por última vez en mi vida, sin duda asistía a los saltos de los delfines en las aguas azules; observaba, sin pensar demasiado en los posibles presagios, el largo vuelo regular de los pájaros migratorios, que a veces vienen a descansar amistosamente sobre el puente del navío; saboreaba el olor de sal y de sol en la piel humana, el perfume de lentisco y terebinto de las islas donde quiera uno vivir y donde saber por adelantado que no habrá de detenerse. Diótimo ha recibido esa acabada instrucción literaria que suele impartirse, para acrecer su valor, a los jóvenes esclavos que se distinguen por su belleza física. A la hora del crepúsculo, acostado en la popa bajo una pequeña tienda de púrpura, lo escuchaba leer a los poetas de su país, hasta que la noche borraba tanto las líneas que describen la trágica incertidumbre de la vida humana como las que hablan de palomas, coronas de rosas y bocas besadas. Un aliento húmedo ascendía del mar; las estrellas subían una a una al lugar que les está asignado; balanceado por el viento, el navío corría hacia el oeste rasgado por una última franja roja; una estela fosforescente se tendía tras de nosotros, muy pronto cubierta por la masa negra de las olas. Y pensaba que sólo dos asuntos importantes me esperaban en Roma. Uno era la elección de mi sucesor, que concernía al imperio entero; la otra era mi muerte, que sólo me concernía a mí.

Roma me había preparado un triunfo, que esta vez acepté. Ya no luchaba contra costumbres al mismo tiempo venerables y vanas; todo lo que saca la luz el esfuerzo del hombre, aunque sea por un día, me parece saludable en un mundo tan dispuesto al olvido. No se trataba tan sólo de la represión de la revuelta judía; en un sentido más hondo, y que sólo yo conocía, había triunfado. Asocié a los honores el nombre de Arriano, quien acababa de infligir a las hordas alanas una serie de derrotas que por largo tiempo las contendrían en aquel oscuro rincón asiático del cual habían creído salir. Armenia estaba a salvo; el lector de Jenofonte se revelaba su émulo; aún no se había acabado esa raza de hombres de letras capaces de comandar y combatir cuando es necesario. Aquella noche, de regreso en mi casa de Tíbur, sentí mi corazón cansado pero sereno en el momento de recibir de manos de Diótimo el vino y el incienso del sacrificio cotidiano a mi Genio.

Simple particular, había empezado a comprar y a reunir aquellas tierras tendidas al pie de los contrafuertes del Soracto, al borde de las fuentes, con el paciente encarnizamiento de un campesino que completa su viñedo. Entre dos jiras imperiales, había sentado mis reales en los bosquecillos entregados ya a los albañiles y arquitectos, y cuya conservación me pedía piadosamente un adolescente imbuido de todas las supersticiones asiáticas. Al volver de mi largo viaje por el Oriente, había tratado de completar casi frenéticamente aquel inmenso decorado de una obra terminada ya en sus tres cuartas partes. Ahora retornaba a él para acabar allí mis días de la manera más decorosa posible. Todo estaba ordenado para facilitar tanto el trabajo como el placer: la cancillería, las salas de audiencias, el tribunal donde juzgaba en última instancia los procesos difíciles, me evitaban los fatigosos viajes entre Tíbur y Roma. Aquellos edificios tenían nombres que evocaban a Grecia: el Pecilo, la Academia, el Pritaneo. Sabía de sobra que el pequeño valle plantado de olivos no era el de Tempe, pero llegaba a la edad en que cada lugar hermoso nos recuerda otro aún más bello, donde cada delicia se carga con el recuerdo de las delicias pasadas. Aceptaba entregarme a esa nostalgia que llamamos melancolía del deseo. Había llegado a llamar Estigia a un rincón del parque especialmente sombrío, y Campos Elíseos a una pradera sembrada de anémonas; me preparaba así a ese otro mundo cuyos tormentos se parecen a los del nuestro, pero cuyas nebulosas alegrías no pueden compararse con las de la tierra. Lo que es más, había hecho construir en lo hondo de aquel retiro un refugio aún más aislado, un islote de mármol en medio de un estanque rodeado de columnatas, una cámara secreta que comunicaba con la orilla —o más bien se aislaba de ella— gracias a un liviano puentecillo giratorio que me basta tocar con una mano para que se deslice en sus ranuras. Mandé llevar a ese pabellón dos o tres estatuas amadas, y la pequeña imagen de Augusto niño que Suetonio me había regalado en los días de nuestra amistad. Iba allí a la hora de la siesta para dormir, soñar y leer. Tendido en el umbral, mi perro estiraba sus patas rígidas; un reflejo jugaba en el mármol; Diótimo apoyaba la mejilla en el liso flanco de un tazón de fuente para refrescarse. Yo pensaba en mi sucesor.

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