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Utilidad de todo lo que hacemos por nosotros mismos, sin pensar en el provecho. Durante los años de destierro, frecuenté la lectura de los autores antiguos: los volúmenes de tapa roja o verde de la edición Loeb-Heinemann llegaron a ser una patria para mí. Una de las mejores formas de recrear el pensamiento de un hombre: reconstruir su biblioteca. Durante años, y sin saberlo, yo me había empeñado en repoblar las calles de Tíbur. No me quedaba más que imaginar las manos hinchadas de un enfermo sobre los manuscritos desplegados.
Reconstruir desde adentro lo que los arqueólogos del siglo xix han hecho desde afuera.
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En diciembre de 1948 recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas; me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas; releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento: «Querido Marco… » Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de unos instantes, recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Aurelio, y supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido. Desde ese momento, me propuse reescribir ese libro costara lo que costare.
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Esa noche reabrí dos volúmenes que me habían enviado, restos de una biblioteca dispersa. Uno era Dion Casio en la hermosa impresión de Henri Estienne, y el otro un tomo de una edición corriente de la Historia Augusta: las dos fuentes principales de la vida de Adriano, que adquirí en la época en que me había propuesto escribir este libro. Todo lo que el mundo y yo habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la experiencia de un tiempo convulso, proyectaba sobre esa existencia imperial otras luces, otras sombras. En aquel entonces, yo había pensado en el letrado, en el viajero, en el poeta, en el amante y sin que ninguno de esos aspectos perdiera su importancia, veía por primera vez dibujarse con extrema nitidez, entre todos ellos, el más oficial y a la vez más secreto, el del emperador. Haber vivido en un mundo que se deshace me mostró la importancia del Príncipe.
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Me complací en hacer y rehacer el retrato de un hombre que casi llegó a la sabiduría.
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Tan sólo otra figura histórica me ha tentado con una insistencia similar. Omar Khayam, poeta astrónomo. Pero la vida de Khayam es la del contemplador, la del contemplador puro: el mundo de la acción le fue ajeno por completo. Por lo demás, no conozco Persia ni su lengua.
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Imposibilidad, también, de tomar como figura central un personaje femenino; de elegir, por ejemplo, como eje de mi relato, a Plotina en lugar de Adriano. La vida de las mujeres es más limitada, o demasiado secreta. Basta con que una mujer cuente sobre sí misma para que de inmediato se le reproche que ya no sea mujer. Y ya bastante difícil es poner alguna verdad en boca de un hombre.
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Partí para Taos, en Nuevo México. Llevaba conmigo las hojas en blanco para recomenzar este libro: nadador que se arroja al agua sin saber si alcanzará la otra orilla. Muy tarde en la noche, trabajé en él entre Nueva York y Chicago, encerrada en mi camarote como en un hipogeo. Después, durante todo el día siguiente, continué en el restaurante de una estación de Chicago, donde tuve que esperar a un tren detenido por una tormenta de nieve. Enseguida, de nuevo hasta el alba, sola en el coche del expreso de Santa Fe, rodeada por las oscuras cimas de las montañas del Colorado y por el eterno transcurso de los astros. Escribí sin interrupción los pasajes sobre la infancia, el amor, el sueño y el conocimiento del hombre. No recuerdo día más ardiente ni noches más lúcidas.
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Paso lo más rápido posible sobre tres años de investigaciones, que no interesan más que a los especialistas, y sobre la elaboración de un método de delirio que no interesaría más que a los insensatos. Esta última frase hace demasiadas concesiones al romanticismo: hablemos más bien de una participación constante, y la más clarividente posible, en lo que sucedió.
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Con un pie en la erudición, otro en la magia, o más exactamente y sin metáfora, sobre esa magia simpática que consiste en transportarse mentalmente al interior de otro.
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Retrato de una voz. Si decidí escribir estas Memorias de Adriano en primera persona, fue para evitar en lo posible cualquier intermediario, inclusive yo misma. Adriano podría hablar de su vida con más firmeza y más sutileza que yo.
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Los que consideran la novela histórica como una categoría diferente, olvidan que el novelista no hace más que interpretar, mediante los procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de recuerdos conscientes o no, personales o no, tramados de la misma manera que la Historia. Como Guerra y Paz, la obra de Proust es la reconstrucción de un pasado perdido. La novela histórica de 1830 cae, es cierto, en el melodrama y el folletín de capa y espada; no más que la sublime Duquesa de Langeais o la asombrosa Niña de los ojos de oro. Flaubert reconstruye laboriosamente el palacio de Amílcar con ayuda de centenares de pequeños detalles; del mismo modo procede con Yonville. En nuestra época, la novela histórica, o la que puede denominarse así por casualidad, ha de desarrollarse en un tiempo recobrado, toma de posesión de un mundo interior.
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El tiempo no cuenta. Siempre me sorprende que mis contemporáneos, que creen haber conquistado y transformado el espacio, ignoren que la distancia de los siglos puede reducirse a nuestro antojo.
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Todo se nos escapa, y todos, y hasta nosotros mismos. La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que muros en ruinas, paredes en sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos.
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Lo cual no significa, como se dice con demasiada frecuencia, que la verdad histórica sea siempre y en todo inasible. Es propio de esta verdad lo de todas las otras: el margen de error es mayor o menor.
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Las reglas del juego: aprenderlo todo, leerlo todo, informarse de todo, y, simultáneamente, adaptar a nuestro fin los Ejercicios de Ignacio de Loyola o el método del asceta hindú que se esfuerza, a lo largo de años, en visualizar con un poco más de exactitud la imagen que construye en su imaginación. Rastrear a través de millares de fichas la actualidad de los hechos; tratar de reintegrar a esos rostros de piedra su movilidad, su flexibilidad viviente. Cuando dos textos, dos afirmaciones, dos ideas se oponen, esforzarse en conciliarlas más que en anular la una por medio de la otra; ver en ellas dos facetas diferentes, dos estados sucesivos del mismo hecho, una realidad convincente porque es compleja, humana porque es múltiple. Tratar de leer un texto del siglo ii con los ojos, el alma y los sentimientos del siglo ii; bañarlo en esa agua-madre que son los hechos contemporáneos; separar, si es posible, todas las ideas, todos los sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y nosotros. Servirse, no obstante, pero prudentemente, a título de estudios preparatorios, de las posibilidades de acercamiento o de comprobación, de perspectivas nuevas elaboradas poco a poco por tantos siglos o acontecimientos que nos separan de ese texto, de ese suceso, de ese hombre; utilizarlos en alguna manera como hitos en la ruta de regreso hacia un momento determinado en el tiempo. Deshacerse de las sombras que se llevan con uno mismo, impedir que el vaho de un aliento empañe la superficie del espejo; atender sólo a lo más duradero, a lo más esencial que hay en nosotros, en las emociones de los sentidos o en las operaciones del espíritu, como puntos de contacto con esos hombres que, como nosotros, comieron aceitunas, bebieron vino, se embadurnaron los dedos con miel, lucharon contra el viento despiadado y la lluvia enceguecedora y buscaron en verano la sombra de un plátano y gozaron, pensaron, envejecieron y murieron.
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Hice revisar por médicos varias veces los breves pasajes de las crónicas que se refieren a la enfermedad de Adriano. No muy diferentes, en general, de las descripciones clínicas de la muerte de Balzac.
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Para comprender mejor utilizar un comienzo de enfermedad del corazón.
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¿Qué es Hécuba para él?, se pregunta Hamlet en presencia del actor ambulante que llora por Hécuba. Y Hamlet no tiene más remedio que reconocer que ese comediante que derrama lágrimas auténticas ha logrado establecer con esa muerte tres veces milenaria una comunicación más profunda que la de él mismo con su padre enterrado la víspera, pero cuya desdicha no siente del todo por estar dispuesto a vengarlo sin demora.
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La sustancia, la estructura humana apenas cambian. Nada más estable que la curva de una clavícula, el lugar de un tendón o la forma de un dedo del pie. Pero hay épocas en las que el calzado deforma menos. En el siglo del que hablo, estamos aún muy cerca de la libre verdad del pie descalzo.
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Al atribuir a Adriano dotes de visionario, me instalaba en el terreno de lo plausible, aun cuando esas posibilidades fuesen vagas. El analista imparcial de los hechos humanos se equivoca por lo común bastante poco sobre el desarrollo ulterior de los acontecimientos; y al contrario, acumula errores cuando se trata de prever su manera de suceder, sus detalles y sus características. Napoleón profetizó en Santa Elena que un siglo después de su muerte Europa sería revolucionaria o cosaca; distinguió muy bien las dos posibilidades de la alternativa; no podía imaginar que se superpondrían la una a la otra. Pero en general, sólo es por orgullo, por grosera ignorancia o por negligencia, como nos negamos a ver en el presente los lineamientos de las épocas futuras. Esos sabios libres del mundo antiguo pensaban como nosotros en términos de física o de fisiología universal: consideraban posible el fin del hombre y la muerte del mundo. Plutarco y Marco Aurelio no ignoraban que los dioses y las civilizaciones pasan y mueren. No somos los únicos que miramos cara a cara un inexorable porvenir ante nosotros.
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Esta clarividencia que atribuyo a Adriano no era, por lo demás, sino la forma de hacer resaltar el elemento casi fáustico del personaje, tal como se ve, por ejemplo, en los Cantos Sibilinos, en los escritos de Elio Arístides, o en el retrato de Adriano anciano hecho por Frontón. Con razón o sin ella, se le atribuían a ese moribundo virtudes más que humanas.
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Si ese hombre no hubiera mantenido la paz del mundo y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos.
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No hay tarea tan apasionante como la de confrontar los textos. El poema del trofeo de caza de Tespies, consagrado por Adriano al Amor y a la Venus Uraniana «en las colinas de Helicón, junto a la fuente de Narciso», es del otoño de 124; el emperador fue por la misma época a Mantinea, donde nos cuenta Pausanias que hizo levantar la tumba de Epaminondas y que inscribió en ella un poema. La inscripción de Mantinea hoy se ha perdido, pero el gesto de Adriano quizá sólo cobra todo su sentido confrontado con un pasaje de las Moralia de Plutarco, que refiere que Epaminondas fue sepultado en aquel lugar entre dos jóvenes amigos muertos a su lado. Si se acepta para el encuentro entre Antínoo y el emperador la fecha 123-124 de su residencia en Asia Menor, que en todo caso es la fecha más plausible y mejor documentada por los hallazgos de los iconógrafos, esos dos poemas formarían parte de lo que podría llamarse el ciclo de Antínoo, inspirados ambos por esa misma Grecia idílica y herpica que Adriano evocaría más tarde, después de la muerte del favorito, cuando compare al muchacho con Patroclo.
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Cierto número de personajes cuyo retrato quisiera desarrollar: Plotina, Sabina, Arriano, Suetonio. Pero Adriano no podía verlos más que de sesgo. El propio Antínoo sólo puede verse por reflejo, a través de los recuerdos del emperador, es decir, con una minucia apasionada y algunos errores.
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Todo lo que podría decirse sobre el temperamento de Antínoo está inscrito en la menor de sus imágenes. Eager and impassiona¡ed tenderness, sullen effeminacy: Shelley, con el admirable candor de los poetas, dijo en seis palabras lo esencial, lo que los críticos de arte y los historiadores del siglo xix no hicieron más que dilatar en declamaciones virtuosas, con mucho de idealización falsa o ambigua.
Retratos de Antínoo: abundan, van de lo incomparable a lo mediocre. Todos, a pesar de las variaciones debidas al arte del escultor o a la edad del modelo, con la diferencia que existe entre los retratos hechos ante la imagen viva y los retratos ejecutados en honor del muerto, sorprenden por el increíble realismo de esa figura siempre reconocida de inmediato y sin embargo interpretada de maneras tan diversas, por ese ejemplo, único en la Antigüedad, de supervivencia y de multiplicación en la piedra de un rostro que no fue ni el de un hombre de Estado ni el de un filósofo, sino simplemente el de alguien que fue amado. Entre estas imágenes, las dos más hermosas son las menos conocidas: son también las únicas que llevan el nombre de un escultor. Una es el bajorrelieve firmado por Antoniano de Afrodisias y encontrado hace unos cincuenta años sobre el emplazamiento de un instituto agronómico, los Fundi Rusrici, en cuya sala del consejo de administración se halla hoy colocado. Como ningún guía de Roma señala su existencia en esta ciudad ya repleta de estatuas, los turistas la ignoran. El bajorrelieve de Antoniano está tallado en mármol italiano; seguramente fue hecho en Italia, y sin duda en Roma, por ese artista instalado desde mucho tiempo atrás en la Ciudad o llevado por Adriano en uno de sus viajes. La delicadeza de la pieza es admirable. Una greca de vid rodea con el más flexible de los arabescos al joven rostro melancólico e inclinado: se piensa irresistiblemente en las vendimias de la vida breve, en la atmósfera frutal de una tarde de otoño. La obra delata las huellas de los años pasados en un sótano durante la última guerra: la blancura del mármol ha desaparecido momentáneamente bajo manchas terrosas; faltan tres dedos de la mano izquierda. Así sufren los dioses la locura de los hombres.