[Nota de 1958. Las líneas precedentes aparecieron hace seis años; entre tanto, el bajorrelieve de Antoniano fue adquirido por un banquero romano, Arturo Osio, curioso personaje que hubiera interesado a Stendhal o a Balzac. Osio demuestra por esta reliquia la misma solicitud que por los animales que viven en libertad en una propiedad suya muy cerca de Roma, así como por los árboles que ha plantado por millares en su dominio de Orbetello. Rara virtud: «Los italianos detestan los árboles», dijo Stendhal en 1828, ¿y qué diría ahora cuando los especuladores de Roma matan echándoles agua caliente a los pinos demasiado hermosos, demasiado protegidos por los reglamentos urbanos, que les molestan para construir sus hormigueros? Lujo raro, también: ¿cuántos hombres ricos pueblan sus bosques y prados de animales en libertad, no por el placer de la caza, sino para reconstruir algo así como un admirable Edén? El amor hacia las estatuas antiguas, esos grandes objetos apacibles, duraderos y frágiles a la vez, es bastante poco común en los coleccionistas de nuestra época agitada y sin porvenir. Por consejo de los expertos, el nuevo poseedor del bajorrelieve de Antoniano acaba de someterlo a mano autorizada para la más delicada de las limpiezas; una lenta fricción con la yema de los dedos ha desembarazado el mármol de su herrumbre y su moho, devolviéndole su brillo natural de alabastro y marfil.]
La segunda de estas dos obras maestras es el ilustre sardónice que lleva el nombre de Gema Malborough por haber pertenecido a esa colección hoy dispersa. Durante más de treinta años se creyó que esa hermosa pieza estaba perdida o enterrada. Una venta pública en Londres la sacó a relucir en enero de 1952; el gusto refinado del gran coleccionista Giorgio Sangiorgi hizo que volviera a Roma. Debo a la benevolencia de Sangiorgi el haber visto y tocado esa pieza única. En el borde se lee, incompleta, una firma que se considera de Antoniano de Afrodisias. El artista encerró con tanta maestría ese perfil perfecto en el estrecho espacio de un sardónice, que ese trozo de piedra testimonia un gran arte perdido como lo haría una estatua o un bajorrelieve.
Las proporciones de la obra hacen olvidar las dimensiones del objeto. En la época bizantina el reverso de la obra maestra fue moldeado en una ganga del oro más puro. Fue así como pasó de coleccionista desconocido en coleccionista desconocido hasta llegar a Venecia, donde en el siglo xvi se señala su presencia en una gran colección; el célebre anticuario Gavin Hamilton la compró y la llevó a Inglaterra, de donde vuelve hoy a Roma, su lugar de origen. De todos los objetos existentes en la superficie de la tierra, es el único que podemos presumir con alguna certeza que haya pasado por las manos de Adriano.
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Es necesario sumergirse en los recovecos de un tema para descubrir las cosas más simples, y del interés literario más general. Fue sólo al estudiar a Flegón, secretario de Adriano, cuando supe que se debe a este personaje olvidado la primera y una de las más bellas historias de aparecidos, esa sombría y voluptuosa Novia de Corinto en la que se inspiraron Goethe y el Anatole France de las Bodas corintias. Flegón, además, escribía con la misma tinta y con la misma curiosidad desordenada por todo aquello que trascendiera los limites de lo humano absurdas historias de monstruos con dos cabezas, de hermafroditas en trance de parir. Tal vez, por lo menos en ciertos días, el tema de conversación en la mesa imperial.
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Los que hubieran preferido un Diario de Adriano a las Memorias de Adriano olvidan que el hombre de acción muy rara vez lleva un diario; no es sino mucho después, al llegar a un periodo de inactividad, cuando se pone a recordar, anota y por lo común se asombra.
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A falta de cualquier otro documento, la carta de Arriano al emperador Adriano acerca del viaje por el Mar Negro bastaría para recrear en líneas generales la figura imperial: minuciosa exactitud del dueño y señor que todo lo quiere saber; interés por los trabajos de la paz y de la guerra; gusto por las estatuas bien modeladas; pasión por los poemas y las leyendas antiguas. Y ese mundo, raro en cualquier época, y que habría de desaparecer por completo después de Marco Aurelio, en el cual, por sutiles que fueran los matices del protocolo y el respeto, el letrado y el administrador se dirigían aún al príncipe como a un amigo. Todo está allí: melancólico retorno al ideal de la Grecia antigua; discreta alusión a los amores perdidos y a las consolaciones místicas buscadas por el superviviente, añoranza de países desconocidos y de climas bárbaros. La evocación prerromántica de las regiones desiertas, pobladas de pájaros marinos hace pensar en el admirable vaso, encontrado en la Villa Adriana y que hoy puede verse en el Museo de las Termas, donde una bandada de garzas se esparce y alza vuelo en plena soledad por la nieve del mármol.
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Nota de 1949. Cuanto más me esfuerzo por lograr un retrato fiel, más me alejo del hombre y del libro que podrían agradar. Sólo podrán comprenderme algunos pocos que se apasionan por el destino humano.
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La novela devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a pasar por ella; este estudio sobre la suerte de un hombre que se llamó Adriano hubiera sido una tragedia en el siglo xvii y un ensayo en el Renacimiento.
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Este libro es la condensación de una enorme tarea hecha sólo para mí. Me había habituado, todas las noches, a escribir de manera automática el resultado de mis paseos imaginarios por la intimidad de otras épocas. Registraba hasta las menores palabras, los menores gestos, los matices más imperceptibles; las escenas que en el libro ocurren en dos líneas, aparecían hasta en sus menores detalles y como en cámara lenta. Unidas las unas a las otras, esas especies de actas hubieran formado un volumen de millares de páginas. Pero quemaba por la mañana el trabajo de cada noche. Escribí así enorme cantidad de meditaciones muy abstrusas, y algunas descripciones bastante obscenas.
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El hombre más apasionado por la verdad, o al menos por la exactitud, es por lo común el más capaz de darse cuenta, como Pilato, de que la verdad no es pura. De ahí que las afirmaciones más directas vayan mezcladas con dudas, repliegues, rodeos que un espíritu más convencional no tendría. En ocasiones, aunque no a menudo, me asaltaba la impresión de que el emperador mentía. Y entonces tenía que dejarle mentir, como todos hacemos.
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Grosería de los que dicen: «Adriano es usted». Grosería quizás mayor de los que se sorprenden de que yo haya elegido un tema tan lejano y extraño. El hechicero que practica una incisión en su pulgar en el momento de evocar las sombras, sabe que ellas no sólo obedecerán esa llamada porque van a beber a su propia sangre. Sabe también, o debería saber, que las voces que le hablan son más sabias y más dignas de atención que sus propios gritos.
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Me di cuenta muy pronto de que estaba escribiendo la vida de un gran hombre. Por tanto, más respeto por la verdad, más cuidado, y, en cuanto a mí, más silencio.
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De alguna manera, toda vida narrada es ejemplar; se escribe para atacar o para defender un sistema del mundo, para definir un método que nos es propio. Y no es menos cierto que por la idealización o la destrucción deliberadas, por el detalle exagerado o prudentemente omitido, se descalifica casi toda biografía: el hombre así construido sustituye al hombre comprendido. No perder nunca de vista el diagrama de una vida humana, que no se compone, por más que se diga, de una horizontal y de dos perpendiculares, sino más bien de tres líneas sinuosas, perdidas hacia el infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser, y lo que fue.
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Aunque sea obvio decirlo, siempre se erige un monumento de acuerdo con el gusto de cada uno. Y no es poco emplear sólo piedras auténticas.
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Todo ser que haya vivido la aventura humana vive en mí.
El siglo ii me interesa porque fue, durante mucho tiempo, el de los últimos hombres libres. En lo que a nosotros concierne, quizás estemos ya bastante lejos de aquel tiempo.
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El 26 de diciembre de 1926, en una noche glacial al borde el Atlántico, en el silencio casi polar de la isla de los Montes Desiertos, en los Estados Unidos, traté de revivir el calor, la sofocación de un día de julio de 138 en Bayas, el peso de su túnica en las piernas lentas y cansadas, el ruido casi imperceptible de un mar sin marea que bañaba a un hombre absorto en los rumores de su propia agonía. Traté de llegar hasta el último trago de agua, el último malestar, la última imagen. Al emperador sólo le quedaba morir.
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No he dedicado a nadie este libro. Tendría que habérselo dedicado a G.F. Y lo hubiera hecho si poner una dedicatoria personal al frente de una obra en la que yo pretendía pasar inadvertida no hubiera sido una suerte de indecencia. Pero aun la dedicatoria más extensa es una manera bastante incompleta y trivial de honrar una amistad fuera de lo común. Cuando trato de definir ese bien que me ha sido dado desde hace años, advierto que un privilegio semejante, por raro que sea, no puede ser único; que debe existir alguien, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o en la vida de un escritor feliz, alguien que no deje pasar la frase inexacta o floja que no cambiamos por pereza; alguien que tome por nosotros los gruesos volúmenes de los anaqueles de una biblioteca para que encontremos alguna indicación útil y que se obstine en seguir consultándolos cuando ya hayamos renunciado a ello; alguien que nos apoye, nos aliente, a veces que nos oponga algo; alguien que comparta con nosotros, con igual fervor, los goces del arte y de la vida, sus tareas siempre pesadas, jamás fáciles; alguien que no sea ni nuestra sombra, ni nuestro reflejo, ni siquiera nuestro complemento, sino alguien por sí mismo; alguien que nos deje en completa libertad y que nos obligue, sin embargo, a ser plenamente lo que somos. Hospes Comesque.
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Supe en diciembre de 1951 de la reciente muerte del historiador alemán Wilhelm Weber, en abril de 1952 la del erudito Paul Graindor, cuyos trabajos me fueron muy útiles. Conversé estos días con dos personas. G.B… y J.F… que conocieron en Roma al grabador Pierre Gusman, sobre la época en la que él se dedicó a dibujar con pasión los lugares de la Villa. Sentimiento de pertenecer a una especie de Gens Elia, de formar parte del conjunto de secretarios del gran hombre, de participar en el relevo de la guardia imperial que montan los humanistas y los poetas relevándose en torno a un gran recuerdo. Así (y lo mismo ocurre sin duda con los especialistas en Napoleón y los amantes de Dante), un círculo de espíritus vinculados por las mismas simpatías y las mismas inquietudes se forma a través del tiempo.
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Los Blazios y los Vadios existen, y su primo Basilio aún vive. Una vez, sólo una vez, me encontré frente a ese conjunto de insultos y bromas de cuerpos de guardia, citas truncadas o deformadas con arte para infundir a nuestras frases una tontería que ellas no dicen, argumentos capciosos sostenidos por afirmaciones a la vez vagas y perentorias para ser tenidas en cuenta por el lector respetuoso del hombre con títulos y que no tiene tiempo ni deseos de consultar por su cuenta las fuentes. Todo esto caracteriza cierto género y cierta especie, felizmente poco comunes. Cuánta buena voluntad, al contrario, hay en tantos eruditos que podrían muy bien, en nuestra época de especialización forzosa, desdeñar en bloque todo esfuerzo literario de reconstrucción del pasado que parezca invadir sus territorios… Muchos de ellos se han ofrecido espontáneamente a rectificarme un error, a confirmarme un detalle, a sostener una hipótesis, a facilitar una nueva investigación; les quedo aquí sumamente agradecida. Todo libro reeditado debe alguna cosa a sus lectores honrados.
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Esforzarse en lo mejor. Volver a escribir. Retocar, siquiera imperceptiblemente, alguna corrección. «Es a mí mismo a quien corrijo —decía Yeats— al retocar mis obras.»
Ayer, en la Villa, pensé en los millares de vidas silenciosas, furtivas como las de los animales, irreflexivas como las de las plantas: que han vivido entre Adriano y nosotros: Bohemios del tiempo de Piranesi, saqueadores de ruinas, mendigos, cabreros, aldeanos refugiados entre escombros. Al borde de un olivar, en una senda antigua y con escombros, G… y yo nos encontramos ante el lecho de cañas de un campesino, ante el bulto de las ropas colocado entre dos bloques de cemento romano, ante las cenizas de su fuego recién apagado. Sensación de humilde intimidad bastante similar a la que se siente en el Louvre, después del cierre, a la hora en que los catres de tijera de los guardas aparecen entre las estatuas.
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(Nada que modificar, en 1958, en las líneas que anteceden; el portamantas del campesino, aunque no su lecho, aún sigue allá G… y yo volvimos a detenernos sobre la hierba de Tempe, entre las violetas, en aquel momento sagrado del año en que todo vuelve a comenzar a pesar de las amenazas que el hombre de nuestros días deja caer sobre el mundo y sobre él mismo. Pero la Villa ha sufrido, sin embargo, un insidioso cambio. No total, es cierto: no se altera tan rápidamente un lugar que los siglos han destruido y formado con lentitud. Pero por un defecto raro, en Italia, los «embellecimientos» peligrosos han venido a sumarse a las refacciones y a las consolidaciones necesarias. Los olivares han sido talados para dar lugar a una zona de estacionamiento de automóviles y a un quiosco de bebidas que transforman la noble soledad del lugar en una especie de feria. Los visitantes beben de una fuente de cemento el agua que surge a través de un mascarón de yeso que imita lo antiguo; otro mascarán, aún más inútil, ornamenta el frente de una piscina surcada hoy por una flotilla de patos. Se ha copiado, también en yeso, triviales estatuas de jardín grecorromanas halladas en excavaciones recientes, y que no merecían que se les tributara ni ese exceso de honor ni esa indignidad; estas réplicas en tal vil material esponjosa y blanda, dispuestas casi al azar en pedestales, dan a la melancolía Canope la apariencia de un rincón de estudio de cine para una película sobre los Césares. Nada más frágil que el equilibrio de los lugares hermosos. Nuestras fantasías de interpretación dejan intactos los textos mismos, que sobreviven a nuestros comentarios; pero la menor restauración imprudente infligida a las piedras, la menor carretera de asfalto que invade un campo donde creció la hierba durante siglos, determina para siempre lo irreparable. La belleza se aleja; la autenticidad también.)