Memorias de Adriano (26 page)

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Authors: Marguerite Yourcenar

Tags: #Histórico

BOOK: Memorias de Adriano
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La Villa estaba lo bastante terminada como para que pudiera hacer trasladar a ella mis colecciones, mis instrumentos de música y los millares de libros comprados aquí y donde todo había sido cuidadosamente dispuesto, desde los platos hasta la lista bastante restringida de mis convidados. Quería que todo se acordara con la apacible belleza de los jardines y las salas; que los frutos fueran tan exquisitos como los conciertos, y la disposición de los servicios tan precisa como el cincelado de las bandejas de plata. Por primera vez me interesé por la elección de los platos; ordené que las otras fueran traídas del Lucrino, mientras los cangrejos deberían venir de los ríos galos. Enemigo de la pomposa negligencia que caracteriza con frecuencia la mesa imperial, fijé como regla que cada plato me sería mostrado antes de ser servido al más insignificante de mis invitados; insistía en verificar personalmente las cuentas de los cocineros y hosteleros; recordaba, a veces, que mi abuelo había sido avaro. El pequeño teatro griego de la Villa, y el teatro latino apenas más grande, no estaban aún terminados, pero a pesar de ello hice representar algunas obras, tragedias y pantomimas, dramas musicales y atelanas. Me gustaba sobre todo la gimnástica sutil de las danzas; descubrí que sentía cierta debilidad por las danzarinas de crótalos, que me recordaban la comarca de Gades, los primeros espectáculos a que había asistido de niño. Amaba ese ruido seco, los brazos levantados, el despliegue o el repliegue de los velos, la bailarina que deja de ser mujer para convertirse en nube o en pájaro, en ola o en trirreme. Llegué a aficionarme pasajeramente a una de aquellas criaturas. Las perreras y las caballerizas no habían sido descuidadas en mi ausencia; volví a encontrar el pelaje duro de los sabuesos, la sedosa piel de los caballos, las hermosas jaurías con sus sirvientes. Organicé algunas partidas de caza en la Umbría, a orillas del lago Trasimeno, y también cerca de Roma, en los bosques de Alba. El placer había recobrado su lugar en mi vida; mi secretario Onésimo me servia de proveedor. Sabía cuándo era preciso evitar ciertos parecidos, o cuándo debía buscarlos. Pero aquel amante presuroso y distraído no era amado. Aquí y allá daba con algún ser más tierno o más fino que los demás, alguien que valía la pena escuchar y quizá volver a ver. Aquellas felices ocasiones eran escasas, probablemente por culpa mía. Por lo regular me contentaba con satisfacer o engañar mis apetitos. En otros momentos sentía frente a esos juegos una indiferencia de viejo.

En las horas de insomnio andaba por los corredores de la Villa, errando de sala en sala, turbando a veces a un artesano que trabajaba para colocar un mosaico en su sitio. Estudiaba al pasar un sátiro de Praxiteles, y me detenía ante las efigies del muerto. Cada habitación tenía la suya, así como cada pórtico. Con la mano protegía la llama de mi lámpara, mientras rozaba con un dedo aquel pecho de piedra. Las confrontaciones complicaban la tarea de la memoria; desechaba, como quien aparta una cortina, la blancura del mármol de Paros o del Penélico, remontando lo mejor posible de los contornos inmovilizados a la forma viviente, de la piedra dura a la carne. Continuaba luego mi ronda; la estatua interrogada volvía a sumirse en la noche, mientras mi lámpara me mostraba una nueva imagen a pocos pasos; aquellas grandes figuras blancas no diferían en nada de los fantasmas. Pensaba amargamente en los pases con los cuales los sacerdotes egipcios habían atraído el alma del muerto al interior de los simulacros de madera que emplean para su culto. Yo había hecho como ellos, hechizando piedras que a su vez me habían hechizado. Nunca más escaparía a ese silencio, a esa frialdad más próxima a mí desde entonces que el calor y la voz de los vivos; contemplaba rencorosamente aquel rostro peligroso, de huyente sonrisa. Y sin embargo, horas después, mientras yacía tendido en mi lecho, decidía ordenar una nueva estatua a Pappas de Afrodisia; le exigiría un modelo más exacto de las mejillas. Allí donde se ahondan apenas bajo la sien, una inclinación más suave del cuello hacia el hombro; a las coronas de pámpanos o a los nudos de piedras preciosas, sucedería el esplendor de los rizos desnudos. Jamás dejaba de hacer ahuecar aquellos bajorrelieves o aquellos bustos para rebajar su peso y facilitar su transporte. Los que guardaban mayor semejanza me han acompañado por doquier; ya ni siquiera me importa que sean hermosas o no.

Aparentemente mi vida era la cordura misma. Me aplicaba con mayor firmeza que nunca a mi oficio de emperador, mostrando más discernimiento allí donde quizá faltaba algo de ardor de otros tiempos. Había perdido en parte mi gusto por las ideas y las relaciones nuevas, así como la flexibilidad intelectual que me permitía asociarme al pensamiento ajeno y aprovecharme de él a la vez que lo jugaba. Mi curiosidad, que antaño me había parecido el resorte mismo de mi pensar, y uno de los fundamentos de mi método, sólo se ejercía ahora en las cosas más fútiles; abría las cartas destinadas a mis amigos, que acababan ofendiéndose; aquella ojeada a sus amores y a sus querellas conyugales me divirtió cierto tiempo. En mi actitud se mezclaba además una parte de sospecha; durante varios días me dominó el terror al veneno, terror atroz que antaño había visto en la mirada de Trajano enfermo, y que un príncipe no se atreve a confesar pues parece grotesco hasta que los acontecimientos lo justifican. Semejante obsesión asombra en un hombre que se ha sumido en la meditación de la muerte, mas no pretendo ser más consecuente que los demás. Secretos furores, impaciencias salvajes, me dominaban ante las menores fruslerías y las bajezas más triviales, así como una repugnancia de la cual no me exceptuaba a mí mismo. Juvenal se atrevió a insultar en una de sus Sátiras al mismo Paris, que me placía. Estaba harto de ese poeta engreído y gruñón; me incomodaba su grosero desprecio por el Oriente y Grecia, su gusto afectado por la supuesta sencillez de nuestros padres y esa mezcla de detalladas descripciones del vicio y virtuosas declamaciones, que excita los sentidos del lector a la vez que tranquiliza su hipocresía. Sin embargo, dada su calidad de hombre de letras, tenía derecho a ciertas contemplaciones; lo mandé llamar a Tíbur para notificarle personalmente su sentencia de destierro. El denigrador del lujo y los placeres de Roma podrían estudiar sobre el terreno las costumbres provincianas; sus insultos al bello Paris señalaban el fin de su propia obra. También en esa época Favorino se instaló en su cómodo exilio de Chios, donde no me desagradaría por mi parte vivir; desde allí su agria voz ya no podría alcanzarme. Y también en aquellos días hice expulsar ignominiosamente de una sala de festines a un mercader de sabiduría, un cínico roñoso que se quejaba de morirse de hambre como si semejante basura mereciera otra cosa. Grande fue mi placer cuando vi a aquel charlatán, doblado en dos por el espanto, desaparecer en medio del ladrido de los perros y la risa burlona de los pajes; la canalla filosófica y letrada no me inspiraba ya el menor respeto.

Las menores equivocaciones de la vida política me exasperaban, así como en la Villa me irritaba la más pequeña irregularidad de un pavimento, la menor mancha de cera en el mármol de una mesa, el más insignificante defecto de un objeto que hubiera querido sin imperfección y sin tacha. Un informe de Arriano, recientemente nombrado gobernador de Capadocia, me puso en guardia contra Farasmanés, quien en su pequeño reino a orillas del Mar Caspio continuaba el doble juego que tan caro nos había costado en tiempos de Trajano. El reyezuelo lanzaba solapadamente contra nuestras fronteras a las hordas de bárbaros alanos, y sus querellas con Armenia comprometían la paz en Oriente. Llamado a Roma, se negó a presentarse, tal como se había negado cuatro años atrás a asistir a la conferencia de Samosata. A guisa de excusa me envió un regalo de trescientos ropajes de oro; ordené que los vistieran otros tantos criminales entregados a las fieras del circo. Esta decisión poco prudente me satisfizo como el gesto de un hombre que se rasca hasta hacerse sangre.

Tenía un secretario, personaje mediocre a quien conservaba porque estaba al tanto de los procedimientos de la cancillería, pero que me impacientaba por su suficiencia regañona y de cortos alcances, su negativa a aplicar métodos nuevos, su obstinación en argüir interminablemente sobre detalles inútiles. Aquel imbécil me irritó cierto día más que de costumbre. Alcé la mano para golpearlo; desgraciadamente tenía entre los dedos un estilo, que le yació el ojo derecho. Jamás olvidaré el aullido de dolor, el brazo torpemente recogido para atajar otro golpe, el rostro convulso de donde saltaba la sangre. Mandé llamar inmediatamente a Hermógenes, que se ocupó de los primeros cuidados; se consultó luego al oculista Capito, pero en vano: el ojo estaba perdido. Días más tarde, con el rostro vendado, el secretario reanudó sus tareas. Lo mandé llamar y le pedí humildemente que fijara por sí mismo la compensación a que tenía derecho. Con una sonrisa maligna, respondió que sólo me pedía otro ojo. Terminó sin embargo por aceptar una pensión. Lo guardé a mi servicio; su presencia me sirve de advertencia, quizá de castigo. No había querido dejar tuerto a aquel miserable. Pero tampoco había querido que un niño que me amaba muriera a los veinte años.

Los asuntos judíos iban de mal en peor. Los trabajos llegaban a su fin en Jerusalén, a pesar de la violenta oposición de los grupos zelotes. Habíase cometido cierto número de errores, reparables en si mismos pero que los fautores de agitación superior aprovechar de inmediato. La Décima Legión Expedicionaria tiene por emblema un jabalí. La insignia fue colocada en las puertas de la ciudad, como es costumbre hacerlo. El populacho, poco habituado a las imágenes pintadas o esculpidas, de las cuales la priva desde hace siglos una superstición harto desfavorable para el progreso de las artes, tomó la imagen por la de un cerdo y vio en aquel hecho insignificante un insulto a las costumbres de Israel. Las fiestas del año nuevo judío, celebradas con gran algarabía de trompetas y cuernos, daban lugar cada vez a riñas sangrientas. Nuestras autoridades prohibieron la lectura pública de cierto relato legendario consagrado a las hazañas de una heroína judía, que valiéndose de un falso nombre llegó a ser la concubina de un rey de Persia e hizo matar salvajemente a los enemigos del pueblo despreciado y perseguido del que era oriunda. Los rabinos se las ingeniaron para leer de noche lo que el gobernador Tineo Rufo les prohibía leer de día; aquella feroz historia, donde los persas y los judíos rivalizaban en atrocidad, excitaba hasta la locura el nacionalismo de los zelotes. Finalmente el mismo Tineo Rufo, hombre muy sensato y que no dejaba de sentir interés por las fábulas y tradiciones de Israel, decidió hacer extensivas a la práctica judía de la circuncisión las severas penalidades que yo había promulgado poco antes contra la castración, que se referían sobre todo a las sevicias perpetradas en jóvenes esclavos con fines de lucro o de libertinaje. Confiaba así en suprimir uno de los signos por los cuales Israel pretende distinguirse del resto del género humano. Por mi parte no alcancé a darme cuenta del peligro de aquella medida, máxime cuando me había enterado de que muchos judíos ilustrados y ricos que viven en Alejandría y Roma no someten ya a sus hijos a una práctica que los vuelve ridículos en los baños públicos y en los gimnasios, y que llegan incluso a disimular las marcas de su propio cuerpo. Ignoraba hasta qué punto aquellos banqueros coleccionistas de vasos mirrinos diferían de la verdadera Israel.

Ya lo he dicho: nada de todo eso era irreparable, pero silo eran el odio, el desprecio reciproco, el rencor. En principio el judaísmo ocupa su lugar entre las religiones del imperio; de hecho, Israel se niega desde hace siglos a no ser sino un pueblo entre los pueblos, poseedor de un dios entre los dioses. Los más salvajes dacios no ignoran que su Zalmoxis se llama Júpiter en Roma; el Baal púnico del monte Casio ha sido identificado sin trabajo con el Padre que sostiene en su mano a la Victoria, y del cual ha nacido la Sabiduría; los egipcios, tan orgullosos sin embargo de sus fábulas diez veces seculares, consienten ver en Osiris a un Baco cargado de atributos fúnebres; el áspero Mitra se sabe hermano de Apolo. Ningún pueblo, salvo Israel, tiene la arrogancia de encerrar toda la verdad en los estrechos límites de una sola concepción divina, insultando así la multiplicidad del Dios que todo lo contiene; ningún otro dios ha inspirado a sus adoradores el desprecio y el odio hacia los que ruegan en altares diferentes. Por eso, más que nunca, quena hacer de Jerusalén una ciudad como las demás, donde diversas razas y diversos cultos pudieran existir pacíficamente; olvidaba que en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces logra este último imponerse. La apertura de las escuelas donde se enseñaban las letras griegas escandalizó al clero de la antigua ciudad. El rabino Josuá, hombre agradable e instruido con quien había yo hablado muchas veces en Atenas, pero que buscaba hacerse perdonar su cultura extranjera y sus relaciones con nosotros, ordenó a sus discípulos que sólo se consagraran a aquellos estudios profanos si encontraban una hora que no correspondiera ni al día ni a la noche, puesto que la Ley judía debía ser estudiada noche y día. Ismael, miembro conspicuo del Sanedrín, y que pasaba por aliado de la causa romana, dejó morir a su sobrino Ben-Dama antes que aceptar los servicios del cirujano griego que le había enviado Tineo Rufo. Mientras en Tíbur buscábamos aún los medios de conciliar las voluntades sin dar la impresión de ceder a las exigencias de los fanáticos, en Oriente ocurrió lo peor; una asonada de los zelotes tuvo éxito en Jerusalén.

Un aventurero surgido de la hez del pueblo, un tal Simeón, que se hacía llamar Bar-Koshba, Hijo de la Estrella, desempeñó en la revuelta el papel de tea inflamada o de espejo incendiario. Sólo puedo juzgar a dicho Simeón por lo que de él se decía; sólo lo vi una vez cara a cara, el día en que un centurión me trajo su cabeza cortada. Pero estoy pronto a reconocerle esa chispa genial que siempre se requiere para ascender tan pronto y tan alto en los destinos públicos; nadie se impone en esa forma si no posee por lo menos cierta habilidad. Los judíos moderados fueron los primeros en acusar al pretendido Hijo de la Estrella de trapacería e impostura; por mi parte creo que aquel espíritu inculto era de los que se dejan atrapar por sus propias mentiras, y que el fanatismo corría en él parejo con la astucia. Simeón se hizo pasar por el héroe que el pueblo judío espera desde hace siglos para saciar sus ambiciones y sus odios; aquel demagogo se proclamó Mesías y el rey de Israel. El viejo Akiba, que había perdido la cabeza, paseó al aventurero por las calles de Jerusalén, llevando a su caballo de la rienda. El sumo sacerdote Eleazar consagró nuevamente el templo, considerándolo profanado por la entrada de visitantes incircuncisos; montones de armas, enterradas desde hacia cerca de veinte años, fueron distribuidas a los rebeldes por obra de los agentes del Hijo de la Estrella; lo mismo hicieron con las armas defectuosas fabricadas intencionalmente por los obreros judíos en nuestros arsenales, y que intendencia la había rechazado. Los grupos zelotes atacaron las guarniciones romanas aisladas, matando a nuestros soldados con refinamientos de crueldad que recordaban los peores episodios de la sublevación judía en tiempos de Trajano. Jerusalén cayó finalmente en manos de los insurgentes, y los barrios nuevos de Elia Capitolina ardieron como una antorcha. Los primeros destacamentos de la Vigésima Segunda Legión Dejotariana, enviada desde Egipto con toda urgencia a las órdenes del legado de Siria, Publio Marcelo, fueron derrotados por bandas diez veces superiores en número. La revuelta se había convertido en guerra, una guerra inexpiable.

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