Todo queda por hacer. Mis dominios africanos, heredados de mi suegra Matidia, deben convertirse en un modelo de explotación agrícola; los campesinos de la aldea de Borístenes, fundada en Tracia en memoria de un caballo fiel, tienen derecho a recibir socorros luego de un duro invierno; en cambio hay que negar los subsidios a los ricos cultivadores del valle del Nilo, siempre prontos a aprovecharse de la amabilidad del emperador. Julio Vestino, prefecto de estudios, me envía su informe sobre la apertura de las escuelas públicas de gramática. Acabo de dar fin a la refundición del código comercial de Palmira; todo está allí previsto, la tasa de las prostitutas y la adjudicación de las caravanas. Se reúne en este momento un congreso de médicos y magistrados que deberá estatuir sobre los limites extremos del embarazo, poniendo fin a interminables querellas legales. Los casos de bigamia se multiplican en las colonias militares; me esfuerzo por persuadir a los veteranos de que no hagan mal uso de las nuevas leyes que los autorizan a casarse, y que se limiten prudentemente a una sola esposa. En Atenas se está levantando un Panteón a la manera del de Roma; compongo la inscripción que ostentarán sus muros, en la cual enumero a título de ejemplo los servicios que he prestado a las ciudades griegas y a los pueblos bárbaros; en cuanto a los servicios prestados a Roma, caen de su peso. La lucha contra la brutalidad judicial continúa; he debido amonestar al gobernador de Cilicia, que hacia morir entre suplicios a los ladrones de ganado de su provincia, como si la sola muerte no bastara para castigar a un hombre y librarse de él. El estado y las municipalidades abusaban de las condenas a trabajos forzados, para asegurarse así una mano de obra a bajo precio; he prohibido esa práctica, tanto para los esclavos como para los hombres libres, pero debo velar a fin de que tan detestable sistema no se restablezca con otro nombre. Todavía se sacrifican niños en algunos puntos del territorio de la antigua Cartago, y es preciso encontrar el modo de prohibir a los sacerdotes de Baal que sigan atizando alegremente sus hogueras. En Asia Menor, los derechos de los herederos de los Seléucidas han sido vergonzosamente perjudicados por nuestros tribunales civiles, siempre mal dispuestos hacia los antiguos príncipes; he cuidado de reparar esa prolongada injusticia. En Grecia, el proceso de Herodes Ático dura todavía. La caja de despachos de Flegón, sus raspadores de piedra pómez y sus bastoncillos de cera roja seguirán conmigo hasta el fin.
Como en tiempos de mi felicidad, siguen creyéndome un dios, y persisten en darme ese título aun en momento en que ofrecen sacrificios al cielo para el restablecimiento de la Salud Augusta. Te he dicho ya por qué esa creencia tan beneficiosa no me parece descabellada. Una vieja ciega ha llegado a pie desde Panonia; emprendió tan inmenso viaje para pedirme que tocara con el dedo sus pupilas apagadas; al contacto de mis manos recobró la vista, tal como su fervor lo había previsto; su fe en el emperador-dios explica el milagro. Se han producido otros prodigios; hay enfermos que dicen haberme visto en sueños, como los peregrinos de Epidauro ven a Esculapio, y pretenden haber despertado sanos, o por lo menos aliviados. No me río del contraste entre mis poderes de taumaturgo y mi enfermedad; acepto gravemente estos nuevos privilegios. La anciana ciega que camina hacia el emperador desde el fondo de una provincia bárbara se ha convertido para mí en lo que fuera antaño el esclavo de Tarragona: el emblema de las poblaciones del imperio que he regido y servido. Su inmensa confianza es la recompensa de veinte años de trabajos que no me fueron desagradables. Flegón me ha leído hace poco la obra de un judío de Alejandría, que también me atribuye poderes sobrehumanos; he recibido sin sarcasmo esa descripción del príncipe de cabellos canosos a quien se ha visto ir y venir por todas las rutas de la tierra, sumiéndose en los tesoros de las minas, despertando las fuerzas generadoras del suelo, estableciendo por doquiera la prosperidad y la paz, del iniciado que reconstruye los lugares sagrados de todas las razas, del conocedor de artes mágicas, del vidente que exalta a un niño hasta el cielo. He sido mejor comprendido por ese judío entusiasta que por muchos senadores y procónsules; ese adversario venido a mis filas completa a Arriano; me maravilla haberme convertido al fin, para ciertos ojos, en lo que deseaba ser, y que ese triunfo se haya logrado con tan poca cosa. La vejez y la muerte tan cercanas agregan ya su majestad a ese prestigio; los hombres se apartan religiosamente a mi paso; no me comparan como antes a Zeus radiante y sereno, sino a Marte Gradivo, dios de las largas campañas y la austera disciplina, y al grave Numa inspirado por los dioses; en estos últimos tiempos mi rostro pálido y demacrado, mis ojos fijos, mi gran cuerpo rígido por un esfuerzo de voluntad, les recuerdan a Plutón, dios de las sombras. Sólo algunos íntimos, algunos amigos seguros y queridos escapan a tan terrible contagio del respeto. El joven abogado Frontón, magistrado lleno de porvenir y que será sin duda uno de los buenos servidores de tu reino, vino a discutir conmigo un mensaje que deberá dirigir al Senado. Su voz temblaba, y leí en sus ojos esa misma reverencia mezclada con temor. Las tranquilas alegrías de la amistad ya no existen para mí; me veneran demasiado para amarme.
He tenido una suerte análoga a la de ciertos jardineros: todo lo que traté de implantar en la imaginación humana ha echado raíz. El culto de Antínoo parecía la más alocada de mis empresas, desbordamiento de un dolor que sólo a mí concernía. Pero nuestra época está ávida de dioses; prefiere los más ardientes, los más tristes, los que mezclan al vino de la vida una amarga miel de ultratumba. En Delfos el niño se ha convertido en Hermes, guardián del umbral, amo de los oscuros pasajes que conducen a las sombras. Eleusis, donde su edad y su condición de extranjero habían impedido antaño que fuese iniciado junto a mí, lo ha consagrado el joven Baco de los Misterios, príncipe de las regiones limítrofes entre los sentidos y el alma. La Arcadia ancestral lo asocia con Pan y Diana, divinidades forestales; los campesinos de Tíbur lo asimilan al dulce Aristeo, rey de las abejas. En Asia los fieles vuelven a encontrar en él a sus tiernos dioses tronchados por el otoño o devorados por el verano. En los bordes de los países bárbaros, el compañero de mis cacerías y mis viajes ha asumido el aspecto del Jinete Tracio, caballero misterioso que galopa en los jarales al claro de luna, arrebatando las almas en el pliegue de su manto. Todo eso podría ser al fin y al cabo una excrecencia del culto oficial, una adulación de los pueblos o la bajeza de sacerdotes ávidos de subsidios. Pero la joven figura me trasciende, cede a las aspiraciones de los corazones sencillos; por una de esas restituciones inherentes a la naturaleza de las cosas, el efebo sombrío y delicioso se ha convertido por obra de la piedad popular en el sostén de los débiles y los pobres, el consolador de los niños muertos. La imagen de las monedas de Bitinia, ese perfil de los quince años, con sus rizos flotantes y la sonrisa maravillada y crédula que tan poco habría de durarle, cuelga del cuello de los recién nacidos a guisa de amuleto; en los cementerios de aldea se la ve clavada en las pequeñas tumbas. Antes, pensando en mi propio fin como un piloto que no se preocupa por si mismo pero tiembla por el pasaje y la carga del navío, me decía amargamente que aquel recuerdo se hundiría conmigo; el adolescente minuciosamente embalsamado en lo hondo de mi memoria perecería así por segunda vez. Pero tan justo temor ya no me atormenta como antes; he compensado lo mejor posible esa muerte prematura; una imagen, un reflejo, un débil eco sobrenadará por lo menos durante algunos siglos. No se puede hacer más en materia de inmortalidad.
He vuelto a ver a Fido Aquila, gobernador de Antínoe, en ruta hacia su nuevo puesto en Sarmizegetusa. Me ha descrito los ritos anuales que se celebran a orillas del Nilo en honor del dios muerto, los peregrinos que afluyen por millares del norte y el sur, las ofrendas de cerveza y grano, las plegarias; cada tres años tienen lugar juegos conmemorativos en Antínoe, así como en Alejandría, Mantinea, y en mi amada Atenas. Las fiestas trienales se repetirán este otoño, pero no espero durar hasta el noveno retorno del mes de Atir. Más que nunca importa que cada detalle de las solemnidades quede dispuesto por adelantado. El oráculo del muerto funciona en la cámara secreta del templo faraónico reconstruido por mí; los sacerdotes distribuyen diariamente algunos centenares de respuestas —preparadas por adelantado— a todas las preguntas que la esperanza o la angustia humana pueden formular. Se me ha reprochado que yo mismo haya compuesto varias de ellas. No tenía intención de faltar al respeto a mi dios, o burlarme de esa esposa de soldado que pregunta si su marido volverá vivo de una guarnición de Palestina, de ese enfermo ávido de confortación, de ese mercader cuyos navíos se balancean en las olas del Mar Rojo, de esa pareja que quisiera un hijo. Prolongaba, a lo sumo, los juegos de logogrifos, las charadas en verso a que solíamos entregarnos juntos. Tampoco falta quien se haya asombrado de que aquí, en la Villa, en torno a la capilla de Capone donde su culto se celebra al modo egipcio, haya permitido que se establecieran los pabellones destinados al placer, semejante a los que existen en el barrio de Alejandría que lleva ese nombre, con sus facilidades y sus distracciones que ofrezco a mis huéspedes, y de las cuales solía participar. Antínoo estaba acostumbrado a todo eso, y uno no se encierra durante años en un pensamiento único sin que en él vayan entrando poco a poco todas las rutinas de la vida.
He hecho todo lo que nos aconsejan. Esperé, y a veces rogué. Audivi voces divinas… La tonta Julia Balbila creía escuchar al alba la misteriosa voz de Memnón; yo escuchaba los ruidos de la noche. He cumplido las unciones de miel y aceite de rosa que atraen a las sombras; preparé la taza de leche, el puñado de sal, la gota de sangre, sostén de su existencia de antaño. Me tendí en el pavimento de mármol del pequeño santuario; el resplandor de los astros se deslizaba por las aberturas de la muralla, creando aquí y allá extraños reflejos, inquietantes fuegos pálidos. Recordaba las órdenes susurradas por los sacerdotes al oído del muerto, el itinerario grabado en la tumba: Y él reconocerá el camino… Y los guardianes del umbral lo dejarán pasar… Y él irá y vendrá en torno de aquellos que lo aman durante millones de días… A veces, en contadas ocasiones he creído sentir el roce de un acercamiento, un ligero contacto, leve como el de las pestañas, tibio como el interior de la palma de una mano. Y la sombra de Patroclo aparece junto a Aquiles… Jamás sabré si ese calor, si esa dulzura, no emanaban simplemente de lo más hondo de mí mismo, últimos esfuerzos de un hombre en lucha con la soledad y el frío de la noche. Pero esa cuestión, que también se plantea en presencia de nuestros amores vivientes, ha dejado ya de interesarme; poco me importa que los fantasmas evocados vengan de los limbos de mi memoria o de los de otro mundo. Si poseo un alma, está hecha de la misma sustancia que los espectros; ese cuerpo de manos hinchadas y uñas lívidas, esa triste masa disuelta a medias, este saco de males, deseos y ensueños, no es más sólido o más consistente que una sombra. Sólo me diferencio de los muertos en que me está dado asfixiarme todavía un momento más; en cierto sentido su existencia me parece más segura que la mía. Antínoo y Plotina son por lo menos tan reales como yo.
La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco. Pequeña imagen enfurruñada y voluntariosa, tu sacrificio no ha enriquecido mi vida sino mi suerte. Su cercanía restablece como una estrecha complicidad entre nosotros; los vivientes que me rodean, los servidores abnegados y a veces inoportunos, no sabrán jamás hasta qué punto el mundo ha dejado de interesarnos. Pienso con repugnancia en los negros símbolos de las tumbas egipcias: el seco escarabajo, la momia rígida, la rana de los partos eternos. De creer a los sacerdotes, te he dejado en ese lugar donde los elementos de un ser se desgarran como una vestidura usada de la cual tiramos, en esa siniestra encrucijada entre lo que existe eternamente, lo que fue y lo que será. Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las teorías de la inmortalidad; el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte también me sucede encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío donde resuena la risa de Epicuro. Observo mi fin: esta serie de experimentos sobre mí mismo continúa el largo estudio iniciado en la clínica de Sátiro. Hasta ahora las modificaciones son tan exteriores como las que el tiempo y la intemperie hacen sufrir a un monumento cuya materia o arquitectura no se alteran; a veces creo percibir y tocar a través de las grietas el basamento indestructible, la toba eterna. Soy el que era; muero sin cambiar. A primera vista el robusto niño de los jardines de España, el oficial ambicioso que entra en su tienda sacudiendo de sus hombros los copos de nieve, parecen tan aniquilados como lo estaré yo cuando haya pasado por la pira; pero sin embargo están ahí, soy inseparable de ellos. El hombre que clamaba abrazado a un muerto sigue gimiendo en un rincón de mí mismo, pese a la calma más o menos humana de la que ya participo; el viajero encerrado en el enfermo para siempre sedentario se interesa por la muerte puesto que representa una Partida. Esa fuerza que fui parece todavía capaz de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por milagro algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan, volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mis errores; frecuentaría los mismos Olimpos y los mismos Infiernos. Una comprobación semejante es un excelente argumento en favor de la utilidad de la muerte, pero al mismo tiempo me hace dudar de su total eficacia.
Durante ciertos periodos de mi vida he tomado nota de mis sueños, para discutir su significación con los sacerdotes, filósofos y astrólogos. La facultad de soñar, amortiguada desde hacía años, me ha sido devuelta en estos meses de agonía; los incidentes de la vigilia parecen menos reales y a veces menos importunos que mis sueños. Si ese mundo larval y fantástico, donde lo vulgar y lo absurdo pululan con mayor abundancia aun que en la tierra, nos ofrece una idea de las condiciones del alma separada del cuerpo, sin duda pasaré mi eternidad lamentando el exquisito dominio de los sentidos y la ajustada perspectiva de la razón humana. Sin embargo me sumerjo con cierta dulzura en esas vanas regiones de los sueños; por un segundo aprehendo ahí ciertos secretos que no tardan en escapárseme y bebo en las fuentes. Hace unos días estaba en el oasis de Amón, la tarde de la caza del león. Me sentía feliz, y todo ocurrió como en los tiempos en que era dueño de mi fuerza: herido, el león se desplomó, para levantarse nuevamente mientras yo me precipitaba para rematarlo. Pero esta vez mi caballo, encabritándose, me tiró al suelo; la horrible masa ensangrentada rodó sobre mí y sus garras me desgarraron el pecho; desperté en mi aposento de Tíbur pidiendo socorro. Hace muy poco volví a ver a mi padre, en quien sin embargo pienso pocas veces. Estaba acostado en su lecho de enfermo, en una habitación de nuestra casa de Itálica, de la cual me marché apenas hubo muerto. Tenía sobre la mesa una ampolla conteniendo una poción calmante, que le supliqué me entregara. Antes de que tuviera tiempo de responderme, desperté. Me asombra que la mayoría de los hombres tema tanto a los espectros, siendo que tan fácilmente aceptan hablar con los muertos en sus sueños.