También los presagios se multiplican; ahora todo parece una intimidación, un signo. Acaba de caérseme y hacerse trizas una preciosa piedra grabada que llevaba engastada en una sortija; un artista griego había trazado en ella mi perfil. Los augures mueven gravemente la cabeza; en cuanto a mí, lamento la pérdida de esa purísima obra maestra. Me ocurre hablar de mí mismo en pasado; mientras discutía en el Senado ciertos acontecimientos ocurridos con posterioridad a la muerte de Lucio, se me trabó la lengua y mencioné repetidamente esas circunstancias como si hubieran tenido lugar después de mi propia muerte. Hace unos meses, el día de mi cumpleaños, al subir en litera la escalinata del Capitolio me di de boca con un hombre de luto que lloraba; vi cómo mi viejo Chabrias palidecía. En aquel entonces yo seguía saliendo para cumplir en persona mis funciones de sumo pontífice, de hermano Arval, y celebrar los antiguos ritos de la religión romana que he terminado por referir a la mayoría de los cultos extranjeros. Estaba de pie ante el altar, pronto a encender el fuego, y ofrecía a los dioses un sacrificio en pro de Antonino. De pronto la porción de la toga que me cubría la frente resbaló hasta caerme sobre el hombro, y quedé con la cabeza descubierta, pasando así de la condición de sacrificador a la de víctima. En realidad es justo que me toque el turno.
Mi paciencia da sus frutos. Sufro menos, y la vida se vuelve casi dulce. No me enojo ya con los médicos; sus tontos remedios me han condenado, pero nosotros tenemos la culpa de su presunción y su hipócrita pedantería; mentirían menos si no tuviéramos tanto miedo de sufrir. Me faltan las fuerzas para los accesos de cólera de antaño; sé de buena fuente que Platorio Nepos, a quien mucho quise, ha abusado de mi confianza; pero no he tratado de confundirlo y no lo he castigado. El porvenir del mundo no me inquieta; ya no me esfuerzo por calcular angustiado la mayor o menor duración de la paz romana; dejo hacer a los dioses. No es que confíe más en su justicia que no es la nuestra, ni tengo más fe en la cordura del hombre; la verdad es justamente lo contrario. La vida es atroz, y lo sabemos. Pero precisamente porque espero poco de la condición humana, los períodos de felicidad, los progresos parciales, los esfuerzos de reanudación y de continuidad me parecen otros tantos prodigios, que casi compensan la inmensa acumulación de males, fracasos, incuria y error. Vendrán las catástrofes y las ruinas: el desorden triunfará, pero también, de tiempo en tiempo, el orden. La paz reinará otra vez entre dos períodos de guerra; las palabras libertad, humanidad y justicia recobrarán aquí y allá el sentido que hemos tratado de darles. No todos nuestros libros perecerán; nuestras estatuas mutiladas serán rehechas, y otras cúpulas y frontones nacerán de nuestros frontones y nuestras cúpulas; algunos hombres pensarán, trabajarán y sentirán como nosotros; me atrevo a contar con esos continuadores nacidos a intervalos irregulares a lo largo de los siglos, con esa intermitente inmortalidad. Si los bárbaros terminan por apoderarse del imperio del mundo, se verán obligados a adoptar algunos de nuestros métodos y terminarán por parecerse a nosotros. Chabrias se inquieta ante la idea de que un día el pastóforo de Mitra o el obispo cristiano se instalen en Roma y reemplacen al sumo pontífice. Si por desgracia llega ese día, mi sucesor al borde del ribazo vaticano habrá dejado de ser el jefe de un círculo de afiliados o de una banda de sectarios, para convertirse a su turno en una de las figuras universales de la autoridad. Heredará nuestros palacios y nuestros archivos; no será tan diferente de nosotros como podría suponerse. Acepto serenamente esas vicisitudes de la Roma eterna.
Los medicamentos ya no actúan; la inflamación de las piernas va en aumento, y dormito sentado más que acostado. Una de las ventajas de la muerte será estar otra vez tendido en un lecho. Ahora me toca a mí consolar a Antonino. Le recuerdo que desde hace mucho la muerte me parece la solución más elegante de mi propio problema; como siempre, mis deseos acaban por realizarse, pero de manera más lenta e indirecta de lo que había supuesto. Me felicito de que el mal me haya dejado mi lucidez hasta el fin; me alegro de no haber tenido que pasar por la prueba de la extrema vejez, de no estar destinado a conocer ese endurecimiento, esa rigidez, esa sequedad, esa atroz ausencia de deseos. Si no me equivoco en mis cálculos, mi madre murió aproximadamente a la edad que tengo hoy; mi vida ha durado la mitad más que la de mi padre, muerto a los cuarenta años. Todo está pronto; el águila encargada de llevar a los dioses el alma del emperador se halla lista para ser empleada en la ceremonia fúnebre. Mi mausoleo, en cuya techumbre plantan ya los cipreses destinados a formar una pirámide negra en pleno cielo, estará terminado a tiempo para el transporte de las cenizas todavía tibias. He rogado a Antonino que haga llevar luego las de Sabina; descuidé ofrecerle a su muerte los honores divinos, que después de todo le corresponden, y no estaría mal que se reparara ese olvido. Y quisiera que los restos de Elio César sean colocados junto a mí.
Me han traído a Bayas; con los calores de julio el viaje fue penoso, pero respiro mejor a orillas del mar. La ola repite en la playa su murmullo de seda frotada y de caricia; disfruto todavía de los prolongados atardeceres rosa. Pero sólo sostengo esas tabletas para dar ocupación a mis manos, que se mueven a pesar de mí. He mandado buscar a Antonino; un correo sale hacia Roma a galope tendido. Resonar de los cascos de Borístenes, galope del Jinete Tracio… El reducido grupo de los íntimos se reúne junto a mí. Chabrias me da lástima; las lágrimas no van bien con las arrugas de los ancianos. El hermoso rostro de Celer está, como siempre, extrañamente tranquilo; me cuida aplicadamente, sin dejar traslucir nada que pudiera agregarse a la inquietud o a la fatiga de un enfermo. Pero Diótimo solloza, hundida la cabeza en los almohadones. He asegurado su porvenir; como no le gusta Italia podrá realizar su sueño de volver a Gadara y abrir allí, junto con un amigo, una escuela de elocuencia; nada perderá con mi muerte. Y sin embargo sus frágiles hombros se agitan convulsivamente bajo los pliegues de la túnica; siento caer sobre mis dedos esas lágrimas deliciosas. Hasta el fin, Adriano habrá sido amado humanamente.
Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…
AL DIVINO ADRIANO AUGUSTO
HIJO DE TRAJANO CONQUISTADOR DE LOS PARTOS
NIETO DE NERVA
SUMO PONTÍFICE INVESTIDO POR LA XXII VEZ
DE LA DIGNIDAD TRIBUNICIA
TRES VECES CÓNSUL DOS VECES VENCEDOR
PADRE DE LA PATRIA
Y A SU DIVINA ESPOSA
SABINA
SU HIJO ANTONINO
A LUCIO ELIO CÉSAR
HIJO DEL DIVINO ADRIANO
DOS VECES CÓNSUL
a G.F.
Traducción de Marcelo Zapata
Este libro fue concebido y después escrito, en su totalidad o en parte, bajo diversas formas, en el lapso que va de 1924 a 1929, entre mis veinte y mis veinticinco años de edad. Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo.
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Encontrada de nuevo en un volumen de la correspondencia de Flaubert, releída y subrayada por mí hacia 1927, la frase inolvidable: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecía aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre». Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo.
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Trabajos vueltos a emprender en 1934; largas investigaciones; unas quince páginas escritas y consideradas definitivas; proyecto retomado y abandonado muchas veces entre 1934 y 1937.
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Durante mucho tiempo imaginé la obra como una serie de diálogos donde se hicieran oír todas las voces del tiempo. Pero a pesar de todos mis intentos, el detalle prevalecía sobre el conjunto; las partes comprometían el equilibrio del todo; la voz de Adriano se perdía en medio de todos esos gritos. Yo no acertaba a organizar ese mundo visto y oído por un hombre.
La única frase que subsiste de la redacción de 1934: «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte». Como un pintor instalado frente al horizonte y que desplaza sin cesar su caballete a derecha y a izquierda, al fin encontré el punto de vista del libro.
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Tomar una vida conocida, concluida, fijada por la Historia (en la medida en que puede ser una vida), de modo tal que sea posible abarcar su curva por completo; más aún, elegir el momento en el que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla. Hacerlo de manera que ese hombre se encuentre ante su propia vida en la misma posición que nosotros.
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Mañanas en la Villa Adriana; innumerables noches pasadas en los cafés que bordean el Olimpión; incesante ir y venir por los mares griegos; caminos de Asia Menor. Para que pudiera utilizar esos recuerdos, que son míos, fue necesario que se alejaran tanto de mí como el siglo II.
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Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho años, dieciocho siglos. Inmóvil permanencia de las estatuas que, como la cabeza de Antínoo Mondragón en el Louvre, viven aún en el interior de ese tiempo muerto. El mismo problema considerado en términos de generaciones humanas: dos docenas de pares de manos descarnadas, unos veinticinco ancianos bastarían para establecer un contacto ininterrumpido entre Adriano y nosotros.
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En 1937, durante mi primera residencia en los Estados Unidos, hice una serie de lecturas para este libro en la Universidad de Yale; escribí la visita al médico y el pasaje sobre la renunciación a los ejercicios del cuerpo. Estos fragmentos subsisten, modificados, en la versión actual.
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En todo caso, yo era demasiado joven. Hay libros a los que no hay que atreverse hasta no haber cumplido los cuarenta años. Se corre el riesgo, antes de haber alcanzado esa edad, de desconocer la existencia de grandes fronteras naturales que separan, de persona a persona, de siglo a siglo, la infinita variedad de los seres; o por el contrario, de dar demasiada importancia a las simples divisiones administrativas, a los puestos de aduana, o a las garitas de los guardias. Me hicieron falta esos años para aprender a calcular exactamente las distancias entre el emperador y yo.
Dejo de trabajar en este libro (salvo durante algunos días, en París) en 1937 y 1939.
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Surge el recuerdo de T.E. Lawrence, que se superpone en Asia Menor al de Adriano. Pero el trasfondo de Adriano no es el desierto, sino las colinas de Atenas. Cuanto más pensaba en esto, tanto más la aventura de un hombre que niega (y que en primer término se niega) me inspiraba el deseo de presentar a través de Adriano el punto de vista de alguien que no renuncia, o que renuncia en un lugar para aceptar en otra parte. Por lo demás, es evidente que ese ascetismo y ese hedonismo son actitudes intercambiables.
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En octubre de 1939, dejé el manuscrito en Europa con la mayor parte de las notas; pero llevé a los Estados Unidos los resúmenes hechos antes en Yale, un mapa del Imperio Romano en la época de la muerte de Trajano que llevaba conmigo desde hacía años y el perfil del Antínoo del Museo Arqueológico de Florencia, que compré allí en 1926, y que lo muestra joven, grave y dulce.
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Proyecto abandonado desde 1939 hasta 1948. A veces volvía sobre él, pero siempre con sumo desaliento, casi con indiferencia, como si se hubiera tratado de algo imposible. Y hasta avergonzada por haber intentado alguna vez semejante cosa.
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Hundimiento en la desesperación de un escritor que no escribe.
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En los peores momentos de desaliento y de atonía, iba a ver en el hermoso Museo de Hartford (Connecticut) una hermosa tela romana de Canaletto: el Panteón ocre y dorado recortándose contra un cielo azul, al final de una tarde de verano. Después de contemplarla, me sentía más serena y reconfortada.
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Hacia 1941 descubrí por casualidad, en la tienda de un comerciante neoyorquino, cuatro grabados de Piranesi, que G… y yo compramos. En uno de ellos, una vista de la Villa Adriana que me era desconocida hasta entonces, aparece la capilla Canope, de donde fueron tomados en el siglo XVII el Antínoo de estilo egipcio y las estatuas de sacerdotisas de basalto que hoy se ven en el Vaticano. Estructura redonda, pulida como un cráneo, de donde penden algunas malezas como mechones. El genio casi mediúmnico de Piranesi ha intuido la alucinación, las extensas rutinas del recuerdo, la arquitectura trágica de un mundo interior. Durante muchos años me detuve a contemplar esta imagen casi todos los días, sin por ello volver sobre mi antiguo proyecto, al que creía haber renunciado. Tales son los curiosos subterfugios de lo que se llama olvido.
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En la primavera de 1947, ordenando papeles, quemé los apuntes tomados en Yale: me parecían ya definitivamente inútiles.
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Sin embargo, el nombre de Adriano figura en un ensayo sobre el mito de Grecia, que redacté en 1943 y que Caillois publicó en Les lettres françaises de Buenos Aires. En 1945, la imagen de Antínoo, anegada y arrastrada de alguna manera por esa corriente de olvido, vuelve a salir a flote en un ensayo aún inédito, Cántico del alma libre, escrito en vísperas de una grave enfermedad.
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Decirse constantemente que todo lo que yo aquí cuento está desmentido por lo que no cuento; esas notas sólo enmarcan una laguna. No se refieren a lo que yo hacia durante esos años difíciles, como tampoco a mis pensamientos, mis trabajos, mis angustias, mis alegrías, la inmensa repercusión de los hechos exteriores, la constante prueba de mi misma en la piedra de toque de los hechos. Y callo también las experiencias que me deparó la enfermedad y otras, más secretas, que se vinculan con ellas, y la perpetua presencia o busca del amor.
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No tiene importancia: tal vez fuera necesaria esa solución de continuidad, esa ruptura, esa noche del alma que tantos de nosotros hemos padecido en aquella época, cada uno a su manera, y muy frecuentemente de modo más trágico y más definitivo que yo, para obligarme a tratar de colmar no sólo la distancia que me separaba de Adriano, sino sobre todo la que me separaba de mí misma.