—¡Levántate, levántate de ahí, animal! —le grité, y le di una bofetada.
Se había tirado sobre las ilustraciones. Las miré y estaban intactas, la de arriba se había arrugado un poco, pero no se notaba.
Recogí las ilustraciones cuando Hayriye regresó con el orinal vacío. Estaba saliendo de la habitación cuando Sevket gritó inquieto:
—¿Adonde vas, madre, adonde vas?
—Ahora vuelvo.
Pasé a la antesala, estaba helada. Negro estaba sentado en el mismo lugar en que se había pasado cuatro días hablando con mi padre de pintura, de ilustraciones y de perspectivas, frente al cojín vacío. Coloqué las ilustraciones en el atril que había ante él, en el cojín, en el suelo. De repente, a la, luz de las velas, pareció que a la habitación la poseía el color; una luz, una cierta calidez y una sorprendente vitalidad; fue como si repentinamente todo se pusiera en movimiento.
Observamos largo rato las ilustraciones, en silencio, respetuosamente, inmóviles. Si nos movíamos lo más mínimo el aire que transportaba el olor a muerte desde la habitación de enfrente hacía que la llama de la vela se agitara y daba la impresión de que las misteriosas pinturas de mi padre se movieran. ¿Habían ganado importancia ante mis ojos aquellas pinturas porque habían sido las causantes de la muerte de mi padre? ¿Me sentía hechizada por lo extraño de aquel caballo, por lo incomparable del rojo, por la melancolía del árbol, por la amargura de los dos derviches, o porque me aterrorizaba el asesino que había matado a mi padre y tal vez a otros por ellas? Un rato después Negro y yo nos dimos cuenta de que el silencio que había entre nosotros se debía tanto a las pinturas como al hecho de que estuviéramos solos en una habitación la misma noche en que nos habíamos casado y ambos quisimos hablar.
—Cuando nos despertemos por la mañana todo el mundo debe enterarse de que mi pobre padre ha fallecido mientras dormía —le dije. Por cierto que fuera aquello que decía, daba la impresión de que mis palabras no fueran sinceras.
—Mañana todo irá bien —respondió Negro con el mismo tono extraño, diciendo la verdad pero sin creer en ella.
Cuando hizo un movimiento imperceptible para acercarse a mí me apeteció abrazarle y tomar su cabeza entre mis manos como hacía con los niños.
Al mismo tiempo oí que se abría la puerta del cuarto de mi padre, di un salto horrorizada, abrí de una carrera y me asomé a mirar: gracias a la luz que se filtraba a la antesala vi con un escalofrío que la puerta de mi padre estaba entreabierta. Salí a la antesala helada. El cuarto de mi padre seguía oliendo a cadáver a causa del brasero, que aún estaba encendido. ¿Había sido Sevket quien había entrado aquí o había sido otra persona? El cadáver de mi padre yacía en paz vestido con su camisón a la luz imprecisa del brasero. Me acordé de que algunas noches pasaba a desearle las buenas noches mientras él leía el
Libro del alma
a la luz de las velas. Se incorporaba ligeramente para coger el vaso que le llevaba y me decía «Que nunca le falte el agua a quien la ofrece, preciosa mía», me besaba en la mejilla como cuando era niña y me miraba de cerca a los ojos. Miré el rostro terrorífico de mi padre y sentí miedo. Era como si a un tiempo no quisiera mirarlo pero por otro lado el Diablo me tentara y quisiera comprobar lo terrible que era ahora su cara.
Estaba regresando temerosa a la habitación de la puerta azul cuando Negro se me echó encima. Le empujé, pero más sin saber lo que hacía que enfadada. Nos empujamos mutuamente a la luz temblorosa de la vela pero lo que hacíamos más parecía una imitación de lucha que una auténtica pelea. Nos gustaba que nuestros cuerpos entrechocaran, tocarnos los brazos, las piernas, los pechos. Mi confusión se parecía a ese estado espiritual del que habla Nizami en
Hüsrev y Sirin
. ¿Notaba Negro, que había leído tanto a Nizami, que, al igual que Sirin, cuando le decía «No me beses así los labios, no me hagas daño, no lo hagas» lo que quería decir en realidad era «Hazlo»?
—No compartiré la cama contigo mientras no encuentren a ese demonio, mientras no sea descubierto el asesino de mi padre —dije.
Mientras salía de la habitación como si huyera me envolvió la vergüenza. Porque había hablado gritando de tal manera que se notaba que quería que Hayriye y los niños oyeran mis palabras. Y no sólo ellos, era como si quisiera que también oyeran mi grito mi pobre padre y mi difunto marido, cuyo cadáver se habría convertido en polvo hacía mucho en quién sabe qué tierra sin dueño.
En cuanto llegué junto a los niños, Orhan dijo:
—Madre, Sevket ha salido a la antesala.
—¿De verdad? —le pregunté, e hice un gesto dispuesta a darle un bofetón.
—¡Hayriye! —gritó Sevket abrazándola.
—No ha salido —dijo Hayriye—. Ha estado todo el rato en la habitación.
Por un momento sentí un escalofrío y fui incapaz de mirarla a los ojos. Me di cuenta al instante de que en cuanto anunciáramos la muerte de mi padre los niños se refugiarían en Hayriye para salvarse de mis enfados, que le contarían nuestros secretos y que esa miserable esclava se aprovecharía de la oportunidad para intentar dominarme. ¡Intentaría responsabilizarme del asesinato de mi padre y la custodia de los niños pasaría a Hasan! ¡Sería capaz de hacerlo, sí! ¡Todo aquel descaro porque se metía en la cama de mi difunto padre! Qué voy a ocultaros a estas alturas: lo hacía, por supuesto. Le sonreí con dulzura. Luego cogí a Sevket y le besé.
—Te digo que Sevket ha salido a la antesala —repitió Orhan.
—Meteos en la cama y dejadme que me acueste entre vosotros. Os contaré el cuento del chacal sin cola y el duende negro.
—Pero le habías dicho a Hayriye que no nos contara cuentos de duendes —dijo Sevket—. ¿por qué no puede contárnoslo Hayriye esta noche?
—¿Pasarán por la ciudad de los desamparados? —preguntó Orhan.
—¡Por supuesto que sí! —le respondí—. En esa ciudad ningún niño tiene padres. Hayriye, baja y vuelve a comprobar si las puertas están bien cerradas. Nosotros nos quedaremos dormidos a mitad del cuento.
—Yo no —replicó Orhan.
—¿Dónde va a dormir Negro esta noche? —preguntó Sevket.
—En la habitación de pintura. Acercaos bien a vuestra madre y así nos calentaremos debajo del edredón. ¿De quién son estos piececitos tan helados?
—Míos —dijo Sevket—. ¿Y Hayriye dónde va a dormir?
Poco después de comenzar a contar el cuento, cuando Orhan se durmió el primero, como siempre, bajé la voz.
—No te levantarás de la cama después de que yo me duerma, ¿verdad, madre? —me preguntó Sevket.
—No.
Realmente no tenía la menor intención de hacerlo. Después de que Sevket se durmiera me puse a pensar en la enorme felicidad que era quedarme dormida abrazada a mis hijos la noche de bodas de mi segundo matrimonio, sobre todo cuando dentro tenía un marido guapo, inteligente y dispuesto. Me quedé dormida dándole vueltas a aquella idea, pero mi sueño no fue tranquilo. Por lo que luego pude recordar primero ajusté las cuentas con el furioso espíritu de mi padre en ese mundo ominoso e inquieto que hay entre el sueño y la vigilia, luego intenté huir de la sombra del miserable asesino, que quería enviarme con su espíritu, pero aquel criminal, mucho más terrible que el espíritu de mi padre y que me perseguía sin cesar, hizo unos ruidos. En mi sueño lanzaba piedras a nuestra casa. Apuntaba a la ventana y al tejado y luego tiró más piedras a la puerta e incluso me dio la impresión de que la forzaba. Luego, cuando aquel mal espíritu comenzó a emitir un lamento parecido al gemido o al aullido de un animal que no se parecía a ninguno conocido, mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.
Me desperté sudando. ¿Había soñado aquellos ruidos extraños o realmente habían sonado en la casa y me habían despertado? Como era incapaz de averiguarlo me abracé con más fuerza a mis hijos y comencé a esperar sin moverme. Estaba decidiendo que había soñado los ruidos cuando oí de nuevo el mismo gemido. En eso algo cayó en el patio con un enorme estruendo. ¿Era una piedra también?
Estaba aterrorizada. Pero pasó algo todavía peor: oía ruidos dentro de la casa. ¿Dónde estaba Hayriye? ¿En qué habitación dormía Negro? ¿Cómo estaba el cadáver de mi pobre padre? Dios mío, protégenos. Mis hijos dormían como troncos.
Si aquello hubiera ocurrido antes de casarme, me habría levantado de la cama y, como si fuera el hombre de la casa, habría desafiado a los duendes y a los espíritus para dominar la situación. Ahora simplemente me quedé muy quieta abrazada a los niños. Era como si no hubiera nadie en el mundo; nadie iba a venir en mi ayuda ni en la suya. Le recé a Dios esperando lo peor. Estaba sola como en los sueños. Oí que se abría la puerta del patio. Era la puerta del patio, ¿no? Sí.
De repente, sin ni siquiera pensar en lo que estaba haciendo, me levanté, me puse la túnica y salí.
—¡Negro! —susurré desde lo alto de las escaleras.
Me puse unas zapatillas y comencé a bajar las escaleras. La vela que había encendido a toda prisa en el brasero se apagó en cuanto salí al patio. Se había levantado un fuerte viento, pero el cielo estaba claro. En cuanto se me acostumbró la vista vi que la media luna iluminaba perfectamente el patio. ¡Dios mío! La puerta estaba abierta. Me quedé paralizada temblando por el frío.
¿Por qué no habría cogido un cuchillo? No llevaba ni siquiera un candelabro o un palo. En cierto momento vi que la puerta del patio se movía por sí sola en la oscuridad y mucho después, creo que después de que se detuviera, oí cómo chirriaba. Recuerdo que pensaba que aquello parecía un sueño. Me notaba perfectamente consciente, pero sabía que estaba caminando por el patio.
Al oír un ruido en el interior de la casa, que pareció surgir de más abajo del tejado, comprendí que el alma de mi pobre padre se esforzaba por salir de su cuerpo. Percibir el tormento que sufría el alma de mi padre me ahogó de pena pero también me tranquilizó. Si mi padre es la causa de todos estos ruidos, me dije, entonces no tengo nada que temer. Pero, por otro lado, el dolor de aquella alma que luchaba por librarse cuanto antes del cuerpo para así poder elevarse sola me entristecía de tal manera que le recé a Dios para que ayudara a mi pobre padre. Me alivió pensar que el alma de mi padre no sólo me protegería a mí, sino también a los niños. Si más allá de la puerta del patio había algún diablo dispuesto a hacernos cualquier maldad, ya podía temer al alma inquieta de mi padre.
Justo en ese momento me intranquilizó pensar si no sería Negro quien inquietaba el alma de mi padre. ¿Estaría mi padre a punto de hacerle algo malo? ¿Dónde estaba Negro? En ese instante vi a Negro en la calle, poco más allá de la puerta del patio, y me detuve. Estaba hablando con alguien.
Me di cuenta de que ese alguien se dirigía a Negro desde el jardín vacío al otro lado de la calle, desde detrás de los árboles. De la misma forma que deduje que el gemido que había oído poco antes desde la cama pertenecía a aquella voz, comprendí de inmediato que se trataba de Hasan. En su voz había una especie de ruego, de gimoteo, pero tampoco es que careciera de un tono amenazador. Les escuché desde lejos. Se estaban dedicando a ajustar cuentas en el silencio de la noche.
Al mismo tiempo comprendí que me había quedado sola en el mundo con mis hijos. Pensaba que quería a Negro, pero lo cierto es que sólo quería quererlo. Porque en la amarga voz de Hasan había algo que hería dolorosamente mi corazón.
—Mañana traeré al cadí, a los jenízaros y a testigos que jurarán que mi hermano todavía está vivo y que sigue luchando en las montañas de Persia ——decía—. Vuestra boda no es legal. Lo que estáis haciendo ahí dentro es puro adulterio.
—Seküre no era tu mujer, sino la de tu difunto hermano —le replicó Negro.
—Mi hermano sigue vivo —contestó convencido Hasan—. Hay testigos que lo han visto.
—Esta mañana, el cadí de Üsküdar les divorció a Seküre y a él porque lleva cuatro años sin volver de la guerra. Si está vivo, tus testigos pueden comunicarle el divorcio.
—Seküre no puede casarse sin que pase un mes —respondió Hasan—. Es contrario a la religión y al Sagrado Corán. ¿Cómo ha sido capaz el padre de Seküre de aceptar tal vergüenza?
—Mi señor Tío —le contestó Negro— está muy enfermo. En el umbral de la muerte... Y el cadí permitió la boda.
—¿Habéis envenenado entre los dos a tu Tío? —preguntó Hasan—. ¿Por fin lo habéis conseguido entre Hayriye y tú?
—Mi suegro todavía sigue molesto por todo lo que le hiciste a Seküre. Y si realmente está vivo, tu propio hermano podría pedirte cuentas de la deshonra en que caíste.
—Todo eso es mentira —protestó Hasan—. Excusas que Seküre se inventó para huir de casa.
Del interior de la casa brotó un chillido: la que gritaba era Hayriye. Luego también gritó Sevket; se gritaban el uno al otro. Sin poder evitarlo yo también grité atemorizada sin querer y eché a correr hacia la casa sin saber lo que hacía.
Sevket había bajado corriendo las escaleras y se lanzó al patio.
—El abuelo está helado —chillaba—. El abuelo está muerto.
Nos abrazamos. Le cogí en brazos. Hayriye continuaba gritando. Tanto Negro como Hasan debían de haber oído los gritos y todo lo demás.
—Madre, han matado al abuelo —dijo ahora Sevket.
Todos lo oyeron. ¿Lo habría oído también Hasan? Abracé con fuerza a Sevket. Lo metí de nuevo en la casa sin dejarme llevar por el pánico. En lo alto de las escaleras Hayriye se estaba preguntando cómo había sido posible que el niño se despertara y se le hubiera escapado de aquella forma tan artera.
—Madre, no nos ibas a dejar solos —dijo Sevket y se echó a llorar.
Yo no podía dejar de pensar en Negro, que continuaba de pie en la puerta del patio. Como estaba ocupado con Hasan no acertaba a cerrar la puerta. Besé a Sevket en las mejillas, lo abracé con fuerza, le olí el cuello, lo tranquilicé y lo dejé en brazos de Hayriye.
—Subid vosotros dos, Hayriye —le dije en un susurro.
Subieron. Regresé a la puerta del patio. Creía que Hasan no podría verme allí donde estaba, unos pasos más atrás de la puerta. ¿Había cambiado de posición en el oscuro jardín de enfrente? ¿Se había colocado tras los árboles oscuros que bordeaban la calle? Pero me veía, cuando hablaba también se dirigía a mí. Lo que más me desagradaba no era hablar en la oscuridad con alguien a quien no veía la cara; mientras él me, nos acusaba, descubrí que en realidad le daba la razón, que me sentía culpable y equivocada, como siempre me había hecho sentir mi padre, y me ponía aún más nerviosa el darme cuenta apenada de que estaba enamorada del hombre que decía todo aquello. Dios mío, ayúdame. ¿No debería ser el amor una forma de alcanzarte y no una de sufrir en vano?