Me llamo Rojo (17 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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—Te estás calumniando inútilmente —le dije para que abreviara—. Estoy seguro de que en los talleres no puede haber nadie capaz de hacer semejantes cosas. Sois todos hermanos. No hay nada de malo en pintar algunos motivos que no se han hecho antes, al menos nada como para provocar enemistades.

En ese momento, tal y como me ocurrió cuando oí la noticia por vez primera, me di cuenta de una verdad absoluta. El asesino de Maese Donoso era uno de los maestros más notables de los talleres de Palacio y formaba parte de la multitud que subía la cuesta del cementerio por delante de mí. También estaba seguro de que las demoníacas intrigas del asesino continuarían, de que era un enemigo del libro que estaba dirigiendo y que, muy probablemente, venía a mi casa para que le encargara pinturas e ilustraciones para mi libro. ¿Estaba Mariposa enamorado también de mi hija como la mayoría de los ilustradores y pintores que iban y venían por mi casa? ¿Había olvidado mientras afirmaba todo aquello que a veces le había pedido pinturas que iban totalmente en contra de sus convicciones? ¿O era que intentaba sugerirme algo de una manera magistral?

No, no puede estar queriendo sugerirme nada, pensé poco después. Mariposa, como los demás maestros ilustradores, se sentía decididamente agradecido hacia mí: al desaparecer el dinero y los regalos con que Nuestro Sultán obsequiaba a los ilustradores a causa de las guerras y de su propio desinterés, durante un tiempo los únicos ingresos extraordinarios serios los obtuvieron gracias a mi libro. Sé que sentían celos los unos de los otros por mi causa y por ese motivo —pero no sólo por ese motivo— me citaba con ellos en mi casa por separado, pero aquello no implicaba en absoluto que sintieran enemistad por mí. Todos mis ilustradores eran hombres lo bastante maduros como para portarse de una manera inteligente y encontrar una razón más humana para conseguir apreciar sinceramente a alguien a quien se veían obligados a estimar puesto que sus ingresos dependían de él.

A fin de que no se prolongara el silencio y volviera al mismo tema, le dije:

—Alabado sea Dios. Son capaces de subir el ataúd por la cuesta a la misma velocidad que lo han bajado.

Mariposa sonrió de manera agradable mostrando todos sus dientes.

—Es por el frío.

¿Es capaz éste de matar a un hombre?, pensé. Por envidia, por ejemplo. ¿Y luego a mí? Podría inventarse rápidamente una excusa: por ejemplo, que el tipo en cuestión era un blasfemo. Pero era un gran maestro, todo un talento, ¿para qué iba a matar? La vejez no debería ser sólo que resulte difícil subir las cuestas, sino también no tenerle tanto miedo a la muerte; y meterse en la cama de una joven esclava no por excitación sino como quien desafía una prohibición sólo denota falta de deseo. Le solté a la cara la decisión repentina que había tomado en ese momento siguiendo un impulso:

—No voy a seguir con el libro.

—¿Cómo? —a Mariposa se le alteró el gesto.

—Hay algo de mal agüero en él. Y el Sultán ha interrumpido los pagos. Díselo a Aceituna y a Cigüeña.

Probablemente iba a preguntar más, pero nos encontramos de repente en el cementerio de la ladera, entre densos cipreses, altos helechos y lápidas. Como la tumba estaba rodeada por hileras de gente, sólo gracias a las voces de «en el nombre de Dios» y «bendito sea entre las gentes el Profeta de Dios» y por el hecho de que los sollozos se elevaran en cierto momento pude comprender que en ese instante estaban bajando el cuerpo a la tumba.

—Descubridle bien la cara, descubrídsela del todo —dijo alguien.

Estaban despojándole de la mortaja y debían de estar mirando cara a cara al muerto si es que a aquella cabeza aplastada le quedaba algún ojo; pero como estaba detrás no podía ver nada. Yo ya había mirado a la cara a la muerte, no en una tumba, sino en un lugar completamente distinto.

Un recuerdo: treinta años atrás, los antepasados de Nuestro Sultán, Guardián del Paraíso, se empeñaron en arrebatar la isla de Chipre a los venecianos, y el seyhülislam Ebussuut Efendi emitió un decreto en el que se recordaba que en tiempos de los sultanes de Egipto la isla había sido escogida para proveer de alimentos a La Meca y Medina y que no era correcto que una isla que debía alimentar los Sagrados Lugares permaneciera en manos de infieles cristianos. Y así fue como mi primera misión diplomática resultó ser un trabajo tan difícil como el de comunicarles a los venecianos aquella decisión inesperada y hacerles saber que debían entregarnos la isla. Visité las iglesias de Venecia, me perdí por sus puentes y palacios, me embrujaron las pinturas de las casas de los ricos, y en medio de toda aquella admiración que sentía y confiando en la hospitalidad que me demostraban les entregué una carta llena de amenazas en la que el Sultán les comunicaba que quería Chipre con un tono de enorme superioridad. Los venecianos se enfurecieron de tal manera que el Senado, que se reunió de inmediato, decidió que era inaceptable que se discutiera siquiera una petición parecida. Aún más, la multitud airada me había forzado a refugiarme en el palacio del Dux y ciertos indeseables consiguieron superar la barrera de guardias y porteros y estaban a punto de degollarme cuando dos guardias de corps del Dux me sacaron de allí por los pasadizos del palacio y lograron conducirme hasta una puerta de atrás que daba al canal. Allí, en medio de una niebla parecida a la de hoy, me esperaba un barquero alto y pálido, vestido todo de blanco, que me cogió del brazo; por un momento creí que se trataba de la muerte personificada y cuando le miré a los ojos me vi a mí mismo.

Soñé con nostalgia que podría acabar el libro en secreto e ir una vez más a Venecia. Me acerqué a la tumba, ya cuidadosamente cubierta: ahora los ángeles le debían de estar interrogando preguntándole por su sexo, su religión y su profeta. Pensé en mi propia muerte.

Una corneja saltó a mi lado. Miré cariñosamente a los ojos a Negro y le pedí que me cogiera del brazo y que me acompañara en el camino de vuelta. Le dije que al día siguiente le esperaba por la mañana temprano para trabajar en mi libro. Porque en cuanto pensé en mi muerte me di cuenta de que tenía que terminar el libro al precio que fuera.

18. Me llamarán Asesino

Yo fui quien más lloró mientras arrojaban tierra fría y fangosa sobre el cadáver destrozado del pobre Maese Donoso. Gritaba que yo también moría con él y que me enterraran junto al muerto, hasta tuvieron que agarrarme de la cintura para que no me tirara a la tumba. Cuando pareció que me ahogaba me apretaron las palmas de las manos contra la frente y me echaron la cabeza hacia atrás para que pudiera respirar. Comprendí por las miradas de los familiares del difunto que debía de estar excediéndome en mis lamentos y mis lágrimas, así que procuré controlarme. Además, los cotillas del taller podían comenzar a pensar que Maese Donoso y yo teníamos una relación amorosa a juzgar por lo mucho que gimoteaba.

Para no atraer más la atención, durante el resto del funeral me oculté tras un plátano. Un familiar del difunto, aún más imbécil que el imbécil al que había mandado al Infierno, me descubrió detrás del árbol y me clavó los ojos con una mirada que pretendía ser muy significativa. Me abrazó largo rato. Y luego me dijo el muy bobo:

—¿Tú eras Sábado o Miércoles?

—Miércoles fue en tiempos el sobrenombre del difunto —le contesté. Se quedó muy sorprendido.

La historia de esos sobrenombres que nos ligan como si se tratara de un pacto secreto es bastante simple. En nuestros años de aprendices todos sentíamos un respeto, una admiración y un cariño enormes por el ilustrador Osman, que acababa de pasar de ayudante a maestro. Aquel gran ilustrador nos lo enseñó todo porque Dios le había dado un talento mágico y la inteligencia de un duende. Cada mañana uno de nosotros —era una de las funciones de los aprendices— debía ir a casa del maestro y acompañarle hasta los talleres llevándole la caja de pinceles, la bolsa y el cartapacio lleno de papeles. Teníamos tal ansia por estar cerca de él que llegábamos a pelearnos por ir ese día.

El Maestro Osman tenía un favorito, pero si iba cada mañana alimentaría los inagotables cotilleos y las bromas obscenas de los demás ilustradores, así que el gran maestro decidió que cada día de la semana fuera uno de nosotros. El maestro trabajaba los viernes y los sábados no iba al taller. Su hijo, al que tanto quería, que era aprendiz como nosotros y que años después le traicionaría a él y a todos nosotros abandonando el arte, le acompañaba los lunes, como si fuera un aprendiz cualquiera. Teníamos un hermano Jueves, alto y delgado y con más talento que cualquiera de nosotros, que murió joven ardiendo de fiebre por una enfermedad desconocida. El difunto Maese Donoso iba los miércoles y por eso era miércoles, pero luego nuestro gran maestro nos volvió a cambiar los nombres, tanto por cariño como por su significado, de martes a Aceituna, de viernes a Cigüeña, de domingo a Mariposa y a él le llamó Donoso aludiendo a la delicadeza de sus decoraciones. Supongo que, como a todos nosotros, durante una época el gran maestro debió de saludarle cada mañana diciendo:

—Buenos días, miércoles, ¿cómo estás?

Al recordar cómo se dirigía a mí también creí que iba a llorar: cuando éramos aprendices, a pesar de todas las azotainas, nos parecía estar en el Paraíso porque el Maestro Osman nos quería, porque se le llenaban los ojos de lágrimas viendo la belleza de nuestras pinturas y nos besaba las manos, porque cuando nos besaba nuestro talento florecía de puro amor. En esos tiempos hasta la envidia, que ensombrecía aquellos años felices, tenía otro color.Podéis ver que me siento completamente dividido en dos como esas figuras de las que un maestro pinta la cabeza y las manos y otro el cuerpo y la ropa. Alguien como yo, temeroso de Dios, no se acostumbra como si tal cosa a haberse convertido en asesino de manera imprevista. Para poder comportarme como si continuara con mi vida anterior me he hecho con una segunda voz más adecuada a un asesino. Ahora estoy hablando con esa segunda voz burlona y traidora que no entremezclo en absoluto con mi antigua vida. Por supuesto, también escucharéis de vez en cuando mi voz familiar, la antigua, aquella con la que seguiría hablando de no haberme convertido en un asesino, pero con mi sobrenombre habitual y no diciendo «yo, el asesino». Que nadie intente relacionar ambas personalidades porque no tengo un estilo personal ni defectos que me traicionen. Creo que el estilo, o cualquier cosa que sirva para diferenciar a un ilustrador de otro, es un defecto; no una muestra de personalidad como algunos proclaman orgullosamente.;Pero admito que en mi situación particular eso crea un problema. Porque si uso los seudónimos que el Maestro Osman nos puso con tanto amor y que al señor Tío tanto le gusta usar también, no me apetece en absoluto que descubráis si soy Mariposa, Aceituna o Cigüeña. Si lo hicierais, muy probablemente iríais corriendo a entregarme a los torturadores del comandante de la Guardia Imperial.

Por esa razón no puedo decirlo ni pensarlo todo. De hecho, soy perfectamente consciente de que me estáis observando incluso cuando pienso para mí mismo. No puedo permitir que se me pasen por la cabeza descuidadamente resentimientos ni detalles que pudieran descubrirme. Mientras contaba las tres historias llamadas alif, bá y yim tenía presente vuestra mirada en un rincón de mi mente.

Un lado de los guerreros, enamorados, príncipes y héroes legendarios que he pintado decenas de miles de veces siempre está vuelto hacia lo que está pintado allí, hacia los enemigos que combaten, los dragones que degüellan o las hermosas muchachas que lloran en ese tiempo de leyenda. Pero otra parte de sus cuerpos se vuelve hacia los amantes de la pintura que están observando esa ilustración maravillosa. ¡Si tuviera un estilo y una personalidad no sólo estarían ocultos en mi pintura, sino también en mi crimen y en mis palabras! ¡Ya veremos si sois capaces de descubrir mi identidad por el color de mis palabras!

Creo también que si me atrapáis eso le traerá consuelo al alma desdichada del pobre Maese Donoso. Mientras yo ahora estoy entre los árboles y los trinos de los pájaros, contemplando las aguas doradas del Cuerno de Oro y las cúpulas de Estambul, dándome cuenta una vez más de lo hermoso que es vivir, a él le están echando paletadas de tierra. Pobre Maese Donoso, desde que comenzó a frecuentar a los hombres de ese predicador de Erzurum permanentemente furioso dejó de apreciarme, pero en los veinticinco años que pasamos ilustrando libros para Nuestro Sultán hubo momentos en los que nos sentimos muy cercanos el uno al otro. Nos hicimos bastante amigos hace veinte años, mientras trabajábamos para el
Libro de los reyes
del difunto padre de Nuestro Sultán, pero sobre todo intimamos trabajando en las ocho páginas ilustradas que iban a ir en el
Diván
de Fuzuli. Una tarde de verano fui a su casa en respuesta a sus comprensibles pero ilógicos deseos (el artesano debía sentir en el alma el texto que iba a ilustrar) y mientras bandadas de golondrinas revoloteaban alocadamente por encima de mi cabeza, le escuché recitarme con un tono pretencioso versos del Diván de Fuzuli. Aquella tarde se me clavó en la memoria el que dice: «Yo no soy yo, ese que llamo yo has sido siempre tú». Y no dejo de meditar y preguntarme cómo podría pintarse ese verso.

En cuanto supe que habían encontrado el cadáver acudí corriendo a su casa y sentí que el pequeño jardín en el que nos habíamos sentado a leer poesía, ahora cubierto de nieve, había disminuido de tamaño, como ocurre con todos los jardines que volvemos a ver al cabo de los años. Lo mismo le pasaba a la casa. De una de las habitaciones laterales se alzaban los gemidos exagerados y los chillidos cada vez más altos, como si compitieran entre ellas, de las mujeres. Cuando su hermano mayor empezó a explicarnos, le presté atención: la cara de nuestro pobre hermano Maese Donoso estaba prácticamente destrozada y le habían aplastado la cabeza. Cuando lo sacaron del pozo en el que había permanecido cuatro días sus hermanos tuvieron dificultades para reconocerlo así que tuvo que ser su pobre mujer, Kalbiye, a la que habían sacado de casa, quien identificara aquel cadáver irreconocible en medio de la oscuridad de la noche gracias a su ropa hecha harapos. Ante mis ojos se me apareció la escena en que los mercaderes madianitas sacan a José del pozo al que le han arrojado sus envidiosos hermanos. Me gustaba mucho pintar aquella escena de
José y Züleyha
porque me recordaba que el sentimiento más elemental de la vida es la envidia entre hermanos.

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