Cuando los gritos de Hayriye me despertaron ya por la mañana, agarré el candelabro y lo lancé hacia la antesala. De repente pensé que Hasan y los hombres que hubiera podido reunir asaltaban la casa y se me pasó por la cabeza ocultar las ilustraciones. Pero, sin que pasara mucho, comprendí que Hayriye gritaba por orden de Seküre para anunciar a los niños y a los vecinos la muerte de mi señor Tío.
Cuando me encontré con Seküre en la antesala nos abrazamos con fuerza, los niños, que habían saltado de la cama con los gritos de Hayriye, vacilaban.
—Vuestro abuelo ha muerto —les dijo Seküre—, Ni se os ocurra entrar en ese cuarto.
Se apartó de mis brazos, fue junto a su padre y comenzó a llorar.
Yo metí a los niños en la habitación de donde habían salido.
—Cambiaos de ropa u os vais a enfriar —les dije sentándome a un lado de la cama.
——Mi abuelo no ha muerto al amanecer, sino esta noche —dijo Sevket.
Sobre la almohada uno de los hermosos y largos cabellos de Seküre dibujaba una letra que me decía «wáw». El calor de Seküre seguía dentro del edredón. Ahora oíamos sus lloros y sus gritos junto con los de Hayriye. El hecho de que pudiera chillar como si su padre acabara de morir de forma inesperada me parecía algo tan sorprendente y tan falso, que noté en mi corazón que no conocía en absoluto a mi Seküre, que estaba poseída por un espíritu que me resultaba totalmente extraño.
—Tengo miedo —dijo Orhan con una mirada que parecía pedir permiso para llorar.
—No tengáis miedo —les dije—. Vuestra madre llora para que los vecinos se enteren de que vuestro abuelo ha muerto y vengan.
—¿Y qué si vienen? —preguntó Sevket.
—Si vienen, no sólo nosotros estaremos tristes y lloraremos, sino ellos también. Y así se repartirá nuestra pena y se hará más llevadera.
—¿Has matado tú al abuelo? —gritó Sevket.
—¡Como le des un disgusto a tu madre no te querré nada de nada! —le respondí gritando yo también.
Nos gritábamos no como huérfano y padrastro, sino como dos personas que se hablaran desde las orillas opuestas de un arroyo atronador. Mientras tanto, Seküre, para que los chillidos se oyeran mejor en el barrio, había subido hasta la antesala e intentaba abrir los postigos forzando las tablas.
Notando que no podría permanecer como mero testigo de los acontecimientos, salí de la habitación. La ayudé a empujar la ventana de la antesala y entre ambos luchamos con las tablas. El postigo se abrió con un último empujón y cayó al patio. El sol y el frío golpearon nuestras caras y por un momento nos quedamos desconcertados. Seküre comenzó a llorar a moco tendido gritando como si quisiera despertar al mundo entero.
La muerte de mi señor Tío, anunciada a gritos por todo el barrio, se convirtió ante mis ojos en un dolor mucho más trágico y penetrante de lo que había sentido hasta entonces. El llanto de mi mujer, fuera auténtico o falso, me afectaba a mí también. Y, de una forma totalmente inesperada, comencé a llorar. No sé si realmente lloraba de pena o si sólo aparentaba llorar porque me daba miedo que me consideraran responsable de la muerte de mi Tío.
—¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido! ¡Ay, mi pobre padre! ¡Se ha ido, se ha idooo! —gritaba Seküre.
Mis voces y mis palabras eran del mismo estilo, pero lo cierto es que no me daba verdadera cuenta de lo que decía. Me veía con los ojos de los habitantes del barrio, que en ese momento clavaban su mirada en nosotros desde sus casas, desde las puertas entreabiertas y desde los huecos de los postigos y creía que estaba haciendo lo correcto. Llorando me purificaba de mis dudas sobre si mi dolor y mis lágrimas eran auténticos o no, de mis recelos de si sería acusado de asesinato, incluso del miedo que sentía por Hasan y sus hombres.
Seküre era mía y parecía que lo celebrara con gritos y lágrimas. Atraje hacia mí a mi esposa, que seguía chillando, y, sin que me importara que los niños se nos estuvieran acercando con lágrimas en los ojos, la besé con amor en la mejilla. A pesar de estar llorando noté que era suave y templada como su cama y que olía a almendras como en nuestra infancia.
Luego, con los niños, fuimos todos juntos junto al cadáver. Yo empecé a decir «No hay más Dios que Dios» como si mi Tío estuviera agonizante en lugar de ser un cadáver de dos días que ya apestaba bastante y pudiera repetirlo antes de morir y fuera al Paraíso siendo aquéllas sus últimas palabras. Luego hicimos como si mi Tío lo hubiera repetido realmente y sonreímos por un instante mirando su rostro prácticamente deshecho y su cabeza machacada. Al mismo tiempo elevé las manos al cielo y recité la azora «Ya Sin» y todos se callaron para escucharme. Con un trozo limpio de gasa que había traído Seküre, atamos bien y con cuidado la boca abierta de mi Tío, cerramos de nuevo cariñosamente sus ojos destrozados, giramos ligeramente el cuerpo acostándolo sobre su costado derecho y le volvimos el inexistente rostro hacia la alquibla. Seküre extendió sobre el cuerpo de su padre una sábana limpia.
Me agradaron la atención de médicos con que los niños contemplaban todo aquello y el silencio que siguió a los llantos. Por fin me sentía como alguien que tiene de veras una mujer, hijos, un hogar, una casa y aquél era un pensamiento mucho más sólido que todos los miedos a la muerte.
Recogí las ilustraciones, las coloqué una a una en su cartapacio, me puse mi grueso caftán y salí de la casa a la cartera llevándomelas conmigo. Fui directamente a la mezquita del barrio sin prestar atención a una abuela del vecindario que se dirigía entusiasmada a nuestra casa atraída por los gritos y por el placer de compartir el dolor acompañada por su mocoso nieto, a quien se le notaba en todo lo mucho que le agradaba aqueja diversión.
La minúscula madriguera de ratas a la que el imán llamaba «casa», como ocurre en la mayoría de las ostentosas mezquitas de reciente construcción, era un lugar tan pequeño como para provocar vergüenza ajena situado junto a las enormes cúpulas y al amplio y fastuoso patio. Y el imán, tal y como había podido observar que se hacía frecuentemente, había extendido los límites de su casa desde esa madriguera de ratas hasta incluir la mezquita entera y no le importaba que su mujer tendiera su pálida y descolorida colada entre dos castaños que había en un extremo del patio. Después de deshacerme de los ataques de dos perros desvergonzados, que al parecer se sentían tan propietarios del patio como la familia del señor Imán, y de los hijos del imán, que los perseguían con palos, pude retirarme con él a un rincón.
Después de todo el asunto del divorcio y de la boda del día anterior, seguramente le habría molestado que no le permitiéramos celebrarla, pude ver en su rostro una mirada de «¡Y qué es lo que quieres ahora!».
—El señor Tío ha muerto esta mañana.
—Que Dios se apiade de él y lo acoja en el Paraíso —dijo bondadosamente.
¿Por qué había añadido estúpidamente lo de «esta mañana», algo que podría hacer que sospecharan de mí? Le puse en la mano una de aquellas monedas de oro de las que le había entregado el día anterior. Le dije que antes de la llamada a la oración anunciara la defunción y que su hermano la pregonara inmediatamente por todo el barrio.
—Mi hermano tiene un amigo medio ciego, entre los tres lavamos muy bien los muertos —me dijo.
¿Qué podía haber más adecuado para la ocasión que el hecho de que lavaran a mi señor Tío un medio ciego y un medio imbécil? Le dije que el funeral se realizaría a mediodía y que vendría mucha gente de palacio, de los talleres, de las medersas y de sitios muy importantes. No añadí nada para explicarle que la cara y la cabeza del señor Tío estaban destrozadas. Desde hacía bastante había decidido que aquel asunto sólo podría resolverlo en las más altas instancias.
En primer lugar, debía avisar de la muerte al Tesorero Imperial porque Nuestro Sultán le había ordenado que controlara los gastos del libro que le había encargado a mi Tío. Para poder entrar a Palacio con tal fin fui a ver a un tapicero que trabajaba desde que yo era niño en el taller de los sastres que hay frente a la puerta de la Fuente Fría y que era pariente mío por parte de mi difunto padre y le besé la mano llena de manchas. Implorándole, le expliqué que tenía que ver al Tesorero. Después de hacerme esperar entre aprendices con la cabeza afeitada que se doblaban en dos sobre telas de seda multicolores que tenían en el regazo para coser cortinas, me dijo que siguiera al ayudante del sastre mayor que, por lo que pude entender, iba a Palacio por una cuestión de medidas y cuentas. Como salimos a la plaza de los Desfiles por la puerta de la Fuente Fría, conseguí librarme por el momento de pasar inútilmente por delante del edificio del taller de pintura, frente a Santa Sofía, y de tener que anunciar el asesinato al resto de los ilustradores.
La plaza de los Desfiles me pareció, como siempre, tan bulliciosa como desierta. No había nadie ni en la puerta de la Intendencia de Documentos, donde se formaban largas colas de peticionarios los días en que se reunía el consejo, ni por los alrededores de los graneros. No obstante, me daba la impresión de oír un rumor continuo procedente de los talleres de carpintería, los hornos, las enfermerías, las cuadras, de los mozos y los caballos que había ante la segunda puerta, cuyas torres coronadas por chapiteles observaba con admiración, y de entre los cipreses. Atribuí aquella inquietud al miedo de que poco después cruzaría por primera vez en mi vida la segunda puerta, la Puerta del Saludo.
Ya en la puerta ni pude prestar atención al rincón en el que dicen que siempre esperan listos los verdugos ni pude ocultarle mi nerviosismo a los porteros que le echaban un vistazo a las piezas de tela para tapizar que llevaba para que pensaran que estaba ayudando a mi guía el sastre.
En cuanto entramos a la plaza del Consejo todo lo envolvió un profundo silencio. Podía sentir incluso en las venas de mi frente y de mi cuello que mi corazón latía a toda velocidad. Aquel lugar, cuya descripción y cuyos detalles tanto había escuchado a mi Tío y a aquellos que podían entrar en Palacio, se desplegaba ahora ante mí como un jardín del Edén, multicolor y hermosísimo. Pero en lugar de sentir la felicidad de alguien que ha conseguido acceder al Paraíso, notaba miedo y una piadosa reverencia, sentía que sólo era un simple siervo de Nuestro Sultán quien, ahora lo comprendía perfectamente, era el fundamento del Mundo. Mientras observaba admirado los pavos reales que paseaban entre la vegetación, las tazas de oro atadas con cadenas a rumorosas fuentes y a los funcionarios de Palacio vestidos con ropas de seda, que caminaban silenciosamente como si no rozaran el suelo, sentí en mi corazón el entusiasmo de poder servir a mi Soberano. Acabaría el libro secreto de Nuestro Sultán, cuyas ilustraciones a medio terminar llevaba bajo el brazo, seguro. Caminaba siguiendo al sastre sin saber muy bien lo que hacía y con la mirada clavada en la Torre del Consejo, que, vista de cerca, despertaba más miedo que admiración.
Acompañados por uno de los pajes de la Puerta, pasamos temerosos y sin producir el menor sonido, como en un sueño, ante la Sala del Consejo y el edificio del Tesoro. Tenía la sensación de conocer todo aquello, de haberlo visto antes.
Entramos por una amplia puerta al lugar conocido como Antigua Sala del Consejo. Allí, bajo una enorme cúpula, vi a maestros esperando con telas, piezas de cuero, vainas de espada de plata y baúles de madreperla. Comprendí de inmediato que eran miembros de los talleres de artesanos de Nuestro Sultán: maestros maceros, zapateros, plateros y sederos, talladores de marfil y fabricantes de instrumentos llevando laúdes. Todos esperaban con peticiones a la puerta de la oficina del Tesorero Imperial para los asuntos diarios de cuentas o materiales o para conseguir permiso para entrar en la zona privada de Palacio para tomar medidas. Me alegró no ver ningún ilustrador entre los que esperaban.
Nos apartamos a un lado y comenzamos a esperar. De vez en cuando se oía que el secretario del Tesoro levantaba la voz pidiendo que le repitieran algo sospechando algún error en las cuentas, y luego oíamos la respetuosa respuesta que le daba cualquier maestro cerrajero, por ejemplo. Las voces en raras ocasiones se elevaban más allá de los susurros y se oía con más fuerza el aleteo de las palomas que volaban en el patio resonando en el interior de la cúpula que las peticiones de dinero y materiales de nosotros los artesanos.
Cuando me llegó el turno y entré en la pequeña sala abovedada del Tesorero Imperial, allí sólo vi un secretario. Le dije que se trataba de un asunto importante que debía discutir de inmediato con el Tesorero, de un libro que Nuestro Sultán había encargado y al que le daba la mayor importancia pero que, por desgracia, se había quedado a medias. Aquel engreído secretario intuyó algo, levantó la vista y yo le mostré las ilustraciones del libro de mi Tío. Al ver que le confundían lo extraño de las pinturas y su insólita fascinación, le mencioné el nombre, el sobrenombre y el oficio de mi Tío y añadí que había muerto a causa de aquellas ilustraciones. Hablaba a toda velocidad porque sabía perfectamente que si regresaba de Palacio sin llegar hasta Nuestro Sultán, dirían que había sido yo quien había dejado a mi Tío en tan terrible estado.
En cuanto el secretario salió para dar aviso al Tesorero Imperial, me recorrió la espalda un sudor frío. ¿Saldría de la zona privada de Palacio para verme el Tesorero Imperial, quien, según sabía por mi Tío, nunca se apartaba de Nuestro Sultán, que a veces le extendía la alfombra para la oración y que incluso en ocasiones compartía sus secretos? Ya encontraba bastante increíble que hubieran enviado un mensajero a los apartamentos privados, el corazón de Palacio. ¿Dónde estaría Su Majestad el Sultán? ¿Habría bajado a alguno de los palacetes de la costa, estaría en el Harén, estaría el Tesorero Imperial con él?
Mucho después me pidieron que pasara; he de confesar que me pilló tan de sorpresa que ni siquiera se me ocurrió tener miedo. Pero me preocupé al ver la expresión de respeto y asombro que tenía el maestro sedero que esperaba ante la puerta de la habitación. Al entrar sentí temor por un instante y creí que no sería capaz de pronunciar una palabra. Llevaba el tocado con hilos de oro que sólo podían llevar los visires y él; era el Tesorero Imperial. Había colocado en un atril las ilustraciones que yo le había entregado al secretario y las estaba observando. Tuve miedo, como si yo mismo las hubiera hecho. Le besé los bordes del caftán.
—Hijo mío —me dijo—. ¿Lo he oído bien? ¿Ha fallecido tu Tío?