Al ver que mientras los miembros de la procesión se acomodaban Seküre se comportaba como las ancianas, las mujeres y los niños de la casa (Orhan me observaba suspicaz desde un rincón) aparentando que aquel hedor no existía, por un instante sentí la sombra de la duda; pero noté de tal manera, como si me ahogara, en mi boca, en mi garganta y en mis pulmones el olor de los cadáveres dejados al sol en los campos de batalla, con la ropa hecha trizas, despojados de zapatos, botas y cinturones, con las caras, los ojos y los labios comidos por las alimañas, que estaba seguro de no equivocarme.
Abajo, en la cocina, le pregunté a Hayriye dónde estaba el señor Tío y cómo era posible que la casa apestara de aquella manera y le dije que iban a descubrirlo todo. Aquello más que hablar era delirar en susurros. Por otro lado mi mente estaba fascinada con la idea de que era la primera vez que le estaba hablando a Hayriye como su señor.
—Como me ordenasteis, lo acosté, le puse el camisón de dormir, le tapé con el edredón y le puse a la cabecera vasos con jarabes. Si huele es por el calor del brasero de la habitación —me contestó la mujer llorando.
Un par de lágrimas cayeron chisporroteando en la sartén donde estaba friendo carne de carnero. Por su forma de llorar noté primero que el señor Tío compartía su cama con ella Por las noches, pero luego sentí vergüenza por haber pensado de aquella manera. Ester, que estaba sentada silenciosa pero altiva en un rincón de la cocina, tragó lo que estaba mascando y se puso en pie.
—Haz feliz a Seküre —dijo—. Deberías saber lo que vale.
Oí en mi interior aquel sonido de laúd que había escuchado mientras caminaba por las calles el día de mi llegada a Estambul pero ahora en su melodía había más vida que tristeza. Luego, mientras el señor Imán nos casaba en la habitación en penumbra en la que estaba acostado mi Tío con su camisón, la melodía de aquella música seguía en mí.
Durante la boda el padrino de Seküre fue mi Tío en su camisón ya que no se notaba en absoluto que estaba muerto en lugar de enfermo gracias a que Hayriye había oreado la habitación en un abrir y cerrar de ojos y había escondido el candil en un rincón de manera que se ocultaba su luz; los testigos eran mi amigo el barbero y un anciano muy sabihondo del barrio. Aunque durante la ceremonia, que acabó con las bendiciones y los consejos del imán y las oraciones de todos nosotros, un viejo metomentodo acercaba la cabeza suspicaz hacia el difunto preocupado por su salud, en cuanto el imán terminó de casarnos, di un salto, agarré la mano rígida de mi Tío y grité con todas mis fuerzas:
—No se preocupe por nada, querido señor Tío. Haré todo lo que sea necesario para que Seküre y los niños estén siempre bien alimentados y vestidos y vivan rodeados de amor y paz.
Luego hice como si mi Tío intentara susurrarme algo desde su lecho de enfermo, desde su almohada, apoyé con cuidado y respeto la oreja en sus labios y aparenté escucharle con los oídos y los ojos bien abiertos, tal y como nosotros, jóvenes respetuosos, escuchamos con toda atención, como si bebiéramos un elixir mágico, el par de consejos filtrados por toda una vida que nos ofrece cuando llega el momento oportuno algún anciano al que respetamos. El señor Imán y los viejos del barrio me miraban demostrando que apreciaban y aprobaban la fidelidad y la devoción eterna que podían ver en mi manera de escuchar los consejos que mi suegro me susurraba en su lecho de enfermo en el umbral de la muerte. Espero que ya nadie piense que tengo algo que ver con el asesinato de mi Tío.
Dije a los invitados presentes en el cuarto que el pobre enfermo deseaba estar solo. Abandonaron rápidamente el cuarto y mientras pasaban a la otra habitación donde se habían reunido los hombres para comer el arroz con carne de cordero de Hayriye (ahora yo también confundía el olor del cadáver con el del tomillo, el comino y el cordero frito), subí a la antesala y, como haría cualquier hombre melancólico que pasea absorto y preocupado por su propia casa, abrí sin pensármelo dos veces la puerta de la habitación de Hayriye, entré sin dudar y, sin prestar atención a las mujeres que gritaban horrorizadas de que un hombre se uniera a ellas, miré dulcemente a Seküre, que me sonrió con alegría en los ojos al verme, y le dije:
—Seküre, tu padre te llama, ya nos hemos casado, tienes que besarle la mano.
Las cuatro o cinco mujeres del barrio a quienes Seküre había avisado a última hora para asegurarse la divulgación de la boda y las jóvenes que supuse que serían parientes a juzgar por sus miradas de lealtad se recompusieron inquietas y mientras hacían como si se cubrieran la cara me contemplaron a placer midiéndome con la mirada.
Mucho más tarde, poco después de la llamada a la oración del anochecer, la reunión se disolvió tras haber comido el arroz y haber picoteado nueces, almendras, pasta de orejones y confites de azúcar y clavo. Las lágrimas incesantes de Seküre y el mal humor y las peleas de los niños habían conseguido aguar la fiesta. Entre los hombres, el hecho de que no me riera con las bromas habituales del vecino sobre la noche de bodas y de que me sumergiera en un melancólico silencio se interpretó como preocupación por la enfermedad de mi suegro. Entre toda aquella inquietud lo que más profundamente pintado se quedó en mi memoria fue cuando, antes de comer, Seküre y yo subimos al cuarto de mi Tío para besarle la mano y nos quedamos solos: primero ambos besamos con verdadero respeto la mano fría y rígida del muerto y luego nos retiramos a un rincón oscuro de la habitación y allí nos besamos como si satisficiéramos una sed terrible. La lengua cálida de mi esposa, que conseguí introducir en mi boca, tenía el sabor de los confites de clavo que los niños comían continuamente.
Después de que todos se fueran, de que los últimos invitados a nuestra triste boda se pusieran los zapatos, los abrigos y los velos, arrastraran a sus niños, que se habían metido un último confite en la boca, y salieran por la puerta del patio, se produjo un largo silencio. Todos estábamos en el patio y no se oía el menor ruido exceptuando el picoteo de un gorrión que bebía cuidadosamente del cubo a medio llenar del pozo. Y cuando el pájaro, con las breves plumas de su pequeña cabeza brillando a la luz del hogar, desapareció también de repente en la oscuridad sentí con gran dolor de corazón que mi padre yacía muerto allá arriba en su cama, en una casa vacía que parecía fundirse con la noche.
—Niños —les dije luego a Orhan y a Sevket con la autoridad que le daba a mi voz cuando iba a anunciarles algo y que ellos tan bien conocían—. Venid aquí, vamos a ver.
Me obedecieron.
—Ahora Negro es vuestro padre. Besadle la mano.
Se la besaron en silencio, dóciles.
—Mis pobres huérfanos no saben cómo dirigirse a un padre, cómo escucharle mirándole a los ojos ni cómo se confía en él porque han crecido sin uno —le dije a Negro—. Por eso, si te tratan sin respeto o si se comportan de manera inmadura, grosera o infantil, ante todo deberás ser tolerante con ellos y tener en cuenta que se debe a que han crecido sin ver ni siquiera una vez a su padre, a quien son incapaces de recordar.
—Yo sí me acuerdo de mi padre —dijo Sevket.
—Chiiist... Escucha —continué—. A partir de ahora lo que os diga Negro estará por encima de lo que pueda deciros yo —me volví hacia Negro—. Si no te escuchan, si te tratan sin respeto, si dan la menor muestra de ser unos niños insolentes, caprichosos o desvergonzados, deberás reconvenirles pero también perdonarles —dije renunciando a hablar de bofetadas aunque lo tenía en la punta de la lengua—. Deben estar en el mismo lugar de tu corazón que ocupo yo.
—Señora Seküre —respondió Negro—, no me he casado contigo sólo para ser tu marido, sino también para ser padre de estos queridos huérfanos.
—¿Lo habéis oído?
—Dios mío, que nunca nos falte tu luz, Señor —dijo Hayriye desde un lado—. Dios mío, protégenos, Señor.
—Lo habéis oído, ¿no? —proseguí—. Bravo por vosotros, hijos míos, preciosos. Vuestro padre os querrá tanto que aunque en algún momento lo olvidéis y le desobedezcáis, seguirá perdonándoos en principio.
—Y luego también los perdonaré —añadió Negro.
—Pero si hacéis una tercera vez lo que os ha dicho que no hagáis... Entonces os habréis merecido una azotaina. ¿Comprendido? Negro, vuestro nuevo padre, es un hombre duro que viene de las más horribles, de las peores batallas, de esas guerras que son la ira de Dios de las que vuestro difunto padre no ha podido regresar. Su abuelo les ha malcriado y les deja que hagan lo que les da la gana. Pero ahora vuestro abuelo está muy enfermo.
—Quiero ir con el abuelo —dijo Sevket.
—Si no escucháis, Negro os dará una paliza de todos los diablos. Y vuestro abuelo no podrá apartaros de sus manos para salvaros como hacía conmigo. Si no queréis que vuestro padre se enfade, tenéis que dejar de pelearos, tenéis que compartirlo todo, no mentiréis, rezaréis vuestras oraciones, no os acostaréis sin haberos aprendido las lecciones y no le hablaréis mal a Hayriye ni os burlaréis de ella... ¿Entendido?
Negro se inclinó y con un rápido movimiento cogió a Orhan en brazos, pero Sevket se mantuvo alejado de él. Por un instante me apeteció abrazarle y llorar. Pobre y desgraciado huérfano mío, pobre y desvalido Sevket, qué cosita tan sola eres en este mundo enorme. Pensé por un segundo que yo era una niña pequeña, una niña completamente sola en el mundo, como Sevket, y de repente su pequeñez y su lamentable situación se mezclaron en mi mente con las mías y sentí un escalofrío. Porque al pensar en mi niñez recordé cómo en tiempos me subía a los brazos de mi padre como ahora Orhan estaba en los de Negro pero, al contrario que Orhan, que parecía una fruta que todavía no se había acostumbrado al árbol, no lo hacía con asco sino con enorme placer y recordé también cuánto nos abrazábamos y cómo nos olíamos mutuamente la piel como si fuéramos perros. Estaba a punto de llorar pero pude contenerme y aunque no lo había pensado lo más mínimo, dije:
—Vamos a ver, llamadle «padre» a Negro.
¡Qué fría era la noche y qué silencioso estaba nuestro patio! A lo lejos los perros ladraban inquietos y tristes. Pasó algo más de tiempo y el silencio y la oscuridad se extendieron sin que se notara, como una flor que se abre.
—Muy bien, niños —dije mucho después—, vamos a entrar en casa, que aquí vamos a coger todos frío.
No sólo Negro y yo, sino también Hayriye y los niños, sentíamos la timidez de los novios que temen quedarse solos después de la boda y entramos recelosos en casa, como quienes entran en la casa oscura de un extraño. Dentro continuaba el hedor del cadáver de mi padre, pero nadie pareció darse cuenta. Mientras subíamos las escaleras en silencio, las sombras que proyectaban en el techo los candiles que llevábamos en la mano se mezclaban girando como siempre, creciendo y menguando, pero me dio la impresión de que era algo que ocurría por primera vez. Nos estábamos quitando los zapatos arriba, en la antesala, cuando Sevket dijo:
—¿Puedo besarle la mano al abuelo antes de acostarme?
—Yo he ido a verle hace un momento —respondió Hayriye—. Tu abuelo tiene tales dolores y se encuentra tan mal que está claro que los malos espíritus lo han poseído del todo. Tiene una fiebre altísima. Id a vuestro cuarto que os prepare las camas.
De hecho, ya les había metido en su habitación. Mientras extendía los colchones en el suelo, desplegaba las sábanas desenrollaba los edredones, hablaba como si todo lo que tocaba fueran maravillas sin par y como si acostarse aquella noche allí, en aquella habitación, entre aquellas sábanas limpias y bajo aquellos cálidos edredones fuera algo parecido a dormir en el palacio de un sultán.
—Hayriye, cuéntanos un cuento —dijo Orhan sentado en su orinal.
—Érase una vez un hombre azul —comenzó Hayriye— que tenía un duende que era su mejor amigo.
—¿Por qué era azul el hombre? —preguntó Orhan.
—Hayriye, por Dios, esta noche no cuentes historias de duendes, hadas ni fantasmas —le dije.
—¿Y por qué no va a contarlas? —preguntó Sevket—. Madre, cuando estemos durmiendo, ¿vas a levantarte e ir con el abuelo?
—Vuestro abuelo, que Dios le guarde, está muy enfermo —respondí—. Claro que iré a verle esta noche. Pero luego volveré a la cama.
—Que vaya Hayriye con el abuelo —continuó Sevket—. ¿No le cuida Hayriye por las noches?
—¿Has terminado? —le preguntó Hayriye a Orhan.
Mientras limpiaba con un paño el trasero de Orhan, cuya cara reflejaba una dulce somnolencia, le echó un vistazo al contenido del orinal y arrugó el gesto, no por el olor, sino como si no considerara suficiente lo que veía.
—Hayriye —dije—, vacía el orinal y vuélvelo a traer. Que Sevket no tenga que salir de noche de la habitación.
—¿Y por qué no iba a salir? —replicó Sevket—. ¿Por qué Hayriye no puede contarnos cuentos de hadas y duendes?
—Porque en casa hay duendes, tonto —respondió Orhan, más que con miedo con ese gesto de optimismo estúpido que siempre podía verse en su cara después de haber hecho sus necesidades.
—¿Los hay, madre?
—Si salís de la habitación, si se os ocurre ir a ver al abuelo, el duende os atrapará.
—¿Dónde va a acostarse Negro? —preguntó Sevket—¿Dónde va a dormir esta noche?
—No lo sé —le respondí—. Hayriye le preparará la cama.
—Madre, tú seguirás durmiendo con nosotros, ¿no? —insistió Sevket.
—¿Cuántas veces tengo que decirlo? Dormiré con vosotros como siempre.
—¿Siempre?
Hayriye salió llevándose el orinal. Saqué del fondo del armario, donde las tenía escondidas, las otras nueve ilustraciones, que el asesino que se había llevado la última no había tocado, me senté en la cama y las observé largo rato a la luz del candil intentando descubrir su secreto. Aquellas ilustraciones eran algo tan hermoso que una podía mirarlas como si fueran sus propios recuerdos olvidados y al mirarlas ellas, como la escritura, hablaban con quien las observaba.
Me quedé absorta mirándolas. Me di cuenta de que Orhan también estaba observando aquel extraño y sospechoso rojo por el olor de su preciosa cabeza, que apoyaba en mi nariz. De repente, como me ocurre algunas veces, me apeteció sacarme el pecho y darle de mamar. Luego, mientras respiraba dulcemente por entre sus rojos labios con miedo de la terrible imagen de la muerte que tenía ante él, quise comérmelo.
—Te voy a comer. ¿De acuerdo?
—Madre, hazme cosquillas —me dijo tirándose de repente.