Me llamo Rojo (38 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Hasan dijo que yo me había aliado con Negro para matar a mi padre. Que había oído lo que había dicho el niño, que todo estaba claro como el día, que lo que habíamos hecho era un pecado digno de que nos ganáramos el Infierno. Por la mañana iría a contárselo todo al cadí. Si yo era inocente, si mis manos no estaban manchadas por la sangre de mi padre, nos llevaría de vuelta a su casa a mí y a los niños y ejercería de padre hasta que su hermano regresara de la guerra. Pero si era culpable, me merecía cualquier castigo al que se condenara a las mujeres que abandonaban a su marido despiadadamente mientras él derramaba su sangre en la guerra. Después de que escucháramos pacientemente todo aquello, se produjo un silencio momentáneo detrás de los árboles.

—Si ahora regresas al hogar de tu verdadero marido por propia voluntad —dijo Hasan con un tono completamente distinto—, si coges a los niños y vuelves a casa voluntariamente en silencio y sin que nadie te vea, olvidaré toda esta intriga, el matrimonio falso, los crímenes que has cometido, lo perdonaré todo. Los dos juntos esperaremos pacientemente los años que sean necesarios el retorno de mi hermano de la guerra, Seküre.

¿Estaba borracho? En su voz había algo tan infantil que me preocupaba que lo que estaba ofreciéndome delante de mi marido pudiera costarle la vida.

—¿Lo has entendido? —se dirigió a mí desde detrás de los árboles.

En la oscuridad me resultaba imposible saber exactamente dónde se encontraba. Ayuda a tus pecadores siervos, Dios mío.

—Porque no puedes vivir bajo el mismo techo con el hombre que ha matado a tu padre, Seküre, lo sé.

Por un momento se me ocurrió que podía haber sido él quien hubiera matado a mi padre. Quizá ahora se estuviese burlando de nosotros. Aquel Hasan era un diablo, pero también quizá me equivocara.

—Escúchame, señor Hasan —dijo Negro en dirección a la oscuridad—. Han asesinado a mi suegro, eso es verdad. Algún miserable lo ha matado.

—Lo mataron antes de la boda, ¿no? —preguntó Hasan—. Lo matasteis porque se oponía a todo este montaje de la boda, al divorcio simulado, a los testigos falsos, a vuestras trampas. Si hubiera considerado a Negro un hombre de verdad le habría entregado a su hija, no ahora, sino hace años.

Como había vivido tantos años con mi difunto marido, con nosotros, conocía tan bien nuestro pasado como nosotros mismos. Aún peor, Hasan recordaba de principio a fin con la pasión de un amante celoso todo lo que había hablado con mi marido en aquella casa, lo que había olvidado y lo que ahora quería haber olvidado. Teníamos tantos recuerdos comunes de años, él, su hermano y yo, que me dio miedo que me hiciera sentir lo extraño, nuevo y lejano que me parecería Negro si ahora comenzaba a hablar de ellos.

—Sospechamos que has sido tú quien lo mató —dijo Negro.

—Lo habéis matado vosotros para poder casaros. Eso está claro. Yo no tenía ningún motivo para matarlo.

—Lo mataste para que no pudiéramos casarnos —le contestó Negro—. Cuando supiste que había dado su permiso para que Seküre se divorciara y nos casáramos, perdiste la cabeza. De hecho, estabas furioso con él porque le había dado ánimos a Seküre para que regresara a su casa. Querías vengarte. Sabías que mientras siguiera vivo nunca podrías apoderarte de Seküre.

—Basta —replicó Hasan decidido—. No pienso escuchar más. Hace mucho frío. Me he quedado helado tirando piedras hasta que he podido llamar vuestra atención. No me oíais.

—Negro estaba dentro, mirando las ilustraciones de mi padre —dije.

¿Cometí un error diciendo aquello?

Entonces Hasan habló con aquel tono artificial que a veces yo empleaba sin querer cuando me dirigía a Negro:

—Señora Seküre, como esposa de mi hermano mayor, lo mejor que puedes hacer es coger a tus hijos y regresar al hogar del heroico caballero con el que aún sigues casada según la ley de Dios.

—No —respondí como si susurrara a la noche—. No, Hasan, no.

—Entonces mi responsabilidad y la fidelidad que le tengo a mi hermano me obligan a comunicar al cadí en cuanto amanezca todo lo que he oído aquí. Luego podrían pedirme cuentas.

—De hecho, va a pedírtelas —le respondió Negro—. En el mismo momento en que vayas a ver al cadí, yo le contaré que asesinaste al querido siervo de Nuestro Sultán, mi Tío.

—Bien —replicó Hasan tranquilo—. Díselo así.

Lancé un grito.

—¡Os torturarán a los dos! No vayáis al cadí. Esperad. Todo se aclarará.

—No le tengo miedo a la tortura —dijo Hasan—. He pasado dos veces por ella y en ambas ocasiones he podido darme cuenta de que es la única manera de diferenciar al culpable del inocente. Son los calumniadores quienes deben temerla. Además, le hablaré del libro y las ilustraciones del pobre Tío al juez, al agá de los jenízaros, al seyhülislam y a todo el mundo. Todos hablan de esas ilustraciones. ¿Qué es lo que hay en ellas?

—Nada —respondió Negro.

—Así que enseguida fuiste a mirarlas.

—El señor Tío me encargó que terminara su libro.

—Bien. Ojalá nos torturen juntos.

Ambos guardaron silencio. Luego oímos el sonido de unos pasos que llegaban del jardín vacío. ¿Se iba o se acercaba a nosotros? Ni pudimos verle ni pudimos saber lo que hacía. Era una molestia inútil que cruzara en aquella negra oscuridad entre los espinos, los arbustos y las zarzas del otro extremo del jardín. Si pasaba entre los árboles podía deslizarse por delante de nosotros y desaparecer sin que lo viéramos, pero no oímos pasos que se nos acercaran. En cierto momento grité «¡Hasan!», pero no se oyó el menor ruido.

—Calla —me dijo Negro.

Ambos tiritábamos de frío. Sin esperar demasiado cerramos bien la puerta y entramos en casa. Antes de meterme en la cama que habían calentado mis hijos fui a echar un nuevo vistazo a mi padre. Negro se sentó ante las ilustraciones.

35. Yo, el caballo

No hagáis demasiado caso de mi postura calmada y tranquila, en realidad llevo siglos corriendo. Cruzo los prados, voy a las guerras, transporto a las tristes hijas de los shas para que se casen, corro de los cuentos a la historia, de la historia a la leyenda, de página en página de los libros. A lo largo de tantos relatos y cuentos he aparecido en tantos libros y batallas acompañando a héroes invencibles, a amantes legendarios, a ejércitos surgidos de los sueños y he galopado de campaña en campaña acompañando a tantos de nuestros victoriosos sultanes, que, por supuesto, se han hecho muchas, muchísimas pinturas mías.

¿Qué tipo de sensación es que te hayan pintado tanto?

Por supuesto, me siento orgulloso, pero siempre me pregunto si ese que está ahí pintado soy realmente yo. Por lo que se puede ver por las pinturas, cada uno tiene en la cabeza una imagen mía distinta. No obstante, tengo la poderosa sensación de que entre todas esas ilustraciones hay ciertas particularidades comunes, una cierta unidad.

Hace poco unos amigos ilustradores contaron la siguiente historia. El rey de los infieles francos pensaba casarse con la hija del Dux de Venecia. Pero ¿y si el veneciano fuera pobre y su hija fuera fea? Le dijo a su mejor pintor que fuera a Venecia y que pintara a la hija del Dux y todas sus posesiones y riquezas. Eran venecianos y no sabían guardar su intimidad de los extraños: expusieron ante la mirada del pintor no sólo sus hijas, sino también sus yeguas y sus palacios. Y aquel diestro pintor pintaba aquella muchacha y este caballo de tal manera que serías capaz de reconocerlos si los vieras luego. Mientras el rey de los francos contemplaba en el patio de su palacio las pinturas que le llegaban de Venecia pensando si debía casarse o no, su propio semental se enamoró de repente de la hermosa yegua de un cuadro e intentó montarla, y los mozos de cuadras sólo a duras penas pudieron controlar a aquel fogoso animal que estaba destrozando la pintura y el marco con su enorme falo.

Dicen que lo que encendió la pasión del semental franco no fue la hermosura de la yegua veneciana, aunque realmente era hermosa, sino el hecho de que se tomara como modelo una yegua determinada y se pintara exactamente tal y como era. Ahora bien, ¿es pecado ser pintado como aquella yegua, que lo fue como si fuera una yegua auténtica? En mi situación actual, como podéis ver, no me diferencio demasiado de otras pinturas de caballos.

En realidad, los que prestan atención a la belleza de mi lomo, a la longitud de mis patas, a la gallardía de mi postura, se dan cuenta de que soy distinto. Pero toda esta belleza no es una indicación de mi singularidad como caballo, sino de la singularidad del talento del ilustrador que me ha pintado. Todos sabéis que en realidad no existe un caballo que sea exactamente igual a mí. Yo sólo soy la representación del caballo ideal que existe en la imaginación de un pintor.

¡Por Dios, qué hermoso caballo!, dicen los que me ven. Pero en realidad no me elogian a mí, sino al ilustrador. No obstante, todos los caballos son distintos unos de otros y el pintor debería darse cuenta de ese hecho antes que nadie.

Venid y mirad, ni siquiera el falo de un caballo se parece al de otro. No tengáis miedo, podéis mirar bastante de cerca, incluso tomarlo en vuestras manos. Este don de Dios que tengo es un regalo que tiene su propia forma y sus curvas particulares.

¿Por qué los pintores nos pintan de memoria aunque todos los caballos hayamos salido distintos de manos de Dios Nuestro Señor, el mayor creador que existe? ¿Por qué presumen de haber pintado miles, decenas de miles de caballos sin ni siquiera habernos mirado? Porque no intentan pintar el mundo tal y como lo ven con sus propios ojos, sino con los ojos de Dios. ¿No es eso atentar contra la unidad de Dios? ¿No es eso, que Él nos libre, pretender que yo puedo hacer lo que Dios hace? Los que no se contentan con lo que ven sus ojos y dibujan miles de veces el mismo caballo de su imaginación pretendiendo que es el caballo que ve Dios, los que aseguran que nadie puede pintar mejor un caballo que un ilustrador ciego que lo haga de memoria, ¿no cometen la impiedad de querer competir con Dios?

Las nuevas maneras pictóricas de los maestros francos no son pecado, todo lo contrario, son lo que mejor se adapta a nuestra religión. Por Dios, que mis hermanos los erzurumíes no me malinterpreten. Me desagrada profundamente que los infieles francos expongan en público a sus mujeres medio desnudas ignorando la intimidad necesaria, que no entiendan los placeres del café y de los muchachos hermosos, que los hombres se paseen por ahí sin barba ni bigote sino todo lo contrario, con el pelo largo como mujeres, y que digan, Dios nos libre, que el Profeta Jesús es al mismo tiempo Dios. Incluso llegan a ponerme furioso y continuamente me digo que si uno se me pusiera por delante le daría un buen par de coces.

Pero también estoy harto de que me pinten mal ilustradores que jamás han ido a la guerra y se han quedado sentados en casa como mujeres. Me dibujan galopando con los dos remos delanteros en el aire al mismo tiempo. Ningún caballo corre así, como un conejo. Si una de mis patas delanteras está hacia delante, la otra está hacia atrás. Ningún caballo, al contrario de lo que ocurre en las ilustraciones de batallas, planta completamente una pata en el suelo mientras alarga la otra como un perro curioso. No existe ningún escuadrón de caballería cuyas cabalgaduras adelanten al mismo tiempo la misma pata como si fueran sombras idénticas dibujadas veinte veces seguidas según el mismo modelo. Cuando nadie nos observa hurgamos en la hierba verde que hay ante nosotros y nos la comemos; jamás, como nos pintan, esperamos adoptando una elegante postura erguida. ¿Por qué les avergüenza tanto que comamos, bebamos, caguemos y durmamos? ¿Por qué les da tanto miedo dibujar este miembro mío regalo de Dios? Especialmente a los niños y a las mujeres les encanta mirarlo hasta hartarse cuando no hay nadie delante, ¿qué tiene de malo? ¿O también está en contra de esto el predicador de Erzurum?

Cuentan que en tiempos hubo en Shiraz un sha apocado y suspicaz. No se atrevía a enviar a su hijo como gobernador de Isfahán porque lo aterrorizaba la idea de que sus enemigos lo derrocaran y lo entronizaran en su lugar; así que lo encarceló en la más remota habitación del palacio. Allí el heredero vivió preso treinta y un años, en una habitación desde la que no veía patios ni jardines, creciendo entre libros, y cuando su padre murió, cuando le llegó la hora y él ascendió al trono, dijo: «Por Dios, traedme un caballo, continuamente he visto su imagen en los libros y siento mucha curiosidad por saber cómo son». Le llevaron el más hermoso caballo gris de palacio y el nuevo sha sufrió una terrible decepción al ver que tenía unos ollares como chimeneas, un culo indecente, un pelo que no relucía como los de las pinturas y un lomo burdo y ordenó que mataran a todos los caballos del país. Al final de aquella cruel masacre, que duró cuarenta días, los ríos de la nación corrían tristes y del color de la sangre. Al final se impuso la justicia divina y este nuevo sha fue derrotado por los ejércitos de su enemigo el señor turcomano de las Ovejas Negras porque se había quedado sin caballería y fue ejecutado por descuartizamiento; tal y como ocurre en los libros, la sangre derramada de los caballos no quedó sin vengar.

36. Me llamo Negro

Después de que Seküre se encerrara con los niños en su habitación, yo me quedé largo rato escuchando los ruidos de la casa y sus interminables rumores. En cierto momento Seküre y Sevket comenzaron a hablar en susurros pero enseguida ella le chistó inquieta para que se callara. Al mismo tiempo oí un ruido en el atrio, por la parte del pozo, pero no hubo nada más. Luego le presté atención a una gaviota que se había posado en el tejado pero también ella, como todo lo demás, acabó por fundirse con el silencio. Después oí un profundo gemido que provenía de más allá de la antesala y comprendí de qué se trataba: Hayriye lloraba en sueños. Los gemidos se convirtieron en toses, la tos se interrumpió tras un último estallido y comenzó de nuevo ese espantoso e interminable silencio. Poco después me quedé helado imaginando que alguien andaba paseando por la habitación donde yacía el cadáver de mi Tío.

A lo largo de todos aquellos silencios estuve observando las pinturas que tenía delante de mí, imaginando cómo el apasionado Aceituna, Mariposa, de bellos ojos, y el difunto iluminador les aplicaban los colores. Tal y como le ocurría a mi Tío me apetecía dirigirme una a una a las ilustraciones y llamarlas «¡Diablo!», «¡Muerte!» pero cierto temor me lo impedía. De hecho, aquellas ilustraciones ya me habían enfurecido bastante porque no había podido escribir una historia que les conviniera a pesar de la insistencia de mi Tío. Como en mi mente se iba clavando la idea de que era una realidad irrefutable que la muerte de mi Tío tenía que ver con ellas sentía miedo e impaciencia. Ya había mirado todo lo que podía mirar aquellas ilustraciones mientras escuchaba las historias de mi Tío sólo para poder estar cerca de Seküre. Ahora que Seküre era mi mujer, ¿para qué iba a prestarles más atención? «Porque Seküre no sale de la cama para venir a ti ni siquiera después de que se duerman los niños», me contestó una despiadada voz interior. Esperé largo rato observando las ilustraciones a la luz de la vela por si mi hermosa de ojos negros venía a mí.

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