Me llamo Rojo (40 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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Por un momento no pude contestarle, no sé si por los nervios o por el sentimiento de culpabilidad, así que me limité a asentir con la cabeza. En ese momento ocurrió algo totalmente inesperado: una lágrima se desprendió de mi ojo y descendió lentamente por mi mejilla ante la mirada comprensiva y sorprendida del Tesorero Imperial. Estar en Palacio, que el Tesorero Imperial hubiera abandonado al Sultán y se hubiera dignado a hablar conmigo, el mero hecho de poder estar tan cerca de Nuestro Sultán, me habían provocado un extraño efecto; no sé. Más lágrimas se desprendieron de mis ojos, ahora se derramaban como la lluvia y ni siquiera sentía vergüenza.

—Llora cuanto quieras, hijo mío —me dijo el Tesorero Imperial.

Lloré a moco tendido. Creía que a lo largo de aquellos doce años había crecido, que había madurado. Pero cuando uno se encuentra tan cerca de su Sultán, del corazón del Estado, comprende de inmediato que sólo es un niño. No me importaba que los plateros y los sederos de fuera oyeran mis sollozos: me había dado cuenta de que le contaría todo al Tesorero Imperial.

Así pues, se lo conté tal y como me salía del corazón. Me tranquilizaba ver que ante la mirada del Tesorero Imperial cobraban vida de nuevo mi matrimonio con Seküre, las dificultades del libro de mi Tío, los secretos de las ilustraciones que teníamos ante nosotros, las amenazas de Hasan, el cadáver de mi Tío. Se lo contaba todo porque sentía con todo mí ser que sólo podría librarme de la trampa en la que había caído si me entregaba a la infinita justicia y a la compasión de Nuestro Sultán, Refugio del Universo. ¿Podría comprenderme y comunicar mi historia a Nuestro Sultán, el Fundamento del Mundo, sin entregarme a los torturadores o a los verdugos?

—Que la muerte del señor Tío sea anunciada de inmediato en el taller —dijo el Tesorero Imperial—. Que todos los ilustradores acudan al funeral.

Me miró a la cara por si yo tenía algo que objetar. Aquel interés me dio tanta confianza que fui capaz de expresar mis sospechas sobre quién y por qué podría haber asesinado a mi Tío y al iluminador Maese Donoso. Dejé entrever que podían haber sido los hombres del predicador de Erzurum o los que atacaban monasterios de derviches sólo porque se tocaban instrumentos musicales o porque se danzaba. Al ver que el Tesorero me miraba suspicaz, quise compartir con él mis otras sospechas: le indiqué que la llamada de mi Tío para pintar e ilustrar el libro había dado lugar a una competencia y a unas envidias inevitables entre los maestros del taller de ilustradores tanto por el aspecto económico como por el honor que suponía. Le dije además que lo secreto del trabajo podía haber hecho que se activaran todos aquellos odios, inquinas e intrigas. Pero me daba cuenta, como vosotros también os la estaréis dando, de que mientras decía todo aquello el Tesorero Imperial sospechaba asimismo de mí hasta cierto punto. Dios mío, que todo se aclare, no te pido otra cosa.

Se produjo un silencio. El Tesorero Imperial apartó su mirada de mí, como si se avergonzara por mí de mis palabras y mi destino, y la clavó en las pinturas del atril.

—Aquí hay nueve —dijo—. Pero el acuerdo con tu Tío había sido de un libro con diez ilustraciones. Se llevó de aquí más pan de oro del que se ha usado en estas pinturas.

—El impío asesino debió de llevarse de la casa vacía la última ilustración, que tenía abundantes dorados —le respondí.

—Nunca hemos sabido quién era el calígrafo.

—Mi difunto Tío aún no había acabado el texto del libro. Esperaba que yo le ayudara a terminarlo.

—Hijo mío, me has dicho que acabas de regresar a Estambul.

—Llegué hace una semana, tres días después de que mataran a Maese Donoso.

—Y tu señor Tío lleva un año ilustrando un libro que todavía no se ha comenzado a escribir.

—Sí.

—¿Te explicó de qué hablaría el libro?

—Lo que Nuestro Sultán le dijo que quería era lo siguiente: un libro que en el milenario de la Hégira de Nuestro Profeta, cuando el calendario musulmán marcara los mil años, mostrara al Dux de Venecia la fuerza y la riqueza de la Casa de Osman, espada y orgullo del Islam, y que grabara el temor en su corazón. En este libro se hablaría, con sus correspondientes ilustraciones, de lo más valioso y lo más esencial de nuestro mundo y además habría en el corazón del libro una imagen de Nuestro Sultán como las de los tratados de fisonomía. Como se haría uso de las técnicas de los francos, el libro despertaría la admiración del Dux de Venecia y sus deseos de que fuéramos aliados.

—Todo eso ya lo sé. Pero ¿lo más valioso y esencial de la Casa de Osman son estos perros y árboles? —dijo señalando las ilustraciones.

—Mi difunto Tío decía que el libro no mostraría la riqueza en sí de Nuestro Sultán, sino su fuerza moral y su secreta tristeza.

—¿Y la imagen de Nuestro Sultán?

—No la he visto, debe de estar donde la haya ocultado el impío asesino, quién sabe, quizá en su casa.

Ahora mi difunto Tío se había convertido en alguien que había sido incapaz de preparar el libro que había prometido a cambio del oro que había recibido y que en su lugar había mandado hacer unas extrañas ilustraciones que, a ojos del Tesorero Imperial, no tenían el menor valor. ¿Me veía el Tesorero Imperial como a alguien capaz de matar a aquel inepto indigno de confianza para casarme con su hija o por cualquier otro motivo como, por ejemplo, para vender las hojas de pan de oro? Como pude notar por su mirada que estaba a punto de cerrar mi caso, me dirigí a él nervioso con un último esfuerzo y le expliqué que mi Tío me había dicho que el asesino del pobre Maese Donoso debía de ser alguno de los maestros ilustradores a quienes había dado trabajo. Le conté cómo sospechaba mi Tío de Aceituna, de Cigüeña y de Mariposa, pero no insistí demasiado. Ni tenía demasiadas pruebas ni me sobraba la confianza en mí mismo. Podía percibir que ahora el Tesorero Imperial me veía como un miserable calumniador y un estúpido cotilla.

Por eso me alegró que el Tesorero Imperial me dijera que debíamos ocultar a los miembros del taller de ilustradores que mi Tío no había muerto de muerte natural, considerándolo la primera señal de que se había iniciado entre nosotros una cierta cooperación. El Tesorero se quedó con las ilustraciones y cuando salí por la Puerta del Saludo, la misma que poco antes había cruzado tan nervioso como si entrara en el Paraíso, bajo la atenta mirada de los porteros, me sentí tan aliviado como quien regresa a casa después de años de ausencia.

37. Soy vuestro Tío

Mi funeral resultó muy bonito, como yo quería. Vinieron todos aquellos que me apetecía que vinieran y me sentí muy honrado. De los visires que se encontraban en Estambul en el momento de mi muerte fueron Haci Hüseyin bajá, el Chipriota, y Baki bajá, el Cojo, quienes recordaron que les había servido lealmente en tiempos. La presencia del Pagador Imperial, Melek bajá, el Rojo, cuya estrella estaba en su cenit en los días de mi muerte a pesar de ser muy criticado, produjo una conmoción en el humilde patio de la mezquita de nuestro barrio. Me sentí especialmente satisfecho de ver que había venido el Comandante de los Alabarderos, Mustafa Agá, cuyo puesto habría llegado a ocupar yo de haber seguido viviendo y de continuar con mis actividades al servicio del Estado. Junto con el Secretario de Actas, Kemalettin Efendi, los alguaciles del Consejo, cada uno de los cuales era un amigo del alma o un enemigo mortal mío, Salim Efendi, el Duro, Secretario de Correspondencia, que como era usual en él mantenía su sonriente optimismo, y algunos antiguos miembros del Consejo retirados tempranamente de la vida pública, compañeros de medersa, otros que me hacían sentir curiosidad por cómo y de qué manera se habrían enterado de mi muerte, parientes políticos, familiares y jóvenes, formaban una multitud numerosa, seria e imponente.

Me sentí orgulloso de la congregación, de su seriedad y de su pena. El hecho de que vinieran el Tesorero Imperial, Hazim Agá, y el Comandante de la Guardia demostró a todo el mundo que Nuestro Sultán estaba sinceramente apenado por mi muerte. No sé si aquello querría decir que no ahorraría esfuerzos para encontrar a ese miserable que me asesinó y que los torturadores pasarían a la acción. Pero puedo ver a ese maldito ahora en el patio entre los demás ilustradores y calígrafos, observando mi ataúd con una expresión solemne y dolida a más no poder.

Que no se os ocurra pensar que estaba furioso con mi asesino, que buscaba venganza, ni siquiera que mi alma estaba inquieta porque me habían matado de forma traidora y despiadada. Ahora estoy en un plano completamente distinto y mi alma está muy satisfecha de haberse encontrado consigo misma después de tantos años de sufrimiento en el mundo.

Después de que mi alma abandonara temporalmente mi cuerpo, cubierto de sangre y retorcido por el dolor a causa de los golpes con el tintero, y vacilara un tiempo entre luces, dos ángeles hermosísimos y sonrientes y con los rostros brillantes como el sol se acercaron lentamente a mí en medio de aquel resplandor, tal y como había leído tantas veces en el
Libro del alma
, me cogieron de los brazos como si en lugar de ser sólo un espíritu siguiera siendo un cuerpo y me elevaron hacia lo alto. ¡Con cuánta suavidad y ligereza nos elevamos, con cuánta rapidez, parecía un sueño gozoso! Pasamos por bosques de llamas, cruzamos ríos de luz, nos introdujimos en mares oscuros y en montañas cubiertas de nieve y hielo. Cada uno de aquellos movimientos duraba miles de años, pero a mí me parecían tan breves como un parpadeo.

Y así fue como llegamos al séptimo cielo tras pasar por entre todo tipo de naciones, extrañas criaturas y pantanos y nubes que hervían de insectos y aves que no terminaría de contar. El ángel que nos precedía llamaba a la puerta de cada uno de los niveles del cielo y cuando le preguntaban «¿Quién es?», él me describía con todos mis nombres y adjetivos y añadía «¡Un buen siervo de Dios Todopoderoso!», hacía que me brotaran de los ojos lágrimas de alegría, pero era plenamente consciente de que aún quedaban quizá miles de años para el Día del Juicio, cuando serán separados los que vayan a ir al Paraíso de los que se han merecido el Infierno.

Porque todo, exceptuando ligeras diferencias, ocurría como lo habían explicado Gazzali, El Cevziyye y otros sabios en las páginas que habían escrito sobre la muerte. Todo aquello que en sus libros aparecía como cuestiones irresolubles o como enigmas oscuros que sólo los muertos podrían saber, ahora se iluminaba estallando en luces de miles de colores.

¿Cómo podría explicar los colores que vi durante aquella maravillosa ascensión? Vi que todo el universo estaba hecho de colores, que todo eran colores. De la misma forma que sentía que la fuerza que me había separado de todo estaba hecha de colores, ahora comprendía que lo que me abrazaba con tanto amor, lo que mantenía unido el universo era también color. Vi cielos anaranjados, cuerpos hermosos verdes como hojas, huevos del color del café, caballos legendarios azules como el cielo. Todo era como en las leyendas y en las ilustraciones que durante tantos años había contemplado con enorme placer y por eso mismo lo veía todo por primera vez, admirado y sorprendido, y, por otro lado, era como si lo que veía surgiera de mis recuerdos. Comprendía que aquello que llamaba recuerdos formaba parte de un universo completo y que todo aquel universo se convertiría, a causa del tiempo infinito que se extendía ante mí, primero en una experiencia y luego en un recuerdo. También comprendí por qué me había sentido tan cómodo, como si me desprendiera de una camisa estrecha, cuando morí en medio de aquel festival de colores: a partir de ahora nada me estaría prohibido y tenía un tiempo y un espacio infinitos para vivir en cualquier tiempo y lugar.

En cuanto percibí todo aquello noté atemorizado y feliz que estaba cerca de Él. En ese momento sentí con una piadosa veneración Su presencia, de un rojo absolutamente incomparable.

En un brevísimo instante todo se volvió rojísimo. La belleza de aquel color nacía para mí y para el mundo entero. Me habría apetecido llorar de felicidad al acercarme a Él de aquella manera. Sentí vergüenza de presentarme ante Él tan de repente y todo cubierto de sangre. Otra parte de mi mente me decía que, como había leído en los libros que trataban de la muerte, enviaría a Azrael y otros ángeles para que me llevaran ante Su presencia.

¿Podría verlo? Creí que sería incapaz de respirar de pura excitación.

Aquel rojo que se acercaba a mí y que lo cubría todo y en el que todas las imágenes del universo se integraban jugando entre ellas era un color tan prodigioso y bello que el pensar que formaría parte de él y que me encontraba tan cerca de Su presencia aceleró el flujo de mis lágrimas.

Pero comprendí que no se acercaría más a mí. Sabía que les preguntaba a sus ángeles por mí, que ellos me elogiaban, que me consideraba un buen siervo fiel a sus órdenes y prohibiciones y que me amaba.

En cierto momento una sospecha emponzoñó la alegría que se elevaba en mi interior y las lágrimas que estaba derramando. Para librarme lo antes posible de ella, le pregunté impaciente y sintiéndome culpable:

—En los últimos veinte años de mi vida he estado muy influido por las pinturas de infieles que vi en Venecia. Incluso en cierto momento quise que se hiciera una imagen mía siguiendo sus maneras, pero me dio miedo. Luego hice que pintaran tu mundo, tus siervos y a Nuestro Sultán, tu sombra en la Tierra, al estilo de los infieles.

No recuerdo su voz, pero sí la respuesta que me dio en mi corazón:

—Tanto el Oriente como el Occidente son míos.

La excitación me impidió contenerme.

—Bien, pero ¿cuál es el sentido de todo, de todo esto, del mundo?

—Enigma —oí en mi interior. O bien «Ama». No pude estar seguro de cuál de las dos cosas había dicho.

Por la forma en que los ángeles se acercaban a mí comprendí que se había llegado a cierta decisión sobre mí en aquellas alturas de los Cielos pero que tendría que esperar en el Limbo con la multitud de almas de los que habían muerto desde hacía decenas de miles de años hasta que llegara el Día del Juicio, en que se pronunciaría un veredicto definitivo sobre cada uno de nosotros. Me complacía que todo fuera tal y como estaba escrito en los libros. Mientras descendía recordé, también por los libros, que mi alma debía encontrarse de nuevo con mi cuerpo en el momento del entierro.

Pero de inmediato noté que aquello de volver a entrar en mi cuerpo era, gracias a Dios, una figura retórica. ¡Qué bien organizada iba a pesar de la pena la solemne multitud que tanto me enorgullecía mientras bajaba al cercano y pequeño cementerio de Tepecik con mi ataúd a hombros después de las oraciones! La veía desde arriba como un hilo delgado y delicado.

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