Por un momento pensé que lo mejor sería que todos los ilustradores, incluido yo, fuéramos sometidos a tortura dos días después y raspé con el extremo de mi cortaplumas los ojos de la primera cara que se me vino a las manos en la pintura que tenía ante mí. ¡Era la historia del sabio persa que aprendía a jugar al ajedrez observando el tablero cuadriculado y las piezas que había traído el embajador de la India y que, en cuanto aprendía, vencía al maestro indio! ¡Mentiras persas! Raspé uno a uno los ojos de los jugadores de ajedrez y del sha y de sus hombres, que los contemplaban. Volví atrás las páginas y raspé también cruelmente los ojos de los shas que combatían sin cuartel, de los soldados magníficamente armados de sus imponentes ejércitos y de las cabezas cortadas en el suelo. Después de hacer lo mismo en tres páginas, me guardé el cortaplumas en el fajín.
Me temblaban las manos, pero no me sentía especialmente mal. ¿Comprendía ahora lo que habían sentido los tantísimos perturbados que realizaban aquella extraña acción, con los que tan a menudo me había encontrado a lo largo de mis cincuenta años de vida como ilustrador? Me habría gustado que de los ojos que había raspado chorreara sangre a las páginas del libro.
3. Y esto me conduce al tormento y al consuelo del final de mi vida. El pincel del gran Behzat no había tocado ese libro que el sha Tahmasp había encargado obligando a trabajar durante diez años a los mayores maestros de Persia, aquellas hermosísimas manos suyas no estaban pintadas en ningún lugar. Eso confirmaba que cuando fue a Tabriz en los últimos años de su vida, después de haber perdido el favor en Herat, Behzat estaba ciego. Así fue como de nuevo comprendí feliz que cuando alcanzó la perfección de los maestros antiguos después de trabajar toda su vida, el gran maestro se había cegado a sí mismo para que su pintura no se viera sometida a los caprichos de ningún otro taller ni de ningún otro sha.
En ese momento Negro y el enano abrieron un grueso volumen y lo colocaron ante mí.
—No, éste no es —dije sin la menor brusquedad—. Éste es un
Libro de los reyes
mongol. Los caballos de hierro de la caballería de hierro de Alejandro han sido llenados de nafta, les han prendido fuego y brillan como lámparas mientras atacan al enemigo lanzando llamas por los ollares.
Observamos aquel ejército de hierro envuelto en llamas copiadas de las pinturas chinas.
—Cezmi agá —dije—, en la
Crónica de Selim
nosotros pintamos los regalos que hace veinticinco años trajeron los embajadores persas que también trajeron este libro del sha Tahmasp.
Encontró rápidamente el volumen de la
Crónica de Selim
y me lo trajo. En la detallada lista de los regalos que había frente a la página brillantemente coloreada que mostraba a los embajadores presentando el
Libro de los reyes
junto con los demás regalos al difunto sultán Selim mi mirada encontró por sí sola algo que había leído en tiempos y que había olvidado porque era como si no pudiera creerlo:
«El alfiler de turbante de oro con cabeza de turquesa e incrustaciones de nácar que el antiguo maestro de Herat y maestro de maestros, el ilustrador Behzat, usó para cegarse.»
Le pregunté al enano dónde había encontrado el volumen de la
Crónica de Selim
. Caminamos dando vueltas por la polvorienta oscuridad de la sala del Tesoro, entre baúles, armarios, pilas de telas y alfombras y por debajo de escaleras. Vi que nuestras sombras, que se alargaban y se reducían, pasaban sobre escudos, colmillos de elefante y pieles de tigre. En una de las otras salas, sumida en el mismo rojo extraño del color de las telas y las sedas, vi que, junto al baúl de hierro en el que habíamos encontrado el
Libro de los reyes
y entre otros libros, cobertores bordados con hilo de oro y plata, granates de Ceilán en bruto y dagas con la empuñadura de rubí, había algunos de los demás regalos enviados por el sha Tahmasp, alfombras de seda de Isfahán, un juego de ajedrez de marfil y una caja de cálamos que me llamó la atención y que se podía distinguir rápidamente que procedía de los tiempos de Tamerlán por las ramas y los dragones chinos y por la roseta con incrustaciones de nácar que tenía. La abrí y de su interior surgió, junto con un ligero aroma a papel quemado y a rosas, el alfiler de turbante de oro con adornos de turquesa y nácar. Lo cogí y volví a mi sitio como una sombra.
Una vez solo, coloqué sobre una página abierta del
Libro de los reyes
el alfiler con el que el Maestro Behzat se había cegado y lo contemplé. Me hacía sentir escalofríos, no ya ver el alfiler con el que se había cegado el propio Behzat, sino cualquier cosa que hubiera tomado en sus manos milagrosas.
¿Por qué el sha Tahmasp había enviado al sultán Selim aquel terrible alfiler junto con el libro que le había regalado? ¿Porque el sha, que en su niñez había recibido lecciones de pintura de Behzat y en su juventud había protegido a los ilustradores, en su vejez había apartado de su círculo a poetas y pintores y se había entregado a la oración? ¿Era por eso por lo que había consentido en desprenderse de aquel libro magnífico en el que los mejores maestros habían trabajado durante diez años? ¿Había enviado ese alfiler con el libro para que todos supieran que el final del maestro ilustrador había sido la ceguera voluntaria o porque quería insinuar, como se contaba en tiempos, que cualquiera que mirara las páginas de este libro legendario aunque sólo fuera una vez ya no querría ver ninguna otra cosa en el mundo? Pero para el sha, arrepentido de su juvenil amor a la pintura por miedo al pecado, como les ocurre a tantos soberanos en su vejez, este libro ya no era una maravilla.
Recordé las historias que contaban los ilustradores desdichados que se decepcionan al envejecer. Cuando los ejércitos del soberano de los Ovejas Negras, Cihan Sha, estaban a punto de entrar en Shiraz, el legendario Gran Ilustrador de la ciudad, Ibni Hüsam, hizo que su aprendiz le quemara los ojos con un hierro al rojo diciendo: «No quiero pintar de otra manera». Se decía que un anciano maestro persa, uno de los ilustradores que los ejércitos del sultán Selim el Fiero trajeron a Estambul después de derrotar al sha Ismail, entrar en Tabriz y saquear el Palacio de los Ocho Cielos, no se había quedado ciego por una enfermedad que hubiera sufrido en el camino, como se afirmó luego, sino a causa de los fármacos que había tomado porque se negaba a pintar al estilo de los otomanos. Yo mismo les hablaba a mis ilustradores sobre cómo Behzat se había cegado para que les sirviera de ejemplo en sus momentos de frustración.
¿Es que no podía haber una segunda vía? Si un maestro ilustrador adoptaba sólo lo más superficial de las nuevas maneras, ¿no podría salvar el estilo de todo un taller y de los maestros antiguos, aunque sólo fuera un poco?
En el agudo extremo del alfiler de turbante, que se afilaba de una forma sumamente grácil, había una sombra, pero mis cansados ojos no podían distinguir si se trataba de sangre o de alguna otra cosa. Acerqué la lente y contemplé largamente el alfiler notando la misma tristeza que alguien que mira una melancólica escena de amor. Intenté imaginarme cómo podría Behzat haber hecho aquello. La gente decía que uno no se quedaba ciego inmediatamente, sino que, como ocurre con los ancianos que se quedan ciegos de manera natural, la aterciopelada oscuridad desciende con lentitud, tardando a veces días o meses.
Lo había visto mientras pasaba por la sala contigua; me levanté a verlo, seguía allí; un espejo de marfil con el mango borneado, con el grueso marco de ébano con inscripciones parecidas a flores que lo rodeaban. Me senté en mi sitio y observé mis ojos en el espejo. Qué hermosa ondeaba la llama del candelabro de oro en mis pupilas, que llevaban sesenta años pintando y contemplando pinturas.
¿Cómo lo había hecho el maestro Behzat?, volví a preguntarme anhelante.
Sin apartar mis pupilas del espejo, con la habilidad de una mujer acostumbrada a aplicarse afeites en los ojos, mi mano encontró por sí sola el alfiler. Sin dudar, de la misma forma que se perfora por un extremo el huevo de avestruz que se va a decorar, me lo clavé con decisión, calma y fuerza en mi pupila derecha. Me sentí mal no por lo que había hecho, sino porque lo había visto. Me clavé como un cuarto de dedo el alfiler en el ojo y lo saqué.
En el pareado grabado en el marco del espejo el poeta deseaba infinita belleza e infinita sabiduría a quien se mirara en él y una vida infinita para el propio espejo.
Sonriendo, hice lo mismo con mi otro ojo.
Durante un rato estuve sin moverme. Contemplé el universo. Todo.
Los colores del universo no se oscurecieron, como creía, sino que parecieron mezclarse suavemente. Pero todavía podía verlo más o menos todo.
Poco después la pálida luz del sol penetró entre el rojo oscuro, el rojo sangre, de las telas de la sala del Tesoro. El Tesorero Imperial y sus hombres volvieron a romper con la misma ceremonia el sello y abrieron el candado y la puerta. Cezmi agá cambió los orinales, las lámparas y el brasero, cogió pan recién horneado y moras secas y les comunicó que seguiríamos buscando caballos de extraños ollares entre los libros de Nuestro Sultán. ¿Qué puede haber más hermoso que intentar recordar el mundo visto por Dios mirando las más bellas pinturas del mundo?
Cuando aquella mañana el Tesorero Imperial y los agás abrieron ceremoniosamente las puertas, mi vista estaba tan acostumbrada al color de seda roja de la sala del Tesoro que la luz de la mañana invernal que entraba desde el Patio Privado me pareció algo aterrador, hecha para engañar al que la mirara. Me quedé inmóvil donde estaba, igual que el Maestro Osman: me daba la impresión de que si me movía, el aire mohoso, polvoriento y casi palpable de la sala del Tesoro se escaparía a través de la puerta junto con las pistas que buscábamos.
El Maestro Osman miraba con un extraño asombro la luz que entraba por entre las cabezas de los agás del Tesoro, alineados a ambos lados de la puerta abierta, como si viera algo maravilloso por primera vez.
Aquella noche le había observado atentamente de lejos mientras miraba las pinturas y pasaba las páginas del
Libro de los reyes
del sha Tahmasp y había visto que de vez en cuando aparecía en su rostro la misma expresión de asombro. Su sombra temblaba ligeramente reflejándose en el muro, acercaba con cuidado la cabeza a la lente que tenía en la mano, en su boca aparecía una delicada expresión, como si se dispusiera a revelar un agradable secreto, y luego, mientras observaba admirado la pintura, sus labios se movían por sí solos.
Después de que cerraran la puerta comencé a caminar impaciente arriba y abajo por las salas con una inquietud cada vez mayor. Pensé nervioso que no podríamos conseguir suficiente información de los libros del Tesoro y que no tendríamos bastante tiempo. Como notaba que el Maestro Osman no se estaba entregando lo necesario, le expresé mis temores.
Me cogió la mano de una manera agradable, como un auténtico maestro que está acostumbrado a acariciar a sus aprendices.
—Los que son como nosotros no tienen otra salida sino intentar ver el mundo como lo ve Dios y ampararse en Su justicia —dijo—. Siento en lo más profundo de mi corazón que aquí, entre estas pinturas y estos objetos, ambas cosas se están acercando. Según nosotros nos vamos aproximando a la manera en que Dios ve el mundo, Su justicia se nos acerca. Mira, el alfiler con el que se cegó el Maestro Behzat...
Observé atentamente el agudísimo extremo de aquel desagradable objeto bajo la lente, que me había acercado para que lo viera mejor mientras me contaba la cruel historia del alfiler, y vi allí una humedad rosada.
—Los maestros antiguos —continuó el Maestro Osman— convertían en un importante asunto de conciencia el no cambiar las habilidades, los colores y los estilos a los que habían consagrado su vida. Consideraban un deshonor ver el mundo un día como lo dice el sha de Oriente y el otro como lo dice el soberano de Occidente, que es lo que hacen los ilustradores de hoy día.
Sus ojos ni miraban a los míos ni la página que había ante él. Parecían mirar hacia atrás, hacia una blancura tan lejana que resultaba inalcanzable. En la página del
Libro de los reyes
que tenía abierta ante él, los ejércitos de Irán y Turan se lanzaban con todas sus fuerzas el uno contra el otro y, mientras los caballos chocaban hombro con hombro, heroicos guerreros coléricos se mataban entre ellos con las espadas desenvainadas con la alegría y los colores de una fiesta mientras las lanzas perforaban armaduras, se arrancaban cabezas y brazos y caían al suelo cuerpos ensangrentados partidos en dos.
—Los grandes maestros antiguos, para proteger su honor cuando eran forzados a adoptar las maneras de los vencedores y a imitar a sus ilustradores, se cegaban heroicamente con un alfiler y, antes de que descendiera como un premio sobre sus ojos la oscuridad pura de Dios, miraban, a veces durante horas, a veces durante días, una página extraordinaria que colocaban ante ellos. El universo y el significado de aquella ilustración, manchada en ocasiones por las gotas de sangre que les caían de los ojos puesto que la observaban horas y horas como si no pudieran apartar la mirada, iban ocupando en medio de una dulce suavidad el lugar de los sufrimientos que habían vivido, mientras los ojos de los heroicos maestros se iban nublando porque se encaminaban directamente hacia la ceguera. ¡Qué felicidad! ¿Sabes qué ilustración me gustaría mirar hasta alcanzar la oscuridad de la ceguera?
Como haría cualquiera que intentara recordar una memoria de la infancia, clavó los ojos, cuyas pupilas parecían menguar mientras el blanco iba agrandándose, en un lugar a lo lejos, que parecía estar fuera de la sala del Tesoro.
—¡La escena en la que Hüsrev va con su caballo hasta los pies del palacio de Sirin y espera consumido de amor, pintada a la manera de los antiguos maestros de Herat!
Quizá se disponía a describirme aquella escena con un tono de melancólica poesía como un elogio al hecho de que los antiguos maestros estuvieran ciegos, pero lo interrumpí con un extraño impulso.
—Gran maestro, señor, lo que yo quiero ver para siempre es el delicado rostro de mi amor. Hace tres días que me he casado con ella. Me he pasado doce años añorándola. La escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen siempre me la ha recordado.
En el rostro del Maestro Osman apareció una intensa expresión que no pudo ocultar, quizá de curiosidad, pero no estaba vuelto hacia la historia que le estaba contando ni hacia la sanguinaria escena de guerra que tenía delante. Parecía estar esperando una buena noticia que se le acercara lentamente. Cuando estuve lo bastante seguro de que no me veía, cogí el alfiler de turbante y me alejé de allí.