Absorto en el espectáculo, tardó en darse cuenta de que había un segundo hombre también mirando, éste desde la sombra de los soportales, muy cerca. Pero, en cuanto se fijó en él, se olvidó de enfermos y sanadores. Era obviamente gargal; un sujeto de estatura normal al que una barroca máscara de toro, de oro y bronce, hacía parecer un gigante.
Observó aquella figura colorista. Su piel, muy morena, contrastaba con la túnica roja y los adornos de oro, muy trabajados, tales como el gran collar o los brazaletes. De fortaleza nervuda, antes que musculoso, lucía una gran barba blanca, quizá teñida. Empuñaba un báculo tallado y, de su axila izquierda, pendían una gran espada y una daga.
Sólo cuando llevaba un rato estudiando al personaje y su ajuar, sus ojos fueron a toparse con los del otro, que le estaba observando a su vez; y entonces comprendió que, una vez más, se había dejado arrastrar por una curiosidad excesiva. Pero los ojos oscuros del gargal no mostraban hostilidad e incluso le vio sonreír con tolerancia, tal como ocurre con los hombres de mundo y ciertos filósofos, que están por encima de las formalidades.
—Perdón… —murmuró, sin embargo.
—Supongo, señor, que eres el maestro Te-Cui —le dijo el otro con soltura, el bastón en la diestra—. El sabio que ha venido del Sursur.
—Te-Cui me llamo —repuso, ahora igual de desenvuelto—. Pero no soy ningún sabio.
—Dicen que aquel que niega ser un sabio da muestras precisamente de serlo, o al menos de estar en camino de lograr tal dignidad.
—Tal vez. —Contempló con mayor curiosidad aún, si cabe, al portador de la máscara de toro—. Y mi sabiduría, si es que tengo alguna, aumentará sin duda, aunque sea una pizca, cuando conozca el nombre de mi interlocutor.
—Poca sabiduría hay en eso. Pero la gente me llama el Rey Rojo.
Te-Cui hizo una reverencia con los brazos abiertos, tal como se estila en el Sursur; aunque fue por cortesía y no porque tal nombre le dijese nada. Sólo más tarde sabría, por boca de otros, quién era el Rey Rojo. Pero éste hablaba ya de nuevo.
—Tengo entendido que estás en Resegra buscando a alguien; a uno que estuvo aquí tiempo atrás.
—En efecto, así es.
—¿Y cómo esperas encontrarle si todos dicen que se marchó hace años?
El maestro lo contempló y, tras vacilar un momento, se decidió a responder.
—Leo los mismos libros que él leyó en su momento. Aquel a quien he venido a buscar es un antiguo discípulo. Le conozco bien y sé que, si encontró alguna descripción que llamase su atención, no se habría limitado a copiar las páginas, sino que hubiera ido a verlo con sus propios ojos.
—Descripción de…
—De alguna obra de ingeniería, por ejemplo. Era su pasión, y sé que si hubiera sabido de alguna verdaderamente audaz, o útil, habría ido a verla, y a tomar él mismo notas.
—Y por eso buscas en los libros. Me parece poca cosa: una esperanza muy débil.
—Soy consciente de ello, pero es lo único que tengo.
—Yo puedo ofrecerte algo mejor.
El maestro Te-Cui se quedó contemplándolo con curiosidad renovada.
—Adelante. Te escucho —le invitó.
—Me dirijo a oriente, a unirme a don Tavarusa, el montañés, que está reuniendo un ejército por cuenta del Ras arma, para luchar en los llanos.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? ¿Encontraré allí a la persona que busco?
—No. No allí.
Te-Cui se acarició la barba entrecana, cada vez más desconcertado. La tarde declinaba, los sanadores seguían atendiendo a los dolientes y soplaba una brisa de última tarde, llevándoles olores a prados.
—No entiendo. Si no lo voy a encontrar, ¿por qué habría de viajar al este?
—A veces no dependemos de nosotros mismos, sino de otras circunstancias. El que encuentres a tu discípulo o no, y en qué condiciones lo hagas, dependerá de lo que ocurra en fechas próximas en las llanuras. —Sonrió de nuevo con una especie de benevolencia distante—. Comprendo que es difícil de creer, porque no me conoces de nada y, de momento, no puedo contarte más.
El maestro Te-Cui volvió a mirarle, se acarició la barba de nuevo. Meneó por último la cabeza.
—Hay muchas cosas difíciles de creer que sin embargo son ciertas. ¿Puedo pensarlo?
—Me voy mañana.
—Entonces, mañana tendrás mi respuesta.
—Guardaré un hueco para ti y los tuyos en mi comitiva —dijo simplemente el otro.
Y se marchó haciendo resonar el báculo tallado sobre los adoquines del atrio.
P
asaron todo el invierno ocultos en un viejo santuario abandonado, en la comarca gargal de Osca, al noroeste del Carauce. El monasterio estaba situado en un valle remoto, en la zona norte de Osca, y en tiempos había estado consagrado a los valores que defendían la Máscara Real y sus seguidores. Su caída había provocado su abandono y eso, unido a su ubicación en territorio gargal, y en lugar de difícil acceso, lo habían salvado quizá de ser destruido en su momento. En la época actual, no debía de haber muchas personas que conocieran siquiera su existencia, ya que sólo cazadores visitaban el valle angosto al que se asomaba el santuario, colgado de una de las laderas.
Trescientos años de abandono habían hecho poca mella en aquella edificación de grandes sillares de piedra, y en buena parte subterránea, aparte de devorar los materiales perecederos, desde maderas a telas, y acumular polvo en estancias y pasillos. Fue en la cámara más profunda de aquel gran santuario muerto, mientras en el exterior rugían los vientos y caía la nevada, cuando por fin el sabio Pogar mostró la máscara al Elegido, antes de instruirle en la historia de Los Seis Dedos, así como en la filosofía que guiaba a todos los que seguían el camino de la Máscara Real.
La Máscara Real, forjada en oro purísimo, tenía la forma de un semblante noble y sobre todo hermoso. Hermoso no tanto por la perfección de sus facciones como por lo que éstas lograban transmitir a quienes lo contemplaban: serenidad, rectitud, compasión. Aquel rostro no era ni de hombre ni de mujer, sino andrógino, para representar la intrascendencia de ese simple accidente que es el sexo, así como para indicar que podía ser portada tanto por un hombre como por una mujer.
Durante varios días el Elegido, en la profundidad de aquella cámara sagrada, no hizo otra cosa que tenerla entre sus manos, contemplar el semblante y mirar las cuencas vacías de los ojos; y, con frecuencia, pasear los dedos por aquellos rasgos cincelados en oro. Ese gesto, el roce de sus yemas sobre el metal dorado, lo llenaba de una calma extraña; un sosiego de espíritu que hacía mucho tiempo que no sentía.
Pese a todo, las primeras veces se caló aquella máscara con un miedo apenas disimulado. Como muchos extranjeros, ajenos a Los Seis Dedos y sus culturas, no podía evitar pensar que las máscaras mayores anulaban total o parcialmente a aquellos que se atrevían a ponérselas. Por mucho que Pogar le hubiera explicado que, aunque así sucedía con algunas máscaras, no era el caso de la Máscara Real, el temor estaba ahí, y no podía evitar un temblor de manos al llevársela al rostro. Pero no ocurrió eso que temía; de hecho, notó tan poco que el momento fue para él casi una decepción.
Pogar le había advertido que podría dejar la máscara siempre que quisiese, y que incluso ésta podría rechazarle; no con violencia ni daño, sino simplemente siendo un adorno hermoso pero inerte sobre su rostro; y eso fue lo que llegó a temerse esas primeras ocasiones.
Pero al poco, una vez liberado de los miedos previos, comenzó a tener sensaciones verdaderas, que de nuevo no fueron ni mucho menos las que había imaginado. Dones tales como ver los colores de las almas o aliviar el dolor con el simple roce de los dedos llegarían tiempo después. Lo que ocurría aquellos primeros días, al ceñirse el cambuj, era semejante a lo que nota un hombre que de repente se siente más fuerte. Fuerte no por una ganancia física, sino porque sus pensamientos se volvían más claros, su voluntad más recia y sus convicciones más sólidas.
—La Máscara Real no puede darte nada que no esté ya dentro de ti —le decía una y otra vez Pogar—. Si en ti no hay sed de justicia, la máscara no puede despertarla. Si no amas a tus semejantes, ella no puede enseñarte a hacerlo.
Lo que más notaba, empero, siempre que se ponía la máscara, era cómo su pena se apaciguaba. Y una vez más esto sucedía de una forma que él nunca habría esperado. Ya Pogar le había advertido que el cambuj habría de mitigar el dolor; pero él pensaba que si tal cosa era posible sería gracias al olvido que da el fundirse con un carácter ajeno, como es el de la Máscara Real.
Sin embargo, los recuerdos seguían allí.
Ceñirse la Máscara Real simplemente les daba una dimensión nueva y más amplia que, de forma curiosa, aliviaba el dolor. Con ella sobre el rostro, de la pérdida que había sufrido desaparecía la dimensión personal y localizada, para convertirse en un caso concreto de la situación de guerra endémica y violencia que azotaba Los Seis Dedos. El pesar por la muerte de la amada se convertía en reflexión filosófica.
—Los armas gobiernan sobre Los Seis Dedos —murmuraba Pogar—. Son dignos descendientes de mi pueblo, los gargales, y jamás han pensado en establecer una ley común a todos los pueblos que lo habitan.
—Pero los armas tienen leyes. —El Elegido meneó la cabeza.
—Por supuesto que las tienen; todo un código, antiguo y complejo. Los demás pueblos que habitan Los Seis Dedos tienen a su vez las suyas propias; y los armas no se suelen inmiscuir en eso. Todo cuanto existe a nivel común son unas pocas normas.
—¿Entonces?
—Entonces, el problema es ése. No hay más que las Vedas armas y, en un terreno más cotidiano, los decretos del Alto Juez; eso es todo lo que regula la convivencia entre las distintas gentes de Los Seis Dedos. Nunca ha habido intención, ni supongo que siquiera idea, de elaborar un cuerpo legal superior, que iguale y obligue a todos los pueblos.
—¿Y eso es malo?
—Tras esas normas no hay ninguna filosofía, y resultan insuficientes. Han surgido para atender problemas concretos, y lo único que las respalda es la fuerza. Pero el miedo al castigo no siempre detiene a los transgresores, como has podido comprobar tú mismo en carne propia. La Máscara Real sigue un camino distinto, y propugna la creación de un código de conducta superior, de una moral que esté por encima de las diferencias entre gentes y pueblos.
Esas conversaciones solían tener lugar en la cámara profunda, lejos del frío y la nieve que cubría las montañas. El Elegido vestía una túnica blanca sin adornos y Pogar un manto rojo y la máscara de jabalí, forjada en bronce y oro, que le señalaban como rey-brujo gargal. El segundo instruía al primero, que escuchaba en silencio. Esas enseñanzas adquirían otra dimensión cuando las recibía con la máscara puesta, y se acostumbró a calarla siempre que se reunían para aquellas largas disertaciones. Las dos concubinas entretanto les servían en silencio, como sombras entre la penumbra de las velas, y el Elegido, absorto, raras veces se percataba siquiera de su presencia.
—¿Es necesario que las diferencias desaparezcan, la gente sea igual y los pueblos de Los Seis Dedos se fundan en uno solo?
—Nuestro camino no propugna eso. Cada cual tiene derecho a ser quien es. —El rey-brujo se inclinó hacia delante, las luces de las velas reflejándose en los metales de su máscara—. Te daré un ejemplo. Cuando se habita bajo un mismo techo, en un hogar, se pertenece a una estructura superior, la familia, y se trabaja por un objetivo común, la ganancia de ésta. Eso no impide a cada uno ser como es, pero sí integra todas esas individualidades.
»Eso, aplicado a Los Seis Dedos, es el camino de la Máscara Real: la integración de todos los pueblos en una estructura superior. La visión tradicional, por el contrario, no ve Los Seis Dedos como el hogar del ejemplo, sino como una posada o una taberna, en la que no hay objetivos comunes y donde, en efecto, existen unas normas mínimas de convivencia. Pero ahí cada cual vela por lo suyo y, si acaso, se unen cuando la posada es atacada por bandidos.
—Pero ¿de verdad es necesario establecer la Ley Única por la fuerza?
—Nuestro camino no es el de la guerra. Buscamos imponer una paz duradera en Los Seis Dedos.
Pero siempre que ha aparecido una Máscara Real, ha corrido la sangre.
—Veo que has leído los libros que te di. ¿Es igual el agresor que el agredido? No. Pero si el segundo se defiende, a ojos de aquel que los ve luchar de lejos, uno y otro se confunden. Tenemos el derecho, y aun la obligación, de empuñar las armas para defender la vida, nuestras ideas, o para acudir en auxilio de los más débiles, si son atacados.
—¿Y los que no quieren aceptar esa ley, esa moral superior?
Depende. Hay muchas formas de ejercer violencia y algunas de ellas sin mover un dedo. Imagina a un matón que se coloca bloqueando una puerta por la que quieres salir. No alza una mano contra ti y, sin embargo, te está agrediendo.
—No acabo de verlo claro —agitó la cabeza.
—Cuando no veas claro, espera a hacerlo y después actúa. Pero, créeme —Pogar sonrió bajo el borde metálico de su máscara de jabalí—, la Máscara Real tiene pocas dudas.
Lobo Feroz cumplió su palabra y para la fecha señalada había reunido de sobra a su banda, con el propósito aparente de unirse a las huestes de don Tavarusa. Yo, entretanto, busqué asilo en uno de los santuarios de las Tierras Altas, porque no es mala cosa para los cazadores de cabezas aislarse de vez en cuando y meditar para hacerse más fuertes.
Al llegar el novilunio, aguardábamos todos, ocultos, en las inmediaciones del pinar de Jabalaneté, que era donde iba a tener lugar la ceremonia. Cúmulos blancos flotaban en el cielo enrojecido y, aunque el sol rozaba aún las cumbres, matizándolas de oro viejo, las sombras iban cubriendo ya los valles y las zonas más bajas. La temperatura descendía con rapidez y, a poco menos de un tiro de flecha, las copas de los primeros pinos se mecían al compás de ese viento que suele levantarse al ocaso.
Entre dos luces, salimos de nuestros escondites para deslizarnos con la mayor precaución posible hacia esos primeros árboles. Allí hicimos el primer alto, mientras Trapaieiro Porcaián, las dos brujas de guerra y un gargal llamado Esude —un hombre-búho, experto en escaramuzas nocturnas— se adelantaron para eliminar a los posibles centinelas.
Volvieron ya de noche cerrada, poco después de que los tambores comenzasen a sonar en la hondura del bosque y, a una voz del jefe Lobo Feroz, toda la banda se adentró en el pinar. Comenzaba un largo periplo por la espesura, ya que avanzar en aquellas tinieblas obligaba a moverse casi a ciegas, desdeñando la vista para confiarse a otros sentidos. Caminar con cautela, casi tanteando el camino entre los árboles; aguzar el oído y pisar con precaución, aspirando a cada paso el olor punzante de la pinaza.