—Pese al secreto, he sabido que va a celebrarse esa ceremonia y pienso frustrarla. Pero allí habrá muchos enemigos congregados y yo no puedo enfrentarme solo contra todos ellos. Ayúdame y yo te ayudaré: te llevaré hasta Tuga Tursa, si no tienes miedo de ofender a un ídolo tan feroz como el Gochora.
—¿Miedo? No —negué mientras me acariciaba la pequeña calavera del mentón—. Soy un cazador de cabezas y hago valer las Vedas. Allá el Gochora si acepta el homenaje de un condenado: habrá de cargar con las consecuencias, sea o no una deidad. Pero dime —volví a rozar con los dedos mi barbilla—, ¿cómo es posible que alguien como tú ande solo y sin partidarios?
—Yo, si quisiera, podría ser un gran jefe en las Montañas —repuso con sencilla inmodestia—. Ser tan poderoso como lo fue don Tavarusa o puede que aún más. —Apartó la mirada del paisaje para clavarla en mí y, tras las ranuras doradas del cambuj, dos ojos como carbones escarbaron en los míos—. Pero me gusta considerarme un espíritu libre y detesto cualquier clase de atadura.
—Ya veo —dije tras un instante, ganado por una repentina simpatía hacia ese extraño personaje—. ¿Y cuántos crees que serán?
—Alrededor de cincuenta. Va a ser una gran celebración. —Se terció la vaina de la espada sobre el regazo e hizo una pausa—. Según he oído contar, Tuga Tursa es responsable de la muerte de algunos de tus parientes e incluso se atreve a llamarse, y discúlpame por mencionarlo, Tumbalobos.
—Estás sugiriéndome que pidamos ayuda a mi feral. —Manoseé el pomo de mi espada—. Bueno, es cierto que tiene cuentas de sangre pendientes con nosotros y los lobos no somos de los que dejan correr el agua. Pero yo soy además un cazador de cabezas; el Alto Juez Tucatuca ha sido quien me ha enviado a matar a Tuga Tursa y, según las costumbres de los Cien, no puedo pedir ayuda a mis parientes para cazar una cabeza.
—Las costumbres son sólo eso, costumbres.
—En este caso es como una ley inmutable. Los Cien estamos para preservar la paz, no para desatar guerras. Obramos al margen de sangre y parentela. Si un cazador de cabezas recurriese a su feral, quizá los parientes del quebrantavedas se vieran obligados, por la fuerza de la sangre, a intervenir a su vez a su favor.
—Tienes razón —admitió el montañés.
Asomada tras su corpachón, la bruja se removía inquieta, tratando de llamar mi atención.
—Perdonadme. No quiero molestar. —Aún dudó, y mostró las manos en gesto de disculpa—. Pero es que Lobo Feroz, tu pariente, está aquí mismo, en el santuario.
—¿Y?
—Él no es un cazador de cabezas. —Sonreía como una niña, supongo que contenta de prestar un servicio a un grande, como era nuestro interlocutor—. Por tanto, no está atado, y seguro que estará muy contento de atacar a un enemigo de sangre. Y a mí me escucha cuando hablo; aprecia mis consejos. Podemos ir a verle.
Así que me llegué de nuevo hasta el toldo del hierbatero mestizo, aunque esta vez en compañía de la bruja y el montañés. Por consejo de la primera, fuimos pasado el mediodía, cuando el mercado dormitaba, prácticamente desierto por los embates del viento abrasador. Eran las horas más calurosas, los buhoneros sesteaban junto a sus mercancías y casi todos los asistentes se habían retirado a la sombra, a echar una cabezada.
Trapaieiro Porcaián y yo nos instalamos frente al jefe manamaraga, que se sentaba flanqueado por Arastacasta, santón de Ejaune, y Qum Moga, la bruja de guerra. Los cinco bebíamos tisanas humeantes. Los toldos chasqueaban a impulso de las cálidas ráfagas, olía a hierbas aromáticas, el polvo se arremolinaba en torbellinos fugaces y los insectos volaban en torno a nosotros.
A un lado, el mestizo trasteaba entre el puchero de agua hirviente y sus tarros de hierbas, sin reparar en nosotros. Ya antes se lo había señalado con disimulo a Lobo Feroz, pero éste había descartado el tema con un vaivén del abanico. «Descuida hombre, que es un amigo», había musitado.
Ahora, mi pariente se abanicaba con parsimonia, tan reacio como yo a mezclar a terceros en el asunto, aunque por otras razones.
—Por supuesto que me alegra saber que Tuga Tursa está aquí, en las Tierras Altas, al alcance de mi mano. Y es verdad que yo podría convocar así de fácil —chasqueó los dedos— a dos docenas de espadas o más. Pero éste es un asunto que no va con mis amigos. Tendríamos que recurrir a nuestros parientes. Después de todo, las cuentas de sangre de esa bruja son con los lobos y no está bien que otros nos saquen las castañas del fuego. ¿Qué dirían por ahí de nosotros?
—Yo no puedo acudir a los nuestros —le recordé.
—Pero yo sí. —El manamaraga volvió a abanicarse, espantando de paso a las moscas—. Alguien con el descaro de llamarse Tumbalobos no tiene derecho a la vida. Hay tiempo de sobra para convocar a los lobos y, para la luna nueva, tendré reunido un número más que suficiente para este asunto.
Hubo una pausa en la que bebimos de nuestras infusiones. Luego, Trapaieiro Porcaián denegó lentamente con la cabeza.
—Me temo que eso no es posible. Los Mutel dan mucha importancia a esta ceremonia y sus espías en las Tierras Altas tienen que estar al quite. Es más, el Gochora y yo somos viejos enemigos, y su culto nunca desapareció del todo, ni aquí, ni en las Montañas, ni en Cabezas Muertas. No te quepa duda de que, en este preciso instante, alguien nos vigila.
Lobo Feroz aceptó tal hecho acariciándose la barba veteada de gris, al tiempo que entornaba los párpados. El montañés prosiguió:
—Si los lobos suben en masa a las Tierras Altas, o los que viven aquí se reúnen, se sabrá. No hay tampoco tiempo de hacer las cosas con cuidado y en secreto. Y si los celebrantes sospechan que han sido descubiertos, obrarán en consecuencia.
—Es posible —admitió de nuevo el manamaraga. Con gesto distraído, se llevó la mano a las mejillas para acariciar los colmillos de bronce de la piel de lobo con la que se cubría—. Pero yo te digo que convocar a mis amigos para este asunto sería abusar de nuestros juramentos mutuos. No, no estaría bien. Yo te comprendo y la información es tuya. Si no quieres que acuda a los lobos, no lo haré; estás en tu derecho. Y puedes contar conmigo a nivel personal. Así están las cosas, y créeme que no puedo hacer más.
Trapaieiro Porcaián apuró su recipiente para, acto seguido, tendérselo al hierbatero, indicando así que se lo llenase de nuevo. Hasta que eso estuvo hecho no dijo palabra.
—Se acerca una guerra. —Manoseó el cuenco humeante—. Los Mutel están soliviantando a los nómadas contra los intereses armas en el Chan Menor y la gente-león se ha decidido a actuar. Tavarusa está levantando un ejército para dirigirse a los llanos y está alistando a muchos jefes y cabecillas para la campaña. Entre ellos, a no pocos de las Tierras Altas.
—¿Y? —Lobo Feroz lo miró con párpados entornados.
—Tú eres uno de ellos, si no me han mentido. Y creo que no lo han hecho.
—Las noticias vuelan. —El manamaraga se sobó la gran barba, sonriendo sin humor—. Pero ¿qué tiene que ver eso con lo que estábamos hablando?
—Todo. Es la solución —irrumpió Qum Moga, que había captado la intención del montañés—. A nadie le va a llamar la atención que convoques a tu banda. Todos supondrán que vamos a unirnos al ejército de don Tavarusa.
El manamaraga torció el gesto, pero la pequeña bruja levantó las manos, y sus ajorcas tintinearon al impedir la réplica.
—¡Déjame acabar! Si frustramos esa ceremonia y, de paso, matamos a unos cuantos aliados de los Mutel, ganaremos favor a los ojos de don Tavarusa. Sería un servicio que él sabría agradecer, y recompensar.
—Visto así, la cosa cambia. —Sin embargo, Lobo Feroz aún dudaba, acariciando pensativo el largo cañón de su fusil—. Pero dime, ¿está bien exponer a mis amigos a las iras del Gochora? Es un demonio poderoso, y vengativo.
Sentada sobre los talones, la bruja de guerra se echó a reír, haciendo resonar sus pulseras.
—Con los ídolos pasa lo mismo que con la gente, jefe. Es imposible estar a bien con todos.
El descamado Arastacasta esbozó entonces una sonrisa y dejó correr los dedos por la hoja de su hacha, similar a la de una guadaña.
—Escucha a la chica. Escúchala, que lo que dice no es ninguna tontería.
Lobo Feroz aún estuvo abanicándose largo rato, meditando con los párpados caídos.
—Bien —aceptó al fin—. Entonces, estamos de acuerdo.
En aquellos días extraños no fui yo el único que se topó con personajes que portaban máscaras antiguas y fabulosas.
Mi amigo Palo Vento, casi al mismo tiempo que yo me dirigía a las Tierras Altas en busca de la bruja Sagalea, se unió como escriba e intérprete a un viajero que acababa de llegar del Sursur. Respondía ese extranjero al nombre de Te-Cui y era una especie de filósofo, adscrito a una escuela bastante extendida por las tierras del Sursur. Se hacían llamar los Mundanos, y seguían el precepto de un antiguo maestro, que defendía que un filósofo tenía que dedicarse a los negocios de este mundo para después, en lo privado, entregarse a estudios y especulaciones de carácter más abstracto. Es una forma de vida con bastantes adeptos en el Sursur y Te-Cui, fiel a esa máxima, había trabajado en no pocas cortes, en todo tipo de ocupaciones, desde la supervisión de obras hidráulicas a la enseñanza de los hijos de sus patronos.
En la época en que vino a Los Seis Dedos era hombre ya de mediana edad, alto, delgado, con una barba entrecana muy cuidada. Vestía ropas de buena factura y corte sencillo. Personaje muy viajado, curioso impenitente, dominaba multitud de artes, entre ellas la esgrima, aunque procuraba recurrir lo menos posible a ésta, tanto por temperamento como por convicciones filosóficas.
Había abandonado el último de sus empleos, en una lejana corte meridional del Sursur, para venir al norte del Riorrío, en busca de un discípulo suyo. Uno por el que sentía especial aprecio, que le acompañó durante años y que se había apartado de su lado para acudir a su vez a Los Seis Dedos, con la intención de estudiar y transcribir textos gargales y armas.
Esos documentos eran tratados de ingeniería y medicina, dos disciplinas que interesaban especialmente tanto a Te-Cui como a su discípulo; así que aquél no creía que éste hubiera violado ninguna veda sin querer, ni que se hubiese metido en problemas por culpa de los mismos. Pero lo cierto es que, tras enviarle ciertas cartas, había desaparecido sin dejar rastro. El maestro temía que hubiese sufrido algún percance y eso le causaba cierta desazón, ya que, aunque la idea había partido de su alumno, había sido él quien lo animó a hacer ese viaje, habida cuenta del caudal de conocimientos que podía encontrar.
Eso había sucedido hacía unos pocos años y el maestro, fiel a una forma de ver la vida y a unos preceptos de comportamiento, tras constatar que su discípulo no iba a reaparecer, lo dejó todo para subir al norte. Fue bien recibido en Minacota, donde las autoridades le brindaron su ayuda. Así se supo que el desaparecido había estado, en efecto, algún tiempo en la ciudad, antes de partir hacia Resegra, en el Carauce, con la intención de estudiar en la Biblioteca de esa ciudad, la más sagrada de los armas.
El maestro era hombre decidido, a la par que prudente, así que resolvió dirigirse a su vez hacia Resegra. Pero no lo hizo de forma irreflexiva, sino que antes contrató a un guardaespaldas, así como a Palo Vento, ya que pensó que un escriba que dominase los alfabetos locales, capaz además de empuñar las armas si la necesidad lo requería, podía serle de suma utilidad en su viaje al corazón de Los Seis Dedos.
El maestro Te-Cui llegó así a una ciudad que no sólo era sagrada, sino también prohibida, ya que se necesitaba un salvoconducto para entrar en ella. Él y sus dos compañeros viajaron por los ásperos caminos montañeses, y tuvieron que cruzar los tres desfiladeros antes de alcanzar el valle en que se enclava Resegra. Y sin duda, aun él, que tantas maravillas había visto, debió de sentirse impresionado ante esa ciudad monumental, de edificios construidos con grandes bloques y fachadas talladas en la ladera pétrea.
No es una ciudad muy grande, ni muy populosa, pero sí imponente, puesto que contiene multitud de templos y edificios públicos, como la Casa de Ciencias o la Biblioteca, de las que tan orgullosos nos sentimos los armas. El maestro Te-Cui pudo recorrer a su antojo aquella ciudad sagrada, custodiada por mil máscaras guerreras; se entrevistó con sus cinco alcaldes, visitó los santuarios y estudió las construcciones. Pero no por eso descuidó el motivo que lo había llevado hasta aquella región montañosa, y que no era otro que encontrar a su alumno desaparecido.
Los bibliotecarios recordaban muy bien a aquel otro viajero del Sursur, pero sólo pudieron decirle que había pasado una temporada en la ciudad. Que tuvo libre acceso a cuanta documentación quiso y que un buen día se marchó, sin que nadie le preguntase nada; pues era hombre entregado a su trabajo y no estuvo allí el tiempo suficiente como para entablar amistad con nadie.
Te-Cui no era de los que se desaniman a las primeras de cambio, así que pidió a su vez que le dejaran examinar los libros que había estudiado su alumno. Quizá, se decía, había encontrado algo destacable; algo que podía poner en marcha a un hombre inquieto, más preocupado por el saber práctico que por acumular erudición. ¿O cómo explicar si no su partida repentina?
Pero esa investigación laboriosa no dio fruto alguno, y tuvo que ser un encuentro extraño —que él aceptó con estoicismo— el que le sacase del atolladero en el que se hallaba.
Cierta tarde, harto de hojear libros de ingeniería con la cada vez más lejana esperanza de encontrar una pista, abandonó la biblioteca antes de la hora habitual. Era éste un edificio monumental, un rectángulo de enormes sillares adosado a la ladera, con salas orientadas al sur para la lectura y el copiado, y kilómetros de galerías y cámaras subterráneas donde se almacenaban decenas de miles de tomos, escritos en un centenar de alfabetos. Aunque había oído hablar de esa Biblioteca, el maestro se había quedado anonadado ante su magnitud. Sin embargo, en todos aquellos libros, no había una sola línea que pudiera ayudarle.
Declinaba la tarde y la temperatura era tibia, aunque luego, tras el ocaso, haría frío. Bajó casi sin darse cuenta, porque tenía la cabeza puesta en otra cosa, hasta el santuario de Arbar, diosa del rayo y del trueno, en el que se practicaban ciertos tipos de sanación. El templo dispone de un atrio exterior y de pórticos con estatuas grotescas a manera de columnas, y allí tenían a un puñado de enfermos a la sombra de los árboles, aprovechando la tibieza vespertina. Los dolientes lo eran de enfermedades internas, y el viajero se detuvo a observar cómo los sanadores de ropas blancas y rojas les atendían con pócimas, agujas y pases de las manos.