—Tuga Tursa se ha escapado —comentó por fin, sin mirarme.
—Sí —suspiré—. Son cosas que pasan, y hay que estar tanto a las duras como a las maduras.
—Eso son palabras —observó con frialdad—. No te creía de esos que se esconden tras frases hechas.
—Vigila esa lengua, chica —la reconvine sin alzar la voz—. Yo no me escondo de nada ni de nadie, ni me importa lo que pienses tú de mí. Soy un cazador de cabezas: estoy para matar rompevedas, no para quedar bien delante de nadie. —Tendí las manos al fuego—. Mis maestros me enseñaron que la paciencia, la perseverancia y la resistencia valen tanto para un miembro de mi sociedad como un par de buenas espadas. ¿De qué sirve ser animoso sólo a ratos? Un buen cazador no debe temer ni a la adversidad ni al fracaso.
Ella no contestó nada. Y yo añadí:
—No seré tan hábil como Sesegüe o el gran Aorcabuéis, que podrían matar al mismísimo rey de Corgo en su cama, entre sus guardias. Pero sí soy tenaz como pocos y no me desanimo fácilmente. Eso hizo que los Cuatro se fijasen en mí…, porque yo no escogí ser cazacabezas, como tú no escogiste ser bruja.
Qum Moga cambió el peso de un pie al otro y se apoyó en su arco de guerra, sopesando mis palabras.
—Será como dices. Tú eres el cazador y sabes más de todo esto.
—No, no. —Sonreí con desgana—. Tan sólo soy un poco más viejo y he tenido algo más de tiempo para aprender.
Hubo un nuevo silencio entre nosotros. El aire nocturno agitaba las llamas y, al borde del claro, las copas de los pinos eran manchas negras que se mecían contra las estrellas.
—Corocota —dijo ella por fin—, ¿qué pasa con nuestro pacto?
—El pacto, sí…, ¿tú que opinas?
—Bueno. —Volvió a mirarme de reojo—. Tuga Tursa está viva, pero tú también. Por eso no le disparé, aunque la tuve a tiro. Yo creo que he cumplido mi parte. Pero, si no estás de acuerdo, podemos acudir a un árbitro imparcial.
—No es necesario —reconocí. La culpa era sólo mía, por cerrar tratos en condiciones desfavorables—. Tienes razón, y cumpliré lo pactado… en cuanto remate este asunto de Tuga Tursa, por supuesto.
—Por supuesto —admitió, aliviada.
Dudó, pero no añadió más. Aunque seguía junto al fuego, noté cómo sus ojos buscaban continuamente a la otra bruja de guerra, Sondelide, que no se despegaba del lado de Trapaieiro Porcaián. El montañés era el personaje de la noche, ya que había vencido a un ogro famoso en un parpadeo, y el papel de las brujas de guerra en las bandas de las Tierras Altas y la frontera es muy similar al de las lanzáis copa. No en vano ambas derivan de las mismas brujas gargales, las Tonj Ampae, célebres por sus artes guerreras, amatorias y mágicas.
—Bueno. —Sonreí—. Anda, vete. No tienes por qué hacerme compañía.
—¿Celoso? —Volvió los ojos sorprendida; agradablemente, creo.
—No.
Me dedicó un mohín que estaba entre el desdén y el despecho, medio en broma pero mitad en serio, y me dio la espalda. Y al rato yo también me aparté del fuego. Los manamaragas reunían el botín —alhajas, máscaras, armas—, y el jefe Lobo Feroz se había sentado en la plataforma de roca que sustentaba al ídolo, a conversar con Esude, el hombre-búho. El gargal asentía de vez en cuando y terminó por abandonar el ruedo de hogueras para internarse en la noche. Supuse que iba a la caza de enemigos rezagados, y puede que a cerciorarse de que no se reagrupaban para contraatacar.
Al acercarme al pedestal, mi pariente me lanzó una mirada aviesa que yo sostuve irritado. Arastacasta nos contempló a ambos con ojos sombríos, sopesando su hacha, mientras los demás espectadores se removían incómodos. Pero por fin fue el jefe manamaraga el que cedió en esa oportunidad, apartando primero la vista.
—Bueno, sobrino —me interpeló con cierto esfuerzo—, ¿qué planes tienes?
—Ninguno. —Me encogí de hombros—. En cuanto amanezca, saldré a buscar a Tuga Tursa y, allí donde la encuentre, le cortaré la cabeza.
Lobo Feroz cabeceó con solemnidad, supongo que porque una respuesta así fue de su agrado, antes de encararse con Trapaieiro Porcaián, que estaba flanqueado por las dos brujas embadurnadas de rojo y amarillo.
—¿Y tú, montañés?
—Mis sinos me llevan a oriente. —El aludido le mostró las palmas de las manos—. Bien sabes qué asuntos me han hecho bajar de las montañas. Pero es en los llanos donde está la clave de la lucha contra la Máscara Real, y no aquí, en Los Seis Dedos.
—Entonces sigamos juntos. Don Tavarusa ha acampado en Ruq Ulea y está reuniendo fuerzas. Nos uniremos a él, para hacer la guerra contra los Mutel.
Pero el montañés denegó con la cabeza.
—Te agradezco la oferta, pero no puede ser. He consultado las suertes y éstas han dispuesto otra cosa.
El manamaraga cabeceó, resignado, y el hombre de la máscara semihumana de jabalí fijó la mirada en el ídolo de bronce.
—Sí —susurró con voz de repente ronca—. Iré por mi cuenta a los llanos.
Lobo Feroz manoseó inseguro su fusil y Arastacasta volvió a sopesar su hacha. Todos, incluso las brujas de guerra, nos sentimos de repente intimidados por el aura que manaba del montañés. Los reflejos de las llamas parecían retorcer los rasgos de su máscara, empañándolos de amenaza, y un algo inquietante, casi tangible, parecía arroparle.
Luego, mudando de humor, se volvió y puso sus manos en los hombros de Qum Moga y Sondelide. Los tres se fueron riendo a cortar la cabeza del ogro muerto y los demás no pudimos reprimir suspiros. Trapaieiro Porcaián parecía un sujeto tranquilo, de los que no molestan a quienes les dejan en paz; pero calaba la máscara de un dios menor: ni un manamaraga, ni un santón del dios de los muertos, ni aun un cazador de cabezas envalentonado por su máscara querría tener tan mala suerte como para interponerse en su camino.
Y así, yendo a la ventura hacia el este, Trapaieiro Porcaián tomó uno de esos viejos caminos de carga que atraviesan el Carauce, ondulándose por las laderas, culebreando entre barrancos y bosques, y cruzándose caprichosamente una y otra vez.
El montañés se topó por dos veces con caravanas a lo largo de ese viaje. Columnas perezosas de bueyes; grandes bestias de cuernos enfundados en bronce que avanzaban entre polvaredas, bamboleándose bajo el peso de los fardos entre el resonar de sus cencerros. Y también mercaderes a caballo, arrieros que azuzaban a los animales con sus aguijas, porteadores con las mercancías a cuestas, mercenarios flanqueando la columna arco en mano…
En ambas ocasiones, el viajero se detuvo para sentarse a la sombra con guías y ojeadores. A fumar una pipa, intercambiar información sobre los bandidos y la guerra en ciernes del este, y trocar adivinaciones por un poco de comida y tabaco.
Y así, tras un par de días de perezoso deambular, Trapaieiro Porcaián llegó a un terreno llano y anegado, cubierto de malezas altas y con algunos bosquecillos dispersos por toda la extensión. Las aguas se remansaban en aquellas tierras planas, creando un marjal salvaje y peligroso, en el que el único signo humano era la vieja calzada que lo atravesaba, retorciéndose entre charcas y cenagales.
Mientras recorría esa ruta, que había sido abierta por los hombres-león en tiempos inmemoriales, como atestiguaban los leones de piedra sitos a intervalos a lo largo de la calzada, el montañés pudo ver inmensas bandadas de aves que alzaban el vuelo a su paso, rebaños de toros salvajes que retozaban en las pasturas, nubes de mosquitos que zumbaban alrededor de las charcas. Las aguas estaban llenas de reflejos de luz, un aire cálido corría por las landas, acariciando hierbas y arboledas, y el calor hacía temblar las imágenes ante los ojos del viajero.
Más adelante, vislumbró a dos hombres que luchaban al pie del camino. Parecía un duelo y no un viajero asaltado por bandidos; así que, acomodando las vainas lacadas de sus espadas al hombro, el montañés siguió caminando hasta llegar a unos pasos. La pelea había arrastrado a los dos luchadores hasta una charca poco profunda, donde ahora contendían con el agua por la cintura, sin pronunciar palabra. Forcejeaban agarrándose por las muñecas y blandiendo dagas que centelleaban al sol. Los dos eran hombres-serpiente, advirtió el espectador, y ambos calaban máscaras de matar: de bronce bruñido una, de mosaico verde y negro la otra.
Se detuvo al borde de la calzada, a observar cómo se desarrollaba ese duelo ritual. Los hombres-serpiente se debatían, cada uno tratando de librar el brazo armado y girando juntos a través de las plantas acuáticas, entre chapoteos. En bastantes ocasiones se zafaron para trabarse de nuevo, sin lograr encajar ni un solo golpe. Por último, fueron dando tumbos hasta sumergirse en las profundidades de un juncal y desaparecieron de la vista del espectador.
Trapaieiro Porcaián se quedó junto al camino, aguardando. El aire traía multitud de olores vegetales, y desde donde él estaba veía agitarse los juncos. Paradójicamente, se escuchaba cantar un pájaro, con una llamada que resonaba a lo largo de la extensión de aguas y plantas. Por fin uno de los combatientes —el de la máscara de mosaico, hecha de piezas de malaquita verde y obsidiana negra— reapareció por entre los juncos. Resollaba al remolcar por los sobacos el cuerpo de su enemigo, que mostraba esa laxitud de la muerte, y, a su paso, las aguas ya turbias enrojecían. Vadeó penosamente las charcas hasta alcanzar, chorreando, la orilla que daba al camino.
Arrastró el cadáver a tierra, al tiempo que lanzaba una mirada de través al viajero, que alzó la mano derecha en gesto de paz. El vencedor de la lucha ritual era un arma delgado y de músculos fuertes; un manamaraga casi desnudo, cubierto de aparatosas alhajas de bronce y oro, y algunas defensas de metal y cuero. En la espalda llevaba pintado un sello de matar rojo.
Con movimientos pausados, el montañés abandonó su lugar para acercarse. El hombre-serpiente adelantó la cabeza, vigilándole con suspicacia.
—Paz, serpiente, paz.
—Paz… —El otro dudó, tratando de clasificar a aquel vagabundo de gran estatura y ropas negras, cubierto con máscara semihumana de jabalí—. Viajero —concluyó, sin poder decidirse.
—Ha sido una gran lucha. —Y, con un ademán, el montañés abarcó tanto a la charca como al cadáver.
El manamaraga fue a sentarse en una roca y se despojó de la máscara y las defensas. Se palpó con gesto distraído la cabellera, recogida en una gruesa coleta que le colgaba de la sien izquierda.
—Sí que lo ha sido. Sí —admitió, al tiempo que se recostaba al sol, manoseándose de nuevo el peinado, que iba sujeto por pesados broches de bronce. Advirtió cómo el montañés observaba los sellos rojos y amarillos que el muerto llevaba pintados en los antebrazos—. El del brazo izquierdo es el Sello Maestro de la Máscara Real, y el de la derecha, el de matar del Cufa Sabut.
—Gracias, pero los conozco de sobra —dijo con suavidad el montañés.
El hombre-serpiente observó lleno de curiosidad a su interlocutor; pero éste, sin añadir nada, se acomodó sobre una piedra cercana.
—Soy Trapaieiro Porcaián. Vengo de las montañas.
El otro entornó los párpados para valorar el cambuj del hombrón, así como su ajuar guerrero.
—Usas un nombre famoso. ¿Qué eres? ¿Un mascareno?
—Algo así —aceptó sonriendo.
—Yo soy Viboraz, arma del feral de las serpientes.
—Ah, Viboraz. —El montañés se inclinó hacia delante, interesado—. Vaya, vaya. ¿Sabes que en las Tierras Altas se habla mucho de ti estos días?
El manamaraga se encogió de hombros por toda respuesta. Y Trapaieiro Porcaián, abriendo sus alforjas, comenzó a cargar la pipa.
—Dicen que tu feral te ha encargado la misión de acabar con el Cufa Sabut. No te preguntaré si es verdad, claro. Pero —señaló con la cabeza al muerto— entonces ese mediarma muerto es…
—Uno que tenía que acabar conmigo —gesticuló de nuevo con desgana—. Era un hombre-víbora del norte. Estuvimos charlando un rato antes de luchar… ya no volverá nunca al río Morega.
El montañés asintió lentamente, mientras acercaba la mecha a la cazoleta de la pipa. Lanzó una gran nube de humo.
—Y ahora vas al este, supongo.
—Voy allá donde pueda estar el Cufa Sabut. Si está en el este, allí voy yo.
—Y viajas así, a plena luz. —Blandió su pipa, volvió a sonreír bajo el borde de la máscara de jabalí—. Tienes más valor que cabeza, serpiente. Y no te ofendas. Pero dicen que hay todo un ejército de juramentados buscándote.
—Ya serán menos. A la gente le gusta exagerar.
—Eso también es verdad. Por cierto que yo también voy hacia el este. —Entre dos caladas, señaló hacia el camino—. Don Tavarusa está reuniendo un ejército en Ruq Ulea, y yo pienso unirme allí a él.
—Ah. —El hombre-serpiente volvió a mirar con sorna al montañés—. La verdad es que no tienes aspecto de guerrillero ni de mercenario.
—No soy ni una cosa ni otra. Pero tengo algunas cuentas pendientes que saldar.
—No es difícil suponer cuáles ni con quiénes. —El manamaraga esbozó una sonrisa desvaída.
—No es un secreto, ni pretendo que lo sea. Luché contra la Máscara Real hace trescientos años y volveré a hacerlo ahora. Contra ella o contra cualquiera que pretenda resucitar su poder.
—Ya. ¿Y qué haces por esta comarca? ¿Vienes de las montañas para la guerra?
—No. Vengo de Jabalaneté.
—¿El pinar de Jabalaneté? Pues te has desviado bastante.
—Sin duda. No conozco estas tierras.
—Mira —Viboraz se incorporó a medias—, sigue la calzada hasta salir de estas ciénagas y llegarás a una bifurcación. Toma el camino de la derecha porque, aunque también se llega a Ruq Ulea por el de la izquierda, es más largo y da más vuelta. El de la derecha es más corto aunque bastante solitario: lo usan los buhoneros y alguna caravana pequeña de mulas, porque la senda es demasiado abrupta para los carros y los bueyes.
—Te agradezco las indicaciones. —El montañés meneó la cabeza con cortesía antigua—. Es fácil perderse por aquí, aunque ya veo que tú conoces los caminos.
—Un poco. Suelo ganarme la vida escoltando caravanas.
—Ah. Yo también soy un poco vagabundo, ¿sabes? Allá, en las Montañas, voy de un lado a otro. Leo las suertes, rompo maleficios y cosas parecidas… Así voy tirando.
El manamaraga volvió a estudiar, más que curioso, a su interlocutor.
—¿Cómo es posible? Alguien como tú sería un grande en las Montañas, o incluso en Los Seis Dedos, con sólo desearlo.