—Aun así, no es una amenaza; todo lo más, una molestia.
—Por sí misma no. —Sonrió con dureza en la penumbra—. Pero ¿y si fuese una pieza dentro de un juego mucho más grande?
Le miré entre las espirales de humo blanco.
—Puede ser. Una Máscara Real recorre Los Seis Dedos, y han sido los Mutel los que la han forjado.
Ahora le tocó a él contemplarme largo tiempo.
—Veo que estás bien informado —dijo al cabo, simplemente.
—¿No es acaso eso lo que se espera de mí?
—Sí. Pero me pregunto si comprendes todo lo que ahora está en juego.
—Supongo que no. Te escucho, maestro.
—Sí. Escúchame con atención. No hace falta que te cuente la historia de la Máscara Real…
Negué con la cabeza porque, ¿qué arma no conoce esa leyenda? Es parte de nuestra historia. Hace siglos, Los Seis Dedos vivieron una larga época de guerras entre ferales; una verdadera edad oscura. Los ferales mayores lucharon entre ellos durante años, arrastrando al combate a los demás estamentos, a mediarmas, a gargales, a momgargas. Se guerreaba un año tras otro, la sangre corría como el agua, el humo oscurecía los cielos y los incendios iluminaban las noches. Fueron los años de la Senda Oculta, llamados así porque nadie parecía encontrar salida a aquella situación.
Fueron tiempos sangrientos y, según la leyenda, fue un rey-brujo gargal, el Rey Rojo, quien, harto de matanzas, concibió la idea de forjar una máscara capaz de restaurar la paz en Los Seis Dedos. Trabajó en su fragua durante cuarenta días; la forjó de oro puro y, con su magia, la empapó de todas las virtudes. Por último, buscó un portador digno de ella.
La Máscara Real bajó de la sierra Cerrada y comenzó a vagabundear por los caminos de Los Seis Dedos, llevada de su misión. Y, si al principio lo hizo acompañada tan sólo de su creador y mentor, el Rey Rojo, no tardó en contar con partidarios por todo el país. Hizo multitud de milagros, derrotó a enemigos, monstruos y demonios y, sobre todo, consiguió que la paz llegase a Los Seis Dedos. Los ferales armas le rindieron homenajes y algunos, incluso, forjaron máscaras para que la acompañasen. Así fue como dio comienzo la era de la Máscara Real, que gobernó Los Seis Dedos durante treinta años.
Aunque esa era comenzó con los mejores augurios, finalizó como había nacido: entre la guerra y la sangre. La leyenda dice que la Máscara Real fue perdiéndose poco a poco en la soberbia y la cerrazón. No oía a nadie, no negociaba, y se convirtió en una deidad. Sus decretos eran inapelables y cualquier disensión era castigada con hierro y fuego. Sus partidarios le rendían culto, como si fuese un dios de las montañas.
Los últimos años fueron especialmente sangrientos y llenos de conatos de revuelta. Pero la gran rebelión la inició la gente-león en su ciudadela de Yunquera, al despeñar a unos enviados reales demasiado altaneros. Y, mientras la mismísima Real se dirigía con su ejército a sitiar Yunquera, el Rey Rojo volvió a bajar de la sierra Cerrada, esta vez para combatir a su propia creación. Aquello decantó la balanza y la insurrección se extendió por Los Seis Dedos. Aun así, la guerra duró tres años y fue muy dura, porque a la Máscara Real no le faltaban partidarios, tanto entre gorgotas como entre momgargas, y no acabó hasta que el propio portador de la máscara cayó en un combate. El Rey Rojo recuperó su creación y se la llevó de vuelta a la sierra Cerrada, donde descansa, según dice la tradición, en un santuario secreto de los gargales.
—Forjar una Máscara Real no es algo que pueda hacer cualquiera, como no cualquiera puede llevarla. Es una máscara muy noble y hay muy pocos dignos de ella. Corren muchos rumores, pero se dice que la Máscara Real es portada por alguien que no nació aquí, y que le acompaña un rey-brujo que hace las veces de mentor, como el Rey Rojo lo hizo con la original.
—Eso he oído yo también. ¿Podría ser uno de los hermanos Mutel ese rey-brujo?
—¿Quién sabe? Todo son rumores. Transitan por caminos apartados y tienen la precaución de no mostrarse en público. —Hizo una pausa—. ¿Por qué crees que los Mutel forjarían una Máscara Real?
—¿Por vanidad?
—Ése sin duda es un buen motivo: emular las hazañas de los antiguos y, por tanto, alcanzar igual gloria. Pero, aparte, puede haber una razón mucho más práctica. La ambición de los Mutel es convertirse en Quiniones de Pagoa y en sus planes está romper el control que los armas ejercemos sobre el camino de Tres Cortes. Cuentan con que la Máscara Real les ayude a lo segundo.
—Si la Real llega a gobernar de nuevo Los Seis Dedos, puede que acabe siendo un enemigo terrible para ellos. Sólo conoce su verdad, no negocia ni transige, y no siente gratitud por nadie. Ella y sus devotos no deben lealtad más que a su propia causa.
—Puede. Pero si la Máscara Real se hace fuerte en Los Seis Dedos, sembrará la discordia, y quién sabe si nuevas guerras intestinas. Todo eso nos debilita y los Mutel lo tendrán más fácil para desalojarnos del Chan Menor. Todo apunta en esa dirección: hay bastante agitación en la llanura y sabemos con certeza que embajadores de los Mutel están tratando de soliviantar los lares nómadas contra nosotros.
—¿Y qué hace el Alto Juez? ¿Y el Ras?
—¿Has visto últimamente a don Tavarusa?
—No. Pero supongo que, desde que trataron de matarle, se ha vuelto más precavido.
—La precaución no ha sido nunca cualidad de demonios ni de ogros. —Meneó la cabeza—. No. Lo que ocurre es que ha salido de Minacota, rumbo al Magaz.
El Magaz es el valle, largo y fértil, que separa el Carauce de las montañas, y por el que discurre el río Morega. Un buen lugar en el que recibir tanto a los mercenarios enviados por los montañeses, como a los que bajan por el río desde Cabezas Muertas y el Alto Norte. Al menos, no se me ocurría otra explicación a la presencia de don Tavarusa allí.
—¿Está reuniendo un ejército?
—Así es. Y es buena señal que no hayas oído ningún rumor en tal sentido. Cuanto más tarde en saberse, mejor.
—Entiendo.
—Bien. Volvamos entonces a nuestro asunto. Los hermanos Mutel han puesto en marcha el asunto de la Máscara Real y ya no necesitan ocuparse de él. Recorre Los Seis Dedos haciendo milagros, según dicen las habladurías, y consiguiendo partidarios.
—¿Y qué tiene que ver eso con nosotros?
—Los Cien, en aquella otra ocasión, lucharon contra la Máscara Real.
—Lo sé.
—Y ahora volveremos a hacerlo. —Me miró con serenidad—. Por supuesto, nadie va a obligarte.
—Yo sé dónde está mi lugar y cuáles son los míos.
—Bien dicho. La Máscara Real y sus partidarios siguen el camino único. Representan la aniquilación de cuanto no se ajusta al mismo y de los que no lo siguen. Son la negación de todo aquello por lo que los Cien existimos. Cuando concluyas el asunto de Tuga Tursa, tendrás que elegir una máscara distinta para una misión bien diferente. —Hizo una pausa para mirarme—. Saldrás a luchar con los devotos de la Máscara Real.
—Así lo haré, maestro.
—Que no te tiemble la mano; pero recuerda esto: tu misión no es tanto matar como sembrar el miedo. Que no se sientan tan fuertes y no se crezcan como hacen ahora, confiados en el respaldo de la Real. Hazlo y usa para ello cuanto tus maestros y la experiencia te han enseñado.
Asentí, envuelto en humo. Las máscaras de matar, la noche, las veredas solitarias, las muertes repentinas y los incendios nocturnos. Y el miedo; sobre todo el miedo. Ésa es la gran baza de nuestra hermandad, la fuente de nuestro verdadero poder. El miedo de la gente nos alimenta, nos da fuerzas y hace invulnerables, debilita a nuestros enemigos y aparta a todos de nuestro camino. Y así, siendo tan pocos, imponemos las vedas a tantos.
—Bien.
—La gente tiene mala memoria y, cada cierto tiempo, hay que recordarles que existen leyes que no se deben desafiar, y límites que no hay que traspasar. Cuando te liberes de tu misión, irás a sangre y fuego contra los de la Máscara Real.
Acaricié distraído la calavera de mi mentón, mis ojos puestos en los suyos. El roce de ese adorno conjuró, entre las volutas de humo que giraban perezosas en la oscuridad de la cripta, una visión de casas en llamas y cadáveres tirados al borde de los caminos.
—¿Es eso lo que esperan los Cuatro de mí?
—Ellos hablan por mi boca.
—Entonces, así se hará.
El hombre-serpiente deslizó las manos a lo largo de la vaina de su espada, inclinando la cabeza calva, y ya no dijo más, sumiéndose de nuevo en sus pensamientos. Di otra calada, acomodando mi propia hoja sobre el regazo, y desvié la vista a las máscaras funerarias de las paredes. El palpitar de las velas arrancaba destellos a las mejillas pulidas; los ojos vacíos me devolvían la mirada; los rasgos metálicos parecían animarse, mudando una y otra vez de expresión. Les devolví el escrutinio; pero, aunque estuve largo tiempo allí, esperando algo, no pude descifrar el mensaje contenido en aquel incesante gesticular.
S
u maestro Pogar no había mentido al pronosticarle un viaje largo, tanto en lo interno como en lo exterior. Dejaron aquel viejo santuario abandonado, sito en un paraje recóndito de Osca, no bien se lo permitió el deshielo, y se pusieron en camino. En aquel comienzo de una peregrinación, que luego se convertiría en leyendas y canciones, no le acompañaban más que Pogar y las dos concubinas de éste.
Viajaban ligeros. Pogar solía abrir la marcha, báculo en mano; se armaba con dos espadas, vestía un manto rojo y llevaba el rostro oculto tras su máscara de jabalí, de bronce brillante. El Elegido vestía con sencillez y nadie, a no ser que se ciñese la Máscara Real, le hubiese tomado por otra cosa que lo que en tiempos fue, un vagabundo extranjero. Tras ellos iban las dos mujeres con un buey de carga, que llevaba sus escasas posesiones. Aquellas dos concubinas no podían ser más diferentes. Porque Ramcrin era una nómada ancavele que manejaba las armas como un guerrero profesional, en tanto que Etinnú era hija de esclavos y había sido criada por los esclavistas de la fabulosa Troco para ser un capricho de harén de potentado. Ramcrin era la que guiaba las riendas del buey, en tanto que Etinnú cabalgaba a lomos del mismo.
Todos esos detalles quedaron consignados por escrito en su momento, gracias a un tal Sogha Zul, que viajó a Los Seis Dedos a recoger información sobre la Máscara Real por encargo de unos señores goro del Urante, y acabó por convertirse en su cronista.
Apenas abandonado el santuario, tuvo que pasar por su primera prueba; porque, en las mismas laderas boscosas que llevaban al viejo santuario, fueron atacados por bandidos. Una pandilla de desharrapados, heterogénea y castigada por el invierno, que cayó sobre ellos sin ninguna precaución, engañada por su pequeño número. Media docena de ladrones quedaron tendidos en el camino, y el resto huyó. El Elegido contuvo a Ramcrin cuando empuñó su arco para asaetear a aquellos desdichados en fuga, lo que fue considerado por Pogar como el primer acto de la Máscara Real como tal.
No obstante, esa misma noche, los ladrones supervivientes —que al menos deberían haber respetado a un rey-brujo gargal como Pogar— volvieron a intenta sorprenderles. Esa vez no tuvo compasión ninguna, ni perdonó a nadie. Su espada se manchó de rojo hasta gotear por los gavilanes y, en eso, Pogar vio el segundo acto, y ya no volvió a llamarle nunca el Elegido, ni a tratarle con familiaridad.
Abandonaron Osca por su parte norte y se adentraron en Cabezas Muertas, la provincia septentrional de Los Seis Dedos. Transitaban por caminos apartados, tomando toda clase de precauciones y, cuando era menester, el Elegido ocultaba la fabulosa Máscara Real entre sus ropas y fingía ser un simple extranjero, compañero de un rey-brujo gargal en una peregrinación sobre la que nunca daban demasiados detalles.
Otros, y no sólo Pogar, esperaban desde hacía años a aquel que habría de ceñirse de nuevo una Real, y habían estado preparando su llegada. No tardó mucho, por tanto, en conseguir adeptos, ya que sembraba en un suelo que otros habían arado y abonado para él. Pero tampoco faltaron los peligros y los enemigos. A todos los venció o escapó de ellos indemne, y en alguna ocasión los antagonistas se convirtieron en seguidores. Como ocurrió con aquel asesino famoso, un talafurata pandalume contratado por la gente-león de Yunquera, a cuyos oídos habían llegado ya noticias de su existencia.
Nadie supo con exactitud qué ocurrió la noche en que aquel asesino intentó matar al portador mientras dormía. Sobrevivió, una vez más, y el asesino acabó renegando de sus orígenes para servir a la Máscara Real; con el tiempo, habría de llegar a ser uno de sus agentes más leales y eficaces. Esa aventura, y mil más, ocurridas durante un largo peregrinar por Cabezas Muertas y el Carauce, a lo largo de casi un año, fueron registradas por Sogha Zul en una crónica que, con el tiempo, se convertiría en un libro sagrado para los benditos.
En lo tocante al viaje interior prometido por Pogar, fue profundo y largo, sí; pero no doloroso. Quitarse la máscara era como despojarse de un brazo y una pierna; como si un ciego y sordo de nacimiento, al que de repente le dieran esos sentidos, tuviera luego que privarse de ellos. Le llenaba de una fuerza desconocida, fruto de la firmeza y la seguridad, y eso era lo que lo hacía invencible.
Con la máscara puesta era un mar de serenidad, una roca inamovible; los enemigos caían bajo su hierro y sus seguidores se postraban para recibir su bendición, otorgada con la punta de los dedos sobre la frente. A rostro descubierto, no era más que un hombre, cada vez más desorientado sin el cambuj. Enmascarado, no perdía ni su identidad ni sus recuerdos; pero todo eso se iba convirtiendo, de día en día, en quincalla —importante en su momento y ya inservible— arrinconada cada vez más al fondo de su cabeza.
Cada vez tenía más tiempo puesta la máscara, aun en privado. Y cuando, a finales del otoño, mientras las primeras nevadas comenzaban ya a revolotear en las alturas del Carauce, la Máscara Real volvió a aquel santuario perdido en Osca, lo hizo de forma muy distinta a cómo lo había abandonado casi un año antes.
Ya no era el Elegido, sino la Máscara Real: un hombre alto, con ropas blancas sembradas de soles y pájaros dorados, oculto tras un rutilante cambuj de oro y bronce que ya no se quitaba jamás. Le acompañaban cien hombres dispuestos a morir por él, y a su mano derecha viajaba Pogar, al que ya no consideraba como su maestro, sino su mejor consejero, dotado de esa sabiduría que sólo da la experiencia y de la que él carecía.