El Jato Malaváia fue recorriendo mientras tanto la caravana, a paso calmo y con las manos a la espalda, evaluando la situación. A veces lanzaba un vistazo a los caralocas caídos.
—Ay, ay. Eran guerreros jóvenes, de los que se echan en bandas a recorrer el bosque. —Meneaba la cabeza con indulgencia—. De haber sido veteranos, otro gallo nos hubiera cantado.
Sus lugartenientes asentían.
—Si llegan a desbandarnos y romper nuestra defensa… Menos mal que nuestros hombres no son novatos. Hemos recorrido ya muchas jornadas juntos, ¿eh, amigos?
Los otros volvieron a asentir y el pandalume de la barba blanca y azul se detuvo ante una de las bestias de carga, muerta por las flechas. Con el pie, tentó los fardos desparramados, y luego el costado del animal.
—Aun así, nos han sacudido a base de bien. Tenemos bastantes bajas. Así que será mejor que busquemos un refugio, no sea que todos los bandidos de los contornos sepan de nuestra debilidad y se nos echen encima.
—¿Qué sugieres? —preguntó uno de los ayudantes.
—Os lo pregunto a vosotros. Algún día seréis jefes de caravana.
—Rau Branca —sugirió entonces el otro.
—Humm. —Lo miró, pensativo.
—En Rau Branca encontraremos refugio y nos será fácil asalariar a guardias que sustituyan a los muertos. Y allí puede que encontremos también información útil a nuestros amigos armas. He visto gente-serpiente entre nuestros atacantes y me jugaría lo que fuese a que han sido los agentes del Cufa Sabut los que nos han echado encima a esos caralocas.
—De acuerdo. —El jefe de la caravana se acarició la barba azul y blanca, antes de empujar de nuevo, con la puntera, el costado del buey muerto—. Rau Branca, sí. Es la mejor solución.
Mientras, el maestro Te-Cui, que trataba de limpiarse el barro y la sangre de sus ropas de seda, sintió cómo le tocaban en el hombro. Se volvió, con el pañuelo enfangado en la mano, para encontrarse cara a cara con un jacar; uno de los que había luchado junto a él, en piña, contra los bandidos, hacía unos minutos. Un hombre de mediana estatura, flaco, con el pelo recogido en varias trenzas. El maestro ya sabía que, entre los jacar, el número y grosor de las trenzas indicaban la posición, pero en esos momentos no se sentía con ánimo para contarlas ni indagar.
—¿Por qué ha dicho eso el avispa? —le estaba preguntando el jacar, curioso.
—No sé de qué me estás hablando, amigo. Lo siento.
—El hombre-avispa. Vi cómo paraba con su espada el lanzazo del caraloca. Te hubiera ensartado como a una langosta.
—Soy consciente. —Cabeceó distraído, al tiempo que arrancaba un puñado de hojas, para seguir limpiando de fango sus ropajes—. Pero no sé por qué lo hizo.
—¿No oíste lo que le dijo al caraloca?
—Oír lo oí. Pero no entendí nada.
El jacar ladeó la cabeza y se lo quedó mirando. Se rascó la mandíbula.
—Pues le dijo: «No lo mates. Es mi padre».
El maestro Te-Cui se quedó con las hojas en la mano. Posó los ojos, asombrado, en los de su interlocutor.
—¿Seguro que dijo eso?
—Y tan seguro. Al caraloca se le quedó una cara como la tuya.
—No sé por qué pudo decir eso. Yo soy del Sursur, a meridión de Los Seis Dedos y el Riorrío. Nunca había estado por estos pagos.
Se miraron el uno al otro, perplejos. Por último, el jacar se encogió de hombros.
—Bueno. Estos salvajes son gente muy rara.
—Es una explicación como cualquier otra, sí.
El jacar hizo saltar su lanza en la mano y se alejó. El maestro tiró el puñado de hojas enfangadas, arrancó otro, y siguió rascando la suciedad.
Al crepúsculo, con un sol moribundo que acentuaba los colores del bosque en otoño, y un viento húmedo que batía a ráfagas las copas de los árboles, dos brujas pandalumes surgieron del bosque, a la caza de cabezas.
Arrebujado en sus ropas de tonos ocres y óxido, mientras paseaba por las cercanías del albergue de Rau Branca, Palo Vento las vio llegar por la alameda en sombras, corriendo como fantasmas sobre la hojarasca. Con gesto caviloso, había recurrido a sus espadas para defenderse sin que aquella aparición llegase a asombrarle en exceso; ya que, sólo unos instantes antes, el sol rojizo y deforme que declinaba por entre el ramaje le había ofrecido un agüero sangriento.
Se le echaron encima, rápidas como el viento. Los amplios vestidos negros y los cabellos blancos ondeando, el rostro oculto tras elaboradas máscaras de madera, con collares de huesecillos en la garganta y espadas de fijos en las manos.
Desde el portón, el guardián pudo verlos mientras peleaban en la arboleda. Apoyado en su lanza, hizo visera con la mano para protegerse del resplandor rojo del ocaso. Las brujas de negro y el hombre-serpiente se movían por entre los troncos grises, cruzando aceros entre el revuelo de las hojas muertas, con sonidos metálicos que las ráfagas de aire llevaban hasta sus oídos.
El cielo arrastraba grandes nubes por los cielos enrojecidos que al pasar lo cubrían todo de sombras, haciendo visibles los surtidores de chispas que saltaban a cada estocada. Las dos brujas combatían en silencio, brincando y retorciéndose como demonios, enarbolando de continuo sus aceros. El hombre-serpiente era ágil y se escabullía entre los álamos, evitando así ser cogido por dos lados. Manejaba sus dos hojas, espada y daga, con una esgrima mate y sobria que bloqueaba una y otra vez los filos ondulados de las brujas del bosque.
Alguien salió en tromba por el portón, y a punto estuvo de arrollar al guardián. Pasó a su lado sin detenerse y se lanzó por la cuesta abajo, desdeñando usar el sendero. Se trataba de otro arma; un hombre-halcón éste, con una máscara de ave y un largo fusil en las manos, que bajaba a gran velocidad por la ladera, dando saltos.
Las brujas desistieron al verle y se retiraron con rapidez ante las espadas de Palo Vento. Cosal corrió para ganar ángulo, se detuvo e hizo un disparo. Éste se perdió atronando entre los árboles, sin alcanzar a ninguna de las dos figuras que ya huían a toda velocidad por el bosque en sombras.
Los ecos del tiro parecieron retumbar, una y otra vez, a lo largo de la arboleda. Algunas aves habían alzado el vuelo, asustadas, sobre el río. El hombre-serpiente volvió la cabeza, porque hasta ese instante no se había percatado de la presencia del hombre-halcón. Éste recargó a toda prisa su fusil, luego avanzó unos pasos, con el arma entre las manos, para por último desistir y aceptar a disgusto que las brujas se habían esfumado ya en la oscuridad de la hondura.
El hombre-serpiente retrocedía, envainando con cierta dejadez los aceros y yendo a su encuentro. Apenas intercambiaron una palabra, antes de emprender juntos el regreso.
Subieron caminando mientras arriba el cielo se agrisaba y oscurecía, como preludio de la noche. Rau Branca se alzaba allí arriba, en lo alto de un cerro, rodeada por una muralla de madera muy tallada. Pero ellos no volvieron al recinto, sino que se encaminaron al albergue, sito en la parte pétrea de la ladera y excavado de hecho en la roca viva. Palo Vento levantó la cabeza y echó una mirada al guardián de casco de bronce y manto azul, que se recostaba en su larga lanza. Éste, a su vez, examinó a aquellos dos a la luz menguante del crepúsculo.
Las medias armaduras —de cuero lacado y metal, barrocas y caprichosas—, las espadas que colgaban de las axilas, las joyas. El hombre-halcón con la máscara, las ropas verdes y castañas, la charretera del hombro derecho, hecha de largas plumas verdes que el aire alborotaba. El hombre-serpiente vestido de ocre, con el brazo izquierdo cubierto por una armadura de escamas cobrizas; la cabeza calva surcada, de entrecejo a nuca, por una franja amarilla; las guardas en forma de S de sus espadas, remedando a las culebras.
Luego, los dos armas entraron en el albergue, y uno y otros dejaron de verse.
La entrada estaba formada por un arco tallado en la piedra, flanqueado por dos endriagos esculpidos en la misma roca. De allí partía un túnel que llevaba a un descansillo, y de éste salían otras tres galerías. Había lámparas colocadas en hornacinas, y nichos ocupados por una fantástica variedad de imágenes pandalumes y caralocas, e incluso se veía algún Ogueral, los ídolos protectores armas, forjados en cobre.
Los dos torcieron a la derecha, rumbo a la sala menor, y allí se detuvieron un momento, en el umbral. Cosal se frotaba despacio las manos, más por hábito que por frío, y Palo Vento se pasó, distraído, los dedos por la cabeza. Después cruzaron la sala casi vacía para ir a sentarse no lejos del fuego, cerca de la mesa que ocupaban Espadalombro y el maestro Te-Cui.
El hombre-leopardo afilaba absorto la espada, desnudo a excepción de sus joyas de oro y bronce, y la piel de pantera que le cubría cabeza y espalda. El resplandor de las llamas acentuaba sus rasgos, ahondando surcos y comisuras, y dándole cierto aire de ídolo norteño o montañés. Cosal detuvo su mirada, curioso, sobre su acero.
Los gorgotas emplean varias clases de espada, si bien son dos las principales. Ambas son de mano y media. La primera clase es de hoja afalcatada, con el filo algo curvado hacia delante, remedando de lejos una garra o un colmillo. Muchos ferales tienen variante propia de ese tipo de espada que, bien manejada, puede cercenar sin esfuerzo un miembro o una cabeza. La segunda clase es de filo curvado atrás, tipo sable, capaz de abrir grandes heridas. Aparte de esos dos, hay multitud de tipos menores, como los hierros rectos que emplea la gente-avispa, por ejemplo, que recuerdan a los aguijones.
La espada del hombre-leopardo era del segundo tipo, y Cosal aprovechó para observar los detalles; las curvaturas de filo y contrafilo, los sellos y el leopardo cincelados en ambas caras de la hoja, el gran pomo de bronce con forma de cabeza de felino. Porque aquél era un hierro antiguo, con cierta fama, una obra maestra de los hombres-león arma, y su nombre era Sed Roja.
El maestro, por su parte, sostenía un casco pandalume entre las manos. El bronce oscuro del yelmo relucía a la luz del fuego, cuando le daba vueltas para examinar los detalles: las carrilleras, la melena de crines azules, el rostro femenino cincelado en el frontal. Paseaba muy despacio los dedos por este último, una y otra vez, dejándolos resbalar sobre los rasgos metálicos, como si tratase de captar con las yemas la labor del artesano.
Los dos armas se instalaron en una mesa contigua. Dejaron las espadas sobre el tablero y Cosal puso, en una esquina, su máscara de halcón, de madera oscura y cobre bruñido, con una larga melena de plumas pardas. A espaldas suyas apareció una sirvienta del albergue, ornada con pinturas y tatuajes de increíble complejidad.
—Vino —pidió Cosal, al tiempo que se aflojaba las piezas de la media armadura—. ¡Eh, Espadalombro! ¿Hace un vaso?
—No, gracias —declinó el mediarma—. Acabamos de cenar.
—Un trago de aguardiente entonces.
—Eso sí.
—¿Y usted, maestro?
—Acepto también. Muchas gracias.
La criada regresó con una caneca y dos vasos de cerámica entre los dedos de la zurda, así como una frasca de vidrio y dos cubiletes de cuero en la diestra. Espadalombro contempló con largueza su espada, valorando los destellos que corrían por el acero cada vez que la sopesaba, antes de envainarla con un gesto. La hoja entró en su funda con un largo suspiro, chasqueando débilmente al encajar.
—Esa criada nos ha dicho… —El mediarma saboreó su aguardiente de fruta—. Algo nos ha contado sobre una escaramuza en el río.
—¡Qué rapidez! —Palo Vento sonrió distraído, al tiempo que escanciaba el clarete.
A través de la puerta entornada del fondo, les llegaba el bullicio de los caravaneros, que se divertían en el salón principal.
—Tuve un mal encuentro con un par de brujas pandalumes hace un rato. Salí a dar un paseo…, supongo que no fue buena idea.
—No. El bosque es peligroso.
—Me gustaría saber por qué me han atacado —dijo, medio para sí mismo, el hombre-serpiente.
—Puede haber una docena de motivos distintos, o ninguno en absoluto. Las brujas y los que sirven a ciertas potencias son así. —Espadalombro recogió su larga pipa y comenzó a cargarla con cuidado—. Sé de lo que hablo. Hace tiempo, siendo más joven, presté culto al Mazacote.
Palo Vento lo miró, antes de asentir despacio. Aquella mención al Mazacote le había hecho recordar las ceremonias nocturnas que había presenciado en la región de Cabezas Muertas. Las grandes hogueras en el corazón del bosque, el retumbar de tambores, los cadáveres abiertos como reses. Apoyó la barbilla en la palma.
—Sabemos que algo hay entre el Cufa Sabut y las brujas mandemo. Pero es verdad que lo que me ha ocurrido hoy puede tener alguna relación con ellas o quizá ninguna en absoluto. Esas dos brujas llevaban máscaras muy raras.
—¿Máscaras? —Espadalombro levantó la mirada, con la pipa entre los dientes—. ¿Cómo eran?
—Lo cierto es que no tuve tiempo de fijarme mucho en ellas: estaba demasiado ocupado defendiendo el pellejo. —Sonrió con pereza—. Eran de madera barnizada, de muy buena taba. Una tenía cuatro cuernos pequeños y narices anchas, y la otra una especie de ojos en las mejillas…
—Sé cuáles son. —Acercó con cuidado la brasa a la cazoleta—. Sí, son máscaras de las brujas mandemo; esas dos suelen ir juntas y cazan hombres en los bosques.
—¡Qué grande es el mundo! —se dijo pensativo el maestro—. Aunque viviese uno diez vidas, y estuviese todas ellas viajando sin descanso, nunca llegaría a verlo todo.
—Es cierto. —El hombre-pantera asintió—. Pero uno puede conformarse con lo que tiene. Mire, éste es buen lugar para alguien como usted. Tiene una larga historia. Se dice que primero fue ocupado por una tribu sin nombre. Luego hubo aquí patacones y cucurinass. Y luego vino una secta de armas, fugitiva de Los Seis Dedos, que fue la que construyó la fortaleza de la cima, y la que habilitó todo esto como albergue.
—Algo de eso había oído. Pero poco les queda a los santones de Rau Branca de armas.
—La influencia caraloca y lagoán ha hecho lo suyo. En todo caso, lo interesante está en el propio albergue. Nos encontramos en la parte habitada. Pero esto se prolonga por dentro de la colina, a lo largo de galerías y cámaras, aunque nadie suele ir más allá de cierto punto. Yo una vez fui con unos cuantos amigos, a curiosear un rato, y encontramos frisos y pinturas muy extraños.
El maestro meneó la cabeza, disgustado, aunque con el brillo de la curiosidad en los ojos.