Máscaras de matar (6 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Máscaras de matar
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El hombre-serpiente sopesó su lanza con un suspiro, al tiempo que dirigía una ojeada a la margen contraria, plagada de mujeres-pantera.

—Seguramente así será.

El hombre-león se encogió de hombros. En la orilla, un mediarma norteño —un hombre-gallo desnudo, con una gran cresta de cabello rojo— disparó su largo fusil contra el río.

—Ya llegan. —Tucatuca blandió su hacha de dos hojas—. Esos locos vienen a morir.

—Que los antepasados me amparen, y mis hermanos no me olviden —dijo Palo Vento, sintiendo de repente una fugaz flojera de piernas.

A sus espaldas, las fuerzas se trabaron con un estruendo que reverberó por toda la cuenca y, en pocos instantes, la lucha llegó también a la ribera. El agua parecía hervir mientras los guerreros del Alto Norte se lanzaban de cabeza al río, tratando de llegar a nado hasta el meandro ocupado por los armas. Tres largas piraguas surcaban entre tanto el río, atestadas de mujeres-pantera que disparaban sus arcos largos contra la orilla. Los arqueros armas replicaban con sus saetas, los cadáveres traspasados bajaban flotando a la deriva y los heridos chapoteaban en las aguas enrojecidas.

Las aves alzaban el vuelo en masa desde ambas riberas, espantadas por el estrépito del combate. Las líneas de los armas oscilaban bajo el empuje de los norteños y los lanceros de la ribera se llamaban a los puntos de más peligro.

Una de las piraguas bajó a la deriva, girando muy despacio sobre sí misma, y fue a embarrancar en un arenal. Palo Vento se abrió paso por entre la espadaña, para vadear entre el zumbido de las flechas. El esquife, volcado a medias, estaba abarrotado de mujeres-pantera muertas o agonizantes, todas atravesadas por largas saetas. Con la punta de la lanza, el hombre-serpiente hurgó entre los cuerpos amontonados; hizo tintinear ajorcas y collares, y apuntilló a una moribunda. Con el plano de la hoja, alzó una barbilla para contemplar unos instantes un rostro femenino cubierto de sangre y tocado por la jeta moteada de un leopardo.

Un caraloca herido, con media cara pintada de verde y la otra media de azul, trataba de ganar la orilla muy cerca de donde él se hallaba. Antes de que pudiese hacer pie, Palo Vento descargó el filo de su lanza, como si fuera un hacha, y le abrió la cabeza como un melón. A pocos pasos, el hombre-serpiente de la máscara de hierro y cobre le insultó, al tiempo que agitaba el racimo de cabezas cortadas.

—¡En la cabeza no! ¡No! ¡Torpe!

Palo Vento siseó a su vez, lleno de irritación ante la frivolidad de aquel pariente salvaje, que aun ante las fauces de la muerte pensaba en la caza de cabezas.

—¿Quién era ese hombre-serpiente?

—Viboraz. Aún vive. Es un manamaraga
[1]
, debe de andar por las tierras altas. Es un gran luchador.

A sus espaldas, el son de los tambores cambió para hacerse más rápido. Los dos hombres-serpiente se volvieron a una. Tal como había predicho Tucatuca, los impetuosos mediarmas norteños, pasados los primeros instantes, estaban rompiendo filas para lanzarse en desorden contra sus enemigos de sangre y se enzarzaban en feroces luchas cuerpo a cuerpo. La batalla se disolvió en una confusión sangrienta. Los jefes armas hacían ondear los estandartes, llamando a reunión, y los arqueros se retiraban del río. Palo Vento retrocedió también y fue entonces cuando Viboraz lo tomó de repente del brazo.

—Primo, primo —siseó—. Prepárate a morir. Mira, por allí viene el Cufa Sabut.

Atónito, Palo Vento se volvió con la lanza entre las manos. Bordeando la orilla encharcada, irrumpía en el campo un vocinglero grupo de caralocas, con los cráneos afeitados y altísimos copetes de plumas multicolor. En medio de todos ellos iba una mujer desnuda y pintada como las brujas de las Tierras Altas, con una espada en cada mano y una máscara de oro sobre el rostro.

—Supe que era el Cufa Sabut al primer instante; lo sentí en los huesos y la sangre. Viendo esa máscara, brujo, uno no sabría decir si representa a hombre o mujer, porque hay algo de ambos, al tiempo, en ella. Es una pieza antigua, un trabajo gargal, y da miedo mirarla de frente. Cuando se volvía hacia el sol, había que desviar los ojos para no quedar cegado. Su portadora parecía una bruja arma. Recuerdo que era tan esbelta como un junco y que se movía con la gracia de una bailarina.

Los dos hombres-serpiente la contemplaron hechizados, mientras ella avanzaba como un torbellino, con su sonrisa de metal, rodeada por un enjambre de caralocas y abatiendo a cuantos se cruzaban en su camino. Los primeros norteños surgían ya de la abandonada margen del río, para atacar a los armas por la espalda. Palo Vento miró hacia ellos, luego hacia el Cufa Sabut, entrecerró los ojos y arrojó su lanza. Un caraloca se adelantó para interponer un broquel en la trayectoria del proyectil. La hoja atravesó el cuero pintado de blanco, gris y amarillo, y el asta quedó vibrando sonoramente en el aire.

Los caralocas, los patacones, los mediarmas del Alto Norte, tan sedientos de sangre como sus enemigos, deshacían también sus formaciones para lanzarse a un tumultuoso cuerpo a cuerpo. Sólo los jefes armas habían logrado reunir un contingente en torno a sus estandartes y tambores; una piña erizada de escudos y picas, en torno a la cual iba y venía la batalla, con la furia de una tormenta.

Palo Vento abatió con su espada a un patacón, y la gran cabeza de barro cocido estalló en mil pedazos. De reojo, advirtió que Tucatuca estaba luchando en solitario contra un jayán y, pese a su gran estatura y músculos de herrero, el hombre-león parecía un niño al lado de aquel peludo gigante del norte. Más cerca, entre el griterío y la marejada del combate, una sonriente máscara de oro se volvió a contemplarle. Entre la vorágine de aceros, Palo Vento aún tuvo tiempo de admirarse ante la enigmática sonrisa de esa máscara. Luego, el Cufa Sabut se le echó encima.

Viboraz acudió como el rayo en ayuda de su pariente y, dos hojas contra cuatro, la bruja enmascarada hubo de recular. Luego, las mujeres-pantera se interpusieron entre unos y otros.

—Luché con ella junto al río. Cruzamos espadas tres, cuatro veces, antes de que otros se entremetieran y nos separasen. Fue una suerte para mí, porque peleaba como pocas veces he visto u oído: los nuestros se enfrentaban a ella y morían uno tras otro.

Pero, a pesar de lo que contó años después, en aquel momento, ofuscado por un odio antiguo que llevaba en la sangre, Palo Vento buscó más allá de los tocados de leopardo y los hierros que le cerraban el paso. En medio del combate desordenado, la portadora desnuda y pintada brincaba de un lado a otro, como saltando, y sus espadas hacían volar las cabezas de los que se atrevían a medirse con ella.

La fiebre de la guerra había hecho presa en los salvajes del Alto Norte, que se arrojaban ciegamente contra los armas agrupados en torno a los estandartes de los jefes, y los cadáveres se amontonaban ante los escudos. Resollando, retrocediendo sin cesar ante el ataque desigual de las mujeres-pantera, dando traspiés entre los muertos, Palo Vento aún tuvo tiempo de maravillarse de la furia, el desprecio a la propia vida que parecían mostrar todas esas gentes del norte, fuesen amigos, aliados o enemigos. Fue en esos momentos de desesperación, entre la confusión de gritos y hierros, cuando el hombre-serpiente vio relumbrar por última vez al Cufa Sabut.

—Lo habrás oído relatar ya, pero yo estaba allí. Si aquellos norteños no hubieran sido tan salvajes e indisciplinados, nos hubieran barrido y ni uno de nosotros hubiera vivido para contarlo. El Cufa Sabut estaba en lo más reñido de la batalla. Los nuestros morían ante ella y parecía que nadie sería capaz de detenerla. Pero tenía tanta sed de muerte…, se dejó llevar y se apartó demasiado de su escolta. Las lanzáis copa la rodearon, muchas contra una, y en un abrir y cerrar de ojos la hicieron pedazos con sus espadas. Sin embargo, las mujeres-pantera acudieron en masa a defender el cadáver y las hicieron retroceder. Luchaban con tanta furia que nadie pudo apoderarse de la máscara ni cortar la cabeza de su portadora.

La caída del Cufa Sabut cambió la suerte de la batalla. Espantados por ese fin inesperado de algo que para ellos era casi como un dios menor, los caralocas de su escolta huyeron chillando del combate y, en aquel caos, el pánico cundió como un incendio entre los norteños; más rápido aún porque muchos no sabían a qué se debía. El menguado contingente de Palo Cence arremetió entonces contra ellos, haciendo retumbar los tambores y arrollando a los desperdigados enemigos, y las tornas se volvieron en pocos instantes. Los caralocas, los patacones, los jayanes, los mediarmas, los exóticos guerreros de los pueblos menores del Alto Norte se desbandaban y huían tirando las armas; los había que se echaban de cabeza al río.

Sin aliento, Palo Vento se dejó caer sobre una roca, la espada entre las manos. El cielo comenzaba a virar hacia el rojo y violeta del ocaso. Las infatigables lanzáis copa recorrían ya el campo alfombrado de muertos, cruzando puyas con los exhaustos supervivientes, atendiendo a los heridos propios y alanceando a los del enemigo.

Allá delante, los norteños huían hacia las arboledas en un desorden total, se atropellaban y eran acuchillados por la espalda. Sólo las mujeres-pantera se retiraron en orden. Pese al súbito desastre, retrocedieron con lentitud, cubriéndose con sus paveses moteados y agitando desafiantes las enseñas del Oga Pantera, mientras transportaban, sobre un gran escudo, el cadáver de una mujer desnuda y pintada, cubierta con un cambuj de oro.

—Y poco más hay que contar. —Palo Vento lanzó un manotazo distraído contra los insectos, antes de reacomodar la espada sobre el regazo—. Tu amo llegó a tiempo con sus montañeses y rechazó a las hordas que trataban de invadir Cabezas Muertas; el Ras levantó un segundo ejército, vencimos a los norteños y sojuzgamos al Oga Pantera. Pero tú estabas allí y sabes todo eso. No pudimos apoderarnos del Cufa Sabut; hubo bandas de mujeres-pantera que prefirieron el exilio al yugo arma y se refugiaron entre los caralocas. Siempre se ha creído que alguna de esas bandas debió de llevarse en secreto el Cufa Sabut.

Hizo una pausa.

—Eso fue hace más de diez años, y ya pensábamos que se había perdido de nuevo. Pero ahora tú me dices que ha vuelto.

—Así es. Unos gargales la han sacado a la luz, estuviera donde estuviese, y le han dado un nuevo portador.

—¿Y por qué harían esos gargales algo así?

—Simplemente por eso, porque son gargales. —Astiri se encogió de hombros dando a entender que, a su juicio, las razones de un gargal son del todo incomprensibles para cualquiera que no sea él mismo.

—El Cufa Sabut es incontrolable. —Meneó la cabeza—. Es una mala, mala noticia. La desgracia acompaña a esa vieja máscara. Pero ¿por qué vienes a contármelo a mí?

—Te voy a decir algo que sin duda no sabes: mi amo, don Tavarusa, teme al Cufa Sabut. —El brujo fijó en el hombre-serpiente unos ojos como pedernales—. Sí, teme a esa máscara: entre ellos dos hay vínculos oscuros. Lucharon en bandos opuestos durante la guerra del Oga Pantera, y ya se habían enfrentado antes de eso en las montañas. Uno de los dos debe caer a manos del otro, o por culpa suya. Irremediablemente. Tal es su destino.

—La última vez no fue así.

—¿No? Si los montañeses no hubiésemos llegado a tiempo, la alianza norteña hubiera caído sobre los restos de vuestro ejército, para borrarlo del mapa, en vez de desviarse para cerrarnos el paso, y puede que entonces el Cufa Sabut no hubiera caído. O puede que el Oga Pantera no hubiese sido vencido, y entonces las mujeres-pantera le habrían encontrado sin duda un nuevo portador.

—Puede que tengas razón —suspiró el hombre-serpiente—. Pero insisto, ¿adónde nos lleva toda esta charla?

—Mi amo ha consultado las suertes. Tu camino se cruza con el del Cufa Sabut.

Palo Vento se acarició la cabeza, rozó con los dedos el pomo de la espada y esperó en vano a que el brujo montañés añadiese algo más. Por último, silbó desconcertado.

—No soy de los que confían mucho en suertes o agüeros. Te agradezco esa noticia, que haré llegar sin falta a los mayores de mi feral. Entre mis parientes, los hay mucho mejores que yo para manejar esta situación.

—Eso es decisión tuya.

—Hay algo más. Aunque ahora el Cufa Sabut sea enemiga de la gente-serpiente, no siempre fue así. Hubo una época en que estaba donde debía, al lado de los suyos. Gente con sangre de serpiente la portaba; era de los nuestros y luchaba contra nuestros enemigos. Así fue durante mucho tiempo. Ya no. Pero la hicieron a imagen de nuestro primer antepasado, y no esperes que nadie de la gente-serpiente la destruya o ayude a hacerlo, o siquiera consienta, si se presenta la ocasión.

—¿Quién ha hablado de destruirla? Eso es impensable, nos está vedado. —Con hosquedad, Astiri manoseó su bastón—. Te recuerdo que don Tavarusa es hijo de una bruja arma y un demonio de las montañas; es un gran jefe entre los gorgotas y jamás dañaría la máscara hecha a semejanza de uno de los primeros. Mi amo sólo quiere proteger su vida. ¿Es eso una aspiración extraña o irracional?

—En absoluto.

—Cuanto busca es que muera su portador y que jamás vuelvan a darle otro. Y que la máscara sea puesta a buen recaudo.

—¿Dónde?

—Eso no es cosa de mi amo. En un santuario de Ejaune, con las máscaras funerarias de la gente-serpiente o en las grutas de la gente-león. Eso le es indiferente. Lo que importa es que ha de estar guardada.

En el creciente calor de la mañana, los insectos revoloteaban sin descanso a su alrededor. Astiri jugueteaba con sus amuletos de cobre, haciéndolos sonar, en tanto que Palo Vento se acariciaba distraído la franja verdinegra que le surcaba la cabeza.

—Dices que volveré a encontrarme con el Cufa Sabut.

—Mi amo…

—Ha consultado las suertes, ya. —Se permitió una sonrisa muy leve, al tiempo que sus dedos volvían a rozar el pomo de la espada—. Tal afirmación, de alguna forma, me obliga.

—En absoluto. Mi amo te brinda esa información sin pedir nada a cambio.

—Sin embargo, desde el momento en que esta conversación ha tenido lugar, el Cufa Sabut ha vuelto a entrar en mi vida. De esa forma, el agüero se ha hecho ya realidad. De todos modos, agradece de mi parte a tu amo el aviso.

—Así lo haré, descuida. —El brujo se pasó los dedos por entre la barba gris ceniza—.Y no te entretengo más. Me marcho, serpiente. Que tengas un buen día.

—Buenos días para ti también, brujo.

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