—Tenemos órdenes de llevarle a bordo. ¿Le molestaría que nos ayudasen un par de clientes?
El encargado asintió, volvió a meterse en el bar y regresó con dos hombres corpulentos. Después de un breve intercambio de palabras, y de dinero, levantaron a Puppup del banco y se echaron cada uno un brazo del viejo a la espalda. La cabeza colgaba hacia adelante. Entre aquellas dos moles, Puppup, tan ligero y frágil, parecía una hoja seca.
Al salir del local, McFarlane, aliviado, respiró una bocanada de aire fresco. Apestaba, pero era mejor que el ambiente rancio del bar. Se acercó Britton, que había estado esperando de pie en la oscuridad de un rincón apartado, y al ver a Puppup puso cara de recelo.
—Visto así no da muy buena impresión —dijo Glinn—, pero será un práctico excelente.
Lleva cincuenta años yendo en canoa por las aguas de las islas del cabo de Hornos. Lo sabe todo sobre vientos, corrientes, clima, arrecifes y mareas.
Britton arqueó las cejas.
—¿Este viejo?
Glinn asintió.
—Ya le he dicho a Lloyd esta mañana que es medio yagan. Eran los habitantes originales de las islas del cabo de Hornos. No queda prácticamente nadie más que sepa el idioma, las canciones, y las leyendas yaganes. Se pasa casi toda la vida yendo por las islas y alimentándose de marisco, plantas y raíces. Seguro que si le preguntan de quién son las islas del cabo de Hornos dirá que suyas.
—Qué pintoresco —dijo McFarlane.
Glinn se volvió hacia él.
—Sí. Y resulta que también es el que encontró el cadáver de su socio, Masangkay.
McFarlane se quedó helado.
—En efecto —prosiguió Glinn en voz baja—. Es el que recogió la sonda tomográfica y las muestras de roca y las vendió en Punta Arenas. Lo que más nos beneficiará será no tenerlo en Puerto Williams. Ahora que hemos llamado la atención hacia isla Desolación, no estará él presente para chismorrear y propagar rumores.
McFarlane volvió a mirar al borracho.
—Conque es el cabrón que robó a mi socio.
Glinn le puso una mano en el brazo.
—Es pobre de solemnidad. Encontró a un hombre muerto con algunos objetos de valor, y es comprensible que quisiera aprovecharse un poco. Comprensible y perdonable. No perjudicó a nadie. De no ser por él, Masangkay podría seguir desaparecido. Y usted no tendría la oportunidad de acabar lo que empezó él.
McFarlane se apartó, a pesar de que en su fuero interno no tenía más remedio que darle la razón a Glinn.
—Nos será muy útil —dijo Glinn—. Se lo prometo.
McFarlane, silencioso, siguió al grupo por el barro, colina abajo hacia el puerto.
Cuando la lancha salió del canal de Beagle y se aproximó al
Rolvaag,
el mar estaba cubierto por una niebla impenetrable. El grupito se quedó en la cabina, entre flotadores y casi sin hablar. Puppup, a quien apuntalaban Glinn y Sally Britton, no daba ningún indicio de volver en sí, aunque hubo un par de veces en que fue necesario impedir que se apoyara cómodamente en el chaquetón de la capitana.
—¿Está fingiendo? —preguntó esta al quitarse del regazo una mano del viejo, de aspecto frágil, y apartarle a él con suavidad.
Glinn sonrió. McFarlane reparó en que nada quedaba de los cigarrillos, la tos y los ojos enrojecidos. Volvía a ser el Glinn imperturbable de siempre.
Delante estaba dibujándose la espectral silueta del buque, aunque a partir de cierta altura volvía a devorarlo la niebla. La lancha se acercó por el bravío oleaje, hasta que la levantaron en sus pescantes. Al subir a bordo con los demás, Puppup empezó a dar señales de vida. McFarlane le ayudó a levantarse a trancas y barrancas, entre jirones de niebla. No debe de pesar más de cuarenta kilos, pensó.
—¿John Puppup? —dijo Glinn con su habitual moderación—. Soy Eli Glinn.
Puppup le cogió la mano, la estrechó en silencio y pasó a hacer lo propio con las demás personas que le rodeaban, incluido el piloto de la lancha, un camarero y dos sorprendidos marineros. Por último estrechó la de la capitana, más prolongadamente que las demás.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Glinn.
Puppup miró alrededor con ojos negros y brillantes, acariciándose el bigotito. No se le veía ni sorprendido ni turbado por la novedad del entorno.
—Supongo que querrá saber qué hace aquí, señor Puppup.
De repente la mano de Puppup se metió en el bolsillo y sacó el fajo de dinero sucio.
Puppup lo contó, gruñó (contento de que no se lo hubieran robado) y volvió a guardarlo.
Glinn señaló al camarero.
—Ahora le acompaña el señor Davies a su camarote, donde podrá lavarse y cambiarse de ropa. ¿Le parece bien?
Puppup le miró con curiosidad.
—Quizá no hable inglés —murmuró McFarlane.
La mirada de Puppup se desplazó velozmente hacia él.
—¡Anda que no! ¡Que no hablo inglés, dice!
Tenía la voz aguda y melodiosa, y McFarlane reconoció una mezcla compleja de acentos, aunque con predominio del cockney.
—Cuando haya tenido tiempo de instalarse, contestaré con mucho gusto a todas las preguntas que me haga —dijo Glinn—. Nos veremos mañana por la mañana en la biblioteca.
Hizo señas a Davies con la cabeza.
Puppup les dio la espalda sin mediar palabra. Todos los ojos le vieron alejarse hacia la superestructura trasera, conducido por el camarero.
Arriba se activó la megafonía.
—Capitán, al puente —dijo la voz metálica de Victor Howell.
—¿Qué pasa? —preguntó McFarlane.
Britton meneó la cabeza.
—Ahora lo veremos.
Desde el puente sólo se veía una nube gris que lo envolvía todo. Nada a la vista, ni la propia cubierta del barco. Al entrar por la puerta, McFarlane se dio cuenta de que el ambiente estaba tenso. A diferencia de los demás días, en que la dotación era mínima, ahora había media docena de oficiales. Oyó que en la cabina del telegrafista había alguien tecleando deprisa en un ordenador.
—¿Qué ocurre, señor Howell? —preguntó con calma Britton.
Howell levantó la vista de un monitor que había cerca.
—Contacto radar.
—¿Quiénes son? —preguntó McFarlane.
—Desconocido. No responden a nuestras llamadas. Por la velocidad y la sección del radar, ha de ser un barco de guerra. —Acompañó otro rápido vistazo con el gesto de accionar una serie de interruptores—. Demasiado lejos para que se vea bien por el FLIR.
—¿En qué dirección? —preguntó Britton.
—Parece dar vueltas, como si buscaran algo. Un momento, que se ha fijado el rumbo.
Ocho millas, con demora cero seis cero, y acercándose. El ESM está captando un radar. Nos están localizando.
La capitana acudió prestamente a su lado y miró el radar.
—Mantienen fijo el rumbo. ¿Tiempo estimado para el contacto?
—A la velocidad y rumbo actuales, doce minutos.
Britton se volvió hacia el oficial tercero, que tenía el puesto de control a su cargo.
—¿Cómo vamos?
—A todo vapor, señora. Estamos en posicionamiento dinámico.
—Diga a motores que se activen.
—A la orden.
El oficial cogió un teléfono con mango negro. La aceleración de los motores hizo vibrar el suelo. Empezaron a sonar alarmas anticolisión.
—¿Qué hacemos? ¿Maniobras para esquivarlo?
Britton negó con la cabeza.
—Somos demasiado grandes. Pero a ver qué pasa.
La sirena del barco emitió una nota ensordecedora desde lo alto del mástil del radar.
—Sin cambios en el rumbo —dijo Howell con la cabeza pegada al visor del radar.
—El timón responde —dijo el oficial tercero.
—Rumbo al medio. —Britton caminó hacia la cabina del telegrafista y abrió la puerta gris de metal—. ¿Ha habido suerte, Banks?
—No contestan.
McFarlane se aproximó a los ventanales frontales. La batería del limpiaparabrisas iba limpiando una capa de niebla y aguanieve que se empecinaba en reaparecer. Se veía que intentaba salir un poco el sol, pero las nubes eran densas.
—¿No nos oyen? —preguntó McFarlane.
—Sí, sí que nos oyen —dijo Glinn con voz tranquila—. Saben perfectamente que estamos aquí.
—Sin cambios en el rumbo —murmuró Howell mirando el radar—. Colisión en nueve minutos.
—Disparen bengalas en la dirección del barco —dijo Britton, que había vuelto al puesto de control.
Howell comunicó la orden y Britton se dirigió al oficial de guardia.
—¿Qué tal se gobierna?
—A esta velocidad, fatal.
McFarlane se daba cuenta del esfuerzo que hacían los motores por el temblor del barco.
—Cinco minutos y acercándose —dijo Howell.
—Que disparen más bengalas. Pero directas al barco. Póngame en la frecuencia ICM.
—Britton cogió un transmisor del puesto de mando—. Embarcación sin identificar tres mil metros a babor, aquí el petrolero
Rolvaag.
Modifiquen el rumbo veinte grados a estribor para evitar colisión. Repito, modifiquen el rumbo veinte grados a estribor.
Repitió el mensaje en español y amplificó el volumen del receptor. Todo el puente, silencioso, oyó el ruido de estática.
Britton devolvió el receptor a su colocación original y miró al timonel y a Howell.
—Colisión en tres minutos —dijo el segundo.
La capitana habló por el teléfono.
—Aquí la capitana. A toda la tripulación: prepárense para colisionar por la proa de estribor.
Otro aullido de sirena desgarró el velo de niebla, que empezaba a diluirse. Sonaba una bocina, y en el puente se encendían y apagaban varías luces.
—Se acerca a proa por estribor —dijo Howell.
—Preparen los sistemas antiincendios —repuso Britton.
A continuación cogió un megáfono del mamparo, corrió hacia la puerta de salida al ala del puente de estribor, la abrió y salió, seguida, como obedeciendo al mismo impulso, por Glinn y McFarlane.
Nada más salir, McFarlane quedó empapado por la niebla, fría y densa. Debajo se oían ruidos confusos de gente corriendo y gritando. A descubierto la sirena se oía todavía más fuerte, como atomizando el aire denso que les rodeaba. Britton había corrido hasta el final del ala y estaba apoyada en la baranda con el megáfono en la boca, dominando el mar desde treinta metros de altura.
La niebla empezaba a despejarse y a correr en jirones por la cubierta, pero McFarlane creyó observar que por el lado de estribor, a proa, volvía a oscurecerse. De repente, en lo gris, se dibujó una masa sólida de antenas y luces de fondeo rojas y verdes, de resplandor apagado. La sirena repitió su advertencia, pero el barco, impasible, se acercaba a gran velocidad, cortando el agua con su proa gris y batiendo una espuma muy prieta. Se perfiló con mayor claridad: era un destructor con los flancos sembrados de agujeros, muescas y herrumbre. La superestructura y la bovedilla portaban banderas chilenas al viento. Las cubiertas de proa y de popa contaban con varios cañones de cuatro pulgadas que asomaban cortos, rechonchos y amenazadores.
Britton se desgañitaba por el megáfono. Sonaban alarmas de colisión, y McFarlane sentía vibrar el puente bajo sus pies, por el esfuerzo que hacían los motores para apartarse.
Sin embargo, era imposible maniobrar a tiempo un buque de ese tamaño. Plantó bien los pies, se cogió a la barandilla y se preparó para el choque.
En el último momento, el destructor se desvió a babor y apagó los motores. Pasó flotando al lado del petrolero a menos de veinte metros. Britton bajó el megáfono, y todas las miradas siguieron a la menor de las dos embarcaciones.
Todas las armas del destructor (desde las torretas de la cubierta principal a los cañones de cuarenta milímetros) apuntaban al puente del
Rolvaag.
McFarlane miró el barco con una mezcla de perplejidad y espanto. De repente se fijó en el puente del destructor.
Sólo había una persona, un hombre uniformado: el comandante de marina a quien habían conocido en su visita matinal a la aduana. El viento jugaba con las barras doradas de su gorra de oficial. Pasaba tan cerca que McFarlane le vio las gotas de sudor de la cara.
Vallenar no les prestaba atención. Estaba apoyado en una ametralladora de calibre 50 montada en la barandilla, pero la relajación de su postura era ficticia. El cañón del arma, cuyo morro perforado tenía una capa de sal marina y óxido, les apuntaba directamente a ellos, promesa insolente de muerte. Los ojos negros del comandante se ensartaron uno a uno en cada ocupante de la cubierta del otro barco. No pestañeaba. A medida que pasaba de largo el destructor, tanto la ametralladora como el propio comandante fueron girando para seguir vigilándoles.
Entonces el destructor quedó a popa del
Rolvaag y
volvió a tragárselo la niebla, borrando su presencia espectral. A su paso quedó un silencio de sobrecogimiento en que McFarlane oyó que volvían a ponerse en marcha los motores del destructor, y acusó, en forma de ligero vaivén, el paso de su estela bajo el petrolero. Era un movimiento tan suave como el de acunar a un niño y, de no ser por el pavor que inspiraba, habría resultado francamente agradable.
Justo antes de amanecer, en la oscuridad de su camarote, McFarlane se desveló un poco. Tenía las sábanas enrolladas al cuerpo, hechas un revoltijo, y la almohada de debajo de su cabeza estaba empapada de sudor. Se giró medio dormido, buscando instintivamente el calor reconfortante de Malou, pero aparte de él la cama estaba vacía.
Se incorporó y esperó a que volviera a latirle el corazón con normalidad, una vez disipadas las imágenes inconexas de la pesadilla (un barco en plena tormenta), pero al pasarse una mano por delante de los ojos se dio cuenta de que no había sido únicamente un sueño: seguía percibiendo el movimiento del agua. Ahora el barco se movía de otra manera, sin la habitual suavidad, sino en bruscas sacudidas. Apartó la sábana, se acercó a la ventana y retiró la cortina. El plexiglás estaba salpicado de aguanieve, y en el borde inferior el grosor del hielo era considerable.
Como le parecía agobiante la oscuridad y cerrazón de sus habitaciones, y a pesar del mal tiempo tenía ganas de respirar aire fresco, se vistió deprisa y bajó por los dos tramos de escalera que llevaban a la cubierta principal, cogiéndose a la barandilla para que el vaivén del barco no le hiciera perder el equilibrio.
Cuando abrió la puerta por donde se salía a la superestructura, recibió una ráfaga de viento helado en la cara. El efecto fue tonificante, y barrió de su cerebro los últimos vestigios de la pesadilla. Había poca luz, pero bastante para ver que todo estaba cubierto por una capa de hielo: los respiraderos de barlovento, los pescantes, los contenedores… La cubierta era un mar de agua enfangada. Ahora McFarlane oía claramente un ruido de mar tempestuosa por toda la longitud del barco. Las aguas oscuras, turbulentas, recibían a intervalos la pincelada blanca de una ola de gran amplitud. Los gemidos del viento no ensordecían del todo el hervor del oleaje rompiendo en el casco.