Más allá del hielo (17 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

BOOK: Más allá del hielo
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—Un resfriado —dijo—. Se lo va contagiando la gente en el barco.

—¿Seguro que sólo es eso? —preguntó el oficial, que a juzgar por su expresión no las tenía todas consigo.

—Pues… en la enfermería no dan abasto… —dijo Britton.

—No es nada grave —la interrumpió Glinn con la poca voz que le dejaban los mocos—. Puede que haya un poquitín de gripe; ya se sabe que en los barcos, estando todo el mundo en espacios cerrados… —Profirió una risa que también se convirtió en tos—. Hablando de barcos, estaremos encantados de recibirles a bordo hoy o mañana, cuando más les convenga.

—Quizá no sea necesario —dijo el oficial—. Mientras estén en regla estos papeles… —Hojeó el fajo—. ¿Dónde está el permiso de prospección?

Glinn, carraspeando exageradamente, se inclinó sobre la mesa y sacó de la chaqueta unos documentos con membrete y sello. El oficial los cogió, leyó el primero por encima y pasó al siguiente con un giro de muñeca. Después los dejó en la gastada superficie de la mesa.

—Lo lamento —dijo, haciendo un gesto de contrariedad con la cabeza—, pero no es el formulario correcto.

McFarlane vio que los otros dos oficiales se miraban con disimulo.

—¿No? —dijo Glinn.

En la sala hubo un cambio repentino. Ahora se palpaba cierta tensión.

—Tendrán que ir a Punta Arenas a buscar el bueno —dijo el oficial—. Entonces podré sellárselo. De momento me quedo con sus pasaportes.

—Sí que es el formulario correcto —dijo Britton con cierta dureza.

—Déjame a mí —le dijo Glinn en inglés—, que me parece que quieren dinero.

Britton se encolerizó.

—¡Qué dices! ¿Quieren que les sobornemos?

Glinn le indicó que se callara.

—Tranquila.

McFarlane les miró con la duda de si era verdad o puro teatro.

Glinn se giró hacia el oficial de aduanas, que les sonreía falsamente.

—¿Y el formulario correcto no se puede comprar aquí? —dijo en español.

—Es una posibilidad —dijo el oficial—, aunque son caros.

Glinn, con ruido de sonarse, levantó el maletín y lo dejó encima de la mesa. No porque estuviera tan sucio y gastado dejó de suscitar una mirada de interés por parte de los oficiales, que disimulaban mal su codicia. Glinn quitó el seguro y levantó la tapa, fingiendo esconder su contenido a los chilenos. Dentro había más documentos y una docena de fajos de billetes de veinte dólares con gomas elásticas. Glinn sacó la mitad y los depositó en la mesa.

—¿Así hay suficiente? —preguntó.

—Me temo que no, señor. Los permisos son caros.

Ponía todo su empeño en no mirar el maletín abierto.

—¿Pues cuánto?

El oficial fingió calcular mentalmente.

—Yo creo que con el doble habría suficiente.

Se quedaron todos callados, hasta que Glinn, sin decir nada, metió la mano en el maletín, sacó el resto de los fajos y los dejó en la mesa.

McFarlane notó que se esfumaba toda la tensión que había estado flotando en el aire.

El oficial de la mesa juntó el dinero. Britton ponía cara de enfadada pero resignada. Los dos oficiales que estaban sentados en el banco sonreían ampliamente. La única excepción era alguien que acababa de llegar, un personaje que llamaba la atención y que llevaba cierto tiempo en la puerta. Era alto, moreno y de rasgos afilados, ojos negros, cejas muy pobladas y unas orejas puntiagudas que le conferían un aura intensa y casi mefistofélica. Llevaba uniforme de la marina chilena, limpio pero gastado, con algunos hilos de oro en los hombros.

McFarlane se fijó en que a diferencia de su brazo izquierdo, pegado al cuerpo con rigidez militar, el derecho se mantenía en posición horizontal contra el estómago, con una mano atrofiada e involuntariamente contraída. Primero el hombre miró a los oficiales, después a Glinn y por último al dinero de la mesa, momento en que sus labios esbozaron una sonrisa de desprecio.

Ahora los fajos de billetes formaban cuatro montones.

—¿No nos da recibo? —preguntó Britton.

—Lo siento, pero aquí no funcionamos así. —El oficial de aduanas abrió las manos con otra sonrisa. Después, con gran rapidez de movimientos, metió en el cajón del escritorio uno de los cuatro montones y repartió dos a los del banco—. Para que esté bien guardado —dijo a Glinn.

Por último, cogió el montón que quedaba y se lo ofreció al del uniforme, pero este, que había estado observando a McFarlane, cruzó sus manos, la sana y la enferma, sin la menor intención de coger el dinero. El oficial siguió tendiéndoselo un rato hasta que le susurró algo muy deprisa.

—Nada —contestó en voz alta el hombre uniformado, que entró unos pasos en la sala y se colocó de cara al grupo con mirada de odio—. Los americanos se creen que pueden comprarlo todo —dijo en un inglés inteligible y sin acento—, pero no. Yo no soy como estos corruptos. Quédense el dinero.

El oficial de aduanas agitó los billetes en dirección a él y dijo con dureza:

—Que te lo quedes, tonto.

Se oyó el clic de Glinn cerrando el maletín.

—No —dijo el del uniforme, ahora en español—. Todo esto es cuento. No hace falta que os lo diga. Nos están robando.

Escupió en dirección a la estufa. En el silencio ominoso que siguió, McFarlane oyó claramente el siseo de la saliva al chocar con el hierro caliente.

—¿Robando? —preguntó el oficial—. ¿En qué sentido?

—¿Qué te crees, que los americanos van a venir aquí a buscar hierro? Eso es que el tonto eres tú. Vienen por otra cosa.

—Ya que eres tan sabio, explícame a qué vienen.

—En isla Desolación no hay hierro. Sólo pueden haber venido por una cosa: oro.

Después de una pausa, el oficial se echó a reír roncamente, con falsa alegría.

—¿Oro? —le dijo a Glinn con un tono un poco más severo—. ¿A eso vienen, a robarle el oro a Chile?

McFarlane miró a Glinn de reojo, y se llevó la mala sorpresa de ver que ponía tanta cara de culpabilidad y miedo que ningún oficial, ni el más botarate, habría dejado de albergar sospechas.

—Hemos venido a hacer prospecciones de hierro —dijo Glinn con inequívoco tono de embuste.

—Debo informarle que los permisos de prospección de oro salen mucho más caros —dijo el oficial.

—¡Oiga, que venimos a buscar hierro!

—Seguro —dijo el oficial—; un poco de sinceridad, que así nos ahorramos problemas.

Todo esto del hierro…

Sonrió con cara de complicidad, dando paso a un silencio largo y expectante que rompió Glinn con otra tos.

—Dadas las circunstancias —dijo—, podríamos plantearnos un canon, a condición de que el papeleo se tramite lo antes posible.

El oficial aguardó. Glinn volvió a abrir el maletín, sacó los documentos y se los metió en el bolsillo. A continuación palpó la base del maletín vacío como buscando algo. Se oyó un clic en sordina, saltó un fondo falso y salió un resplandor amarillo que se reflejó en la cara de sorpresa del oficial.

—Virgencita querida —susurró este.

—Esto se lo doy ahora a usted y sus socios —dijo Glinn—. En el momento de desembarcar, cuando pasemos por la aduana (suponiendo que haya salido todo bien), recibirán el doble. Naturalmente, si llegan rumores a Punta Arenas de que en isla Desolación se ha encontrado oro, o si recibimos visitas no deseadas, ni nosotros podremos llevar la operación minera a buen término ni ustedes recibir nada más.

Estornudó por sorpresa, rociando de baba la tapa del maletín. El oficial se apresuró a cerrarla.

—Sí, sí, nos ocuparemos de todo.

Pero el comandante chileno reaccionó de manera violenta.

—¡Qué asco de gente! ¡Parecen perros olisqueando a una perra en celo!

Los dos oficiales se levantaron del banco y se acercaron a él entre murmullos y gestos referentes al maletín, pero el comandante se apartó.

—Me da vergüenza estar en la misma habitación que ustedes. Venderían a su propia madre.

El oficial de aduanas se giró en la silla y miró hacia atrás.

—Creo que es mejor que vuelva a su barco, comandante Vallenar —dijo fríamente.

El del uniforme fue mirando uno a uno a todos los presentes con cara de odio. Luego, muy erguido y sin decir nada, rodeó la mesa y se marchó.

—¿Y ese? —preguntó Glinn.

—Les pido que disculpen al comandante Vallenar —dijo el oficial mientras abría otro cajón y sacaba documentos y un sello. Le puso tinta y lo aplicó rápidamente a los papeles, como si tuviera prisa por que sus visitantes se marcharan—. Es un idealista en un país de gente pragmática. Pero no es nadie. No habrá rumores ni nadie que interrumpa su trabajo.

Les doy mi palabra.

Tendió por encima de la mesa los documentos y pasaportes. Glinn los cogió y dio media vuelta, pero antes de marcharse le asaltó una duda.

—Otra cosa. Hemos contratado a alguien que se llama John Puppup. ¿Sabe dónde se le puede encontrar?

—¿Puppup? —Estaba clara la sorpresa del oficial—. ¿Ese viejo? ¿Para qué?

—Nos informaron que conoce a fondo las islas del cabo de Hornos.

—Pues no sé yo quién debió de decírselo. Mala suerte, porque hace unos días recibió dinero y eso sólo puede significar una cosa. Yo empezaría por el Picoroco, en el callejón Barranca. —El oficial se levantó y les obsequió con todo el oro de su sonrisa—. Que tengan suerte buscando
hierro
en isla Desolación.

Puerto Williams 11.45 h

Al salir del puesto de aduanas, se alejaron de la costa y emprendieron el ascenso de la colina que llevaba al barrio de los indios. En poco tiempo, la pista de tierra aplanada se convirtió en una mezcla de nieve y barro congelado. Habían puesto maderos como si fueran escalones, para evitar la erosión. Las casuchas que flanqueaban el camino eran de madera despareja, y estaban rodeadas por vallas toscas del mismo material. Un grupo de niños seguía a los extranjeros riendo y señalándoles. Se cruzaron con un burro que bajaba cargado con una descomunal cantidad de leña, y por culpa del cual McFarlane estuvo a punto de caerse en un charco, aunque recuperó el equilibrio insultando al animal.

—¿Qué parte del numerito estaba planeada? —le preguntó a Glinn.

—Todo menos el comandante Vallenar. Y la salida que ha tenido usted: espontánea pero eficaz.

—¿Eficaz? Ahora se creen que hacemos prospecciones ilegales de oro. A mí me parece un desastre.

Glinn sonrió con indulgencia.

—Pues ha salido de perlas. Con que pensasen un poco no podrían creerse que una empresa norteamericana enviara un buque minero al culo del mundo sólo para buscar hierro.

La rabieta del comandante Vallenar ha llegado en el momento oportuno. Me ha ahorrado tener que meterles yo la idea en la cabeza.

McFarlane sacudió la cabeza.

—De acuerdo, pero imagínese los rumores que empezarán a circular.

—Antes ya circulaban. Y con el oro que les hemos dado, esos no abren la boca ni muertos. Ahora nuestros amigos de aduanas acallarán los rumores y prohibirán la entrada en la isla. Tienen mejores medios que nosotros. Y un incentivo buenísimo.

—¿Y el comandante? —preguntó Britton—. No se le veía con muchas ganas de participar.

—No se puede sobornar a todo el mundo. La suerte es que no tiene ni poder ni credibilidad. Cuando acaba aquí abajo un oficial de marina, es que ha cometido algún delito o que le castigan por algo. Los de aduanas tendrán muchas ganas de tenerle a raya, seguro que con un soborno al oficial al mando del puesto naval. Con lo que les hemos dado les sobra. —Glinn apretó los labios—. Aunque deberíamos enterarnos de algo más sobre el comandante Vallenar.

Al disminuir la pendiente, cruzaron un arroyuelo de agua jabonosa. Glinn le pidió indicaciones a alguien, y se metieron por un callejón. Empezaba a bajar sobre el pueblo una bruma sucia de mediodía, acompañada por el brusco enfriamiento del aire húmedo. Vieron un mastín muerto e hinchado en la cuneta. A McFarlane, el olor a pescado y tierra y la visión del pequeño comercio de madera endeble con anuncios de Fanta y cervezas nacionales le hicieron retroceder cinco años en el tiempo. Tras dos tentativas infructuosas de cruzar la frontera con Argentina, él y Néstor Masangkay, llevando a cuestas las tectitas de Atacama, habían acabado por pasar a Bolivia, mucho más al norte, cerca de la población de Ancuaque.

El parecido era visualmente escaso, pero se respiraba el mismo ambiente.

Glinn se detuvo. Al final del callejón había un edificio en mal estado con tejas rojas y, debajo de una bombilla azul intermitente, un letrero donde ponía “EL PICOROCO. LA CERVEZA MÁS FINA”. La puerta estaba abierta.

—Me parece que empiezo a entender un poco sus métodos —dijo McFarlane—. ¿Qué han dicho los de la aduana? ¿Que Puppup había recibido dinero? ¿Por casualidad se lo envió usted?

Glinn inclinó la cabeza pero no dijo nada.

—Yo espero fuera —dijo Britton.

McFarlane, precedido por Glinn, cruzó la puerta y se encontró en un espacio poco iluminado. Vio una barra de pino llena de muescas, varias mesas de madera con marcas redondas de botellas y una diana inglesa con los números borrosos. El ambiente estaba cargado de humo, y parecía no haberse ventilado en muchos años. Viéndoles entrar desde detrás de la barra, el encargado se puso derecho. El nivel sonoro de la conversación bajó, y los pocos clientes que había se giraron para ver quién entraba.

Glinn se acercó a la barra y pidió dos cervezas. El camarero se las sirvió tibias y chorreando espuma.

—Buscamos al señor Puppup —dijo Glinn.

—¿Puppup? —El camarero sonrió tanto que se le veían todos los huecos de la dentadura—. Está al fondo.

Le siguieron a través de una cortina de cuentas que daba a un reservado. En la mesa había una botella vacía de Dewar's, y en el banco de al lado de la pared, un hombre estirado.

El hombre era viejo y flaco, y su ropa indescriptiblemente sucia. Llevaba bigotito y perilla a lo Fu Manchú, y, desde la cabeza hasta el banco, una gorra de flecos que parecía hecha de trapos viejos.

—¿Duerme o está borracho? —preguntó Glinn.

El encargado rió a carcajada limpia.

—Las dos cosas.

Se agachó, hurgó en los bolsillos de Puppup y sacó un fajo de billetes sucios, que contó y volvió a guardar.

—Estará sobrio el jueves que viene.

—Es que le ha contratado nuestro barco.

El encargado volvió a reírse, esta vez con más cinismo.

Glinn se quedó pensando, o lo parecía.

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