—Y ¿cómo se activa? —exclamó alguien.
—La clave la sabemos yo, mi ingeniero jefe Eugene Rochefort y mi jefe de construcción Manuel Garza.
—¿Y el capitán?
—Se ha considerado oportuno dejar la opción en manos del personal de EES —dijo Glinn—. A fin de cuentas, el meteorito es nuestro.
—¡Coño, pero el barco es nuestro!
El murmullo de la tripulación superó el ruido del viento y el grave runrún de los motores. McFarlane miró a la capitana Britton. Estaba detrás de Glinn con los brazos caídos, impasible.
—Es un acuerdo que se sale de lo habitual, pero cuenta con la aprobación de la capitana. La compuerta de seguridad la hemos construido nosotros, y somos los que sabemos ponerla en funcionamiento. Si llega a usarse, lo cual es muy poco probable, habrá que hacerlo con mucho cuidado, en el momento justo y por gente formada. Si no, podría hundirse el barco como una piedra. —Miró a los presentes—. ¿Más preguntas?
Hubo un silencio incómodo.
—Comprendo que no es un viaje normal —añadió Glinn—, y que es natural que haya dudas y hasta nervios. Existen riesgos, como en cualquier viaje por mar. Ya les he dicho que la operación es completamente legal, pero no quiero engañarles diciendo que los chilenos opinarían lo mismo. Por eso, si tenemos éxito, cada uno de ustedes recibirá una prima de cincuenta mil dólares.
La tripulación en pleno se quedó boquiabierta, y luego, todos a una, estallaron en comentarios. Glinn levantó la mano y volvió a reinar el silencio.
—Si hay alguien a quien le preocupe esta misión, es libre de marcharse.
Organizaremos que vuelva a Nueva York, y con una compensación.
Significativamente, miró a Lewis, el electricista. Lewis le miró a él y sonrió de oreja a oreja.
—Me ha convencido.
—Tenemos mucho trabajo —dijo Glinn, dirigiéndose al grupo—. Si hay alguien que quiera decir algo más, o hacer alguna pregunta, que se dé prisa.
Paseó por ellos una mirada inquisitiva, y al comprobar que el silencio era absoluto asintió. Dio media vuelta y rehizo su camino por la pasarela.
La tripulación se había dividido en grupitos que, entre comentarios en voz baja, empezaban a regresar a sus puestos. Una ráfaga de viento golpeó la chaqueta de McFarlane, que, al buscar la protección del barco, vio a Amira. Estaba al lado de la baranda de estribor, hablando con los mismos de antes. Un comentario suyo hizo estallar en carcajadas al corro de varones que la rodeaba.
McFarlane se dirigió a la sala de oficiales. Era como las demás dependencias que había visto en el barco, grande y con mobiliario escaso pero caro. Sin embargo, contenía un atractivo suplementario: una cafetera que nunca estaba vacía. Se sirvió una taza y empezó a bebérsela con un suspiro de satisfacción.
—¿No quiere leche? —dijo a sus espaldas una voz de mujer.
Al girarse vio a la capitana Britton, que cerró la puerta y se acercó sonriendo. El viento le había deshecho la trenza severa que llevaba debajo de la gorra de oficial, y le colgaban algunos cabellos a ambos lados de un cuello elegante.
—No, gracias, me gusta solo.
McFarlane vio que Britton se servía una taza y le ponía una cucharada de azúcar. Se quedaron un rato callados, bebiendo sorbitos de café.
—Quería preguntarle una cosa —dijo McFarlane, más que nada para dar conversación—. Esta cafetera parece que siempre esté llena. ¿Cómo se consigue el milagro?
—No es ningún milagro. Cada media hora los camareros traen una nueva, aunque no haga falta. Cuarenta y ocho al día.
McFarlane sacudió la cabeza.
—Sorprendente —dijo—. Claro que sorprendente lo es todo el barco.
La capitana Bntton bebió otro sorbo de café.
—¿Le apetece que se lo enseñe? —preguntó.
McFarlane la miró. Como capitana del
Rolvaag
debía de tener otras ocupaciones. Por otro lado, agradecía la distracción. La vida de a bordo se había convertido rápidamente en rutina. Después del último trago de café, dejó la taza y dijo:
—Yo encantado. Tengo curiosidad por saber qué secretos se esconden en este cascarón.
—Secretos pocos —dijo Britton, abriendo la puerta e invitándole a salir al pasillo, que era muy ancho—. Lo que hay son muchísimos espacios para meter petróleo.
Se abrió la puerta que daba a la cubierta principal y apareció, menuda, Rachel Amira, que se detuvo al verles. Britton la saludó fríamente con la cabeza, dio media vuelta y caminó por el pasillo. Al doblar la primera esquina, McFarlane giró la cabeza. Amira seguía mirándoles con una sonrisita.
Britton abrió una doble puerta enorme y le condujo a la cocina del barco. Allí el señor Singh hacía valer su autoridad sobre una serie de camareros y pinches, y gobernaba una batería de hornos relucientes. Había cámaras frigoríficas de gran tamaño llenas de corderos, terneras, pollos, patos y una hilera de carcasas rojas con vetas blancas. McFarlane pensó que debían de ser cabritos.
—Aquí hay bastante para dar de comer a un regimiento —dijo.
—Seguro que el señor Singh diría que los científicos no comen menos cantidad. —Britton sonrió—. Venga, que ya le hemos molestado bastante.
Cruzaron la sala de billares y la piscina. A continuación bajaron al nivel inferior, donde Britton le enseñó la sala de juegos y el comedor de la tripulación. Otra escalera y llegaron a las dependencias del equipo: camarotes grandes con baño individual, entre varias galerías que recorrían todo el barco por estribor y babor. Se detuvieron al final del pasillo de babor, donde se oía bastante más fuerte el ruido del motor. El pasillo parecía eterno, con ojos de buey a la izquierda y puertas de camarote a la derecha.
—Está todo construido como para gigantes —dijo McFarlane—. Y ¡qué vacío está!
Britton rió.
—Todos los visitantes dicen lo mismo. La verdad es que el barco funciona más que nada por ordenador. Navegamos por datos de satélite geofísico, el rumbo se mantiene de manera automática, y hasta la detección de colisiones está controlada electrónicamente. Hace treinta años, electricista de barco era un cargo bastante modesto. Ahora los especialistas en electrónica son fundamentales.
—Muy impresionante. —McFarlane se volvió hacia Britton—. No es por nada, pero siempre me ha extrañado que para esta misión Glinn escogiera un petrolero. ¿Por qué se han molestado tanto en disfrazar un petrolero de buque minero? ¿No era más fácil comprar un carguero y tan panchos? ¿O un portacontenedores grande? Habrían ahorrado, eso está claro.
—Creo que puedo explicárselo. Venga.
Britton abrió una puerta y dejó pasar a McFarlane. Ya no había moqueta y madera, sino metal y linóleo. Bajaron por otro tramo de escalera hasta una puerta donde ponía SALA DE CONTROL DE CARGAMENTO. Dentro, la pieza principal era un esquema electrónico muy grande de la cubierta principal del buque, montado en el mamparo del fondo. Había infinidad de puntitos de luz rojos y amarillos parpadeando por toda la superficie.
—El diagrama del barco —dijo Britton, haciendo señas a McFarlane de que se acercara al esquema—. Es como supervisamos cómo y dónde se carga. Controlamos directamente el lastre, las bombas y las válvulas de carga. —Señaló una serie de indicadores e interruptores alineados debajo del diagrama—. Estos controles regulan la presión de las bombas.
Seguida por McFarlane, cruzó la sala hasta donde había un marinero vigilando una batería de pantallas de ordenador.
—Este ordenador calcula la distribución del cargamento. Y estos de aquí son el sistema automático de medición que tiene el barco. Vigilan la presión, el volumen y la temperatura en todas las cisternas del
Rolvaag.
Dio unos golpecitos a la caja beige del monitor que tenía más cerca.
—Aquí tiene el motivo de que Glinn eligiera un petrolero. El meteorito que buscan pesa mucho, y tendrá su intríngulis subirlo a bordo. Con las cisternas y los ordenadores de que disponemos, podemos trasladar de una a otra cisterna el lastre de agua de mar, manteniendo la estabilidad general aunque dentro haya desequilibrios. Podemos equilibrarlo todo. No creo que le gustara a nadie que en el momento de depositar el meteorito en la bodega se quedara el barco panza arriba.
Britton se desplazó al otro lado del instrumental de control de lastre.
—Hablando de ordenadores, ¿tiene idea de qué es esto? —Señaló una torre alta de acero negro cuyas únicas características eran una cerradura y un logo pequeño donde ponía SECURE DATAMETRICS. Presentaba un aspecto muy diferente al del resto del instrumental electrónico del barco—. Lo instaló en Elizabeth la gente de Glinn. Arriba, en el puente, hay otro parecido pero más pequeño, y ningún oficial mío consigue enterarse de para qué sirve.
McFarlane tocó el borde biselado por curiosidad.
—Ni idea. ¿No tendrá algo que ver con la compuerta de seguridad?
—Es lo primero que pensé. —Salieron de la sala, Britton la primera, y un pasillo con suelo metálico les llevó hasta un ascensor abierto—. Pero parece que depende de más de un sistema de seguridad del barco.
—¿Quiere que se lo pregunte a Glinn?
—No, no se moleste. Ya se lo preguntaré yo en algún momento. Pero ¡qué lata le estoy dando con el
Rolvaagl
—dijo, pulsando un botón del ascensor—. Me gustaría saber cómo se llega a buscador de meteoritos.
Mientras se ponía en marcha el ascensor, McFarlane miró a la capitana. Era una mujer con muy buen porte, recta de hombros y con la cabeza alta. Sin embargo, no se trataba de ninguna rigidez militar, sino, pensó, de una especie de orgullo callado. Ella sabía de su condición de buscador de meteoritos. ¿Estaría también al corriente de lo de Masangkay y el fiasco del meteorito Tornarssuk? Tú y yo tenemos mucho en común, pensó. Se imaginaba lo duro que debía de haber sido volver a ponerse el uniforme y caminar por un puente con la duda de qué diría la gente a sus espaldas.
—Me pilló una tormenta de meteoritos en México.
—Increíble. Y sobrevivió.
—Que se sepa, sólo hay un caso de meteorito cayendo encima de alguien —dijo McFarlane—. Una mujer con historial de hipocondría y que estaba en la cama. Como al atravesar los pisos de arriba ya se había frenado el impulso, sólo la dejó magullada. Ahora, que la sacó de la cama.
Britton rió. Encantador sonido.
—Total, que volví a la facultad y me hice geólogo planetario; pero el papel de científico serio nunca se me ha dado muy bien.
—¿Un geólogo planetario qué estudia?
—Hasta que llegas a lo bueno, una lista muy larga de temas aburridos. Geología, química, astronomía, física, cálculo…
—Suena más interesante que estudiar para capitán. ¿Y qué es lo bueno?
—Lo mejor que hice, después de licenciado, fue estudiar un meteorito de Marte.
Analicé el efecto de los rayos cósmicos en su composición química, más que nada intentando encontrar una manera de ponerle fecha.
Se abrió la puerta del ascensor y salieron.
—Una roca marciana de verdad —dijo Britton, abriendo una puerta y accediendo al enésimo e interminable pasillo.
McFarlane se encogió de hombros.
—Me gustaba encontrar meteoritos. Era un poco como buscar tesoros. Y me encantaba estudiarlos. Lo que me gustaba bastante menos era el peloteo y las conversaciones aburridas con los plastas de la facultad. Me parece que era un sentimiento mutuo. El caso es que mi carrera académica duró cinco años, pero no quisieron hacerme titular, y desde entonces voy por libre.
Al acordarse de su ex-socio, y darse cuenta de que había elegido mal sus palabras, contuvo la respiración. La capitana, sin embargo, no ahondó en el tema.
—Lo único que sé de meteoritos es que son rocas caídas del cielo —dijo Britton—. ¿De dónde proceden? Aparte de Marte, claro.
—Los meteoritos marcianos son muy poco frecuentes. La mayoría son pedazos de roca del cinturón de asteroides interno, trocitos de planetas que se rompieron poco después de la formación del sistema solar.
—Pues ahora no buscan algo precisamente pequeño.
—En general son pequeños, aunque para que el impacto sea fuerte no hace falta nada del otro mundo. En el caso del meteorito Tunguska, que cayó en Siberia en 1908, la energía del impacto equivalía a una bomba de hidrógeno de diez megatones.
—¿Diez megatones?
—Y tampoco era lo más. Hay meteoritos que chocan con la tierra con una energía cinética que supera los cien millones de megatones. Es la clase de explosiones que tiende a concluir toda una era geológica, exterminar a los dinosaurios y amargarle la vida a todo el mundo en general.
—Madre mía.
Britton sacudió la cabeza. McFarlane rió secamente.
—No se preocupe, hay muy pocos. Uno cada cien millones de años.
Ya habían recorrido otro laberinto de pasillos. McFarlane se sentía perdido sin remedio.
—¿Todos los meteoritos son iguales?
—No, no, pero la mayoría de los que chocan contra la tierra son condritas vulgares.
—¿Condritas?
—Pedruscos viejos, como quien dice. Un aburrimiento. —McFarlane titubeó—. Luego están los del tipo níquel-hierro, que seguramente sea el caso del que vamos a llevarnos; pero los más interesantes se llaman condritas CI.
Se quedó callado. Britton le miró.
—No es fácil de explicar. Podría aburrirla.
McFarlane se acordaba de más de una cena, allá en sus tiempos inocentes y mozos, en que los comensales ya no sabían cómo aguantarse los bostezos.
—Oiga, que aquí donde me ve he estudiado navegación celeste. Pruebe.
—Pues mire, las condritas CI se forman directamente por acumulación de la nube de polvo puro y sin adulterar de la que se formó el sistema solar. Por eso son tan interesantes.
Contienen pistas sobre la formación del sistema solar. También son muy antiguas, más que la Tierra.
—¿Es decir?
—Cuatro mil quinientos millones de años.
Vio brillar un interés sincero en los ojos de la capitana.
—Alucinante.
—Y hay una teoría que sostiene que existe una clase de meteorito todavía más increíble…
De repente McFarlane se quedó callado, reportándose. No quería que volviese su antigua obsesión, y menos en un momento así. Caminó en silencio, dándose cuenta de que Britton le miraba con curiosidad.
El pasadizo acababa en una escotilla, que, al abrirla Britton, dejó oír un muro de sonido: el rugido descomunal de infinitos caballos. Siguiendo a la capitana, McFarlane puso el pie en una estrecha pasarela, desde donde, quince metros más abajo, vio dos turbinas enormes trabajando en tándem. Era un espacio vastísimo, pero parecía completamente vacío, como si también lo gobernara un ordenador. McFarlane se cogió a una barra de metal para no perder el equilibrio, y la notó vibrar en su mano.