Mientras seguían caminando por la pasarela, Britton le miró con un principio de sonrisa.
—Los petroleros funcionan con calderas de vapor, no con motores diesel, como el resto de los barcos —dijo, elevando la voz por encima del ruido—. Aunque para la electricidad tenemos uno de emergencia. En un barco tan moderno como este no se puede correr el riesgo de quedarse sin corriente, porque es quedarse sin nada: sin ordenadores, sin navegación, sin equipo antiincendios… Se convertiría el barco en un armatoste a la deriva.
Al llegar al fondo de la sala de máquinas cruzaron otra puerta de mucho grosor, y Britton, después de cerrarla, se metió por un pasillo que terminaba en una puerta de ascensor.
McFarlane, que iba detrás, agradeció el silencio.
La capitana se detuvo frente al ascensor y giró la cabeza hacia su acompañante como si calculara algo. De repente McFarlane cayó en la cuenta de que Britton tenía más cosas en la cabeza que una simple visita turística por el barco.
—Buen discurso ha hecho Glinn —dijo ella finalmente.
—Me alegro de que le haya gustado.
—Es que los marineros pueden llegar a ser muy supersticiosos. Es increíble lo deprisa que convierten los rumores en hechos. Yo creo que el discurso de Glinn ha hecho mucho por que no corra ninguno.
Se produjo otra pausa breve, hasta que Britton retomó la palabra.
—Tengo la impresión de que Glinn sabe bastante más de lo que ha explicado. No, no es la manera de decirlo. Lo que creo es que quizá sepa menos de lo que ha dado a entender. —Miró a McFarlane de reojo—. ¿Verdad?
McFarlane titubeó. Ignoraba qué le habían dicho Lloyd o Glinn a la capitana; o, más que dicho, ocultado. A pesar de ello, tuvo la sensación de que el barco se beneficiaría de que Britton estuviera informada al máximo. Se sentía unido a ella por cierta complicidad.
Coincidían en haber cometido grandes errores, y en haberse dejado arrastrar por la moto de la vida más que la mayoría de sus congéneres. Sally Britton le merecía una confianza instintiva.
—Tiene razón —dijo—. La verdad es que casi no sabemos nada del meteorito. No nos explicamos que siendo tan grande sobreviviera al impacto, ni por qué no se ha deshecho por la oxidación. Los pocos datos electromagnéticos y gravitacionales que tenemos parecen contradictorios, por no decir imposibles.
—Ya —dijo Britton. Le miró a los ojos—. ¿Es peligroso?
—No hay ninguna razón para pensarlo. —McFarlane vaciló—. Ni para no pensarlo.
Se quedaron callados.
—Quiero decir que si supondrá algún riesgo para mi barco o mi tripulación.
McFarlane meditó la respuesta mordisqueándose el labio.
—¿Riesgo? Pesa como un muerto, y costará moverlo, pero cuando esté fijo en el andamio dudo que sea más peligroso que una bodega llena de petróleo inflamable. —La miró—. Y Glinn, por lo visto, es un hombre que nunca corre riesgos.
Britton pensó un poco en la última frase y asintió.
—Sí, a mí me ha dado la misma impresión de prudencia exagerada. —Pulsó el botón de llamada del ascensor—. Me gusta tener gente así a bordo. Porque la próxima vez que choque con un arrecife me hundo yo con el barco.
Cuando el
Rolvaag
cruzó el ecuador, muy al este de la costa de Brasil y la desembocadura del Amazonas, la proa del barco se convirtió en escenario de un viejo ritual, característico de varios siglos de navegación transoceánica.
Diez metros por debajo de la cubierta, y casi trescientos a babor, el doctor Patrick Brambell desempaquetaba su última caja de libros. Su vida laboral se ajustaba con pocas excepciones al principio de cruzar el ecuador como mínimo una vez al año, y le parecían de extremo mal gusto las ceremonias concomitantes (el «té de Neptuno» hecho de calcetines hervidos, el trance de pasar entre dos filas de hombres armados con pescados, las carcajadas vulgares de los marineros más veteranos…).
Había empezado a desempaquetar y ordenar su rica biblioteca al zarpar el
Rolvaag;
le gustaba casi tanto como leerla, y en aquella tarea no consentía prisas. Pasó un escalpelo por la última cinta aislante que quedaba, retiró las solapas de cartón y miró el contenido. Sus dedos amorosos levantaron el libro de encima, la
Anatomía de la melancolía
de Burton, y, después de acariciar la tapa de piel, colocó el volumen en el último estante libre del camarote. El siguiente fue el
Orlando furioso,
seguido por el
Al revés
de Huysmans, los ensayos de Coleridge sobre Shakespeare, los artículos del
Rambler
del doctor Johnson y la
Apología pro 'Vita sua
de Newman. No había ningún libro de medicina; de hecho, componiéndose la biblioteca de viaje de Brambell de más de mil títulos, sólo había aproximadamente una docena que pudieran considerarse referencias profesionales, y aun esos pocos los tenía confinados a su sala de consulta, a fin de evitar máculas profesionales en su amada biblioteca. El doctor Brambell, en efecto, era lector antes que médico.
Vacía la caja, Brambell suspiró con una mezcla de satisfacción y pena y retrocedió para contemplar las hileras de libros que llenaban todos los estantes, perfectamente alineados. En ese momento se oyó un ruido lejano de puertas cerrándose, seguido por el ritmo de unos pasos. Brambell permaneció a la escucha sin hacer ningún movimiento, con la esperanza de que no le atañera y la certeza de que sí. Cesaron los pasos, y en la sala de consulta sonaron dos golpes en rápida sucesión.
Brambell volvió a suspirar, pero esta vez de muy distinta manera. Echó una rápida ojeada al camarote, y al localizar su mascarilla la cogió y se la colocó ante la boca. Había descubierto que era una manera muy eficaz de dar prisa a los pacientes. Después de una última mirada amorosa a sus libros, salió del camarote y cerró la puerta.
Recorrió el pasillo en toda su longitud, pasando junto a las habitaciones con camas vacías de hospital. Superadas las salas de operaciones y el laboratorio de patología, accedió a la sala de espera y encontró en ella a Eli Glinn con una carpeta de acordeón debajo del brazo.
La mirada de Glinn se posó en la mascarilla.
—No sabía que estuviera atendiendo a nadie.
—Estoy solo —dijo Brambell a través de ella—. Usted es el primero que llega.
Glinn miró un poco más la mascarilla y asintió.
—Pues entonces, si no le molesta, me gustaría hablar con usted.
—Faltaría más.
Brambell entró el primero en la consulta. Consideraba a Glinn uno de los seres más peculiares de que tenía conocimiento personal: un hombre culto pero que no disfrutaba de la cultura, que dominaba muchos temas pero no los usaba para conversar; un hombre con ojos grises y velados cuyos esfuerzos se dirigían a averiguar las debilidades ajenas, pero jamás las suyas.
Cerró la puerta.
—Siéntese, por favor, señor Glinn. —Se refirió a la carpeta de su visitante con un gesto de la mano—. Son los historiales médicos, ¿no? Pues llegan tarde. Suerte que aún no me han hecho falta.
Glinn se acomodó en el asiento.
—He separado unos cuantos por si tiene que leerlos. La mayoría son de rutina, pero hay alguna excepción.
—Ya.
—Empecemos por la tripulación. Victor Howell tiene criptorquismo testicular.
—Qué raro que no se haya operado.
Glinn levantó la cabeza.
—Será que no le gusta la idea de que le pongan un cuchillo por allí abajo.
Brambell asintió.
Glinn pasó unas carpetas más. Las afecciones eran las típicas de cualquier muestreo de población hecho al azar: un par de casos de diabetes, una hernia discal crónica y un caso de enfermedad de Addison.
—Bastante sana, esta tripulación —dijo Brambell con la vaga esperanza de que hubiera terminado la sesión; pero no, porque Glinn ya sacaba otro fajo de carpetas.
—Y aquí tiene los perfiles psicológicos —dijo.
Brambell leyó los nombres por encima.
—¿Y la gente de EES?
—Tenemos un sistema un poco diferente —dijo Glinn—. Los historiales de EES sólo pueden ser consultados en caso de necesidad.
Brambell no contestó, porque no tenía sentido discutir con alguien como Glinn.
Este sacó dos carpetas más y las dejó en el escritorio de Brambell. Después adoptó una postura relajada.
—La verdad es que sólo me preocupa una persona.
—¿Quién?
—McFarlane.
Brambell se bajó la mascarilla hasta el mentón.
—¿El valiente buscador de meteoritos? —preguntó, sorprendido, si bien era verdad que a McFarlane se le notaba cierto aire conflictivo.
Glinn dio unos golpes en la carpeta de encima.
—Sobre él le iré entregando partes regulares.
Brambell arqueó las cejas.
—Es la única figura clave que no he escogido yo. Como lo mínimo que se puede decir es que ha tenido una carrera con claroscuros, le agradecería que evaluara este informe y los que seguirán.
Brambell miró la carpeta con mala cara.
—¿Quién le hace de topo? —preguntó, esperando que Glinn se lo tomara como una ofensa, cosa que no hizo.
—Eso preferiría reservármelo.
Brambell asintió, se acercó el informe y lo hojeó.
—Dudas sobre la expedición y sus posibilidades de éxito —leyó en voz alta—.
Motivaciones poco claras. Recelo hacia la comunidad científica. Muy a disgusto en el papel de gestor. Tiende a ser un solitario. —Soltó el informe—. No veo nada anómalo.
Glinn señaló la segunda carpeta, que era mucho más gruesa, con un gesto de la cabeza.
—Aquí tiene un resumen de la carrera de McFarlane. Entre otras cosas, contiene un informe sobre algo desagradable que pasó en Groenlandia hace unos cuantos años.
Brambell suspiró. No era un hombre que destacara por su curiosidad (razón, sospechaba, entre las principales de que le hubiera contratado Glinn).
—Luego lo leo.
—Mejor ahora.
—¿No podría resumírmelo?
—De acuerdo.
Brambell se apoyó en el respaldo, juntó las manos y se resignó a escuchar.
—Hace años, McFarlane tenía un socio que se llamaba Masangkay. El primer trabajo que hicieron juntos fue llevarse de contrabando las tectitas de Atacama, ganándose muy mala fama en Chile. Después de eso consiguieron localizar varios meteoritos pequeños pero importantes. Se complementaban bien. McFarlane, que en su último cargo de museo había tenido roces, trabajaba por libre. Tenía un instinto especial para encontrar meteoritos, pero la única manera de vivir de eso es tener patrocinadores. Masangkay se diferenciaba de McFarlane en que se le daba bien el politiqueo de museo, y consiguió una serie de encargos muy buenos. Se hicieron muy amigos; y cuñados, porque McFarlane se casó con la hermana de Masangkay, Malou. Pero pasaron los años y empezó a estropearse la relación. Puede que McFarlane le envidiara a Masangkay su éxito en la carrera museística, o que Masangkay le envidiara a él su superioridad como investigador de campo, aunque la causa principal fue la teoría favorita de McFarlane.
—¿Qué teoría?
—McFarlane estaba convencido de que acabaría encontrándose un meteorito interestelar, un meteorito que hubiera hecho todo el viaje desde otro sistema estelar. Todo el mundo le decía que era matemáticamente imposible, que todos los meteoritos conocidos venían de dentro del sistema solar, pero McFarlane estaba obsesionado con la idea. Era un toque un poco esotérico que a un tradicionalista como Masangkay no acababa de cuadrarle.
»El caso es que hace tres años cayó un meteorito muy grande en Groenlandia, cerca de Tornarssuk. Como lo detectaron los satélites y los sensores sísmicos, se pudo hacer una buena triangulación del emplazamiento del impacto. Hasta hubo un videoaficionado que recogió su trayectoria. El Museo de Historia Natural de Nueva York, que colaboraba con el gobierno danés, contrató a Masangkay para que encontrara el meteorito, y Masangkay se trajo a McFarlane.
»Al final encontraron el Tornarssuk, pero a costa de mucho más tiempo y dinero de lo que habían previsto. Tenían tantas deudas que el museo de Nueva York puso reparos a pagarlas, y encima hubo fricciones entre Masangkay y McFarlane. McFarlane extrapoló la órbita del Tornarssuk a partir de los datos del satélite y se convenció de que el meteorito seguía una órbita hiperbólica, señal de que venía de fuera del sistema solar. Pensó que era el meteorito interestelar que llevaba buscando toda la vida. A Masangkay, el tema de la financiación le ponía los pelos de punta, y no estaba para teorías. Se quedaron varios días vigilando el emplazamiento del meteorito, pero nada, que no llegaba el dinero. Al final Masangkay fue a buscar provisiones y a reunirse con las autoridades danesas, dejando solo a McFarlane, pero tuvo la mala suerte de que también se quedara una antena parabólica en el campamento.
»Yo lo entiendo como que McFarlane tuvo una crisis psicológica. Estuvo una semana sólo y fue convenciéndose de que, como el museo de Nueva York no les daría la subvención, al final el meteorito acabaría robándolo alguien, partiéndolo y vendiéndolo en el mercado negro, con el resultado de que ya no se podría volver a ver ni estudiar. Entonces usó la parabólica para ponerse en contacto con un coleccionista japonés muy rico, de quien sabía que podía comprar el meteorito y quedárselo. Vaya, que traicionó a su socio. Al volver Masangkay con las provisiones (y el dinero, porque resultó que se lo habían concedido), ya habían llegado los japoneses, que no perdieron el tiempo y se llevaron el meteorito.
Masangkay se sintió traicionado, y el mundo científico le cogió tanta rabia a McFarlane que aún no se lo ha perdonado.
Brambell asintió, amodorrado. La historia era interesante. Quizá diera para una buena novela, aunque un poco sensacionalista. Alguien capaz de hacerle justicia habría sido Jack London. No, mejor: Conrad.
—Me preocupa McFarlane —dijo Glinn, interrumpiendo sus meditaciones—. Aquí no podemos permitirnos que pase nada por el estilo, porque lo mandaría todo al traste. Si fue capaz de traicionar a su propio cuñado, mucho más lo será de traicionar a Lloyd y EES.
—¿Traicionarle? ¿Para qué? —bostezó Brambell—. Lloyd tiene dinero a espuertas, y se le ve con muchas ganas de ir firmando cheques.
—Bueno, no digo que McFarlane no trabaje por dinero, pero en este caso hay algo más.
El meteorito que buscamos tiene propiedades muy peculiares. A la que McFarlane se obsesione como con el Tornarssuk… —Glinn titubeó—. Por ejemplo, si tuviéramos que usar la compuerta de seguridad sería en un momento extremadamente crítico, y contaría cada segundo. No quiero que se le ocurra a nadie intentar impedirlo.