—¿No piensa ayudarnos? —preguntó Lloyd.
—No, yo no. Ya le digo que soy cristiano, y en la Biblia pone que los muertos entierren a sus muertos.
—Pues lo de ser tan cristiano no le impidió vaciarle los bolsillos —dijo McFarlane.
Puppup cruzó los brazos con una tonta sonrisa de culpabilidad.
McFarlane volvió a poner manos a la obra, y terminaron en un cuarto de hora. Luego hizo una cruz con dos palos y la plantó cuidadosamente en el montoncito de piedras, hecho lo cual retrocedió unos pasos limpiándose los guantes de nieve.
—
Canticum graduum de profundis clamavi ad te Domine
—dijo entre dientes—. Que descanses, socio.
Hizo señas a Lloyd con la cabeza y pusieron rumbo al este, hacia la masa blanca del campo de nieve. Seguía oscureciendo, y a sus espaldas se fraguaba otra tormenta.
McFarlane contemplaba la carretera de grava que, recién trazada en la superficie luminosa de nieve fresca, parecía una serpiente negra. Sacudió la cabeza, y a su pesar sonrió de admiración. Sólo habían pasado tres días desde su primera visita, pero la isla estaba casi irreconocible.
Se produjo una sacudida tan brusca que a McFarlane se le cayó la mitad del café en los pantalones.
—¡Hostia! —exclamó, apartando al máximo la taza y dándose palmadas en las piernas.
Dentro de la cabina sonrió el conductor, un hombre corpulento que se llamaba Evans.
—Perdone —dijo—. Es que estos trastos, lo que es de suspensión no matan.
A pesar de su volumen y de llevar unos neumáticos el doble de alto que una persona, el Cat 785 tenía una cabina donde sólo cabía una persona, y al final McFarlane había tenido que sentarse con las piernas cruzadas en la plataforma estrecha que había al lado, justo encima de donde rugía el motor diesel, una verdadera monstruosidad. Pero le daba igual.
Había llegado el día. Iban a desenterrar el meteorito.
Repasó las últimas setenta y dos horas. Glinn, la misma noche de llegar, había puesto en marcha un proceso de descarga verdaderamente pasmoso, de velocidad y eficacia inexorables. Por la mañana habían usado maquinaria pesada para bajar a la isla el equipo más comprometedor y meterlo en hangares prefabricados. Simultáneamente, un equipo de EES al mando de Garza y Rochefort nivelaba la zona de la playa con dinamita, construía espigones y rompeolas a base de cascajo y acero y hacía una carretera ancha desde el lugar del desembarco a la zona del meteorito, rodeando el campo de nieve. Era la misma por donde viajaba McFarlane. El equipo de EES, además, había descargado una parte de los contenedores-laboratorio y los había trasladado a la zona de excavaciones, intercalándolos entre varias hileras de barracones prefabricados.
Sin embargo, cuando el Caterpillar 785 dio la vuelta al campo de nieve y se acercó a la zona de excavaciones, McFarlane vio que el más asombroso de todos los cambios había tenido por escenario una escarpadura que quedaba a unos dos kilómetros. Una brigada de trabajadores con maquinaria pesada había empezado a hacer un pozo. Al margen había aparecido una docena de casetas. Periódicamente, McFarlane oía explosiones y veía levantarse nubes de polvo en el cielo de encima del pozo. A un lado crecía una montaña de desechos, y cerca habían construido un estanque de lixiviación.
—¿Qué hacen ahí? —preguntó McFarlane a Evans a grito pelado, por el ruido que hacía el motor.
Señalaba la escarpadura.
—Minas.
—Eso ya lo veo, pero ¿minas de qué?
Evans enseñó los dientes.
—De nada.
McFarlane tuvo que reírse. Glinn era increíble. Viendo la zona, cualquiera pensaría que lo principal era la actividad de la escarpadura, mientras que la zona de alrededor del meteorito tenía aspecto de cumplir funciones meramente secundarias.
Desplazó la mirada desde la falsa mina a la carretera que tenía delante. El campo de nieve de Hanuxa centelleaba como si capturase la luz y la enterrase en sus profundidades, dándole infinitos matices de azul y turquesa. Detrás estaban las mandíbulas de Hanuxa, algo menos siniestras gracias a que estaban espolvoreadas de nieve fresca.
McFarlane se había pasado la última noche sin dormir, pero se sentía muy despierto, casi demasiado. Lo sabrían en menos de una hora. Lo verían. Lo tocarían.
El vehículo sufrió una nueva sacudida, y McFarlane, con una mano, se cogió más fuerte a la baranda de metal, mientras usaba la otra para acabarse deprisa el café. Para variar hacía sol, pero la contrapartida era un frío de mil demonios. Aplastó la taza de espuma y se la metió en un bolsillo de la parka. En cuanto a destartalamiento, el aspecto del Cat apenas desmerecía del propio
Rolvaag,
pero McFarlane se daba cuenta de que era igual de ficticio: por dentro el vehículo estaba nuevecito.
—¡Vaya trasto! —le dijo a Evans a grito pelado.
—Sí —repuso el conductor despidiendo una nube de vaho.
El firme se volvió más liso, y el Cat aceleró. Durante el recorrido se cruzaron con otro vehículo de transporte, así como con un bulldozer que volvía a la playa, y los dos conductores saludaron alegremente a Evans. McFarlane pensó que no sabía nada de las personas que manejaban toda la maquinaria pesada, ni quiénes eran ni qué opinión les merecía aquel proyecto tan especial.
—¿Trabajáis para Glinn? —le preguntó a Evans, que asintió.
—Sí, todos. —Parecía que en su rostro castigado, que remataban dos cejas hirsutas, fuera perpetua la sonrisa—. Pero no a jornada completa. Hay algunos que trabajan en plataformas petroleras, otros que hacen puentes… De todo. Ahora, que cuando te llaman de EES lo dejas todo y vas corriendo.
—¿Por qué?
La sonrisa de Evans se ensanchó.
—Pues porque pagan cinco veces más.
—Vaya, que me he equivocado de jefe.
—Venga, doctor McFarlane, que seguro que tampoco se puede quejar.
Evans frenó un poco para dejar que les adelantara una niveladora, con las palas de metal brillando al sol.
—¿Es el trabajo más grande que has visto hacer a EES?
—No, qué va. —Evans pegó otro acelerón—. La verdad es que es medianito.
Tras ellos quedó el campo de nieve. Ahora McFarlane veía por delante una depresión de gran anchura en la tierra helada, de unos cinco mil metros cuadrados. La zona de excavaciones estaba enmarcada por cuatro parabólicas infrarrojas de enorme tamaño, que señalaban hacia abajo. Cerca había una hilera de niveladoras como en formación militar. La presencia humana se componía de una serie de ingenieros y otros trabajadores dispersos por el área, algunos juntos y mirando planos, otros midiendo, otros hablando por radio… Al fondo había un snowcat (un vehículo grande con aspecto de tráiler y orugas gigantescas) deslizándose hacia el campo de nieve, cargado de instrumentos de alta tecnología. Al margen, pequeño y triste, quedaba el túmulo que habían hecho él y Lloyd sobre los restos de Néstor Masangkay.
Evans frenó al borde de la zona de excavaciones. McFarlane se apeó de un salto y se dirigió a la caseta donde ponía COMEDOR. Lloyd y Glinn estaban dentro, compartiendo mesa al lado de la cocina improvisada, y enzarzados en intenso debate. Amira se encontraba delante de una plancha, llenándose el plato de comida. Cerca estaba John Puppup, acurrucado y durmiendo la siesta. Olía a café y beicon.
—Ya era hora —dijo Amira al volver a la mesa con una docena o más de lonchas de beicon en el plato—. ¡Qué manera de remolonear! Debería dar ejemplo a su ayudante.
Vertió una taza de jarabe de arce sobre el montón de beicon, lo removió, cogió una loncha y se la metió doblada en la boca, chorreando jarabe.
Lloyd se calentaba las manos con una taza de café.
—Rachel —dijo jovialmente—, con esa manera de comer ya deberías haberte muerto.
Amira rió.
—El cerebro gasta más calorías por minuto pensando, que el cuerpo haciendo jogging.
¿Cómo se cree que consigo estar tan esbelta y tan sexy? —Y se dio unos golpecitos en la frente.
—¿Cuánto falta para desenterrar la roca? —preguntó McFarlane.
Glinn se incorporó, se sacó el reloj de oro del bolsillo y lo abrió.
—Media hora. Sólo desenterraremos lo justo para dejarle hacer a usted algunas pruebas. La doctora Amira le ayudará con los tests y el análisis de los datos.
McFarlane asintió. Ya lo habían discutido a fondo, pero Glinn tenía la costumbre de repetirlo todo.
—Habrá que bautizarlo —dijo Amira, llevándose a la boca otra loncha de beicon—.
¿Quién se encarga del champán?
Lloyd frunció el entrecejo.
—Por desgracia, esto más que una expedición científica parece una reunión de abstemios militantes.
—Pues nada, habrá que romper un termo de chocolate caliente contra la roca —dijo McFarlane.
Glinn se agachó, cogió una bolsa, sacó una botella de Perrier-Jouét y la dejó en la mesa con delicadeza.
—Fleur de Champagne —susurró Lloyd, al borde de la veneración—. Mi favorito. Eli, mentiroso, no me habías dicho que tuvieras botellas de champán a bordo.
La única respuesta de Glinn fue un esbozo de sonrisa.
—Para bautizarlo hace falta un nombre. ¿Tenéis alguno? —preguntó Amira.
—Sam quiere que se llame meteorito Masangkay —dijo Lloyd, e hizo una pausa—. Yo preferiría ceñirme a la nomenclatura habitual y llamarlo Desolación.
Flotó un silencio incómodo.
—Se necesita un nombre —dijo Amira.
—Para encontrar este meteorito, Néstor Masangkay hizo el sacrificio máximo —dijo McFarlane con voz grave, mirando a Lloyd fijamente—. Sin él no estaríamos aquí. Por otro lado, financiando usted la expedición, se ha ganado el derecho de bautizar la roca. —Siguió mirando al multimillonario con la misma intensidad.
Lloyd, al hablar, lo hizo con más sosiego del que tenía por costumbre.
—Por saber, ni siquiera sabemos si Néstor Masangkay habría aceptado el honor —dijo—. Sam, no es momento para romper con la tradición. Lo bautizaremos meteorito Desolación, pero la sala donde esté expuesto llevará el nombre de Masangkay. Colocaremos una placa explicando su descubrimiento. ¿Te parece aceptable?
McFarlane pensó un poco y asintió sucintamente.
Glinn le pasó a Lloyd la botella y se levantó. Salieron todos a donde brillaba el sol de la mañana, y Glinn, de camino, se acercó a McFarlane.
—Supongo que es consciente de que en algún momento habrá que exhumar a su amigo —dijo, señalando el túmulo con la cabeza.
—¿Por qué? —preguntó McFarlane, sorprendido.
—Tenemos que saber de qué murió. El doctor Brambell tiene que examinar los restos.
—¿Para qué?
—Es un cabo suelto. Lo siento.
McFarlane se detuvo a media protesta. La lógica de Glinn era tan irrefutable como siempre.
En poco tiempo llegaron al confín de la zona nivelada. Había desaparecido el hoyo de Néstor. Lo habían colmado las niveladoras.
—Hemos excavado hasta más o menos un metro de la roca —dijo Glinn—, recogiendo muestras de cada capa. El resto lo nivelaremos casi todo, y para los últimos treinta centímetros usaremos trullas y escobillas. No queremos que el meteorito se lleve ni un rasguño.
—Así me gusta —contestó Lloyd.
Garza y Rochefort estaban juntos al lado de la fila de niveladoras. Se les sumó Rochefort con la cara morada por el viento.
—¿Listo? —preguntó Glinn.
Rochefort asintió. Las niveladoras tenían los motores encendidos, cada una con su conductor al volante, cada una despidiendo humo y vapor.
—¿Va todo bien? —preguntó Lloyd.
—Sí, todo.
Glinn les echó un vistazo y levantó el pulgar a Garza, que iba vestido como siempre, con ropa de deporte. Garza se giró, levantó el puño y lo movió en redondo. Entonces las niveladoras se pusieron en marcha, avanzaron lentamente ensuciando el aire de humo de diesel y bajaron las palas hasta clavarlas en el suelo.
Detrás de la primera iban varios trabajadores con chaqueta blanca y bolsas para recoger muestras. Su cometido era recoger las piedras y la tierra levantadas por las niveladoras y guardarlas para su posterior examen.
La hilera de niveladoras rebajó quince centímetros de tierra de una sola pasada. Lloyd lo observó con una mueca.
—La idea de que se acerquen tanto las palas a mi meteorito me pone los pelos de punta.
—No se preocupe —dijo Glinn—, que hemos previsto una distancia de margen y no se corre peligro de dañarlo.
Las niveladoras efectuaron otra pasada por la zona. A continuación, Amira cruzó lentamente la parte central del área nivelada, y al llegar al otro lado pulsó unas teclas del tablero frontal del aparato y arrancó la tira de papel que había salido. Entonces se les acercó arrastrando el magnetómetro.
Glinn cogió el papel.
—Tenga —dijo, dándoselo a Lloyd.
Lloyd lo cogió, y McFarlane se inclinó para leerlo. El suelo estaba representado por una línea poco marcada, errática, debajo de la cual aparecía el borde superior de una forma semicircular de gran tamaño. Sujetando el papel, a Lloyd le temblaban las manos de gigante.
McFarlane pensó: conque es verdad que abajo hay algo. ¡Dios! Hasta entonces no se lo había creído del todo.
—Faltan cuarenta centímetros —dijo Amira.
—Bueno, pues ahora le toca a la arqueología —dijo Glinn—. El agujero vamos a hacerlo un poco más lejos de donde Masangkay, para poder recoger muestras de tierra que no esté removida.
El grupo le siguió por la grava que acababa de quedar al descubierto. Amira hizo unas cuantas lecturas más, clavó algunos palos y ató unos cordeles para formar un cuadrado de dos metros de lado. Entonces se acercó el grupo de trabajadores y empezó a apartar tierra del cuadrado usando paletas, todo con sumo cuidado.
—¿Por qué no está helado el suelo? —preguntó McFarlane.
Glinn señaló las cuatro torres con la cabeza.
—Hemos bañado la zona con infrarrojos lejanos.
—Piensan en todo —dijo Lloyd, sacudiendo la cabeza.
—Para eso nos pagan.
Los trabajadores siguieron excavando un cubo perfecto, y recogiendo, a medida que bajaban, muestras de minerales, grava y arena. Uno de los del grupo interrumpió su trabajo y enseñó un objeto anguloso con una capa de arena.
—Interesante —dijo Glinn, que se había acercado enseguida—. ¿Qué es?
—Ni idea —dijo Amira—. ¡Qué raro! Casi parece cristal.
—Fulgurita —dijo McFarlane.