—¿Tiene nuestras coordenadas? —preguntó Britton.
—Afirmativo —respondió un oficial que estaba cerca—. Con radar de tiro.
La capitana se pasó el dorso de la mano por la frente, levantó la mirada y vio a McFarlane.
—¿Y el señor Glinn? —preguntó—. ¿Por qué no contesta?
—No lo sé. Ha desaparecido poco después de volver del barco chileno. Yo también le buscaba.
Britton miró a Howell.
—Quizá no esté en el barco —dijo el primer oficial.
—Está. Formen dos patrullas, y que busque una a proa y la otra a popa. Que avancen las dos hacia la mitad del barco. Que le encuentren y le traigan enseguida al puente.
—No hace falta.
Glinn, siempre tan sigiloso, había aparecido al lado de McFarlane. Tenía detrás a dos individuos a quienes McFarlane no recordaba haber visto antes, ambos con la insignia circular de EES en la camisa.
—Eli —dijo McFarlane—, ha vuelto a llamar Palmer Lloyd…
—¡Por favor, doctor McFarlane, silencio en el puente! —le espetó Britton. Su tono poseía una autoridad abrumadora. McFarlane se quedó callado. Britton se volvió hacia Glinn—. ¿Quiénes son estos hombres y qué hacen en mi puente?
—Son empleados de EES.
Britton hizo una pausa como para digerirlo.
—Quisiera recordarle, señor Glinn (a usted y al doctor McFarlane, como representante de Lloyd Industries a bordo) que en tanto que capitana del
Rolvaag
detento la máxima autoridad sobre lo que ocurra en este barco.
Glinn asintió, o se lo pareció a McFarlane, porque el gesto fue casi imperceptible.
—Pues bien, deseo ejercer la prerrogativa que me confiere dicha autoridad.
McFarlane reparó en que tanto Howell como los demás oficiales que había en el puente tenían tensas las facciones. Se notaba que estaba a punto de pasar algo, a pesar de lo cual las palabras de la capitana dejaron a Glinn bastante indiferente.
—Y ¿cómo piensa ejercerla?
—El meteorito no subirá a bordo.
Glinn la miró afablemente y en silencio.
—Capitana, creo que sería mejor que lo discutiésemos en privado.
—No. —Britton se giró hacia Howell—. Inicien los preparativos para abandonar la isla.
Nos marcharemos dentro de noventa minutos.
—Señor Howell, por favor, espere un minuto. —Glinn seguía mirando a la capitana—.
¿Podría decirme qué ha precipitado la decisión?
—Ya conoce mis temores sobre la roca. Usted, aparte de conjeturas, no me ha dado ninguna garantía de que sea seguro llevarla a bordo; y sólo hace cinco minutos que el destructor nos ha localizado con radar de control de tiro. Somos un blanco perfecto. Aunque fuera seguro el meteorito, no lo son las condiciones. Se acerca una tormenta de gran intensidad. Sería una locura cargar el objeto más pesado de la historia apuntándonos un cañón de cuatro pulgadas.
—No disparará. Al menos de momento. Cree que tenemos a su hombre, Timmer; y se le ve con muchas ganas de que vuelva a bordo sano y salvo.
—Ya. Y ¿cómo reaccionará cuando se entere de que Timmer está muerto?
Glinn no contestó a la pregunta.
—Huir sin un plan como Dios manda es condenarse al desastre, además de que, mientras no vuelva Timmer, Vallenar no va a dejarnos pasar.
—Pues le digo una cosa: prefiero huir ahora que con un meteorito como lastre.
Glinn siguió mirándola con la misma expresión afable, casi triste.
Un técnico carraspeó.
—Contacto aéreo en cero cero nueve, a cincuenta y cinco kilómetros y acercándose.
—Sígalo y avíseme —dijo Britton sin cambiar de postura ni desviar la mirada de Glinn.
Se produjo un silencio breve y tenso.
—¿Se ha olvidado del contrato que firmó con EES? —preguntó Glinn.
—No me he olvidado de nada, señor Glinn, pero existe una ley por encima de cualquier contrato: la del mar. En lo que respecta al barco, la última palabra la tiene el capitán. Y, dadas las circunstancias, no permitiré que el meteorito sea subido a bordo.
—Capitana Britton, si no quiere que hablemos en privado sólo puedo asegurarle que no hay motivos de preocupación.
Glinn hizo una señal a sus hombres, uno de los cuales avanzó y se sentó a una consola informática de acero negro que no se utilizaba. El segundo hombre se colocó detrás y de espaldas a la consola; de cara, por lo tanto, al conjunto de los oficiales. McFarlane observó que la consola era una versión menor de la misteriosa máquina que le había señalado Britton en el cuarto de control de carga.
Britton miró con mala cara a los dos desconocidos.
—Señor Howell, despeje el puente de todo el personal de EES.
—No va a ser posible —dijo Glinn, apesadumbrado y con un tono que hizo vacilar a Britton.
—¿Qué quiere decir?
—El
Rolvaag
es una maravilla de barco, lo último en informatización marítima. EES, como precaución, ha empleado la informática para evitar estas situaciones. Resulta que al ordenador central lo controla nuestro sistema. Normalmente es un control transparente, pero desactivé el
bypass
al anclar el
Rolvaag
en la isla. Ahora los códigos de autorización para controlar los motores principales sólo los tenemos nosotros. No se puede transmitir ninguna orden de navegación sin introducir el código correcto.
Britton le miró con rabia muda.
Howell cogió un auricular de la consola de mando.
—Seguridad al puente, y deprisa.
Britton se dirigió al oficial de guardia.
—Inicie la secuencia de motores.
El oficial introdujo una serie de comandos.
—No responden los motores, señora.
—Ejecute el diagnóstico —dijo ella.
—Me temo, capitana —continuó Glinn—, que tendrá que cumplir con el contrato le guste o no.
Britton se volvió de manera brusca, le taladró con la mirada y le dijo algo en voz demasiado baja para que lo oyera McFarlane.
Glinn se adelantó unos pasos.
—No —dijo casi susurrando—. Usted prometió que el barco volvería a Nueva York. Yo lo único que hice fue tomar medidas preventivas contra la infracción de la promesa, viniera de usted o de otros.
Britton se quedó callada, temblándole un poco el esbelto cuerpo.
—Si nos marchamos ahora, sin plan, cuente con que nos mandarán a pique. —Glinn mantenía la voz en un registro bajo, persuasivo, urgente—. En este momento, nuestra supervivencia depende de que se obedezcan mis indicaciones. Sé lo que me hago.
Britton siguió mirándole.
—Me niego.
—Capitana, hágame caso: sólo hay una manera de sobrevivir. O coopera conmigo o moriremos todos. Así de sencillo.
—Capitana —dijo el oficial de guardia—, el diagnóstico… —Viendo que no contaba con la atención de la capitana, se interrumpió.
En el puente apareció un grupo de oficiales de seguridad.
—Ya han oído a la capitana —dijo Howell, haciéndoles señas de que se acercaran—.
Despejen el puente del personal de EES.
Los técnicos de Glinn se pusieron tensos, pero de repente Britton levantó la mano.
—Capitana… —dijo Howell.
—Que se queden.
Howell la miró con cara de incredulidad, pero ella no se giró. El silencio fue largo y lleno de crispación. Glinn hizo señas a su equipo.
El que estaba sentado cogió una llavecita metálica que tenía colgada en el cuello y la insertó en el frontal de la consola. Glinn se acercó, tecleó una secuencia breve de órdenes, pasó a un teclado numérico y pulsó unas cuantas teclas más.
El oficial de guardia levantó la cabeza.
—Señora, la pantalla se ha puesto verde.
Britton asintió.
—Ojalá sea verdad que sabe lo que se hace. —Lo dijo sin mirar a Glinn.
—Capitana, si es capaz de confiar en algo, que sea en esto. He hecho un pacto tanto personal como profesional para llevar el meteorito a Nueva York. He invertido una cantidad enorme de recursos en resolver cualquier problema que pudiéramos tener, y no fallaré. No fallaremos.
A McFarlane no le pareció que Britton quedara muy impresionada por sus palabras. La mirada de la capitana conservaba su frialdad.
Glinn retrocedió.
—Capitana, las próximas doce horas serán las más duras de toda la misión. Ahora el éxito depende de cierto grado de subordinación de su autoridad de capitana. Le pido disculpas. Sin embargo, una vez que el meteorito esté seguro en la bodega, volverá a ser suyo el barco; y mañana a mediodía estaremos de camino a Nueva York. Llevando algo que no tiene precio.
Siguió mirándola, y McFarlane vio que sonreía. Era una sonrisa muy tenue, extremadamente, pero allí estaba. Banks salió de la cabina del telegrafista.
—Señora, tengo identificado lo que se acerca. Es un helicóptero de Lloyd Holdings.
Está mandando una señal en clave en la frecuencia de puente a puente.
A Glinn se le borró la sonrisa. Miró a McFarlane, que estuvo a punto de decir: «A mí no me mire. Tendría que haberle mantenido usted a raya».
El oficial de la consola del radar se ajustó los auriculares.
—Capitana, pide permiso para aterrizar.
—¿Estimación?
—Treinta minutos.
Glinn dio media vuelta.
—Si no le importa, capitana, tengo un par de cosas que solucionar. Haga los preparativos que considere oportunos para la partida. Vuelvo enseguida.
Los dos hombres de EES se quedaron en la consola. Al llegar a la puerta, Glinn se detuvo y dijo sin girarse:
—Doctor McFarlane, el señor Lloyd esperará una recepción. Haga el favor de ocuparse usted.
McFarlane caminaba por la cubierta principal con una sensación deprimente de
deja vu,
en espera de que el helicóptero se acercase al petrolero. Durante unos minutos, que se le hicieron eternos, lo único que se oía era un ruido de rotores perdidos en la oscuridad.
Observó la actividad frenética que había comenzado justo al bajar la niebla e impedir la visión del barco desde el
Almirante Ramírez.
El risco estaba al lado, con el duro perfil suavizado por la niebla; y encima, el barracón que contenía el meteorito. McFarlane tenía delante el tanque central, vacío y emanando una luz pálida. Al mismo tiempo que lo contemplaba, varias brigadas de trabajadores empezaron a montar una torre de puntales relucientes a una velocidad que provocaba estupefacción. Era una especie de enrejado metálico que sobresalía del tanque y brillaba suavemente bajo las luces de sodio. Dos grúas añadían componentes prefabricados a la torre, en la que trabajaban como mínimo una docena de soldadores. Los cascos y los hombros de los técnicos de abajo recibían una lluvia constante de chispas. A pesar de su tamaño, la estructura, curiosamente, tenía mucho de delicado, como una telaraña complicada en tres dimensiones. A McFarlane no le entraba en la cabeza que hubiera una manera de meter el meteorito en el tanque después de colocarlo encima de la torre. De repente aumentó la intensidad del ruido de las palas, y McFarlane recorrió toda la superestructura a paso ligero hasta llegar a la bovedilla. El Chinook, voluminoso, emergía de la niebla y levantaba cortinas de agua pulverizada de la cubierta. Un hombre con linternas en las manos dirigía la maniobra de acercamiento. Se trataba de un aterrizaje de rutina, sin la excitación de cuando doblaban el cabo de Hornos y en plena tormenta había llegado Lloyd.
Taciturno, vio posarse en la plataforma los neumáticos descomunales del helicóptero.
Actuar de recadero entre Lloyd y Glinn era una situación sin beneficio posible. Él era un científico, no un intermediario. No le habían contratado para eso. Saberlo le ponía de mal humor.
Se abrió una escotilla en la panza del helicóptero. Dentro estaba Lloyd de pie, con un abrigo largo de cachemira al viento y un sombrero de fieltro en la mano. Su calva mojada reflejaba las luces de aterrizaje. Dio el salto a tierra, que para alguien tan voluminoso no careció de agilidad, y caminó por la cubierta con zancadas de hombre erguido, poderoso, ajeno al batiburrillo de aparatos y trabajadores que se derramaba del helicóptero por la rampa hidráulica que desplegaron tras él. Sometió la mano de McFarlane a un férreo apretón, sonrió, asintió con la cabeza y continuó caminando. McFarlane le siguió por la cubierta barrida por el viento, alejándose del ruido de las palas. Lloyd se detuvo cerca de la baranda de proa y contempló la fantástica torre.
—¿Dónde está Glinn? —vociferó.
—Ya debería haber vuelto al puente.
—Pues vamos.
El puente vibraba de tensión, poblado por rostros que la escasa luz revelaba crispados.
Lloyd se quedó en la puerta el rato necesario para asimilarlo todo. Después su corpachón se puso en movimiento.
Glinn estaba de pie al lado de la consola de EES, hablando en voz baja con el empleado del teclado. Lloyd se le acercó en cuatro zancadas y le rodeó toda la mano, estrecha, con la suya.
—¡El gran protagonista! —exclamó. Si había hecho el vuelo de mal humor, ya se le había pasado. Hizo un gesto con la mano, refiriéndose a la estructura que salía del tanque—.
¡Caray, Eli! ¡Es alucinante! ¿Seguro que aguantará una roca de veinticinco mil toneladas?
—Doble previsión —fue la respuesta de Glinn.
—Claro, tonto de mí. Y ¿cómo demonios se supone que funciona?
—Fallo controlado.
—¿Qué? ¿«Fallo»? ¿Dicho por ti? Imposible.
—Ponemos la roca en la torre y activamos una serie de cargas explosivas que harán que ceda la torre nivel a nivel, y que el meteorito caiga en el tanque muy poco a poco.
Lloyd miró la estructura.
—Increíble —dijo—. ¿Ya lo habéis probado?
—Exactamente así no.
—Y ¿seguro que funcionará?
En los labios finos de Glinn apareció una sonrisa irónica.
—Perdona la pregunta. Todo eso lo llevas tú, Eli, y no pienso cuestionarlo. Mi visita responde a otros motivos. —Se irguió en toda su estatura y miró alrededor—. No voy a andarme con rodeos. Aquí hay un problema que no se está solucionando. Hemos llegado demasiado lejos para que algo nos detenga. A eso vengo, a meter caña y tirarle de las orejas al que se lo merezca. —Señaló la niebla densa—. Tenemos un barco de guerra pegadito a nuestra proa. Ha enviado espías. Ahora sólo espera a que movamos ficha, y tú, Eli, te quedas cruzado de brazos. ¡Pues se acabó lo de ser unos cagados! Hacen falta medidas contundentes, y a partir de ahora mando yo. Me quedaré en el barco y haré con vosotros el viaje a Nueva York, pero lo primero es que a este chulo le llame la marina chilena. —Se giró hacia la puerta—. Mi gente sólo tardará unos minutos en calentar motores. Eli, te espero en mi despacho dentro de media hora. Voy a hacer unas cuantas llamadas. Estas situaciones de politiquilla barata ya me las conozco.