—¿Cómo ha subido tan deprisa? —preguntó McFarlane.
—Menudo personaje, ¿eh? —Lloyd sacudió la cabeza—. Espero que se acuerde del camino.
Se encaminaron a la base de la cornisa, pisando guijarros. La playa estaba sembrada de pedazos de hielo traídos por la tormenta, y olía intensamente a musgo y sal. McFarlane examinó el acantilado de basalto negro, respiró hondo y emprendió el ascenso de la grieta, que era estrecha. Resultó más difícil de lo que parecía: la presencia de nieve prensada hacía que el barranco fuera resbaladizo, y los últimos cinco metros obligaban a trepar por una serie de rocas cubiertas de hielo. McFarlane oyó resoplar a Lloyd, que iba detrás; pero a buen ritmo, sobre todo tratándose de un hombre de sesenta años, con el resultado de que en poco tiempo estuvieron los dos en lo alto del acantilado.
—¡Bien! —exclamó Puppup entre reverencias y aplausos—. ¡Muy bien!
McFarlane se inclinó y se apoyó en las rodillas con las palmas de las manos. Por una parte le quemaba los pulmones lo frío del aire, y por otra, debajo de la parka, le sudaba el resto del cuerpo. Oyó a Lloyd al lado, recuperando la respiración. De la cámara no se habló más.
Al erguirse, McFarlane vio que estaban en un llano con rocas diseminadas. El campo de nieve quedaba a medio kilómetro, extendido longitudinalmente hasta el centro de la isla.
Ahora el cielo estaba nublado, y empezaba a nevar con más fuerza.
Puppup les dio la espalda sin decir nada y abrió la marcha a paso ligero. Lloyd y McFarlane tenían dificultades en seguir su ritmo por la cuesta, poco pronunciada, pero cuesta al fin. La nieve, a sorprendente velocidad, se espesó hasta encerrarles en un círculo blanco. De Puppup, que estaba a seis o siete metros, sólo se veía un fantasma. Cuanto más subían, más viento soplaba, y a partir de cierto punto a McFarlane le llegaba la nieve en sentido horizontal, interfiriendo su campo de visión. Ahora se alegraba de la insistencia de Glinn en que se llevaran botas y parkas árticas.
Cuando llegaron al final de la cuesta, se apartó la cortina de nieve y McFarlane tuvo ocasión de ver el valle. Estaban al borde de un collado con vistas al campo de nieve. Desde arriba parecía mucho mayor: una masa grande y blanquiazulada, irresistible, casi glacial.
Llegaba hasta el centro del valle, entre colinas. Detrás, como dos colmillos, se levantaban las cumbres volcánicas gemelas. McFarlane vio que se acercaba otra tormenta de nieve por el valle, un muro blanco sin fisuras que en su avance iba engullendo el paisaje.
—Vaya vista, ¿eh? —dijo Puppup.
Lloyd asintió. Tenía nevado el borde de la parka, y la perilla manchada de hielo.
—Me tiene intrigado el campo de nieve que hay en medio. ¿Tiene nombre?
—Ah, sí —dijo Puppup con varias inclinaciones de la cabeza, que hacían menearse su bigotito—. Lo llaman el vómito de Hanuxa.
—Qué pintoresco. ¿Y los dos picos?
—Las mandíbulas de Hanuxa.
—Tiene lógica —dijo Lloyd—. ¿Quién es Hanuxa?
—Una leyenda de los indios yaganes —repuso Puppup escuetamente.
McFarlane se quedó mirándolo. Se acordaba de que en el diario de Masangkay había referencias a leyendas yaganas, y tuvo curiosidad por saber si la presencia de su ex-socio en la isla se debía a la de Hanuxa.
—Siempre me han interesado mucho las leyendas —dijo como si tal cosa—. ¿Nos la podría contar?
Puppup se encogió de hombros y volvió a mover alegremente la cabeza.
—Yo no creo en supersticiones —dijo—. Soy cristiano.
Volvió a darles la espalda en silencio y a reemprender la marcha por la ladera hacia el campo de nieve. McFarlane casi tuvo que correr un poco para no quedarse rezagado, mientras oía jadear a Lloyd detrás.
El campo de nieve ocupaba un pliegue hondo del terreno, y sus bordes estaban sembrados de pilas formadas por trozos de roca y detritos. Llegaron justo cuando se descargaba el temporal. El viento hizo inclinarse a McFarlane.
—¡Venga, venga! —se oyó exclamar a Puppup en la ventisca.
Caminaban en paralelo al campo, de flancos empinados, como los de un enorme animal. De vez en cuando Puppup se detenía para examinarlo con mayor atención.
—Aquí —acabó diciendo.
Dio una patada a la pared vertical, creando un punto de apoyo, y luego, trepando por él, dio otra. McFarlane le siguió con cautela, usando los boquetes hechos por Puppup y apartando la cara del viento.
Poco a poco fue abriéndose el ángulo del lado del campo, que al principio era pronunciadísimo, pero el viento llegaba de todas partes, un viento huracanado.
—¡Dile a Puppup que no vaya tan deprisa! —exclamó Lloyd desde atrás.
Sin embargo, Puppup no sólo no le hizo caso sino que aceleró.
—Hanuxa —dijo de repente con su extraño sonsonete— era hijo de Yekaijiz, dios del cielo nocturno. Yekaijiz tenía dos hijos: Hanuxa y su hermano gemelo Haraxa. El favorito siempre había sido Haraxa, que era lo que se dice la niña de los ojos de Yekaijiz. Con el paso del tiempo, Hanuxa fue poniéndose cada vez más celoso de su hermano. Quería quedarse con su poder.
—Ya. La vieja historia de Caín y Abel —dijo Lloyd.
En el centro del campo la nieve estaba barrida y sólo quedaba hielo azul. McFarlane pensó que en el fondo era rarísimo, inverosímil, estar yendo hacia el centro de aquella nada hacia una roca enorme y misteriosa, hacia la tumba de su ex-socio; y escuchar mientras tanto, en boca de aquel viejo, la leyenda de isla Desolación.
—Para los yaganes, la sangre es fuente de vida y poder —prosiguió Puppup—. Por eso, un día Hanuxa mató a su hermano, le cortó el cuello y se bebió su sangre. Entonces se le puso la piel de color sangre y tuvo el poder; pero se enteró el padre, Yekaijiz, y le encerró dentro de la isla, debajo de la superficie. A veces, en noches de viento y mucho oleaje, cuando se acerca alguien demasiado, ve chispazos y oye gritos de rabia. Es Hanuxa intentando escapar.
—Y ¿lo conseguirá? —preguntó Lloyd.
—No lo sé, jefe, pero como se escape, malo.
El campo de nieve empezaba a bajar y terminaba en una cornisa de dos metros.
Bajaron uno a uno por el borde y se deslizaron hasta pisar suelo más duro. Había empezado a amainar el viento, y ahora nevaba con menor intensidad, a copos grandes que giraban y caían al suelo como ceniza. Aun así, el viento mantenía casi completamente desnudo aquel estéril llano. McFarlane vio una roca grande a unos centenares de metros, y que Puppup corría hacia ella.
Lloyd dio unas zancadas en la misma dirección, seguido a menor velocidad por McFarlane. Al lado de la roca había huesos de animales y dos cráneos, uno de los cuales conservaba un ronzal en estado de putrefacción. La roca tenía atada una cuerda llena de hilachas. También había varias latas desperdigadas, un trozo grande de lona y dos alforjas rotas. La lona tenía un bulto debajo. De repente McFarlane tuvo escalofríos.
—¡Dios mío! —dijo Lloyd—. Deben de ser las mulas de tu ex-socio. Se quedaron atadas a la roca hasta morirse de hambre.
Quiso tocarla, pero McFarlane le detuvo levantando una mano. Quien se acercó a la roca fue él. Inclinado, cogió con suavidad el borde de la lona congelada, la sacudió un poco para quitar la nieve y la apartó; pero lo de debajo no era el cadáver de Masangkay, sino un amasijo de objetos descompuestos, sus pertenencias.
Vio paquetes viejos de fideos y latas de sardinas que habían reventado, escupiendo trozos de pescado por la superficie helada. A Néstor le encantaban las sardinas, pensó con súbita angustia.
De pronto le volvió a la memoria algo de hacía muchos años (cinco) y mucho espacio (varios miles de kilómetros al norte): él y Néstor agachados en una cuneta al lado de una carretera sin asfaltar, con las mochilas tan llenas de tectitas de Atacama que les faltaba poco para reventar. Cerca, a uno o dos metros, pasaban camiones militares, arrojando una lluvia de piedrecitas a la cuneta. Ellos dos, sin embargo, saboreaban las mieles del éxito, y estaban tan eufóricos que reían y se palmeaban la espalda. Estaban muertos de hambre, pero no se atrevían a encender fuego por miedo de que les descubrieran. Entonces Masangkay había abierto la mochila, había sacado una lata de sardinas y se la había ofrecido a McFarlane. «Tú estás loco —le había susurrado este—. ¡Si aún sabe peor de lo que huele!»
Respuesta, igualmente susurrada, de Masangkay: «Por eso me gusta.
Amoy ek-ek yung kamay mo!».
McFarlane le había mirado sin comprender, pero Masangkay, en vez de explicárselo, se había reído, primero en voz baja y después cada vez más estrepitosamente. En aquel ambiente enrarecido de peligro y tensión, algo había en su risa que se contagiaba, con el resultado de que McFarlane, sin saber por qué, también había sucumbido a las convulsiones de hilaridad silenciosa, cogiendo las preciosas mochilas bajo un tráfico incesante de camiones que les perseguían precisamente a ellos.
McFarlane, de cuclillas en la nieve, regresó al presente, a las latas congeladas de comida y los harapos diseminados a sus pies. Le había acometido una sensación extraña.
Aquella especie de basurero resultaba de un efecto tan patético… Como lugar para morirse solo, era horrible. Notó un cosquilleo en la comisura de los ojos.
—Bueno, ¿y el meteorito? —oyó preguntar a Lloyd.
—¿El qué? —dijo Puppup.
—El agujero, hombre. ¿Dónde está el agujero que hizo Masangkay?
Puppup hizo vagas señales hacia donde caía la nieve.
—¡Pero llévame, caramba!
McFarlane miró primero a Lloyd y luego a Puppup, que ya volvía a estar en movimiento. Se levantó y les siguió a través de la nevada.
A ochocientos metros, Puppup se detuvo y señaló algo. McFarlane dio unos pasos más y miró fijamente el hoyo que había en el suelo. Se habían hundido los lados, y en el fondo había nieve acumulada. Notó que Lloyd le cogía por el brazo, y que se lo apretaba tanto que conseguía hacerle daño a pesar de las capas superpuestas de lana y plumón.
—Imagínate, Sam —susurró Lloyd—. Está aquí, justo debajo de nuestros pies. —Apartó la mirada del hoyo y miró a McFarlane—. ¡Ojalá pudiéramos verlo!
McFarlane se dio cuenta de que debería haber sentido algo más que una tristeza profunda y un silencio insidioso y sobrecogedor, que era lo que experimentaba.
Lloyd se quitó la mochila, la desabrochó y sacó un termo con tres vasos de plástico.
—¿Un poco de chocolate caliente?
—Con mucho gusto.
Lloyd sonrió compungidamente.
—Eli es un puñetero. Debería habernos puesto una botella de coñac. Suerte que al menos está caliente.
Desenroscó la tapa, llenó los vasos y levantó el suyo. Lo mismo hicieron tanto McFarlane como Puppup.
—Por el meteorito Desolación.
La nevada silenciosa amortiguó la voz de Lloyd.
—Masangkay —se oyó decir a McFarlane tras un breve silencio.
—¿Cómo?
—El meteorito Masangkay.
—Sam, eso no es de protocolo. Los meteoritos siempre se bautizan por donde se han…
McFarlane sintió disolverse la sensación de vacío.
—Ni protocolo ni hostias —dijo bajando el vaso—. Lo encontró él, no usted ni yo. Dio la vida por él.
Lloyd le miró como diciendo: «Es un poco tarde para ataques de ética».
—Ya lo discutiremos —dijo serenamente—. Ahora a brindar.
Hicieron chocar los vasos de plástico y se bebieron de un trago el chocolate caliente.
Pasó invisible una gaviota, y la nieve se llevó su triste grito. McFarlane tuvo una sensación muy agradable de calor en el estómago, y de repente se le fue el enfado. Ya oscurecía, y los bordes de su pequeño mundo se habían teñido de un blanco que derivaba hacia el gris. Lloyd recogió los vasos y volvió a metérselos en la mochila junto con el termo. Era un momento un poco incómodo; quizá, pensó McFarlane, como todos los que se vivían como algo histórico.
No obstante, la desazón tenía otro motivo. Todavía no habían encontrado el cadáver.
McFarlane se dio cuenta de que temía levantar la vista del suelo por miedo al descubrimiento.
Temía girarse hacia Puppup y preguntar dónde estaba.
Lloyd volvió a demorarse en la contemplación del hoyo que tenía delante. Después consultó su reloj.
—Que Puppup haga una foto.
McFarlane hizo lo debido: colocarse junto a Lloyd mientras este le pasaba la cámara a Puppup.
Justo en el momento en que hacía clic el obturador, Lloyd se puso tenso y fijó la mirada a media distancia.
—¿Has visto? —dijo, señalando por encima del hombro de Puppup.
A unos cien metros del hoyo se elevaba un poco el terreno, y en el punto más alto había varias cosas marrones.
Se acercaron. Los restos óseos estaban medio tapados por la nieve, y tan rotos que lo único reconocible era la mueca torcida de una mandíbula. Al lado había una pala sin mango.
Uno de los dos pies seguía calzando una bota podrida.
—Masangkay —susurró Lloyd.
McFarlane se quedó callado. Él y Masangkay habían compartido muchas cosas. Su ex-amigo y ex-cuñado, reducido a frío amasijo de huesos rotos en el culo del mundo. ¿De qué había muerto? ¿De frío? ¿De un infarto imprevisto? De hambre no, evidentemente, porque al lado de las mulas sobraba la comida. Y ¿qué había roto y dispersado los huesos? ¿Pájaros?
¿Animales? La isla no parecía contener ninguna forma de vida. Y Puppup ni siquiera se había molestado en enterrarle.
Lloyd se volvió hacia Puppup.
—¿Usted sabe de qué murió?
Puppup se limitó a hacer un ruido por la nariz.
—Ya. Hanuxa.
—Eso, jefe, para el que crea en las leyendas —dijo Puppup—; y ya les he dicho que no es mi caso.
Lloyd le miró fijamente, hasta que suspiró y dio un apretón al hombro de McFarlane.
—Lo siento, Sam —dijo—. Has de estar pasándolo mal.
Guardaron un rato más de silencio, apiñados junto a los patéticos despojos. Luego Lloyd se incorporó y dijo:
—Venga, a moverse. Ha dicho Howell que a las tres de la tarde, y prefiero no pasar la noche en este pedrusco.
—Un momento —dijo McFarlane, que seguía mirando el suelo—. Primero hay que enterrarle.
Lloyd titubeó, y McFarlane se aprestó a oír sus objeciones, pero sólo hubo un gesto de asentimiento.
—Sí, claro.
Mientras Lloyd recogía los trozos de hueso y los amontonaba, McFarlane buscaba rocas por la nieve y las desprendía del suelo helado con los dedos, que se le iban quedando insensibles. Entre uno y otro formaron un mojón sobre los restos, mientras Puppup lo observaba todo sin participar.