En el descanso para comer, me habría encantado acechar la vuelta de Ric, pero ya que es mi primer día y uno de los últimos de Vanessa, a la señora Bergerot se le ha ocurrido que podíamos comer juntos todo el equipo.
En la sala del horno, los trabajadores han apartado los sacos de harina y las carretillas para hacer hueco. La mesa es larga, somos nueve. La señora Bergerot preside, pero también es la encargada de ir sirviendo. Julien se sienta a su derecha. Nicolas, el aprendiz de pastelero, se instala frente a mí. No me quita ojo. Vanessa comienza a hablar.
—Qué mala pata la de Julie al equivocarse con el señor Calant.
—Qué viejo tan insoportable —exclama la dueña mientras sirve vino a los hombres.
Nicolas se inclina hacia mí:
—Ese tío es sóspido.
«¿Sóspido?»
Denis, el maestro pastelero, adivina mi perplejidad. Se inclina hacia mí para explicarme:
—Te va a llevar algo de tiempo hablar el «Nicolas». Junta palabras para crear otras. Sóspido quiere decir soso y estúpido. ¿No, Nico?
—Exacto, señor Denis.
Denis me dice al oído:
—Estos chicos tan raros solo sirven para amasar. Para hacer pasteles, se necesita a verdaderos profesionales.
—Te he oído —dice Julien—. Deja a mis chicos tranquilos. Los míos al menos no se dedican a untar de nata a sus compañeras.
Nicolas vuelve a inclinarse sobre mí.
—Eso sí que es «sorprebante».
Lo que seguramente es una mezcla de sorprendente y perturbante.
Al final de la comida, he aprendido mucho sobre el oficio. Nunca volveré a mirar un pastel con los mismos ojos.
Paradójicamente, a pesar de que acabo de empezar en este trabajo, ya me ha salvado de uno de los grandes peligros que amenazan mi vida: la obsesión por Ric.
A fuerza de no parar en la tienda, de ver a tanta gente, de aprender, sucede que no tengo ni un minuto libre para pensar en él. Después de comer, sí que tuve un minuto. No había mucha gente. Fuera, en la acera, veo a Mohamed que acaba de recibir mercancía. Se da prisa en meter las cajas porque el repartidor le ha dejado bastantes delante de la panadería. Si la señora Bergerot se da cuenta no tardará en salir, y no para darle las buenas tardes.
Una señora entra con su hijo de unos diez años. Pide unas pastas. Tiene pensado ir a visitar a su madrina mientras su hijo está en la academia de matemáticas, preparándose para empezar el cole que está a la vuelta de la esquina. El crío no parece muy contento, sobre todo cuando en la calle son muchos los que se dedican a montar en bici o a jugar al fútbol. Algunos de ellos, de más edad, vienen cogidos de la mano a comprar helados. El sol reverbera en el suelo, circulan pocos coches. Flota en el aire cierta indolencia que solo el verano sabe ofrecer. Es entonces cuando Ric entra en escena. Está radiante.
—¡Hola!
«¿Dónde estabas? Hace tres días que te estoy esperando. ¿Qué te traes ahora entre manos?»
—Hola.
—Quería pasar a verte en tu primer día. Espero que encuentres aquí lo que buscas.
«Si tú estás cerca, siempre encontraré lo que busco».
—Muchas gracias. Muy amable de tu parte.
Cuando me mira así, siento que me derrito como el helado de los adolescentes que se besan al otro lado de la calle.
—¿Qué es lo que menos has vendido hoy?
—¿Perdón?
—¿Qué es lo que los clientes todavía no te han pedido?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Porque venderlo todo hoy te traerá suerte.
Vanessa, que tiene siempre el oído atento, viene de la cocina y me susurra:
—Los
bavarois
de café. Jamás los escoge nadie. De hecho, no están demasiado frescos.
Miro a Ric.
—No hemos vendido ni un solo
bavarois
de café.
—Bueno, pues me llevo uno.
—… porque no están muy…
En ese momento aparece la señora Bergerot. Ric exclama en voz alta:
—Me has convencido. Me llevo dos.
Vanessa mira a Ric como si fuera un imbécil integral. Intento no reírme pero me cuesta.
Ric le tiende un billete a la señora Bergerot y después me dice:
—¿Te gusta la música?
«¿Qué tiene eso que ver con los
bavarois
? ¿Qué va a hacer con ellos? Espero que no me invite a comerlos. Y si lo hace no pienso probarlos».
—¿Que si me gusta la música? ¡Vaya pregunta! ¡Me encanta la música!
—¿Te gustaría venir conmigo a un concierto el próximo domingo?
Sé que está mal saltar de alegría en la tienda, pero me cuesta horrores controlarme.
—¡Encantada!
—Pasa a verme una noche de estas y nos organizamos, ¿vale?
«¿Una noche de estas? Termino en tres horas y veinticuatro minutos. Estaré en tu casa en tres horas y veintiséis minutos».
Aclara:
—Digamos mañana, si te va bien. Y así celebramos mi nuevo calentador.
—De acuerdo. Hasta mañana.
Se va. La señora Bergerot frunce el entrecejo.
—¿No es ese el nuevo de tu edificio?
—Sí.
—Te mira de un modo que parece que…
Vanessa entorna los ojos. La dueña me pregunta:
—¿Cómo le has convencido para comprar los
bavarois
de café? No lo vuelvas a hacer. Nadie los compra jamás. Es Denis el que se empeña en hacerlos, a pesar de que le digo que no lo haga. Por culpa de tu amiguito, se creerá en el deber de continuar.
De todas las cenas de chicas la que más me gusta es la de final del verano. Tras las vacaciones, todas tenemos algo nuevo que contar y todas estamos contentas de volver a vernos.
Llamo a la puerta de Maude. Llevo dos grandes cestas llenas de botellas. Sonia abre. A juzgar por el ruido, ya ha llegado casi todo el mundo.
—¡Hola, Julie! ¿Has traído las bebidas? Perfecto, la fiesta puede empezar. ¡Te tendríamos que haber pedido también el postre!
Las noticias vuelan. Sonia coge una de las cestas y me lleva hasta la cocina. Jade me saluda y nos sigue con una foto en la mano. Sonia me aclara:
—Estaba a punto de enseñar cómo es Jean-Michel.
Le quita la foto a Jade y me la pone delante. Un negro enorme, cachas, con kimono negro, con una pose a lo Bruce Lee, la mirada arisca. Tiene aspecto de creerse un ninja de verdad. Jade la mira, triste de no tener foto de ningún hombre para enseñar.
Sophie se zafa y me abraza.
—¡Hola! ¿Cómo ha ido la primera semana?
—Estoy agotada. Físicamente. He visto desfilar a la mitad de la ciudad. Pero para los cotilleos, trabajo en un lugar estratégico.
Sonia y Jade continúan su charla sin preocuparse por nosotras. Sophie me susurra:
—He terminado con Patrice. Lo he mandado a paseo. Estaba harta. No se lo digas a nadie, es demasiado pronto. Solo lo sabes tú.
—¿No ha sido duro?
—Es horrible, pero me siento más liberada. Si pienso en todo el tiempo perdido. ¿Y tú qué tal con Ric?
—Mañana vamos juntos al concierto de jóvenes talentos en la catedral de Saint-Julien.
—Estáis progresando. Pero no creo que allí podáis toquetearos.
Léna llega y da un grito de alegría cuando me ve.
—¡Julie! Guay, necesito que me des tu opinión.
Léna es bastante particular. Es esteticista, gasta compulsivamente la mitad del sueldo en la compra de cremas,
sérums
, tintes y, desde hace dos años, también invierte una gran cantidad en cirugía estética. Ha decidido convertirse en una
sex symbol
e invierte en todo lo que la ciencia le permite. Para que os hagáis una idea, su alias en Internet es «Princesadetussueños». El nickname lo dice todo. Pero hasta donde yo sé, su estrategia no parece funcionar muy bien porque, de momento, nadie ha venido a secuestrarla todavía. Apuesta muy alto. Fue a ella a quien se le ocurrió la gran idea de proponernos posar disfrazadas de hadas para un calendario en beneficio de las peluqueras necesitadas. Todo el mundo se negó, salvo Jade, que ya se veía con las alitas y la varita mágica. También Léna quiso convencer al ayuntamiento para organizar un concurso de belleza. Su pelo ha pasado por pelirrojo, negro carbón, rubio platino, y ahora tengo la impresión de que se ha cambiado algo y no sé el qué. Se me acerca con su escote abismal. Dios mío, ya sé lo que es.
—¿Has visto? ¿A que son bonitas? Me las acaban de poner en una clínica superfamosa.
Mueve los pechos como si fuera una bailarina del vientre electrocutada. Sophia comienza a reírse, y eso no me gusta. Intento ser agradable:
—La verdad es que son impresionantes.
De pronto Léna se levanta la camisetilla, que no deja demasiado a la imaginación, y me pone sus enormes senos en la cara:
—Toca, es superagradable.
No puedo. Imposible. Sophie se mea de la risa e interviene:
—Venga, Julie. Tienes que probarlas. Verás como es increíble. ¡Todas lo hemos hecho!
Léna me coge la mano y se la coloca sobre los pechos presionándome los dedos para obligarme a amasarlos.
—Muy astuto tiene que ser el chico para saber que son falsas. Si necesitas la dirección de la clínica, dímelo.
—Gracias, Léna.
Estoy a punto de vomitar. ¿Quién puede ser tan idiota como para creer que esas monstruosidades son naturales?
Cuando entro al salón, veo una bonita mesa con unas quince sillas alrededor. Le digo a Sophie:
—Nunca hemos sido tantas.
—Esto va a ser el infierno para los vecinos y el paraíso para nosotras. Espero que ninguna haya cambiado de sexo durante el verano, porque si te hace palpar…
—Eres asquerosa.
Un primer abrazo me atrapa y Maëlys me habla. Un segundo abrazo, un tercero. Llaman a la puerta. Llegan más. Reina un ambiente cálido. Descubro que Léna se ha lanzado sobre Coralie para que le toque sus nuevos argumentos de seducción. En cada rincón, en grupitos, se habla, se intercambian opiniones, se confiesa. Oigo a una que ha perdido algunos kilos y le explica cómo hacerlo a otra que ha ganado tres. Frívolo y fundamental, cómplice. Inès cuenta sus vacaciones «brutales» y entorna los ojos al final de cada frase. A Rosalie le han hecho una oferta de trabajo y se marcha del país el mes que viene. Laurence, que acaba de divorciarse, ha estado de vacaciones con sus dos hijos y se lo ha pasado genial. Las observo, contentas de estar juntas. Esta noche no hay lugar para la tristeza, la soledad o las esperanzas rotas. Esta noche somos felices. Observándolas, me siento un poco extranjera. Solo con Sophie comparto realmente alguna afinidad. No es que me sienta superior, ni mucho menos. Todas se las arreglan mucho mejor que yo en sus vidas, muchas veces bastante más complicadas que la mía. No, creo que simplemente me siento fuera de lugar. Supongo que todos sentimos alguna vez eso. Pero mirándolas, veo cómo la vida se escribe, la existencia se desarrolla, y eso me emociona.
—¿Has decidido excluirte?
Sophie se desliza a mi lado.
—No, solo disfruto del instante.
—¡Tú! ¿Disfrutando del instante? ¡Eso sí que es nuevo!
Florence y Camille se están poniendo una copa, un cóctel preparado por Camille con un ron traído de las Antillas, donde ha vivido un tórrido romance con el monitor de vela.
Cuando levantamos los vasos para brindar, Sarah toma la palabra:
—¡Tengo algo que anunciaros! Pero antes de nada, me gustaría contaros una historia.
Murmullos entre las presentes. Comienza:
—Este verano, en un arranque de valentía, decidí no hacer el tour por los parques de bomberos a la caza del bicho raro.
Aplausos.
—Era el momento de pasar a otra cosa.
Jade comenta:
—Pues yo los encuentro muy sexies.
—¡Cierra la boca! —grita Sophie poniendo otra voz.
Sarah continúa hablando por encima de las risas:
—En fin, en resumen, este verano he estado en Australia para despejar mi mente. Es un lugar precioso, con surferos por todas partes. No están nada mal los surferos. Encontré un hotelito encantador y barato cerca del mar. La segunda noche un incendio empezó en las cocinas. Pronto se propagó por todas partes y todo estaba lleno de humo. Mi habitación estaba en el sexto piso. Alarma, evacuación. Entre los ascensores bloqueados y las ventanas que no se podían abrir por culpa del clima, no hace falta que os diga que no las tenía todas conmigo. Cogí la mochila y con una toalla en la boca, me lancé a las escaleras de emergencia. Bajando las escaleras hay unas italianas y una japonesa enganchada a su chico. No sé cómo me las apañé, pero entre el humo y el pánico, me perdí.
—Date prisa, tenemos sed.
Sarah se ríe, pero la emoción es palpable.
—De acuerdo, me daré prisa. Estaba a punto de un ataque de asma sin saber muy bien si me encontraba en el primer piso o en el segundo. Estaba angustiada. De pronto, vi cómo se abría la puerta de servicio, como si la abatieran. Bajo el dintel, con su casco y su ropa ignífuga, aparece la silueta enorme de alguien con un hacha en la mano. Justo ahí me desmayé. Me cogió en brazos y me sacó fuera.
Ya nadie se ríe, todas estamos pendientes de sus palabras.
—Allí, en la calle, bajo la luz de las sirenas, en medio de un follón increíble, comenzó a hablarme mientras me apartaba el pelo de la cara. Incluso con los gigantescos guantes, era muy dulce. Es el bombero más guapo que he visto jamás.
Registra su bolso y saca la foto de un tipo con uniforme y a su lado, ella. Le saca una cabeza. Aparte de la envergadura, lo primero que se ve son sus ojos azul intenso y una sonrisa de infarto.
—Se llama Steve, estamos muy enamorados. Quería venirse a vivir a Europa y llega en una semana. Nos casamos el veinticinco de septiembre, ¡y estáis todas invitadas!
Sarah llora de alegría. Maëlys y Camille se arrojan a su cuello. Lo que resuena en aquel piso no son simples aplausos, sino un auténtico estruendo de gritos y pisotadas. Los vecinos de abajo están llamando a la pasma.
—¿Te das cuenta? Podrías haber muerto en el incendio.
Aunque me case con Ric, creo que nunca dejaré de acudir a estos encuentros.
Cualquiera que nos vea andar juntos, esta tarde de domingo, podría pensar que somos pareja. Una pareja que lleva bastante tiempo saliendo, porque no vamos de la mano. Pero solo los que nos cruzamos pueden pensar que Ric y yo somos pareja. No me importa. Estoy encantada porque es nuestra primera salida.
Espero no meter la pata porque entre la noche de ayer, que acabó a las dos de la mañana, y la panadería, no veo tres en un burro.