Se interrumpe y me señala a Lola. Me arrodillo para ponerme a su altura:
—Hola, Lola, me llamo Julie y suelo comprar en el restaurante de tu padre porque me gusta mucho cómo cocina. Pero hoy he venido sobre todo a decirte que, el domingo pasado, tu recital en la catedral fue lo más maravilloso que jamás he oído. Para mí, y para todos los que estábamos allí, fuiste tú la ganadora. No se te ocurra renunciar a la música y tampoco te desanimes. Los adultos a veces cometen errores o hacen cosas deshonestas, pero eso no debe pararte. Tú amas la música y consigues que nosotros la amemos. Estoy muy contenta de haberte conocido y me encantaría volver a escucharte pronto.
Me mira con la intensidad que solo poseen los ojos de un niño. Da un paso hacia mí, y me da un fuerte abrazo. Puedo sentir sus deditos en mi espalda, esos que tienen tanto talento.
Cuando me suelta, su madre mueve ligeramente la cabeza. Está emocionada. En sus labios se lee simplemente: «Gracias».
El señor Ping me tiende la mano.
—No tiene ni idea de lo que esto supone para nosotros. Si algún día necesita algo.
—No tiene importancia. No he hecho nada extraordinario. Su hija sí.
Me resulta muy extraño escucharlo hablar sin acento. Volvemos al restaurante.
—Señor Ping, ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Claro.
—¿Por qué ese acento?
—La gente espera que uno sea como ellos creen. Yo soy el chino del barrio. Es mi papel. ¿Se imagina a un chino sin acento? A nadie le gustaría saber que nací en el norte, que mi hijo estudia teatro clásico y que mi hija toca el piano. La gente prefiere vernos en la casilla en la que nos han colocado.
—Mi abuela le habría dicho que no hay prisión de la que no se pueda uno escapar.
«Ric también se lo podría decir».
Al salir del restaurante, el cielo estaba cubierto de nubes oscuras. A lo lejos, los truenos rugían. La primera tormenta de final de verano. Mientras cruzaba la calle sentía incluso electricidad en el ambiente. Los truenos se acercaban. Me recorrió un escalofrío. Con mi suerte, seguro que es un rayo. A no ser que sea mi teléfono que vibra. Lo saco del bolsillo como loca. Es Ric, y no es un mensaje, sino una llamada.
Pienso en Lola, pienso en la gente que a priori parece estúpida, pienso en Mohamed, pienso en los raviolis que me he olvidado, reflexiono sobre todas las señales que el destino nos envía. Tengo miedo de lo que Ric pueda decirme, pero después de haber esperado tanto a que mi teléfono sonara, nada me impedirá descolgar.
¿Por qué tienen ese poder sobre nosotras? ¿Por qué tipo de milagro son capaces de hacernos pasar de un estado a otro en un milisegundo?
—Gracias por tu mensaje. Yo no soy muy de SMS, por eso he preferido llamarte cuando hubieras terminado en el trabajo. ¿No te molesto?
«¿Pero qué dices? Hace seis noches que no duermo, que paso los días al acecho de verte, que rozo tu puerta. ¿No te enteras de nada, o qué?»
—No, estoy bien. ¿Qué tal tu semana?
—¿La semana? ¡Es verdad, si estamos a sábado! No me había dado ni cuenta.
«Yo en cambio he contado cada minuto. Y casi me da algo».
Sigue:
—¿Y qué tal te va en la panadería?
—Hay que acostumbrarse, pero va bien.
Resulta terrible pero tengo la impresión de que no tenemos nada que decirnos. Como las parejas que llevan muchos años. El tiempo solo nos deja lo cotidiano. Somos como dos zoquetes, yo en medio de la calle y él… Me atrevo a preguntarle:
—¿Qué estás haciendo?
—Preparar el material para un cliente.
—¿Un sábado por la tarde?
—Es una urgencia.
«Vale, veamos qué pasa».
—Ric, quería disculparme por lo del domingo pasado. No estuve muy correcta tras el concierto, pero estaba tan…
—¿Disculparte? ¡Deja de pedir perdón por todo! No es la primera vez que te lo digo. Me gustó mucho ir contigo y, respecto a lo del premio, creo que tenías razón. Si todo el mundo tuviera tu integridad, el mundo sería mucho mejor.
Me gustaría tenerlo delante para poder ver sus ojos mientras me dice eso. No sé cómo preguntárselo, pero me muero de ganas de saber cuándo volveré a verlo. Me dice:
—Mañana por la mañana voy a ir a correr. Tú tendrás que trabajar en la panadería, pero si quieres a la vuelta paso a recogerte y nos tomamos algo.
«Sí, por favor. Tomémonos algo».
—Perfecto. Ánimo con tu urgencia y que corras bien.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana, Ric.
Qué alegría decir esas simples palabras. Esta vez no ha dicho un «Hasta pronto». «Hasta mañana» es toda una cita.
Desde que el teléfono sonó hasta que colgué, apenas habían transcurrido tres minutos, en los que había estado ansiosa, molesta, emocionada, avergonzada, llena de esperanza, feliz e impaciente. ¿Por qué nos hacen esto?
Lo único que me apetece ahora: dormir. Las mangas de la camisa de Ric me seguían quedando largas. Me deslicé bajo las sábanas, se lo conté todo a Toufoufou y me quedé frita.
Lo vi pasar cuando metía dentro de una bolsa ocho pastelillos de chocolate. Perdí la cuenta. Llevaba su mochila. Dentro de mí, un cronómetro se encendió automáticamente. Tardó exactamente una hora y veintiún minutos en volver. Lo siento, pero no llegué a contar los segundos. Con su velocidad media en carrera podría haber llegado hasta el final de la ciudad o incluso más allá.
Entra en la tienda. La señora Bergerot lo saluda.
—Buenos días, joven. Lo dejo en buenas manos, Julie se ocupará de usted. Aunque creo que eso ya lo sabe.
Normalmente no suelo ponerme roja, pero ahora, siento que estoy más colorada que una tarta de fresas.
—Hola, Julie.
—Buenos días, Ric.
«Y en el estadio a punto de reventar, la muchedumbre aúlla como loca pidiendo: ¡
Que se besen! ¡Que se besen
!, con animadoras que forman las letras con los brazos».
—Quería una baguette. Es demasiado para mí solo, pero quizá venga alguien a cenar. Si no, la meteré en el congelador.
¿Por qué me dice eso? ¿No había sufrido ya bastante la semana pasada? A lo mejor ha conseguido liberar a su guarrilla (lo que explicaría por qué no le he visto durante días) y van a comer juntos antes de irse vete tú a saber dónde a hacer vete tú a saber qué, o a lo mejor él preparará unos simples sándwiches con amor.
Escojo una bien cocida, de las que no le gustan. Me dice:
—Vengo de ver a Xavier. Hoy va a hacer una pequeña fiesta para celebrar que acaban de traerle la última puerta. Me pidió que te lo dijera. ¿Te apetece que vayamos juntos?
Me sofoco. ¿Mi amigo de la infancia tenía que invitarme a través de un intermediario al que solo conoce desde hace un mes? Alucino. Ric añade:
—Hacia las tres, ¿te viene bien?
—Perfecto. ¿Pasas a buscarme?
—Claro.
Está a punto de salir cuando se gira y me pregunta:
—¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma.
La temperatura ha comenzado a bajar. En el patio, tres niños juegan al frontón contra la pared de un edificio contiguo. Xavier ha cubierto su monstruo con una lona azul. Es tan grande que parece que esconda un submarino. Ric va delante. Algunos invitados ya han llegado. A primera vista solo hay chicos. Aparece Xavier. Se ha puesto un mono caqui, impecable.
—¡Hola, Ric! ¡Hola, Julie! Qué bien que hayáis venido.
Felizmente, solo me da dos besos a mí.
—¿Hoy es el gran día? —le digo.
—Sí, pero solo para la chapa. Vais a ver a la bestia. Faltan por llegar un colega y su mujer y os la enseño.
Todo el mundo se coloca alrededor del monstruo cubierto.
—¿Has conseguido compensar el volumen del depósito? —le pregunta un tío muy grande.
—Sí, tuve que recortar un poco el maletero, pero sí.
Los dos últimos llegan por fin. Una joven pareja. Van de la mano. Rectifico: es ella la que está agarrada a él. Más me vale no hacer nunca eso con Ric.
—¡Nathan y Aude! —exclama Xavier—, ¡solo faltáis vosotros! Acercaos para asistir a la presentación oficial, venid a ver las maravillas de la chapa.
Todo el mundo se saluda. Impaciente como un niño, Xavier se coloca delante del coche:
—Es genial veros a todos aquí. Significa mucho para mí. De una manera u otra, todos me habéis ayudado en este proyecto. En solo unas semanas, el XAV-1 circulará por las calles, pero mientras quiero compartir este instante con vosotros.
Está emocionado. Coge un borde de la lona y tira de ella.
Lentamente, la tela se desliza por el vehículo, que se comienza a ver. La parte de atrás, las puertas, el techo, el capó y la parte de delante aparecen. En negro mate y con esas dimensiones, es más que impresionante. Durante meses he visto a Xavier ensamblar lo que parecía un amasijo de metales, pero con la carrocería se descubre la línea, la elegancia del fuselaje de su berlina. Espontáneamente, nos ponemos todos a aplaudir. Xavier va a llorar. Sus amigos se acercan para felicitarle. Ric y yo permanecemos detrás. Alertados por el ruido, algunos vecinos del inmueble han abierto las ventanas. Una mujercita grita:
—¡Es magnífico, Xavier!
En el piso inferior, una pareja grita «bravo». Los niños han dejado de jugar, subyugados por una máquina que solo se ve en las películas.
Uno de sus amigos acaricia la parte de atrás. Su gesto dulce y sensual sería el mismo que si rozara a la mujer de sus sueños. Algún día alguien debería explicarme esto.
—Has recuperado completamente la línea que tenía, es increíble, admirable —dice.
Otro saca una cámara de fotos.
—Hay que inmortalizar este momento.
Nos colocamos todos en un costado del coche y le pedimos a uno de los niños que haga la foto. Si alguien me hubiera dicho que algún día posaría al lado de un cacharro y que eso me haría feliz. Pero esta foto me encanta. Primero porque es una gozada ver a Xavier en este estado y segundo porque es la primera foto de Ric y yo juntos.
Xavier nos reclama:
—Amigos, una pequeña formalidad más. Antes de que ponga el cuadro de mandos, me gustaría que todos firmarais en el armazón. Será mi san Cristóbal, mi amuleto.
Saca un rotulador del bolsillo y se lo da al tipo grande. De uno en uno, se van sentando en la plaza del conductor. Todos escriben su dedicatoria. Xavier se me acerca:
—Me encantaría que fueras la última, para terminar con algo bonito. ¿Te importa?
Me halaga tener ese honor. Cuando llega mi turno, Xavier abre la puerta y me instalo. El interior es todavía un poco industrial. Los botones y cuadrantes están colocados, pero sobre la estructura metálica aún desnuda. En el aluminio, sus amigos han escrito los mensajes. Ric también. Ha escrito: «Que tu camino sea largo y feliz. Me alegro de haberme cruzado en él. Ric». Es bonito. Pero extrañamente, suena como una despedida de alguien a quien se aprecia. Ric sabe que se va, se me forma un nudo en el estómago pero, de algún modo, siempre lo he sospechado.
Xavier se sienta en el lado del acompañante.
—Aprovecha la ocasión, Julie. Es la única vez en la que vas a estar al volante. La próxima yo seré tu chófer y tú irás detrás como una princesa.
Nos reímos como dos chavales. A través de los cristales blindados los otros nos observan y hacen fotos. ¿Qué debo escribir? Jamás había escrito una dedicatoria en el cuadro de mandos de un coche. Me lanzo. Xavier va leyendo conforme escribo, lo que lo hace más intimidante si cabe. «Hace mucho tiempo que eres uno de los motores de mi vida. Espero que nuestros caminos sigan cruzándose. Con todo mi cariño, Julie».
Se me lanza al cuello.
—Me hace mucha ilusión firmar tu obra de arte, Xavier. Has tenido una muy buena idea.
—No es mía. Se le ocurrió a Ric. Me contó que sus padres siempre firmaban todos sus trabajos en el interior.
«¿Ric te ha hablado de sus padres?»
Miro cómo Xavier sale del coche. Fuera, Ric bromea. Estoy algo afectada. Xavier viene a abrirme la puerta con los modales de un mayordomo. Me hubiera gustado quedarme dentro un poco más, el tiempo suficiente como para poder digerir aquello. Y es cuando uno de los amigos de Xavier dice:
—¡Es increíblemente resistente! Me da la impresión de que es más grande de lo que habías previsto.
—Quince centímetros.
—¿Ya lo has sacado del patio?
—No, todavía no.
—¿Estás seguro de que pasa por la puerta? Sería de gilipollas.
Pasamos el resto del día intentando consolar a Xavier. Vaya marrón. Incluso desmontando la chapa, no cabe. Solo hay tres soluciones: romper la puerta del edificio (imposible de hacer), trocear el coche (irrealizable sin causarle daños irreversibles) o evacuarlo con un helicóptero. También se puede invocar a las hadas y duendes, pero nadie lo propuso. Xavier estaba tan enfadado consigo mismo que nos preguntábamos si, contribuyendo todos, no podríamos pagarle lo del helicóptero. Ric fue muy amable con él intentando hacerle creer que no era tan mala idea.
El lunes por la mañana traté de llamar a Xavier, pero saltó el contestador. Debe de haber pasado una noche espantosa. A mí en cambio me da vergüenza haber dormido tan bien. Cada noche, el mundo se divide en dos categorías: los que duermen como marmotas y los que al día siguiente tendrán ojeras. Y uno bascula de un grupo a otro con mucha rapidez. Pobre Xavier, esta noche le ha tocado el grupo que no pega ojo.
Cuando me acompañaba a casa, Ric me dejó caer que podríamos quedar un día de estos. Así que, a esperar de nuevo. No me atrevo a tomar la iniciativa todavía.
Esta vez he puesto los pasteles de la señora Roudan en una caja de plástico, así las puertas del ascensor del hospital no podrán aplastar ningún buñuelito (no me creo que yo haya dicho eso).
Al entrar en su habitación del hospital, me la he encontrado sentada en la cama con uno de los camisones que le había dado a las enfermeras.
—¡Buenos días, Julie!
Parece contenta de verme.
—Buenos días, señora Roudan. ¿No está viendo la tele?
—Sabía que vendrías, así que la he apagado.
—Tiene buen aspecto.
—Me alegra que hayas venido. ¿Has visto? Me han dado un precioso camisón. Y también cosas de aseo. Incluso me han traído perfume.
—Qué bien.
Me doy cuenta de que me observa. Para cambiar de tema saco sus tomates y fresas.
—Los guisantes no tardarán mucho.