En cuanto a la decoración, he prestado tal atención al detalle que hasta he cambiado el fondo de pantalla del ordenador de mi habitación. En vez de la playa con su arena blanca y sus palmeras, he puesto un paisaje forestal. Está todo pensado. Si me llega a preguntar por qué escogí esa imagen, le contestaré que me encanta correr por ese tipo de parajes. Menuda trolera. Lo tengo todo previsto. Y además, he decidido no esconder a Toufoufou. Tampoco se va a sentar con nosotros a la mesa, pero estará en la cama y, de repente, parece más contento. Creo que es por mi vestido.
En veinticuatro minutos Ric estará aquí. He comprado dos botellas de vino y una de ellas la he medio vaciado en el fregadero para que crea que recibo más visitas aparte de la suya. Por eso me inclino sobre el fregadero para asegurarme de que no huele a vino o a alcohol, porque si no mi imagen va a recibir otro revés.
Lo he preparado todo, pero tengo que pensar de qué podemos hablar. Tengo unas dos mil preguntas que hacerle. Espero descubrir más cosas de él, como por ejemplo qué es lo que hace, pero pienso preguntarlo como quien no quiere la cosa. Mi instinto me dice que me puedo fiar de este chico, pero sé que esconde algo. Aún no sé dónde trabaja. Parece que por su cuenta, pero ¿cómo lo encuentra la gente si se acaba de mudar? El otro día nos cruzamos, y él llevaba un gran paquete de Correos. Me dio la sensación de que le molestó que lo viera con él. Me dijo que era material informático para su trabajo, pero vi el nombre de la empresa en el remite y, consultándolo en Internet, comprobé que aquella compañía estaba especializada en material de construcción, sobre todo en tronzadores para el metal. ¿Repara los ordenadores despedazándolos como en una película de miedo?
No quedan más de diez minutos. Suena el teléfono. Rezo por que no sea él para anular la cena.
—¿Sí?
—Hola, cariño. Soy tu madre. ¿No te molesto, verdad?
—Claro que no. ¿Qué tal va todo?
—Tu padre está un poco cansado pero es por culpa de los Janteaux. Se han marchado esta mañana, ¡y ya era hora de que lo hicieran! Qué mal les sienta envejecer. Jocelyn no deja de hablar de sus nietos y Raymond solo repite una y otra vez lo mal que va el mundo de la relojería desde que se retiró. Pero no te llamo para eso.
—¿Qué pasa?
—Pues fíjate que hoy me ha llamado la señora Douglin y me ha dicho que trabajas como dependienta en la panadería de al lado de tu casa. ¿No te parece increíble?
«¿Cómo salgo de este berenjenal? Seguro que a mi madre la han sobornado las vieiras para que me distraiga y poder salir de su caja para atacarme en grupo. Ric encontrará mi cuerpo medio devorado y la ventana abierta. Será el principio del fin del mundo, acabarán con los niños a fuerza de golpes con coral».
—¿Julie, estás ahí?
—Sí, mamá. Sí que era yo la que estaba trabajando en la panadería pero solo fue por echar una mano. Vanessa, la dependienta, está embarazada y se encuentra mal. Así que la señora Bergerot me preguntó si la podía suplir.
—Desde luego no se corta un pelo.
—Me ofrecí yo, pero te lo cuento todo el domingo, ¿vale? Tengo que colgar.
—¿Tienes una de tus reuniones del club de locas?
—No están locas, mamá.
—Pues claro que sí. Como yo lo estaba a su edad, y es normal. Sal de ahí, cariño. ¿Me llamas el domingo?
—Claro que sí, mamá. Un beso. Y dale otro a papá.
Cuatro minutos antes de la cita. Verifico el peinado. Me estiro el vestido.
Mi cabeza no deja de dar vueltas. ¿Qué voy a decirles a mis padres sobre mi nuevo trabajo? ¿Cómo voy a estar una velada entera sin ridiculizarme en algún momento? ¿Y si Toufoufou se pone a hablar? ¿Y si pago a las vieiras para que salten solas a la sartén?
Llaman a la puerta. Abro. Ahí está. Vaqueros impecables, camisa blanca medio abierta. Esconde algo detrás de su espalda.
—Buenas noches.
—Entra. Estoy encantada de que hayas venido.
«Jovencita atolondrada. No enseñes tan rápido tus cartas».
—No, soy yo el que está encantado de venir.
—Bueno, tendrás que disculparme de que todo esté un poco improvisado. Últimamente no dispongo de mucho tiempo.
Entra y me tiende un magnífico ramo de flores. Le doy las gracias. Creo que podría haber aprovechado para darle un beso, pero me he dado cuenta demasiado tarde y ahora ya parece calculado. El ramo es multicolor, muy bonito. Descifrar el lenguaje de las flores puede ser una locura, porque hay de todo tipo. Fresias azules (constancia), rosas rojas (pasión), algo de hierbas (esperanza y fidelidad), margaritas (amor), e incluso un poco de amarillo (traición). Este es mi resumen, me quiere desde hace tiempo, pero con algunas tentaciones a las que ha sabido resistirse. Hay tanta variedad en el ramo que también podría interpretarse como que me va a hacer el amor como una bestia, y después se escapará por la misma ventana que las vieiras. Mejor pensar simplemente que es un hermoso ramo de flores. Saco un jarrón y lo lleno de agua.
—¿Tu pierna está mejor?
—Ya no me molesta al andar, pero todavía no puedo correr. Intenté hacerlo con una amiga y fue un fracaso. ¿Tú sigues corriendo?
—Pues la verdad es que últimamente no mucho.
«Mentiroso. Ten cuidado. Tengo un arsenal de vieiras dispuestas a atacar con solo una palabra mía».
—¿De verdad quieres cambiar tu curro en el banco por el de la panadería?
—Sí, por lo menos durante una temporada. Creo que no tengo mentalidad bancaria. Además, no me apetece envejecer allí.
—Está bien tener el valor de cambiar tanto de golpe. Resulta impresionante.
Pongo el jarrón sobre la mesa y con un gesto lo invito a sentarse.
—Muchas gracias por las flores, de verdad.
Mira la habitación.
—¿Tu ordenador no ha vuelto a darte problemas, verdad? Veo que está encendido.
—Sí, gracias a ti. ¿Qué quieres tomar? Tengo ron, whisky, un oporto excelente. También un moscatel, cerveza y creo que me queda un poco de vodka al que si quieres podemos añadir zumo de naranja.
—Solo un zumo de naranja, por favor.
«¡Argghhh! ¿Qué voy a hacer ahora con todo ese arsenal alcohólico? El fregadero ya ha bebido demasiado y si lo tiro todo se va a poner como una cuba».
—Perfecto, zumo de naranja. Yo también me tomaré uno.
—No te preocupes por mí si lo que quieres es tomar otra cosa.
«Muy bien, trátame de alcohólica en nuestra primera cita».
—No, gracias. El alcohol lo tengo normalmente para las visitas.
Le sirvo y pregunto:
—¿Y tú, en tu trabajo?, ¿estás contento?
—No me quejo. En agosto suele haber menos lío porque todo el mundo se va de vacaciones, pero por otra parte también hay menos competencia.
«Buen intento, pequeño. Parece que dices la verdad pero te estoy observando y cada gesto de tu cara, por pequeño que sea, me va a confirmar si mientes o no. No, piedad, no me mires con esos bonitos ojos oscuros, debilitas mis poderes».
Continúo con el interrogatorio:
—¿Y por qué decidiste instalarte aquí? ¿Tienes algún familiar?
—No, la verdad es que no. Me gusta moverme y me apetecía encontrar un lugar tranquilo. Con un poco de calidad de vida.
«Es hábil. El señor quiere jugar duro, pues que así sea. Pero créeme, no vas a salir de mi apartamento sin haber respondido a algunas preguntas tales como: ¿de dónde sale ese apellido tan extraño? ¿Qué ocultas en tu mochila? ¿Me amas?»
La velada empieza bien. Hablamos. Todo ocurre tal como lo he planeado salvo que Ric apenas desvela nada sobre sí mismo. Las vieiras están en su punto, como él. Se relaja, yo también. Charlamos de películas, de cocina, de viajes. Nos reímos espontáneamente de vez en cuando. No hay ningún cambio en su risa, la mía, sin embargo, se va pareciendo más a la de una hiena cuya pata se ha quedado atrapada en una escalera mecánica. Sé que me observa. Yo intento no hacerlo hasta que no puedo resistirlo. Echa salsa en las vieiras y me siento al borde del enamoramiento.
Ojalá esta noche no termine nunca, quiero saberlo todo de él, qué espera del futuro. De vez en cuando sus silencios y sus dudas me demuestran que no está acostumbrado a hablar. Pero conmigo habla. Me sonríe, aunque no me cuesta imaginar que es más lo que calla que lo que dice. Si me fío de mi instinto, juraría que este hombre esconde algo. Si algún día llega a confiármelo, nuestros destinos estarán ligados para siempre. Me gustaría que el tiempo se detuviera, que no me abandonara nunca. No quiero dejar de sentir lo que siento en este instante, el deseo de entregárselo todo y que lo acepte.
Sin embargo, la mala suerte y el destino han decidido arruinarme una vez más este momento de felicidad. La violencia de la explosión nos arroja a los dos al suelo.
Sé lo que mi abuela habría dicho. De hecho hubiera tenido varias opciones. Mientras pelaba sus zanahorias, habría declarado: «A todo cerdo le llega su san Martín», o «Los delitos llevan a la espalda el castigo» o bien «El fin no justifica los medios» o incluso «Náufrago que vuelve a embarcar y viudo que reincide, castigo piden».
Cuando aquello explotó en mi casa, lancé el plato contra la pared al caerme de la silla. Ric en cambio se abalanzó sobre mí para protegerme. En aquel momento pensé que lo había pillado: es un agente secreto, el mejor de su grupo, que huye de un pasado muy oscuro e intenta rehacer su vida.
La deflagración tuvo lugar en mi habitación. El ordenador, literalmente, explotó. Todo se llenó de humo, de pequeñas llamas y, sobre todo, apestaba a plástico quemado.
Ric coge rápidamente un paño y lo moja bajo el grifo.
—Abre las ventanas. No respires eso.
Se precipita hacia la máquina infernal, arranca el enchufe, aleja mis cosas y recubre el aparato con el paño mojado. Yo tiemblo como una hoja. Me acerco con cuidado de permanecer tras su espalda.
—Bueno, se ve que no hice tan buen trabajo —dice él para distender el ambiente.
Se inclina sobre el ordenador. La parte de atrás de la torre está destripada. Los bordes completamente negros, como si de ellos hubiera salido un cohete.
—Madre mía, me temo que esta vez no voy a conseguir arreglarlo tan fácilmente. ¿Tienes una copia de seguridad?
—Sí, cada cierto tiempo suelo hacer una.
—¿Y tu presentación?
—Tengo una copia en el banco.
«Mentiré hasta la tumba».
—Visto en qué estado ha quedado, me extrañaría mucho que pudiéramos salvar el disco duro. La última vez que vi algo así fue mientras estudiaba. Un listillo se había dedicado a toquetear los circuitos eléctricos y todo saltó por los aires. Igual que ahora.
Se da cuenta de que me estremezco. Me coge las manos.
—Julie, todo está bien. Se ha acabado. No va a explotar dos veces. Sin embargo, deberías ir a respirar a la cocina porque esto suelta vapores tóxicos. No me gustaría acabar esta noche en urgencias.
Obedezco. Antes, como quien no quiere la cosa, le pregunto:
—¿Y qué había hecho tu compañero de clase?
—Había dañado una pieza minúscula, una pequeña resistencia de nada. En este tipo de máquinas, el tamaño de los elementos no tiene nada que ver con su importancia. Al menos aquel incidente nos permitió a todos aprenderlo y nunca olvidamos la lección.
«Tú también, Julie, tú también has aprendido la lección. Acabas de inventar la bomba con efectos retardados, capaz de explotar cuando le viene en gana».
Ric se acerca aún más al ordenador.
—¿Tienes una linterna?
Se levanta, sonríe y añade:
—¡Claro que tienes! De hecho te gusta mucho.
Hubiera deseado desaparecer por un agujero de ratón. Mi velada de ensueño está a punto de convertirse en un interrogatorio de la policía científica tras un atentado. Necesitaré ayuda psicológica. Si le doy la linterna con la que me vio atrapada en su buzón, se dará cuenta de que fui yo quien saboteó la pieza para atraerlo a casa. ¿Os dais cuenta de lo horrible y ridículo de mi situación?
Hago como que no he oído y voy a la ventana a respirar aire fresco, como el perro que saca la cabeza por la ventanilla del coche, aturdido por el viento, con la lengua colgando. Ric tiene la bondad de no insistir y simplemente me pregunta:
—Por la noche, ¿sueles apagar tu ordenador?
—No siempre.
—Entonces has tenido suerte, porque con esta misma explosión en mitad del sueño, además de un ataque al corazón, habrías tenido un incendio.
«A ver, ¿tengo suerte o no? Es nuestra primera cita y esto parece un campo de batalla. Si esto se llama potra…»
Añade:
—Siempre podremos contar que, en nuestra primera cena, saltaron chispas. Pero tendremos que obviar el olor y el humo.
—Pero ¿vamos a despedirnos así?
Grito desgarrado. Sé que no he debido hacerlo, pero ha salido solo. Sus vieiras deben de estar frías, las mías están pegadas a la pared y con el plato roto justo debajo. El agradable ambiente de complicidad se ha evaporado y mi casa apesta. Estoy al borde de la depresión.
Sale de la habitación:
—Si quieres podemos coger tu deliciosa cena y terminarla en mi casa.
La emoción me invade. Incluso si es un ex agente secreto fugado, nunca lo denunciaré. Estoy dispuesta a jurar que he pasado toda la noche con él, si eso le sirve de coartada. De hecho, estoy dispuesta a pasar realmente toda la noche con él para que la coartada sea verdad.
Colocamos todo en una bandeja y subimos a su casa. Hace hueco en la mesa. Nos reímos. Parecemos dos críos que se van de picnic.
—Siento lo feos que son el mantel y los vasos, pero al menos podremos terminar la noche sin máscaras de gas.
Nos sentamos y el milagro sucede. Comenzamos a hablar como si nada hubiera pasado. En un momento dado, creo aún estar al principio de la noche y me levanto para ir a mi nevera, pero me veo delante de la puerta del baño.
Se echa a reír. Esa vez su risa no suena nada áspera. Es sincera, poderosa, instintiva. Tal como me gusta a mí.
—Espera, yo me ocupo de sacar el pastel.
Me vuelvo a sentar en la silla y lo observo. Pone el pastel encima de uno de sus platos. Este pastel es mi primer salario de panadera. La señora Bergerot me lo ha regalado como agradecimiento por mi primera mañana de trabajo. Mientras me daba la caja, me ha dicho que, sin duda, algún día podré llegar a ser una dependienta excelente y que, mientras encuentro mi camino, ella estará encantada de empezarlo conmigo. El pastel no es un simple postre, representa mi suerte, el fruto de mi trabajo, y lo voy a compartir con Ric.