El coronel Frank Wirtanen me miró con esa impúdica expresión de niño rozagante que la victoria y un uniforme norteamericano de combate parecen producir en tantos hombres ya entrados en años.
Me sonrió alegremente y me dio un cálido apretón de manos.
—Bueno, ¿qué le ha parecido
esta
guerra, Campbell? —preguntó.
—Me habría gustado más no participar en ella.
—Le felicito, Campbell. Por lo menos, sobrevivió. Mucha gente no pudo, ¿sabe?
—Sí, lo sé. Mi esposa, por ejemplo.
—Lo siento mucho. Supe que había desaparecido el mismo día que lo supo usted.
—¿Cómo?
—A través de sus palabras —dijo—. Fue uno de los detalles de información que usted mismo transmitió por radio aquella noche.
Esto de que yo había anunciado por la radio la desaparición de mi Helga, que lo había transmitido sin siquiera saber lo que hacía, me perturbó, de alguna manera, más que cualquier otro detalle en esa aventura. Me perturba incluso ahora. Por qué, no puedo explicarlo.
Supongo que el hecho revela una separación entre mis muchos «yo» mayor de lo que puedo soportar.
En ese momento crucial de mi vida, cuando creía que mi Helga estaba muerta, me habría gustado llorarla como un alma en agonía, indivisible. Pero no. Una parte de mi ser contó la tragedia al mundo, en clave. El resto de mí mismo ni siquiera supo que lo había anunciado.
—¿Era una información vital que debía salir de Alemania a riesgo de mí pescuezo? —pregunté a Wirtanen.
—Sí. Tan pronto como la desciframos, nos pusimos en acción.
—¿En acción? —dije, sin entender—. ¿Qué acción?
—Para buscarle un sustituto —dijo Wirtanen-. Pensábamos que usted se suicidaría antes de que amaneciera.
—Debí haberlo hecho.
—Y me alegro de que no lo hiciera.
—Me arrepiento de no haberlo hecho... Se supone que un hombre que ha perdido tanto tiempo como yo en el teatro debería saber cuándo es el momento oportuno para que el héroe muera... si es que ha de ser un héroe.
Hice chasquear los dedos suavemente.
—Y así fracasó todo el drama de Helga y mío titulado
Una nación de dos
: no oí a tiempo al apuntador en la gran escena final del suicidio.
—No admiro el suicidio —dijo Wirtanen.
—Yo admiro las formas, Wirtanen. Admiro las cosas que tienen un principio, un desarrollo y un fin... Y, de ser posible, una moraleja.
—Creo que aún hay cierta posibilidad de que su esposa esté viva.
—Algún cabo suelto, sin importancia. El drama ha terminado.
—Dijo usted algo acerca de una moraleja, ¿verdad?
—Si me hubiese suicidado cuando usted lo esperaba, quizá usted hubiera encontrado la moraleja.
—Tendré que pensarla...
—Tómese el tiempo que quiera.
—No estoy acostumbrado a que las cosas tengan forma ni moraleja, Campbell. Si usted hubiera muerto, probablemente todo lo que habría dicho yo hubiera sido algo así como «¡Maldita sea! ¿Qué vamos a hacer ahora?» Una moraleja, ¿eh? Ya es un trabajo demasiado complicado enterrar a los muertos sin que intentemos sacar una enseñanza de cada muerte. La mitad de los muertos ni siquiera tienen nombre. Creo que podría haber dicho que usted fue un buen soldado.
—¿Lo fui?
—De todos los agentes soñados por mí, por así decirlo, usted fue el único que salió de la guerra vivo y digno de confianza —dijo—. Anoche, me dediqué a las matemáticas, Campbell: calculé que usted era el único que quedaba vivo y competente en el año cuarenta y dos.
—¿Y qué me dice de los que me entregaban la información?
—Muertos. Todos muertos. A propósito: cada uno de aquellos agentes era, en realidad, una mujer. Siete, en total. Cada una vivía sólo para transmitirle información, antes de que las descubrieran... Siete mujeres a las que usted satisfizo una y otra vez... Siete mujeres que, al fin, murieron por la satisfacción que usted les dio. Y ninguna de ellas le delató cuando la agarraron. Piense también en eso.
—No quiero decir que haya tenido usted poco en que pensar —dije a Wirtanen—. No pretendo disminuir su talla de maestro y filósofo; pero también yo tenía cosas en qué pensar antes de esta feliz entrevista con usted. ¿Qué me pasará ahora?
—Ya ha desaparecido usted otra vez —dijo—. El Tercer Ejército se ha deshecho de usted y no quedará ningún dato que indique siquiera que usted pasó por aquí.
Abrió los brazos.
—¿Adonde le gustaría ir, qué le gustaría ser?
—Supongo que no me recibirán como a un héroe en ningún sitio.
—No lo creo.
—¿Se sabe algo de mis padres?
—Siento comunicarle que... murieron hace cuatro meses.
—¿Los dos?
—Primero su padre; su madre murió veinticuatro horas después. El corazón, en ambos casos —dijo.
Lloré un poco. Sacudí la cabeza:
—¿Nadie les dijo cuál había sido mi verdadera misión?
—Nuestra estación de radio en pleno Berlín era más valiosa que la tranquilidad espiritual de dos viejos —dijo.
—Lo dudo...
—Tiene derecho a dudarlo. Yo, no.
—¿Cuántos sabían lo que yo hacía?
—¿Lo malo o lo bueno que usted hacía?
—Lo bueno.
—Tres personas —contestó.
—¿Tan pocos?
—Tan pocos. Demasiados, realmente. Yo, el general Donovan y otro hombre.
—Tres personas en todo el mundo sabían lo que yo era... Y el resto... —me encogí de hombros.
—También sabían lo que usted era —dijo abruptamente.
—Ese no era yo.
Su rudeza me había sorprendido.
—Fuera quien fuese —dijo Wirtanen—, se trataba de uno de los peores hijos de puta que hayan existido.
Me sorprendí. Wirtanen lo decía con sincera amargura.
—¿Me echa en cara todo eso... sabiendo lo que usted mismo hace? ¿Quiere decirme de qué otra manera podría haber sobrevivido?
—Ese era su problema. Muy pocos hombres lo hubieran solucionado tan bien como usted, Campbell.
—¿Piensa que fui un nazi?
—Claro que lo fue. Si no, ¿cómo lo clasificaría a usted un historiador serio? Permítame preguntarle una cosa.
—Dígame.
—Si Alemania hubiese ganado la guerra y conquistado el mundo... —se detuvo e inclinó la cabeza hacia un lado—. Ya se imagina lo que iba a preguntarle, Campbell. Debe de saber cuál es mi pregunta.
—¿Cómo habría vivido? ¿Qué habría sentido? ¿Qué habría hecho? —dije.
—Exactamente. Debió de pensarlo más de una vez, con esa imaginación que tiene...
—Mi imaginación no es ya la de antes... Uno de los primeros detalles que descubrí cuando me hice agente secreto fue que ya no podía permitirme el lujo de tener imaginación.
—¿No responde a mi pregunta?
—Ahora es el momento oportuno, tan oportuno como cualquier otro, para confirmar si me queda algo de imaginación. Pero deme un minuto o dos para contestarle.
—Tómese todo el tiempo que quiera —dijo.
Me imaginé en la situación que me describiera Wirtanen y lo que me quedaba de fantasía me dictó una respuesta corrosivamente cínica.
—Es muy posible que me hubiera convertido en una especie de Edgar Guest nazi —dije— y que hubiera escrito una columna diaria en verso para los periódicos de todo el mundo. Y al llegar a la vejez, al ocaso de la vida como suele decirse, quizá hasta hubiera creído en lo que dijeran mis pareados: que todo había sido para bien.
Me encogí de hombros y continué: —¿Que podría haber fusilado a alguien? Lo dudo. ¿Organizar un complot con explosivos y todo lo demás? Es posible. Pero he oído la explosión de muchas bombas en mi juventud y jamás me parecieron el método ideal para conseguir algo positivo. Sólo puedo garantizarle una cosa: jamás habría vuelto a escribir para el teatro. Esa aptitud la he perdido por completo. Mi única oportunidad de hacer algo de veras violento en favor de la justicia y la verdad o como quiera llamarlo —dije a mi Hada Madrina Azul— hubiese consistido en volverme un maníaco homicida. Eso podría haber sucedido. En la situación que usted sugiere, quizá, de repente, me habría vuelto un salvaje corriendo con un arma mortífera por una calle pacífica en cualquier día normal. Pero habría sido una cuestión de puro y simple azar que la matanza ocasionada por mí hubiese mejorado el mundo o no. ¿He contestado a su pregunta?
—Sí. Gracias.
—Clasifíqueme como nazi —dije, cansadamente—. Clasifíqueme en seguida. Ahórquenme, si piensan que así podrán elevar el nivel de la moral pública. Esta vida no es muy agradable. No tengo planes post-bélicos.
—Sólo quiero que entienda lo poco que podemos hacer por usted, Campbell. Ahora veo que lo entiende.
—¿Y qué es lo poco que pueden hacer por mí?
—Una identidad falsa, unas cuantas pistas equívocas, transporte adonde crea que podrá comenzar una vida nueva... Algún dinero en efectivo, no mucho, desde luego. Pero alguna cantidad...
—¿Dinero? ¿A cuánto asciende en efectivo el valor de mis servicios?
—A lo habitual en estos casos —dijo—. Un hábito que viene de la Guerra Civil.
—¿Cuánto? —dije.
—El salario de un soldado... En mi opinión, usted tiene derecho a percibirlo por todo el período que va desde que nos encontramos en el Tiergarten hasta hoy.
—Muy generoso de su parte.
—La generosidad no cuenta mucho en este negocio, Campbell. Los agentes de verdad valiosos no tienen interés en el dinero. ¿Sería diferente para usted si le entregásemos el sueldo de un general?
—No.
—¿O sí no le pagásemos nada?
—Ninguna diferencia.
—Casi nunca se hace por dinero. Ni tampoco por patriotismo.
—Entonces, ¿por qué? —pregunté.
—Cada ser humano tiene un motivo diferente —respondió Wirtanen—. En líneas generales, el espionaje ofrece a cada espía una oportunidad de volverse loco que el espía encuentra irremisiblemente atractiva.
—Interesante —comenté vacuamente.
Dio una palmada para romper la tensión:
—¡Bien! ¡Al grano! En cuanto al transporte: ¿adonde?
—¿Tahití? —aventuré.
—Si le gusta... Pero yo sugeriría Nueva York. Allí puede usted perderse sin ningún problema; y hay abundancia de trabajo, si lo desea.
—Está bien: Nueva York.
—Le tomaremos una foto para el pasaporte. Estará en un avión dentro de tres horas.
Cruzamos el patio de armas, entonces desierto. Breves remolinos de polvo giraban aquí y allá. Imaginé que los remolinos de polvo eran fantasmas de antiguos cadetes de la Escuela, muertos en el campo de batalla, que volvían para dar volteretas y bailar solos en el terreno donde se entrenaran, que retornaban para bailar en la forma antimilitar que les diera la maldita gana.
—Cuando le dije que sólo tres personas sabían de sus emisiones radiofónicas en clave... —dijo Wirtanen.
—¿Qué pasa con eso?
—No me preguntó quién era la tercera persona —dijo.
—¿Alguien que yo conocía?
—Sí. Siento decirle que está muerto. Era uno de sus blancos favoritos y regulares en sus programas.
—¿Quién?
—El hombre al que usted llamaba Franklin Delano Rosenfeld —dijo Wirtanen—. Le escuchaba para divertirse todas las noches.
La tercera ocasión y la última en que me entrevisté con mi Hada Madrina Azul fue, como ya he dicho, en los fondos de una tienda abandonada frente a la casa de Jones. Justo cruzando la calle, frente a la casa donde Resi, George Kraft y yo nos habíamos escondido por unos días.
Me llevó tiempo orientarme en aquel lugar oscuro, y esperaba, con razón, encontrarme con cualquier cosa: desde un guardia de color de la Legión Norteamericana hasta un destacamento de paracaidistas israelíes al acecho para capturarme.
Llevaba una pistola conmigo, una de aquellas «Luger» de los miembros de la Guardia de Hierro, calibre 22. No me la puse en el bolsillo. La tenía en la mano, cargada y sin el seguro, preparada para hacer fuego. Exploré la parte delantera de la tienda sin hacerme visible. El frente estaba oscuro. Después me acerqué a la parte de atrás con avances cortos y rápidos, yendo de un montón de latas de basura a otro.
Cualquiera que intentase echárseme encima, abalanzarse sobre Howard W. Campbell, Jr., quedaría lleno de agujeritos como los que hace una máquina de coser. Y debo añadir que llegué a amar la infantería, la infantería de cualquier país, en aquella serie de carreras de avance y paradas para ponerme a cubierto.
Creo que el hombre es un animal de infantería. Había una luz al fondo de la vieja tienda. Miré por una ventana y contemplé una escena de gran serenidad. El coronel Frank Wirtanen, mi Hada Madrina Azul, estaba sentado sobre una mesa también esta vez, esperándome de nuevo.
Ahora se había convertido en un viejo tan lustroso y pelado como Buda. Entré.
—Pensé que ya se habría jubilado —le dije.
—Me jubilé hace ocho años. Construí una casita sobre un lago en Maine; la hice con un hacha, una azuela y estas dos manos. Pero volvieron a llamarme al servicio activo como especialista.
—¿Especialista en qué?
—En usted —contestó.
—¿Y por qué ese súbito interés por mí?
—Eso es lo que se supone que debo averiguar.
—No hay ningún misterio en que los israelíes quieran echarme el guante.
—Estoy de acuerdo. Pero hay mucho de misterio en el hecho de que los rusos le crean tan importante.
—¿Los rusos? —pregunté—. ¿Qué rusos?
—Resi Noth y ese anciano, el pintor, que se hace llamar Kraft —contestó Wirtanen—. Ambos son espías comunistas. Hemos mantenido la vigilancia sobre ese «Kraft» desde 1941. A la muchacha le facilitamos la entrada en el país, precisamente para averiguar qué pensaba hacer.
Hecho un guiñapo, me senté sobre una caja de embalaje.
—Con unas cuantas palabras bien elegidas, me ha destruido, ¡Estoy mucho más pobre ahora que hace apenas un minuto! Amigo, sueño y amante... «alles kaput» —musité.
—Todavía le queda el amigo —dijo Wirtanen.
—¿Qué quiere decir?
—Es como usted... Puede ser muchas cosas al mismo tiempo. Y todas sinceramente. Es un don —sonrió.
—¿Qué planeaba hacer conmigo?
—Sacarle del país, buscarle otro donde pudiesen raptarlo con menos complicaciones internacionales. Informó a Jones dónde se encontraba usted y quién era; consiguió que O'Hare y otros patriotas se soliviantasen con la noticia de su existencia... Todo formaba parte de un plan para borrarle del mapa.