Los dos momentos, en aquellas escaleras de cimas astilladas que mostraban el cielo, fueron exquisitos.
La exquisitez duró sólo unos instantes, desde luego, porque como toda familia humana, amábamos nuestros nidos y los necesitábamos. Pero durante uno o dos minutos, Helga y yo nos sentimos como Noé y su mujer sobre el Monte Ararat.
No existe sentimiento mejor que éste.
Y luego las sirenas que anunciaban los ataques aéreos aullaban de nuevo y nos dábamos cuenta de que éramos personas ordinarias, sin paloma y sin pacto, y que el diluvio, lejos de haber terminado, apenas acababa de empezar.
Recuerdo una ocasión en que Helga y yo bajamos desde lo alto de una escalera destrozada, abierta al cielo, hasta un refugio profundamente hundido en ¡a tierra y las grandes bombas recorrían las alturas en todas direcciones. Y caían y caían; y parecía que nunca acabarían.
Y el refugio largo y estrecho, como un vagón de tren, estaba repleto.
Y había un hombre y una mujer y sus tres hijos sentados en el banco frente a Helga y a mí. Y la mujer comenzó a hablar al techo, a las bombas, a los aviones, al cielo y a Dios Todopoderoso, en medio de todo eso.
Al principio en voz baja; pero no le hablaba a nadie en el refugio.
—Está bien —dijo—. Aquí estamos. Aquí abajo, bien abajo. Los oímos allá arriba. Oímos lo furioso que está.
Su voz subió de tono.
—¡Dios querido, qué furioso estás! —gritó.
Su esposo, un civil macilento y con un parche sobre un ojo y en la solapa la insignia de la unión de maestros nazis, le habló para calmarla.
La mujer no le escuchó.
—¿Qué quieren que hagamos? —se dirigía al techo y a todo lo que estuviera allá, en las alturas—. Sea lo que sea, ¡díganlo y lo haremos!
Una bomba cayó cerca y arrancó del techo una nevada de revoque. La mujer se puso de pie chillando, y su esposo con ella.
—¡Nos rendimos! ¡Nos entregamos...! —aulló la mujer.
Y su cara reflejó gran alivio y felicidad.
—¡Pueden detenerse, ahora...! —aullaba, reía—. ¡Abandonamos! ¡Se terminó!
Se volvió para comunicar la buena nueva a sus hijos.
Su marido la dejó sin sentido de un puñetazo.
Y aquel maestro tuerto la depositó sobre el banco, apoyándola contra la pared. Y entonces se dirigió a la persona de más alto rango entre los presentes, un vicealmirante:
—Es una mujer histérica... Se vuelven histéricas... No quiere decir lo que dijo... Tiene la Orden de Oro de la Maternidad.
El vicealmirante no se desconcertó ni se enojó. No se sentía fuera de lugar. Con admirable dignidad concedió la absolución al maestro.
—Está bien. Es comprensible. No se preocupe.
El maestro quedó extasiado ante esa muestra fehaciente de un sistema que perdonaba tan magnánimamente la debilidad humana.
—
Heil Hitler
—dijo, inclinándose mientras daba un paso atrás.
—
Heil Hitler!
—contestó el vicealmirante.
El maestro se dedicó entonces a reanimar a su esposa. Tenía buenas noticias para ella: había sido perdonada, todos entendían.
Y durante este intervalo, las bombas pasaban volando sobre nuestras cabezas, y el maestro y sus tres hijos no pestañeaban.
Nunca lo harán, pensé.
Yo tampoco, pensé.
Nunca más.
Alguien había arrancado de cuajo la puerta de mi apartamento. No quedaban rastros de ella. En su lugar, el portero había claveteado una carpa de mi propiedad; y sobre la carpa, unas maderas en zigzag Con pintura dorada para radiadores había escrito sobre las maderas unas palabras que resaltaban a la luz del fósforo: «No hay nadie ni nada adentro.»
De todos modos, alguien había rasgado un ángulo inferior de la lona, arrancando los clavos y dejando la casa provista de una puerta colgante, triangular, como la de una carpa india.
Me arrastré al interior.
La llave de la luz tampoco funcionaba. La escasa luz que había se filtraba a través de los pocos vidrios que quedaban en la ventana. Los rotos estaban reemplazados por papeles, trapos, pedazos de ropa vieja y sábanas. El viento nocturno silbaba entre esos remiendos. La poca luz de que disponía era azulada.
Miré a través de las ventanas de atrás, junto a la cocina; miré hacia abajo, hacia aquel parquecito privado cuyo encanto cortaba la perspectiva desde mi ventana: aquel pequeño Edén que formaban los fondos unidos de varias casas. Nadie jugaba en él ahora.
Nadie en él que gritara, como me hubiera gustado:
—¡Li-li-liii-breees to-ooo-dos!
Sólo un movimiento apagado, un susurro en las sombras de mi buhardilla. Imaginé que sería el roce provocado por alguna rata.
Me equivocaba.
Era el roce provocado por Bernard B. O'Hare, el hombre que me capturara tanto tiempo atrás. Era el movimiento de mi propia Furia privada, personal; el movimiento del hombre que percibía sus sentimientos más nobles en el odio con que me perseguía.
No pretendo difamar a O'Hare al asociar el sonido que produjo con el ruido de una rata. No pienso que O'Hare sea una rata, aunque sus acciones respecto a mi persona tuvieron la misma irritante impertinencia que las ruidosas pasiones de las ratas en las paredes de mi buhardilla. No conocía, en realidad, a O'Hare; tampoco lo deseaba. El hecho de que me hubiese arrestado en Alemania era un suceso de interés microscópico para mí. No era mi Némesis. Mi juego había terminado mucho antes de que O'Hare me tomara bajo su custodia. Para mí, O'Hare era tan sólo uno más entre todos los recolectores de basura esparcida por el viento en los senderos de la guerra.
O'Hare tenía una opinión bastante más interesante de lo que significábamos el uno para el otro. Por lo menos cuando estaba borracho, creía que era San Jorge
y
que yo era el dragón.
Cuando lo vi entre las sombras de mi buhardilla, estaba sentado sobre un balde puesto boca abajo. Vestía su uniforme de la Legión Norteamericana. Lo acompañaba una botella de whisky de un litro. Sin duda me había esperado largo rato, entreteniéndose con la bebida y los cigarrillos. Estaba borracho. Pero conservaba intacto el uniforme. El uniforme era algo importante para él; se suponía que también debía serlo para mí.
—¿Sabe quién soy? —preguntó.
—Sí.
—Ya no soy tan joven como antes. ¿He cambiado mucho?
—No.
En páginas anteriores he dicho que O'Hare parecía un lobo joven y flaco. Cuando lo vi en mi desván, parecía enfermizo: pálido y con los ojos enrojecidos. «Se ha convertido en un coyote, más que en un lobo», pensé. Los años de la posguerra no habían sido para él años de alegre prosperidad.
—¿Me esperaba? —dijo.
—Usted me dijo que debía esperarle.
Debía mostrarme educado y cuidadoso con él. Supuse correctamente que pretendía atacarme. El hecho de que vistiera su impecable uniforme y de que fuera más bajo y de bastante menos peso que yo, indicaba que tendría un arma por algún lado; una pistola, tal vez.
Se incorporó del balde donde estaba sentado revelándome en su torpeza lo borracho que estaba. Hizo rodar el balde ruidosamente y esbozó una mueca sonriente.
—¿Alguna vez ha tenido pesadillas sobre mí, Campbell? —preguntó.
—Con frecuencia. Era mentira, desde luego.
—¿Está sorprendido de que haya venido solo?
—Sí.
—Mucha gente quería acompañarme. Un montón de gente quería venir conmigo desde Boston. Y cuando llegué a Nueva York, esta tarde, y me metí en un bar y empecé a hablar con desconocidos, todos querían venir también.
—Entiendo —dije.
—¿Y sabe qué les decía?
—No...
—Les decía: «Lo lamento, muchachos, pero ésta es una fiesta sólo para Campbell y para mí.» Así debe ser... Sólo los dos, cara a cara.
—Ah.
—Hace años que esto viene preparándose. Estaba escrito en los astros que Howard Campbell y yo nos encontraríamos después de tantos años... ¿No piensa lo mismo?
—¿Qué?
—Que está en los astros. Teníamos que encontrarnos así, justo aquí, en este mismo cuarto; y ninguno de los dos podría evitarlo aunque lo intentase.
—Tal vez.
—Justo cuando uno piensa que la vida no tiene ningún sentido, de pronto, se da cuenta de que estaba destinado para ir derecho a algo.
—Sé lo que quiere decir.
Se tambaleó. Logró recuperarse.
—¿Sabe en qué trabajo?
—No.
—Cargo camiones de helados —dijo.
—No entiendo.
—Una flota de camiones que va por las fábricas, las playas, los estadios de béisbol... por cualquier lado donde haya público...
O'Hare pareció olvidarse de todo por unos segundos, mientras reflexionaba lóbregamente sobre el rumbo de los camiones.
—La máquina de los helados está en el camión —murmuró—. Dos gustos: chocolate y vainilla.
Sus sentimientos eran exactamente los mismos que los de la pobre Resi cuando me contó el horrible absurdo de su trabajo en la máquina de hacer cigarrillos de Dresde.
—Cuando terminó la guerra, esperaba algo más que quince años cargando camiones de helados.
—Todos hemos sufrido desencantos —dije.
No respondió a este débil intento de fraternidad. Sólo pensaba en su problema:
—Iba a ser médico, abogado, escritor, arquitecto, ingeniero, periodista... No había nada que no pudiera hacer... Y luego me casé. Y mi mujer empezó a parir hijos en seguida; y abrí un maldito servicio de lavado de pañales con un socio amigo mío y el socio se largó con el dinero y mi mujer siguió pariendo chicos. Después de los pañales, vinieron las cortinas venecianas, y después que el negocio de las cortinas se fue al carajo, los malditos helados... Y todo el tiempo mi mujer trayendo más niños al mundo, y el jodido auto que se me descompone a cada rato y los acreedores que se me echan encima y las termitas que hierven bajo las maderas del piso todas las primaveras y los otoños...
—Es terrible —dije.
—Y me preguntaba: ¿qué significado tiene? ¿Qué papel represento yo en todo esto? ¿Para qué sirve todo?
—Buenas preguntas —le dije, suavemente; y me acerqué a un par de tenazas para el fuego, bastante sólidas.
—Y entonces alguien me envió un ejemplar de aquel diario con la noticia de que usted aún estaba vivo —O'Hare revivió ante mí el cruel entusiasmo qua esa noticia le había producido—. Y caí en la cuenta de por qué yo seguía con vida y cuál era mi meta principal.
Dio un paso hacia mí, con los ojos abiertos como platos.
—¡Aquí estoy, Campbell: he venido del pasado!
—¿Cómo está usted? —le dije.
—¿Sabe lo que es usted para mí, Campbell?
—No.
—El Mal en toda su pureza. El Mal absolutamente puro.
—Gracias.
—Tiene razón...
Es
una especie de cumplido que le hago. Por lo general, un hombre malo conserva algo de bondad... Casi tanto de bueno como de malo. Pero usted... usted es la cosa en su estado puro. Es como el diablo en persona.
—Quizá
sea
el Diablo.
—No crea que no lo he pensado, Campbell.
—¿Qué piensa hacer conmigo? —le pregunté.
—Despedazarlo.
Se mecía atrás y adelante sobre los talones.
—Cuando oí que vivía, supe qué era lo que debía hacer. No había otro camino. Tenía que terminar así.
—No veo por qué.
—¡Le demostraré por qué! Le juro por lo más sagrado que le demostraré que nací sólo para esto: para despedazarlo aquí y ahora.
Me llamó cobarde. Me llamó nazi. Y después me dirigió la palabra compuesta más ofensiva que existe en la lengua.
Así es como le rompí el animoso brazo derecho con las tenazas para el fuego.
Es el único acto de violencia que he cometido en lo que hasta ahora ha sido una larga, larguísima vida. Me enfrenté a O'Hare cuerpo a cuerpo y le vencí. Vencerlo fue fácil. O'Hare estaba tan drogado por el alcohol y las fantasías del triunfo del bien sobre el mal que no esperaba que me defendiese.
Cuando advirtió que lo había herido, que el dragón se disponía a dar a San Jorge un buen revolcón, pareció muy sorprendido.
—Así es como quiere jugar, ¿eh? Entonces, el dolor de una fractura múltiple se extendió por todo su sistema nervioso y le saltaron las lágrimas.
—¡Váyase! —le dije—. ¿O prefiere que le rompa el otro brazo y la cabeza?
Le puse la punta de las tenazas sobre la sien derecha.
—Y antes de que se vaya le quitaré la pistola o el cuchillo o lo que haya traído.
Sacudió la cabeza. El dolor era tan intenso que no podía hablar.
—¿No está armado? Sacudió la cabeza otra vez.
—Lucha limpia —dijo—. Limpia.
Tanteé sus bolsillos; no tenía armas. ¡San Jorge había creído que iba a despachar al dragón con sus solas manos!
—¡Desgraciado, estúpido, borracho, manco hijo de puta! —dije.
Desgarré la carpa que cubría el marco de la puerta. Rompí a patadas las maderas clavadas en zigzag. Lancé a O'Hare, a través de la abertura, hacia el rellano de la escalera.
El pasamanos detuvo su caída. Miró hacia abajo por el hueco de la escalera, recorriendo con sus ojos la hélice de escalones que llamaba a una muerte segura allá abajo, sobre el pedazo libre de suelo que podía vislumbrarse.
—No soy tu destino ni tu demonio —le dije—. ¡Mírate! ¡Viniste a matar al mal con tus manos desnudas y ahora te marchas con la misma gloria que un hombre arrojado junto a la carretera por un ómnibus Greyhound! ¡Y ésa es toda la gloria que te mereces ! Eso es todo lo que se merece un guerrero que lucha contra el mal absoluto. Hay muchas razones para pelear; pero no existe ninguna para odiar sin restricciones, para imaginar que Dios Todopoderoso también odia como nosotros... ¿Dónde está el mal? El mal es esa enorme porción de cada ser humano que quiere odiar sin límites, que quiere odiar con Dios de su lado... Es esa porción de cada hombre que encuentra tanto atractivo en toda clase de monstruosidades. Es esa porción del imbécil que castiga y envilece y hace la guerra con alegría.
Nunca sabré si fueron mis palabras o la humillación o el alcohol o la fractura lo que hizo vomitar a O'Hare. Y vomitó a lo grande. Proyectó su picadillo de podredumbre por el hueco de la escalera, desde el cuarto piso.
—Límpialo —dije.
Me miró a la cara, los ojos todavía llenos de denso odio.
—Ya te agarraré, hermano...
—Puede ser. Pero eso no cambiará tu destino de fracasos, helados, demasiados hijos, termitas y poco dinero. Si tanto deseas ser soldado de las Legiones de Dios, prueba a unirte al Ejército de Salvación.