Lyonesse - 3 - Madouc (36 page)

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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

BOOK: Lyonesse - 3 - Madouc
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El rey Casmir miró desconcertado a la reina Sollace.

—Madouc se ha ido.

—¿Se ha ido? ¿Adónde?

—A alguna parte… a averiguar su linaje —Casmir leyó la nota en voz alta.

—¡Conque a eso se refería el pequeño diablo! —exclamó Sollace—. ¿Y qué haremos ahora?

—Debo reflexionar. Tal vez nada.

VIII
1

Una hora antes del alba, con el castillo en silencio, Madouc se levantó de la cama. Vaciló un instante, abrazándose el cuerpo y tiritando en el aire fresco que le acariciaba los flacos tobillos. Fue hasta la ventana; el día prometía ser agradable, pero a aquella hora penumbrosa el mundo parecía adusto y hostil. Madouc sintió dudas. ¿No estaría cometiendo un tremendo error?

Se alejó de la ventana. De pie junto a la cama, reflexionó. Nada había cambiado. Frunció el ceño y unió los labios en un gesto firme: no se echaría atrás.

Se vistió deprisa, poniéndose una túnica de campesina, medias de estera, botas y una gorra de tela blanda que le ocultaba los rizos. Cogiendo un hatillo con algunas pertenencias, abandonó su aposento, se deslizó con sigilo por el penumbroso corredor, bajó la escalera y salió del castillo por una puerta trasera, internándose en el silencio de la aurora. Se detuvo para mirar y escuchar, pero no había nadie allí fuera. Hasta el momento, ningún problema. Enfiló hacia los establos.

En la linde del patio de servicio se detuvo entre las sombras; sólo un ojo muy aguzado habría identificado a aquel chaval flaco y furtivo como la princesa Madouc.

Los marmitones y los asistentes estaban despiertos en la cocina; las criadas pronto irían a la despensa. Por el momento el patio estaba vacío; Madouc atravesó el espacio abierto y llegó al establo. Pom-Pom la aguardaba con un par de caballos ya ensillados. Madouc examinó los caballos sin entusiasmo: una yegua baya de lomo encorvado y edad avanzada, con un ojo estrábico y cola deshilachada; un capón gris casi igualmente viejo, de vientre gordo y patas flacas. Pom-Pom había logrado su propósito de evitar toda ostentación.

La silla de Madouc descansaba sobre la yegua; evidentemente el capón gris era el corcel escogido por el caballero Pom-Pom. El caballero no lucía su ropa habitual, sino un elegante jubón de tela azul, una gorra azul con una grácil pluma roja y un par de lustrosas botas nuevas que se curvaban con elegancia a la altura de las rodillas y mostraban hebillas de peltre en el empeine.

—Tus prendas son elegantes —dijo Madouc—. Serías casi apuesto si no fuera porque sigues mostrando el rostro de Pom-Pom.

Pom-Pom frunció el ceño.

—No me puedo cambiar el rostro.

—Esas ropas ¿no son muy caras?

Pom-Pom agitó la mano.

—Todo es relativo. ¿No has oído el dicho: «Cuando la necesidad está en marcha, el ahorro debe cederle el paso»?

Madouc lo miró con cara de pocos amigos.

—Quienquiera haya inventado ese disparate, era un derrochador o un necio.

—¡No creas! ¡El dicho es apropiado! Para cambiar las piezas de oro, compré los artículos necesarios. Uno no parte a una importante búsqueda con aire de patán.

—Entiendo. ¿Dónde está el resto del dinero?

—Lo llevo en mi cartera, a buen recaudo.

Madouc extendió la mano.

—¡Dámelo, caballero Pom-Pom, en el acto!

Pom-Pom metió la mano en la cartera, extrajo monedas y se las dio a Madouc. Ella hizo el cálculo y miró indignada a Pom-Pom.

—¡Sin duda hay más que esto!

—Posiblemente, pero lo retengo por razones de seguridad.

—Es innecesario. Puedes darme todo el cambio.

Pom-Pom le arrojó la cartera.

—Toma lo que desees.

Madouc abrió y contó las monedas.

—¿Esto es todo?

—¡Bah! —gruñó Pom-Pom—. Tal vez aún lleve algunas monedas en el bolsillo.

—Dámelas… hasta el último penique.

—Conservaré un florín de plata y tres peniques de cobre —dijo Pom-Pom con dignidad—, para gastos incidentales —le entregó más monedas.

Madouc guardó todo en su morral y devolvió la cartera a Pom-Pom.

—Luego haremos cuentas —dijo—. Este asunto no ha terminado aquí, Pom-Pom.

—Bah, no tiene importancia. Pongámonos en marcha. La yegua será tu montura. Se llama Juno.

Madouc soltó un bufido de desdén.

—¡Tiene el vientre flojo! ¿Cómo aguantará mi peso?

Pom-Pom sonrió socarronamente.

—Recuerda que ya no eres una altiva princesa, sino una vagabunda.

—Soy una altiva vagabunda. No lo olvides.

Pom-Pom se encogió de hombros.

—Juno tiene un andar suave. No corcovea ni se resiste, aunque ya no es capaz de saltar una cerca. Mi caballo es Fustis. Antaño fue un corcel de guerra: responde mejor ante un jinete firme y una mano fuerte —Pom-Pom se acercó a Fustis y montó en la silla de un brinco. Madouc montó en Juno con más lentitud, y ambos partieron por el Sfer Arct, hacia las colinas del norte de la ciudad de Lyonesse.

Dos horas después llegaron a la aldea de Agua Swally y a una encrucijada. Madouc leyó el letrero.

—Hacia el este está la aldea de Fring; viajaremos por aquí hasta Fring y allí viraremos al norte para salir a la Calle Vieja.

—Es una ruta más larga —señaló Pom-Pom.

—Tal vez, pero usando caminos laterales evitaremos a cualquiera que envíen a detenernos.

—Creí que el rey había ratificado su autorización, con sus sinceras bendiciones —protestó Pom-Pom.

—Así es como yo interpreto sus órdenes —dijo Madouc—. Sin embargo, prefiero no dar nada por sentado.

Pom-Pom reflexionó y dijo malhumorado:

—Espero encontrar el Santo Grial antes de que necesitemos poner a prueba tu interpretación.

Madouc no se dignó responder.

Al mediodía atravesaron Fring, y, no hallando un camino que condujera al nordeste, continuaron hacia el este a través de una grata campiña con granjas y prados. No tardaron en llegar a Cañada de Abatty, donde se celebraba una feria. A instancias de Pom-Pom, desmontaron, sujetaron los caballos a un poste frente a la posada, y fueron a mirar los payasos y malabaristas que actuaban en la plaza. Pom-Pom lanzó un grito de asombro.

—¡Mira! Ese hombre con sombrero rojo acaba de meterse una antorcha ardiente en la garganta. ¡Mira! ¡Lo hace de nuevo! ¡Qué maravilla! ¡Debe tener entrañas de hierro!

—Un talento inusitado, ciertamente —dijo Madouc.

Pom-Pom se puso a contemplar otra actuación.

—¡Mira allí! ¡Vaya destreza! ¿Viste ése? ¡Vaya puntapié!

Madouc miró y vio a un hombre y una mujer tendidos de espaldas, a cinco metros de distancia. Valiéndose de los pies, se pasaban a un niño por el aire de un lado a otro, elevándolo cada vez más. El pequeño, vestido sólo con un taparrabos harapiento, se agitaba desesperadamente en el aire para poder aterrizar sus posaderas sobre las piernas retraídas que lo esperaban, las cuales, tras recibir al niño con gran habilidad, se estiraban otra vez para arrojarlo de nuevo al aire.

Al terminar el espectáculo, el hombre exclamó:

—¡Ahora Mikelaus aceptará vuestras donaciones!

El niño corrió entre los espectadores extendiendo la gorra.

—Vaya —exclamó Pom-Pom—. Ese truco bien merece un penique —se metió la mano en un bolsillo y extrajo una moneda de cobre para arrojarla en la gorra sucia que extendía Mikelaus. Madouc observó enarcando las cejas.

Los tres actores se dispusieron a realizar una nueva acrobacia. El hombre apoyó una tabla de medio metro de longitud sobre un poste de dos metros; la mujer puso a Mikelaus en la tabla. El hombre levantó el poste en vilo, mientras Mikelaus mantenía un precario equilibrio en su cima; lo alzó cada vez más, controlando la oscilación del poste con sus movimientos. La mujer añadió al poste una tercera extensión; Mikelaus se elevó seis metros en el aire. Se enderezó con cuidado y se plantó de pie sobre la tabla, encima del poste oscilante. La mujer tocó una melodía con un caramillo y Mikelaus entonó una canción con voz aflautada y áspera:

Ecce voluspo sorarsio normal radne malengro.

¡Oh, oh! ¡Vacuo!

Oróte dame.

El instrumento trinó.

Bowner buder diper

eljus noop or hark

esgrado delila.

¡Oh, oh! ¡Vacuo!

Platona dame.

El instrumento trinó de nuevo.

Slova solypa

trater no bulditch

ki-yi-yi minkins.

Sempre vacuo.

Coprizo dame.

La mujer hizo trinar el instrumento por última vez y exclamó:

—¡Bravo, Mikelaus! Tu canción nos ha conmovido a todos y mereces una generosa recompensa. Puedes bajar. ¡Hala! ¡Abajo!

El hombre avanzó tres pasos, sosteniendo el poste; Mikelaus saltó por los aires. La mujer corrió con una red, pero por el camino tropezó con un perro y el consternado Mikelaus dio de cabeza contra el suelo y rodó varios metros más allá.

La mujer afrontó el error con buena cara.

—¡Sin duda la próxima vez nos irá mejor! ¡Venga, Mikelaus, a trabajar!

Mikelaus se levantó penosamente, se quitó la gorra y se acercó cojeando a los espectadores, deteniéndose sólo para patear al perro.

—Vaya —dijo Pom-Pom—. ¡Otro truco divertido!

—¡Vamos! —dijo Madouc—. Ya hemos visto bastantes piruetas. Es hora de ponerse de nuevo en marcha.

—Aún no —dijo Pom-Pom—. Esos puestos parecen interesantes; sin duda podemos perder algunos minutos.

Madouc accedió a los deseos de Pom-Pom y caminaron por la plaza, inspeccionando la mercancía que ofrecían en venta.

En el puesto de un herrero, Pom-Pom se detuvo para estudiar una exhibición de cubiertos lujosos. Un grupo de dagas damascenas en fundas de cuero labrado le llamó la atención, tanto que preguntó los precios. Por último se decidió por una de las dagas y se dispuso a efectuar la compra.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó la asombrada Madouc.

—¿No es obvio? —barbotó Pom-Pom—. Necesito una daga de buena calidad y elegante hechura. Este artículo conviene a mis necesidades.

—¿Y cómo piensas pagar?

Pom-Pom pestañeó.

—He guardado una pequeña reserva para casos como éste.

—Antes de comprar siquiera una nuez para cascarla entre los dientes, debemos hacer cuentas. Muéstrame tus reservas.

—¡Qué situación tan embarazosa! —exclamó Pom-Pom—. Ahora el herrero me está mirando con desprecio.

—¡No importa! ¡Muéstrame esa dichosa reserva!

—Seamos razonables. El dinero estará más seguro conmigo. Soy mayor que tú y no soy tonto ni distraído. Ningún ratero se atrevería a acercarse a mí, sobre todo si me viera esa bonita daga en el cinturón. Lo prudente es que yo lleve el dinero y planee los gastos.

—Tus argumentos son sabios —dijo Madouc—. El único defecto que tiene es que el dinero es mío.

Pom-Pom le entregó a regañadientes un buen puñado de monedas de plata y cobre.

—¡Toma el dinero, pues!

El gesto de Pom-Pom despertó las sospechas de Madouc. Extendió la mano.

—Dame el resto.

Pom-Pom entregó las demás monedas de mala gana.

—¿Eso es todo? —preguntó Madouc.

Pom-Pom le mostró un florín de plata y algunos peniques de cobre.

—Conservo sólo mi reserva. Al menos este dinero estará a buen recaudo.

—¿Y esto es todo?

—Esto es todo, maldición.

—No necesitarás esa bonita daga. En primer lugar, es demasiado cara.

—No si la compro con tu dinero.

Madouc ignoró el comentario.

—¡Venga! ¡Pongámonos en marcha!

—Tengo hambre —gruñó Pom-Pom—. Podríamos almorzar uno de esos pasteles de cerdo. Además quiero ver a los saltimbanquis. ¡Míralos! Arrojan a Mikelaus por el aire y lo dejan caer. ¡No! En el último momento el hombre lo atrapa con en la red. ¡Es casi cómico!

—Vamos, caballero Pom-Pom. Comerás tu pastel de cerdo y luego reanudaremos la marcha. El paso de Juno es lento; tenemos que cabalgar mucho si queremos llegar lejos.

Pom-Pom tiró del pico de su gorra nueva con aire de exasperación.

—¡Ya es tarde! Deberíamos pasar la noche aquí, en una posada. Así podremos disfrutar a gusto de la feria.

—Sin duda las posadas están llenas. Seguiremos el viaje.

—¡Es una locura! El próximo pueblo está a quince kilómetros. No llegaremos antes del anochecer, y quizá también allí las posadas estén llenas.

—En ese caso, dormiremos a campo abierto, como verdaderos vagabundos.

Pom-Pom no dijo nada más; los dos partieron de Cañada de Abatty y continuaron la marcha. Mientras el sol bajaba por el oeste, se apartaron del camino y trotaron por el prado hasta un bosquecillo a orillas de un arroyo. Pom-Pom encendió una fogata y sujetó los caballos mientras Madouc tostaba tocino, que les sirvió de cena junto con pan y queso.

Madouc se había quitado el sombrero. Pom-Pom la estudió a la luz del fuego.

—Te ves diferente. ¡Ya sé! Te has cortado el cabello.

—De lo contrarío no me habría cabido bajo la gorra.

—Ahora tienes más aspecto de semihumano.

Madouc se abrazó las rodillas y escrutó el fuego.

—Es sólo apariencia —dijo reflexivamente—. Con cada día que pasa, mi sangre humana canta con mayor fuerza. Siempre ocurre así cuando alguien como yo abandona el shee y vive entre los hombres.

—¿Y si te hubieras quedado en el shee?

Madouc se estrechó las rodillas con más fuerza.

—No sé qué habría sido de mí. Quizá las hadas me habrían gastado bromas y me habrían rehuido a causa de mi sangre mixta.

—Aun así, los mortales mueren, mientras que las hadas danzan y juegan para siempre.

—No, las hadas también mueren. A veces entonan canciones tristes en el claro de luna y languidecen de pura pena. A veces se ahogan por amor. A veces las matan abejorros furiosos o las secuestran y asesinan duendes que muelen huesos de hadas para preparar un condimento con el cual sazonan sus salsas y guisos.

Pom-Pom bostezó y estiró las piernas hacia el fuego.

—Ésa no es vida para mí, después de todo.

—Ni para mí —dijo Madouc—. ¡Ya soy demasiado humana!

Por la mañana un sol brillante se elevó en un cielo sin nubes, y el día se tornó cálido. A media mañana llegaron a un río, y Madouc no pudo resistir la tentación de bañarse. Dejó los caballos al cuidado de Pom-Pom y bajó entre los alisos hasta la orilla. Se quitó la ropa y se zambulló en el agua, para nadar y retozar y disfrutar de aquella vigorizante frescura. Al mirar hacia la orilla, sorprendió a Pom-Pom espiándola desde el follaje.

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