No sé qué esperaba encontrarme. ¿Un santuario cubierto de iconos y velas votivas? ¿Parafernalia ocultista y una pila de volúmenes polvorientos sobre las enseñanzas de los místicos eslavos?
En la habitación sólo había una cama, una silla y un equipo de RV conectado a la clavija del teléfono. Viena estaba al día. Incluso este piso destartalado tenía lo último en RDSI de banda ancha.
Le eché un vistazo a la calle; no se veía a nadie. Pegué la oreja a la puerta; si alguien estaba subiendo las escaleras, era mucho más sigiloso que yo.
Me puse el casco.
La simulación era un edificio, el más grande que había visto nunca. Se extendía a mi alrededor como un estadio, como un coliseo. A lo lejos —quizá a unos doscientos metros— había columnas gigantes de mármol que culminaban en arcos que a su vez sostenían un balcón con una barandilla de metal ornamentado, y otra serie de columnas, que sostenían otro balcón... y así sucesivamente hasta alcanzar seis niveles. El suelo era de baldosas o de parqué, con un delicado trenzado en forma de ángulo que dibujaba un motivo hexagonal complejo en rojo y oro. Alcé la vista y, deslumhrado, tuve que cubrirme la cara con los brazos (en vano). La nave de esta catedral imposible culminaba en una enorme cúpula, la escala no se podía calcular. La luz del sol se filtraba por docenas de ventanas en forma de arco que rodeaban la base. En lo alto, cubriendo la cúpula, había un mosaico figurativo de colores increíblemente exquisitos. La luminosidad hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas; conforme parpadeaba para librarme de ellas empecé a distinguir la escena. Una mujer tocada con un halo tendía su mano... Alguien apoyó el cañón de una pistola en mi garganta. Me quedé helado, esperando a que mi captor dijera algo. Después de algunos segundos, dije en alemán:
—Me gustaría que alguien me enseñara a moverme con tanto sigilo.
—«Aquél que posee en verdad la palabra de Jesús puede entender también su silencio». San Ignacio de Antioquía —respondió una voz de hombre joven en un inglés con mucho acento.
Entonces debió de acercarse al panel de control del equipo y bajar el volumen. Yo mismo había tenido intención de hacerlo, pero me pareció un gesto inútil: de pronto me di cuenta de que había estado escuchando una capa de ruido blanco.
—¿Le gusta lo que estamos construyendo? —dijo—. Se inspira en la Santa Sofía de Constantinopla, la iglesia de la Divina Sabiduría de Justiniano, pero no es una mera copia. La nueva arquitectura no tiene por qué hacer concesiones a la zafiedad de la materia. Ahora la original en Estambul es un museo, y antes se utilizó como mezquita durante cinco siglos. Pero no parece que a este lugar sagrado le aguarde ninguno de esos destinos.
—No.
—Trabaja para Luciano Masini, ¿verdad?
No se me ocurrió ninguna mentira plausible que me fuera a hacer más popular.
—Correcto.
—Le voy a enseñar una cosa.
Me quedé rígido, expectante, esperando a que me quitara el casco. Noté que se estaba moviendo porque el cañón de la pistola se desplazó un poco, entonces me di cuenta de que se estaba enfundando el guante de datos.
Señaló con la mano y cambió mi punto de vista. Me impresionó que pudiera hacerlo a ciegas. Fue como si me deslizara por el suelo de la catedral directamente hacia el santuario, que estaba separado de la nave por una enorme pantalla de rejilla dorada cubierta con cientos de iconos. Desde lejos la pantalla resplandecía con opulencia, era imposible discernir los personajes de los cuadros, las tablas de colores formaban un mosaico abstracto de extraña belleza.
Sin embargo, a medida que me iba acercando el efecto era abrumador.
Todas las imágenes estaban ejecutadas con el mismo estilo «tosco» bidimensional del que me había burlado en el cromo de béisbol que le faltaba a Masini. Pero aquí, acumulados todos juntos, me parecían mil veces más expresivos que cualquier pretenciosa obra maestra del Renacimiento. No era sólo el hecho de que los colores se hubiesen «restaurado» hasta alcanzar una exuberancia que ningún pigmento físico había tenido nunca: rojos y azules como seda luminosa, plateados como acero al blanco. La sencilla y estilizada geometría humana de las figuras —el ángulo de la cabeza inclinada en gesto de sufrimiento, la extraña y desapasionada súplica de los ojos alzados al cielo— parecía constituir todo un lenguaje de emociones, con una claridad y una precisión que superaba la barrera de cualquier entendimiento. Era como la escritura antes de Babel, como la telepatía, como la música.
O quizá el arma apoyada en mi garganta me ayudaba a expandir mi sensibilidad estética. Nada como una buena dosis de opiáceos endógenos para abrir las puertas de la percepción.
Mi captor dirigió mis ojos hacia un espacio vacío entre dos de los iconos.
—Ése es el sitio de Nuestra Señora de Chernóbil.
—¿Chernóbil? ¿Se pintó allí?
—Masini no te contó nada, ¿verdad?
—¿Qué es lo que no me contó? ¿Que el icono es en realidad del siglo XV?
—Del XV no. Del XX. 1986.
De repente lo vi todo claro, pero no dije nada.
Me contó toda la historia en un tono casual, como si él mismo la hubiese presenciado en persona.
—Uno de los fundadores de la Iglesia Verdadera trabajaba en el reactor número cuatro. Cuando se produjo el accidente recibió una dosis letal en pocas horas. Pero no murió al instante. Fue dos semanas después cuando realmente entendió la envergadura de la tragedia, cuando se dio cuenta de que no sólo iban a agonizar hasta morir cientos de voluntarios, bomberos y soldados en los meses siguientes, sino que morirían decenas de miles de personas en los próximos años. El suelo y el agua quedarían contaminados por décadas; las enfermedades se extenderían durante generaciones. Fue entonces cuando Nuestra Señora se le apareció en una visión y le dijo lo que tenía que hacer.
»Tenía que pintarla como la Virgen de Vladimir, copiándola hasta el más mínimo detalle, respetando la tradición. Pero en realidad él sería el instrumento para la creación de un nuevo icono que Ella santificaría convirtiéndolo en el receptáculo de toda la compasión de Su Hijo por el sufrimiento padecido, de Su regocijo por la valentía y el sacrificio mostrado por Su gente, y de Su voluntad de compartir la carga de la pena y el dolor por venir.
»Le dijo que mezclara un poco del combustible derramado con los pigmentos que utilizara y que cuando lo terminara lo escondiese hasta que pudiera ocupar su lugar en el iconostasio de la Única Iglesia Verdadera.
Cerré los ojos y vi una escena de un documental de televisión: material filmado en película de celuloide justo después del accidente, la imagen cubierta de destellos y marcas fantasmales. Las trayectorias de las partículas grabadas en la emulsión. El efecto de la radiación sobre la película misma. Eso era lo que significaba el rasguño de Hengartner. Tanto si era un efecto real que apareció cuando hizo la fotografía del icono con una cámara moderna, como si era un añadido estilizado creado por ordenador, era un mensaje para cualquier posible comprador que supiera cómo leer el código: esto no es lo que se dice en el comentario. Esto es una rareza, un icono totalmente nuevo, un original. Nuestra Señora de Chernóbil. Ucrania. 1986.
—Me sorprende que lo pudieran meter en un avión —dije.
—Ahora la radiación apenas se puede detectar. La mayoría de los productos más peligrosos de la fisión decayeron hace años. De todas formas, si yo fuera usted no lo besaría. Es muy probable que se cargara a ese viejo supersticioso un poco antes de lo previsto.
¿Supersticioso?
—Hengartner... ¿pensaba que le iba a curar el cáncer?
—¿Porqué otra razón iba a haberlo comprado? Fue robado en el 93, y estuvo desaparecido mucho tiempo, pero siempre hubo rumores sobre sus poderes milagrosos. —Su tono era despectivo—. No sé en qué religión creía ese vejestorio. Quizá en la homeopatía. Tal vez pensó que una dosis de lo que le enfermó podría curarle. Los mejores escáneres pueden detectar cualquier rastro de estroncio 90, por mínimo que sea, y datarlo con respecto a la fecha del accidente. Si fue Chernóbil lo que le provocó el cáncer lo habría sabido. Pero tu jefe, me imagino, no es más que un adepto a la mariolatría anticuado que piensa que puede salvar la vida de su nieta dilapidando todo su dinero en un santuario a la Virgen.
Tal vez pensaba que me estaba provocando. No me importaba una mierda lo que creyera o dejara de creer Masini, pero me entró una rabia inconsciente.
—¿Y la mensajera? ¿Qué me dices de ella? ¿Para ti no era más que otra idiota, otra paleta supersticiosa?
Se quedó callado un rato. Noté cómo se cambiaba la pistola de mano. Sabía exactamente dónde estaba en este momento. Con los ojos cerrados, podía verlo delante de mí.
—Mi hermano le contó que había un chico de Kiev que se moría de leucemia en Viena y que quería tener la oportunidad de rezarle a Nuestra Señora de Chernóbil. —El desprecio había desaparecido de su voz por completo, así como la pomposa certeza de las escrituras—, Masini le había hablado de su sobrina. Sabía lo obsesionado que estaba. Sabía que nunca se separaría del icono de forma voluntaria, ni siquiera por un par de horas. De modo que aceptó llevarlo a Viena. Entregarlo un día más tarde. Ella no pensaba que fuera a curar a nadie. Me parece que ni siquiera creía en Dios. Pero mi hermano la convenció de que el chico tenía derecho a rezarle al icono, a encontrar algo de consuelo en eso. Aunque no tuviera cinco millones de francos suizos.
Di un puñetazo con todas mis fuerzas, el más fuerte que he dado en toda mi vida. El impacto de mi puño contra la carne y el hueso me estremeció por completo, como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Me aturdió tanto que no sabía si el chico había apretado el gatillo y me había volado media cara o no. Trastabillé y me quité el casco, un sudor helado goteaba de mi cara. Él estaba tendido en el suelo, se estremecía de dolor, el arma seguía en su mano. Me acerqué y le pisé la muñeca, luego me agaché y agarré la pistola fácilmente. Tenía catorce o quince años, era grande pero estaba escuálido y calvo. Le di una patada en las costillas, con saña.
—Y tú hiciste el papel del niño beato víctima de cáncer, ¿verdad?
—Sí.
Lloraba, pero no sabría decir si por el dolor o el remordimiento.
Le di otra patada.
—¿Y luego la mataste? ¿Para hacerte con la mierda de la Virgen de Chernóbil que no puede hacer ningún puto milagro?
—¡Yo no la maté! —berreó como un niño—. La mató mi hermano y ahora él también está muerto.
¿Su hermano estaba muerto?
—¿Antón?
—Fue a hablarles de ti a los matones de Katulski. —Las palabras salían de su boca entre sollozos—. Pensó que ellos te mantendrían ocupado... y pensó que si estaban entretenidos contigo, tal vez nos daría tiempo a sacar el icono de la ciudad.
Debería habérmelo imaginado. ¿Qué mejor manera de localizar un icono robado que haciéndote pasar por traficante? ¿Y qué mejor forma de seguirle la pista a tus rivales que convirtiéndote en su informante?
—¿Dónde está ahora?
No respondió. Me metí la pistola en el bolsillo de atrás, me agaché y lo cogi por los hombros. Debía de pesar unos treinta kilos como mucho. Puede que sí se estuviera muriendo de leucemia. En ese momento no me importaba lo más mínimo. Lo tiré contra la pared, dejé que cayera al suelo, lo levanté y lo volví a tirar. Le empezó a salir sangre de la nariz; se atragantaba y resoplaba. Lo levanté una tercera vez y me paré un momento para inspeccionar mi trabajo. Me di cuenta de que cuando le habia pegado el puñetazo le había roto la mandíbula Y puede que hubiese hecho lo mismo con uno de mis dedos
—No eres nada. Nada. Un accidente histórico. El tiempo se tragará la época secular (y todos los cultos y las supersticiones blasfemas y desquiciadas) como una mota de polvo en una tormenta de arena. Sólo la Iglesia Verdadera perdurará. —Sonreía cubierto de sangre, pero no sonaba engreído o triunfante. Simplemente expresaba una opinión.
La pistola debía de haber alcanzado la temperatura del cuerpo en el bolsillo de mis vaqueros, porque cuando apoyó el cañón en mi nuca, al principio pensé que era su pulgar. Lo miré fijamente a los ojos, intentando leer sus intenciones, pero lo único que vi fue desesperación. Al fin y al cabo no era más que un niño solo en una ciudad extranjera, abrumado por las desgracias.
Deslizó el cañón por mi cabeza hasta que quedó apuntándome a la sien. Cerré los ojos y lo agarré sin querer.
—Por favor... —le dije.
Apartó la pistola. Abrí los ojos justo a tiempo de ver cómo se volaba los sesos.
Lo único que quería hacer era acurrucarme en el suelo y dormir, y luego despertarme para darme cuenta de que todo había sido un sueño. Sin embargo algún instinto mecánico me mantuvo activo. Limpié tanta sangre como pude. Me paré a escuchar, por si los vecinos se hubieran despertado. La pistola era un arma suiza ilegal con un silenciador integrado. El disparo en sí había producido un siseo apenas audible, pero no estaba seguro de lo alto que había estado gritando.
Llevaba guantes puestos desde el principio, por supuesto. Los de balística confirmarían que había sido un suicidio. Pero tendrían que buscarle explicación al agujero del techo y a la mandíbula partida y a las costillas rotas, y lo más probable es que hubiese muestras de mi pelo y de mi piel por toda la habitación. Al final tendría que haber un juicio. Tendría que ir a la cárcel.
Estaba casi a punto de llamar a la policía, demasiado cansado para pensar en escapar, demasiado asqueado por lo que había hecho. No es que hubiera matado literalmente al chico; sólo le había pegado y le había aterrorizado. Incluso ahora seguía enfadado con él; en parte era responsable de la muerte de De Angelis. Al menos tanto como yo lo era de la suya.
Y entonces la parte mecánica de mí mismo dijo: «Antón era su hermano. Es posible que se vieran el día que lo mataron; en la casa de Antón, o en el piso de la chica rubia. Es posible que pisaran el mismo suelo en algún momento. Que se limpiaran los pies en el mismo felpudo. Es posible que desde entonces haya cambiado el icono de escondite».
Saqué la agenda, me arrodillé junto a los pies del cadáver y envié el código.
Respondieron tres esferas.
Lo encontré justo antes del amanecer a las afueras de la ciudad, enterrado en los escombros de un edificio medio demolido. Seguía en el maletín, pero todos los cierres y las alarmas estaban desactivados. Lo abrí y me quedé observándolo un buen rato. Era igual que la fotografía del catálogo. Feo y monótono.