Elaine volvió a ocuparse de sus equipos. Lansing empezaba a parecer un poco mareada.
—Me gustaría volver a hablar con usted en otro momento, pero voy a necesitar una lista de sus empleados, pasados y presentes, tan pronto como sea posible.
Asintió y pulsó unas cuantas teclas en su agenda para transferirme la lista a la mía.
—En realidad no se ha perdido nada —dijo—. Teníamos copias de seguridad de todos los datos administrativos y científicos en otro sitio. Y tenemos muestras congeladas de casi todas las líneas celulares en las que estábamos trabajando. Están en una cámara acorazada en Milson's Point.
Las copias de seguridad de los datos comerciales serian prácticamente intocables, los registros estarían almacenados en al menos una docena de sitios repartidos por todo el mundo, y obviamente estarían cifrados en extremo. Las líneas celulares parecían más vulnerables.
—No estaría de más que informara a los operadores de la cámara acorazada de lo que ha pasado aquí.
—Ya lo he hecho; los llamé de camino a aquí. —Le echó un vistazo a las ruinas—. La compañía de seguros pagará la reconstrucción. En seis meses volveremos a ser operativos. Los que hicieron esto han perdido el tiempo. El trabajo no se va a parar.
—¿Y quién habrá querido pararlo? —dije.
La sonrisita de Lansing volvió a dibujarse en su cara y estuve a punto de preguntarle qué le hacía tanta gracia. Pero a veces la gente actúa de forma incoherente ante los desastres, sean grandes o pequeños. No había muerto nadie, no estaba ni mucho menos histérica, pero me extrañaría que un contratiempo de este tipo no la hubiera descolocado un poco.
—Dígamelo usted —dijo—. Ése es su trabajo, ¿no?
Cuando llegué a casa esa noche, Martin estaba en el salón trabajando en su disfraz para el Carnaval. No podía imaginarme cómo quedaría una vez acabado, pero estaba claro que iba a tener plumas. Plumas azules. Hice lo que pude por guardar la compostura, pero por su expresión supe que había percibido un gesto involuntario de disgusto en mi cara. Igualmente nos besamos y no mencionamos el tema.
Pero mientras cenábamos no pudo contenerse.
—Este año es el cuadragésimo aniversario, James. Seguro que va a ser el mejor de todos. Por lo menos podrías venir a ver.
Sus ojos centellearon; le encantaba pincharme. Teníamos la misma discusión desde hacía cinco años y estaba a punto de convertirse en un ritual tan absurdo como el propio desfile.
—¿Qué te hace pensar que quiero ir a ver cómo diez mil
drag queens
recorren Oxford Street y le tiran besos a los turistas? —dije con rotundidad.
—No exageres. Sólo habrá unos mil hombres travestidos, como mucho.
—Sí, el resto llevará suspensorios de lentejuelas.
—Si te tomaras la molestia de venir a verlo, descubrirías que la imaginación de la mayoría de la gente ha evolucionado mucho.
Negué con la cabeza, perplejo.
—Si la imaginación de la gente hubiese evolucionado, no habría ningún Carnaval de Gays y Lesbianas. Es un circo para los que quieren vivir en un gheto cultural. Hace cuarenta años puede que fuera... provocativo. Puede que entonces sirviera para algo. Pero, ¿ahora? ¿Qué sentido tiene? Ya no hay que cambiar ninguna ley, ya no hay que pedirle nada a los políticos. Este tipo de cosas lo único que hacen es reciclar los mismos estereotipos estúpidos año tras año.
—Es una reafirmación pública del derecho a la diversidad sexual —dijo Martin con tranquilidad—. El hecho de que ya no sea una marcha de protesta y sólo sea una celebración no significa que no importe. Y quejarse de los estereotipos es como... quejarse de los personajes de una alegoría medieval. Los disfraces son un código, taquigrafía. El sucio populacho heterosexual no es tan tonto como te crees. No ven el desfile y llegan a la conclusión de que el homosexual medio se pasa todo el día enfundado en un tutú de lamé dorado. La gente no es tan literal. Todos han aprendido semiótica en la guardería, saben cómo descodificar el mensaje.
—De eso no me cabe duda. Pero sigue siendo el mensaje equivocado: convierte en exótico lo que debería ser mundano. Vale, la gente tiene derecho a vestirse como le dé la gana y pasearse por Oxford Street... pero para mí no significa absolutamente nada.
—No te estoy pidiendo que participes en el desfile...
—Muy hábil por tu parte.
—... pero si cien mil heteros pueden ir a mostrar su apoyo a la comunidad gay, ¿por qué no puedes ir tú?
—Porque cada vez que oigo la palabra «comunidad» —dije cansado—, sé que me están manipulando. Si existe algo que se llama «la comunidad gay», estoy seguro de que no pertenezco a ella. Resulta que no quiero pasarme la vida viendo canales de televisión para gays y lesbianas, informándome con noticias para gays y lesbianas... o yendo a desfiles de gays y lesbianas. Es como si todo fuera... una marca. Es como si hubiera una multinacional que tiene los derechos de franquicia de la homosexualidad. Y si no vendes el producto a su manera, eres una especie de marica de segunda, un marica inferior, pirata, no autorizado.
Martin se partió de risa. Cuando por fin pudo controlarse, dijo:
—Sigue. Estoy esperando a que llegues a la parte en que dices que no estás más orgulloso de ser gay que de tener los ojos marrones, o el pelo negro, o una marca de nacimiento en la rodilla izquierda.
—Eso es verdad —protesté—. ¿Por qué debería estar «orgulloso» de algo con lo que he nacido? Ni estoy orgulloso ni me avergüenzo. Simplemente lo acepto. Y no tengo que ir a ningún desfile para demostrarlo.
—¿Entonces preferirías que siguiéramos siendo invisibles?
—¡Invisibles! Tú mismo me dijiste que el año pasado que el porcentaje de representación en el cine y la televisión se acercaba a los datos demográficos reales. Si apenas nos llama la atención que un político abiertamente gay o una lesbiana ganen unas elecciones, es porque ha dejado de ser un problema. Para la mayoría de la gente, ahora mismo, tiene tanta importancia como... ser zurdo o ser diestro.
A Martin esta observación le pareció surrealista.
—¿Estás intentando decirme que ya no es un problema, que está todo bien? ¿Que ahora los habitantes de este planeta son completamente imparciales en lo que respecta a las preferencias sexuales? Tu fe me conmueve, pero...
Hizo un gesto de incredulidad.
—Ante la ley somos igual que cualquier pareja heterosexual, ¿verdad? —dije—. ¿Y cuándo fue la última vez que le dijiste a alguien que eras gay y se inmutó lo más mínimo? Y sí, lo sé, en algunos países todavía es ilegal, tan ilegal como unirse al partido político o a la religión equivocados. Ningún desfile en Oxford Street va cambiar eso.
—En esta misma ciudad se nos sigue pegando. Se nos sigue discriminando.
—Sí, claro. También matan a tiros a la gente por poner en el estéreo del coche la música equivocada en medio de un atasco, y hay gente que no puede optar a un puesto de trabajo porque vive en el barrio equivocado. No estoy hablando de la perfección de la naturaleza humana. Sólo te pido que reconozcas una pequeña victoria: aparte de unos cuantos psicóticos y algunos fanáticos fundamentalistas, a la mayoría de la gente no le importa.
—Ojalá fuera cierto —dijo Martin con pesar.
La discusión se prolongó durante más de una hora y terminó en tablas, como de costumbre. Por supuesto, ninguno esperaba en serio cambiar la opinión del otro.
Sin embargo, más tarde me sorprendí preguntándome si realmente me creía mi propia retórica optimista. «¿Tanta importancia como ser zurdo o ser diestro?» Sin duda ésa era la frase que en el mundo occidental adoptaban casi todos los políticos, casi todos los académicos, los ensayistas, los presentadores de programas de entrevistas, los guionistas de culebrones y los líderes de las principales religiones. Pero esa misma gente, durante décadas, había suscrito principios de igualdad racial igualmente loables y la realidad seguía dejando bastante que desear. En mi caso apenas sufrí discriminación. Para cuando llegué al instituto la tolerancia estaba de moda y desde entonces he sido testigo de una serie de mejoras constantes... ¿Pero cómo podía llegar a saber cuántos prejuicios ocultos quedaban? ¿Interrogando a mis amigos heterosexuales? ¿Leyendo las últimas encuestas de los sociólogos? La gente siempre dice lo que piensa que quieres oír.
Con todo, no parecía tener mayor importancia. Por mi parte podía pasarme sin la aprobación profunda y sincera de todos y cada uno de los miembros de la humanidad. Martin y yo teníamos la suerte de haber nacido en una época y en un lugar en el que, a casi todos los efectos, nos trataban como a iguales.
¿Qué más se podía esperar?
Esa noche en la cama hicimos el amor muy despacio; al principio sólo nos besamos y nos acariciamos durante lo que parecieron horas. Ninguno de los dos habló, y en el portentoso ardor de la pasión perdí toda noción de pertenecer a cualquier otro momento, a cualquier otra realidad. No había nada que se interpusiera entre nosotros; el resto del mundo, el resto de mi vida, se desvaneció dando vueltas en la oscuridad.
La investigación avanzaba despacio. Entrevisté a todos los miembros de la plantilla actual de LEI y luego me puse con la larga lista de antiguos empleados. Seguía pensando que el sabotaje comercial era la explicación más plausible para un trabajo tan profesional, pero volar por los aires a la competencia es una medida un tanto desesperada. Por lo general primero se prueba con algo más civilizado, como por ejemplo el espionaje. Tenía la esperanza de que tiempo atrás alguien se hubiese puesto en contacto con algún antiguo empleado de LEI para ofrecerle dinero a cambio de información privilegiada. Si era capaz de encontrar a un solo empleado que hubiese rechazado un soborno, su contacto con el supuesto rival podría aportarme una información muy útil.
Aunque las instalaciones de Lane Cove se construyeron hacía sólo tres años, LEI había operado en Sydney durante doce años desde la división de investigación en North Ryde, no muy lejos de la nueva ubicación. Muchos de los antiguos empleados de esa época se habían mudado a otro estado o al extranjero. Algunos habían sido transferidos a las secciones de LEI en otros países. Sin embargo, casi ninguno había cambiado su número de teléfono personal, por lo que fue bastante fácil dar con ellos.
La excepción fue una bioquímica llamada Catherine Mendelsohn. El número que aparecía junto a su nombre en los archivos de personal de LEI había sido cancelado. En la guía telefónica nacional había diecisiete personas con el mismo apellido y las mismas iniciales. Ninguna admitió ser Catherine Alison Mendelsohn y ninguna se parecía en nada a la foto de empresa que tenía.
La dirección de Mendelsohn que aparecía en el censo electoral, un piso en Newton, coincidía con la de los archivos de LEI, pero en la guía telefónica (y en el censo electoral) la misma dirección correspondía a Stanley Goh, un joven que me dijo que no conocía a Mendelsohn. Vivía de alquiler en el piso desde hacía dieciocho meses.
Las bases de datos de historial crediticio daban la misma dirección anticuada. Sin una orden judicial no podía acceder ni a los datos fiscales ni a los datos bancarios, ni tampoco al registro de servicios públicos. Escudriñé las necrológicas con el buscador, pero no encontré nada.
Mendelsohn había trabajado para LEI hasta más o menos un año antes de que se mudaran a Lane Cove. Formaba parte de un equipo que trabajaba en un sistema que adaptaba los genes para aliviar los efectos secundarios de la menstruación, y aunque la sección de Sydney siempre se había especializado en la investigación ginecológica, por alguna razón el proyecto estaba a punto de trasladarse a Texas. Le eché un vistazo a las publicaciones del sector. Al parecer, en ese momento LEI había reestructurado todas sus operaciones, aglutinando proyectos repartidos por todo el mundo en nuevas configuraciones multidisciplinares, siguiendo las últimas teorías que estaban de moda sobre la dinámica de la investigación. Mendelsohn no aceptó el traslado y la despidieron.
Investigué un poco más. Según los registros de personal, dos días antes de su despido los guardias de seguridad habían interrogado a Mendelsohn después de encontrársela en el local de North Ryde a altas horas de la noche. En un campo como la biotecnología no faltan los adictos al trabajo, pero empezar la jornada a las dos de la mañana demuestra una dedicación especial, sobre todo cuando la empresa acaba de intentar despacharte a Armadillo, Texas. Habiendo rechazado el traslado, Mendelsohn debía de estar al corriente de lo que le esperaba.
Sin embargo el incidente no tuvo consecuencias. Aunque Mendelsohn hubiera estado tramando algún acto de sabotaje menor, no se podía establecer una conexión directa con un atentado perpetrado cuatro años más tarde. Podía haber estado lo bastante furiosa como para filtrar información confidencial a alguno de los rivales de LEI, pero los que habían puesto las bombas en el laboratorio de Lane Cove habrían estado más interesados en alguien que trabajara directamente en el proyecto de la barrera: un proyecto que había nacido un año después de que echaran a Mendelsohn.
Seguí adelante con la lista. Entrevistar a los antiguos empleados era frustrante. Casi todos seguían trabajando en el sector biotecnológico y habrían sido un grupo ideal para contestar a la pregunta de «quién saldría más beneficiado» de la fatalidad de LEI, pero el acuerdo de confidencialidad que había firmado suponía que no podía revelar nada acerca de la investigación en cuestión; ni siquiera a la gente que trabajaba en otros departamentos de LEI.
Lo único de lo que sí podía hablar resultó ser un chasco: si había habido sobornos, nadie abría la boca al respecto, y ningún juez iba a firmarme una orden que me permitiera arramblar con los registros fiscales de ciento diecisiete personas a ver si pescaba algo.
El examen forense de las ruinas y de la caja de fibra óptica dio como resultado el típico catálogo de minucias que pasado un tiempo podrían resultar inestimables, pero nada de eso iba a hacer que apareciera un sospechoso como por arte de magia.
Cuatro días después del atentado, justo cuando empezaba a desesperarme por darle un nuevo enfoque al caso, recibí una llamada de Janet Lansing.
Habían destruido las muestras de seguridad del proyecto. Todas las líneas celulares genéticamente modificadas.
Resultó que la cámara acorazada de Milson's Point se encontraba justo debajo de una sección del puente del puerto de Sydney; estaba construida en los cimientos de la orilla norte. Lansing no había llegado todavía, pero el jefe de seguridad de la empresa de almacenaje, un hombre mayor llamado David Asher, me enseñó las instalaciones. En el interior apenas se oía el tráfico, pero la vibración que llegaba a través del suelo se notaba como un terremoto leve y constante. El sitio era cavernoso, seco y frío. Había al menos cien congeladores criogénicos dispuestos en filas; entre ellos serpenteaban unos tubos fuertemente revestidos que servían para abastecerlos de nitrógeno líquido.