Luminoso (37 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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—¿No me crees?

—Lo dices tan tranquilo. ¿Dieciocho años? ¿Cómo puedes decir: «Perdí dieciocho años»?

—¿Cómo quieres que lo diga? No estoy intentando que sientas lástima. Sólo quiero que lo entiendas.

Cuando llegué al día en que la conocí se me encogió el estómago de miedo, pero seguí hablando. Después de unos segundos vi lágrimas en sus ojos y me sentí como si me hubieran apuñalado.

—Lo siento. No pretendía hacerte daño. —No sabía si intentar abrazarla o marcharme justo en ese momento. Mantuve la mirada fija en ella, pero la habitación daba vueltas.

Esbozó una sonrisa.

—¿Qué es lo que lamentas tanto? Tú me elegiste. Yo te elegí. Podría haber sido distinto para nosotros. Pero no lo fue. —Metió la mano debajo de la sábana y me cogió la mano—. No lo fue.

Julia tenía los sábados libres, pero yo empezaba a trabajar a las ocho. Medio dormida me dio un beso de despedida cuando me fui a las seis; hice todo el camino a casa andando, ligero.

Seguro que sonreí como un tonto a todos los que entraron en la tienda, pero apenas los veía. Me imaginaba el futuro. No había hablado con ninguno de mis padres en nueve años, ni siquiera sabían lo del tratamiento de Durrani. Pero ahora parecía posible arreglarlo todo. Ahora podía ir y decirles: «Éste es vuestro hijo, de vuelta de entre los muertos. Me salvasteis la vida, hace muchos años».

Tenía un mensaje de Julia en el teléfono cuando llegué a casa. Me resistí a mirarlo hasta que me puse a cocinar algo en el horno; había algo perversamente placentero en el hecho de obligarme a esperar, anticipando con la imaginación su cara y su voz.

Le di a PLAY. Su cara no era en absoluto como me la había imaginado.

Las cosas se me seguían escapando y no dejaba de parar y rebobinar. Frases aisladas se me quedaban en la mente. «Demasiado raro. Demasiado enfermizo. No es culpa de nadie». En realidad no había asimilado mi explicación la noche anterior. Pero luego había tenido tiempo para pensárselo, y no estaba preparada para llevar una relación con cuatro mil hombres muertos.

Me senté en el suelo, intentando decidir qué sentir: la ola de dolor que rompía sobre mí, o algo mejor, por elección. Sabía que podía subir los controles de la prótesis y sentirme feliz: feliz porque volvía a estar «libre», feliz porque estaba mejor sin ella... feliz porque Julia estaba mejor sin mí. O simplemente feliz porque la felicidad no significaba nada y todo lo que tenía que hacer para conseguirla era inundarme el cerebro con leu-encefalina.

Me quedé ahí sentado, limpiándome las lágrimas y los mocos de la cara mientras las verduras se quemaban. El olor me hizo pensar en la cauterización, sellando una herida.

Dejé que las cosas siguieran su curso, no toqué los controles, pero el mero hecho de saber que podía hacerlo lo cambiaba todo. Y entonces me di cuenta de que incluso si fuera a Luke de Vries y le dijera: «Estoy curado, quítame el software, ya no quiero el poder de elegir»... nunca podría olvidar de dónde venía todo lo que sentía.

Mi padre se pasó por el piso el otro día. No hablamos mucho, pero todavía no se había vuelto a casar y bromeó con que saliéramos de copas juntos.

Al menos espero que fuera una broma.

Mirándolo, pensé: «Está dentro de mi cabeza, y mi madre también, y diez millones de ancestros, humanos, protohumanos, distantes más allá de lo imaginable». ¿Qué más daban cuatro mil más? Todo el mundo tenía que labrarse una vida partiendo del mismo legado: medio universal, medio particular; medio aguzado por una selección natural infatigable, medio mitigado por la libertad del azar. Yo sólo tenía que estar un poco más pendiente de los detalles.

Y podía seguir haciéndolo, avanzando por la enrevesada frontera entre la felicidad más absurda y la desesperanza más estúpida. Tal vez tuviera suerte; tal vez la mejor forma de aferrarse a esa estrecha franja era ver con claridad lo que había a cada lado.

Cuando mi padre se iba, miró desde el balcón el barrio atestado de gente, recorriéndolo con la mirada hasta el rio Parramatta, donde un sumidero para tormentas vertía en el agua un hilo visible de aceite, basura y residuos de jardinería.

—¿Estas contento con la zona? —me preguntó con recelo.

—Me gusta esto —le dije.

Nuestra Señora de Chernóbil

No sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra
, porque no es posible que exista tanto esplendor y tanta belleza sobre la faz de la tierra.

El enviado del príncipe Vladimir de Kiev, describiendo la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla, 987

Es el establo más viejo y herrumbroso
de todo el paganismo.

S.L. Clemens, ídem, 1867

Luciano Masini tenía la presencia atormentada y la tez hinchada de un insomne.

Lo tomé por el tipo de hombre que había empezado a preguntarse, cada noche a eso de las dos de la madrugada si su mujer de veinte años había encontrado realmente al amante de sus sueños en un industrial tres veces más viejo que ella... por muy ingenioso, por muy erudito y por muy rico que fuera. No había seguido su carrera de cerca, pero sabía que su decisión más conocida había sido comprar la sección de cables superconductores de Pirelli cuando la empresa matriz fue dividida en 2009. Vestía de forma impecable un traje de seda gris, cuyo corte estaba lo bastante pasado de moda como para tener estilo. Daba la impresión de que en otro tiempo había sido extraordinariamente guapo. Un candidato perfecto, pensé: vanidoso, se engañaba a sí mismo y tenía remordimientos tardíos. Me equivoqué.

—Quiero que encuentre un paquete —me dijo.

—¿Un paquete? —Hice lo que pude para parecer fascinado. Si el adulterio era embrutecedor, los objetos perdidos eran todavía peor—. ¿De dónde procedía?

—De Zurich.

—¿Con destino a Milán?

—¡Claro!

Masini casi se estremeció, como si la idea de que pudiera haber enviado su valiosa carga a otro sitio, intencionadamente, le provocara dolor físico.

—En realidad nunca se pierde nada —dije con tacto—. Usted mismo podría comprobar que una carta mordaz de sus abogados destinada al mensajero bastaría para obrar milagros.

—No creo. —Masini sonrió sin humor—. El mensajero está muerto.

La luz de la tarde llenaba la habitación. La ventana daba al este, apartada del sol, pero el mismo cielo resplandecía. Por un instante sentí una extraña claridad. Tuve la irresistible impresión de haberme librado de un sopor persistente, como si hubiera empezado la conversación medio dormido y sólo ahora me despertara del todo. A mi espalda, en la pared, había un antiguo reloj planetario de cobre. Masini dejó que sonara dos veces, cada tictac insinuaba el suave y complejo acoplamiento de un millar de diminutos engranajes. Luego dijo:

—Lo encontraron en una habitación de hotel en Viena, hace tres días. Le habían pegado un tiro en la cabeza a bocajarro. Y no, no estaba previsto que se desviara tanto de la ruta.

—¿Qué había en el paquete?

—Un icono pequeño.

Con las manos indicó una altura de unos treinta centímetros.

—Una representación de la Virgen con el Niño del siglo XVIII. Originaria de Ucrania.

—¿Ucrania? ¿Sabe cómo llegó hasta Zurich?

Había oído que el gobierno ucraniano acababa de lanzar una nueva campaña para persuadir a ciertos países de que se tomaran en serio la devolución de obras de arte robadas. Durante los años de confusión y corrupción que fueron los ochenta y los noventa, los contrabandistas habían sacado obras de arte del país a espuertas.

—Formaba parte de la herencia de un conocido coleccionista, un hombre con una reputación impecable. Mi propio marchante revisó todo el papeleo, los contratos de compraventa, los permisos de exportación, antes de dar su visto bueno.

—Los papeles se pueden falsificar.

Masini hizo esfuerzos visibles por controlar su impaciencia.

—Todo se puede falsificar. ¿Qué quiere que le diga? No tengo motivos para sospechar que fuera un objeto robado. No soy un criminal, signor Fabrizio.

—No estoy sugiriendo que lo sea. Entonces... ¿el dinero y la mercancía cambiaron de manos en Zurich? ¿El icono era suyo cuando lo robaron?

—Sí.

—¿Puedo preguntarle cuánto pagó por él?

—Cinco millones de francos suizos.

Lo dejé pasar sin hacer ningún comentario, aunque por un momento pensé que no lo había oído bien. No era un experto, pero sabía que los iconos ortodoxos solían pintarlos artistas anónimos y en ningún caso se pretendía que fueran piezas únicas; lo eran tanto como un ejemplar de la Biblia. Había excepciones, por supuesto —unos cuantos ejemplos representativos y muy preciados de cada tipo de icono—, pero eran muy anteriores al siglo XVIII. Por muy delicada que fuera la artesanía, por muy bien conservado que estuviera, cinco millones parecía un precio excesivo.

—¿Supongo que lo tenía asegurado? —le pregunté.

—¡Por supuesto! Y puede que hasta me devuelvan el dinero en uno o dos años. Pero preferiría tener el icono. Para eso lo compré.

—Sus aseguradores estarán de acuerdo con usted. Harán todo lo que puedan para encontrarlo.

Si ya había otro investigador en el caso, no quería malgastar mi tiempo. Mucho menos si tenía que competir con una aseguradora suiza en su propio terreno.

Masini me clavó unos ojos inyectados en sangre.

—¡Todo lo que puedan no es suficiente! Sí, querrán ahorrarse el dinero y se tomarán esta pérdida probable muy en serio; los contables son así. Y no me cabe duda de que la policía austríaca intentará encontrar al asesino por todos los medios. Pero ni unos ni otros tienen la menor prisa. Ni tendrán mayor inconveniente si no se resuelve nada en meses. O en años.

Me había equivocado con las visiones nocturnas de adulterio de Masini. Pero había acertado en una cosa: le movía una pasión, una obsesión, que era tan profunda como los celos, el orgullo o el sexo. Se inclinó hacia delante sobre el escritorio, conteniéndose para no agarrarme de la pechera, pero dando órdenes y suplicando con la misma arrogancia y patetismo como si lo hubiera hecho.

—¡Dos semanas! Le doy dos semanas. ¡Fije los honorarios que quiera! ¡Entrégueme el icono en quince días... y le daré lo que me pida, cualquier cosa!

No me tomé del todo en serio la extravagante oferta de Masini, pero acepté el caso. Quedar a comer en restaurantes reservados a entendidos en bellas artes con los confidentes que operan en los márgenes del mercado negro no me pareció una mala manera de pasar las dos semanas siguientes.

El punto de partida obvio era el mensajero. Se llamaba Gianna de Angelis: veintisiete años, cinco en el negocio, con una reputación intachable. Según las autoridades, nunca se había presentado queja alguna contra ella, ni por parte de los clientes, ni por la de los empleadores. Trabajaba para una pequeña firma de Milán con un expediente igualmente impecable. Era su primera pérdida en veinte años, tanto de mercancía como de personal.

Hablé con dos de sus colegas. Se ciñeron a los hechos y no se prestaron a hacer conjeturas. La transacción tuvo lugar en la cámara acorazada de un banco de Zurich. Después, De Angelis cogió un taxi directo al aeropuerto. Menos de cinco minutos antes de embarcar en el vuelo de vuelta a casa telefoneó a la oficina central para decirles que todo iba bien. El vuelo salió puntual, pero ella no estaba a bordo. Compró un billete de Tyrolean Airlines —con su propia tarjeta de crédito— y voló directamente a Viena con el maletín que contenía el icono como equipaje de mano. Seis horas más tarde estaba muerta.

Localicé a su novio, un técnico de sonido de televisión. Me recibió en el apartamento que habían compartido. Los ojos enrojecidos, sin afeitar y con resaca. Debía de seguir conmocionado o dudo que me hubiese dejado entrar. Le ofrecí mis condolencias y le ayudé a terminar una botella de vino. Luego le pregunté amablemente si Gianna había recibido llamadas inusuales, si había hecho planes para gastar sumas de dinero extravagantes, o si se había mostrado inusitadamente nerviosa o excitada en las últimas semanas. Tuve que cortar en seco la entrevista cuando intentó abrirme la cabeza con la botella vacía.

Volví a la oficina y me puse a rastrear en las bases de datos, desde los registros públicos oficiales hasta las listas de correo y los desechos electrónicos burdamente recopilados que suministraban diversos ciberchulos. Uno de los sistemas, que operaba desde Tokio, podía buscar en los periódicos digitales de todo el mundo y también podía examinar fotogramas clave en los informativos hasta dar con un rostro concreto, se mencionara o no el nombre del sujeto de la búsqueda en la leyenda o en los comentarios. Encontré a una medio gemela agarrada del brazo de un gángster a la salida de un juzgado de Buenos Aires en 2007, y a otra llorando en las ruinas de un pueblo de Filipinas: toda su familia había muerto en un tifón en 2010. Pero de ella no había ninguna imagen. Una búsqueda de texto en los medios de comunicación locales obtuvo exactamente dos entradas. Sólo había logrado salir en los periódicos al nacer y al morir.

Hasta donde pude descubrir, su situación financiera era sólida. No había trapos sucios sobre ella ni el mínimo indicio de que estuviera relacionada con el crimen organizado. El icono no era ni mucho menos el artículo más valioso que había pasado por sus manos... y yo seguía pensando que Masini había pagado un precio excesivo por él. Las obras de arte, sean o no anónimas, no son precisamente uno de los activos más líquidos. ¿Por qué entonces se había dejado comprar? ¿Por qué en este caso concreto, cuando debía de haber tenido cientos de oportunidades mucho más tentadoras?

Tal vez no fue a Viena con la intención de vender el icono. Puede que la coaccionaran para ir hasta allí. No me podía imaginar que la hubiesen «raptado» en medio del aeropuerto y la hubieran llevado hasta el mostrador de venta de billetes, que la hubiesen hecho pasar por los escáneres de seguridad en contra de su voluntad y por último la hubieran metido en el avión a la fuerza. Iba armada, estaba entrenada y llevaba encima todos los aparatos electrónicos imaginables para pedir ayuda en cualquier momento. Pero aunque no le hubiesen estado apuntando todo el tiempo al corazón con una pistola invisible a los rayos X, tal vez la obligaron mediante una amenaza más sutil.

El primer día de los catorce que tenía asignados se acababa. Con el crepúsculo de fondo daba vueltas de un lado a otro de la oficina. La investigación no había hecho más que empezar y ya me sentía irritado y pesimista. La imagen de De Angelis sonreía fríamente desde la pantalla de la terminal. El vino de su desconsolado amante sabía amargo en mi garganta. Esta mujer estaba muerta, ése era el crimen, y a mí me pagaban para encontrar un desvaído trozo de madera kitsch. Si encontraba a los asesinos iba a ser algo secundario. Y lo cierto era que esperaba no encontrarlos.

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