Luminoso (22 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Luminoso
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Desde el coche llamé a una empresa de vigilancia y les pedí que observaran a Mendelsohn las veinticuatro horas.

A medio camino de vuelta a casa me paré en una bocacalle y me quedé sentado detrás del volante durante diez minutos. No podía pensar, no podía moverme.

Esa noche, en la cama, le pregunté a Martin:

—Tú eres zurdo. ¿Cómo te sentirías si ya no nacieran más zurdos en el mundo?

—No me importaría lo más mínimo. ¿Por qué?

—¿No te parecería una especie de... genocidio?

—No lo creo. ¿A qué viene todo esto?

—No es nada. Olvídalo.

—Estás temblando.

—Tengo frío.

—No te noto frío.

Mientras hacíamos el amor —con ternura al principio y luego con fogosidad—, pensé: «Éste es nuestro idioma, éste es nuestro dialecto. Ha habido guerras por cosas menos importantes, y si este idioma acaba desapareciendo, con él desaparecerá un pueblo de la faz de la Tierra».

Sabía que tenía que dejar el caso. Si Mendelsohn era culpable, alguien más podría demostrarlo. Si seguía trabajando para LEI acabaría afectándome.

Sin embargo, más tarde, mis propias reflexiones me parecieron chorradas sentimentales. No pertenecía a ninguna tribu. Cada ser humano tenía su propia sexualidad y cuando él o ella morían, su sexualidad moría con ellos. El que nadie volviera a nacer gay no significaba nada para mí.

Y si dejaba el caso porque era gay estaría echando por tierra todas mis convicciones sobre mi idea de la igualdad, sobre mi propia identidad... por no hablar de que le brindaría a LEI la oportunidad de decir: «Sí, claro que contratamos a un detective sin tener en cuenta la preferencia sexual, pero al parecer fue un error».

Con la mirada clavada en la oscuridad, dije en voz alta: —Cada vez que oigo la palabra «comunidad», echo mano de mi revólver.

No hubo respuesta; Martin se había quedado dormido enseguida. Quería despertarlo, quería hablarlo todo con él, aquí y ahora, pero había firmado un contrato: no podía contarle nada.

Así que me quedé mirando cómo dormía e intenté convencerme de que cuando la verdad saliera a la luz sería comprensivo.

Llamé a Janet Lansing, la puse al corriente de lo de Mendelsohn y le dije con frialdad:

—¿Por qué era tan evasiva? ¿«Fanáticos»? ¿«Poderosos intereses creados»? ¿Le resulta difícil pronunciar algunas palabras?

Estaba claro que se había preparado para este momento.

—No quería plantar mis propias ideas en su cabeza. Más adelante alguien lo podría haber malinterpretado.

—¿Quién? Si puede saberse.

Era una pregunta retórica: los medios, por supuesto. Al guardar silencio sobre el asunto había minimizado el riesgo de que la señalaran como la que había lanzado una caza de brujas. Decirme que saliera a buscar «terroristas homosexuales» habría puesto a LEI en una posición poco favorable, en cambio, si era yo el que descubría a Mendelsohn por mi cuenta, por otros motivos, sin ser consciente, se percibiría como una prueba de que la investigación se había realizado sin prejuicios.

—Usted tenía sus sospechas y debería habérmelas contado —dije—. Como mínimo debería haberme contado para qué servía la barrera.

—La barrera —dijo ella— es una protección contra virus y toxinas. Pero cualquier cosa que se le hace al cuerpo tiene efectos secundarios. No es mi cometido juzgar si esos efectos secundarios son o no aceptables. Las autoridades reguladoras insistirán en que publiquemos las consecuencias de utilizar el producto, todas. Después serán los consumidores los que decidan.

Un plan perfecto: el gobierno les apretaría las tuercas, les «obligaría» a hacer público el mayor atractivo comercial del producto.

—¿Y qué le dicen sus estudios de mercado?

—Eso es estrictamente confidencial.

Estuve a punto de preguntarle: «¿Cuándo exactamente supo que era gay? ¿Antes o después de contratarme?». En la mañana del atentado, mientras yo recopilaba un dossier sobre Janet Lansing, ¿había estado ella recopilando dossiers de toda la gente que podía optar a la investigación? ¿Y no había podido resistirse ante una baza mediática tan tentadora, ante el sello de imparcialidad definitivo que yo representaba?

No se lo pregunté. Seguía queriendo creer que no importaba: ella me había contratado y yo resolvería el caso como cualquier otro, y todo lo demás daba lo mismo.

Fui al búnker donde habían almacenado el cobalto, en el límite de los terrenos del hospital Centenario de la Federación. La trampilla era sólida, pero la cerradura era una broma y no había ningún sistema de alarma; cualquier adolescente espabilado podía haber entrado. Cajas llenas de todo tipo de desechos radiactivos (de baja intensidad y corta duración) se apilaban hasta el techo, tapando casi toda la luz que provenía de una única bombilla. No me extrañaba que no hubieran detectado el robo antes. Había incluso telarañas, aunque no llegué a ver arácnidos mutantes.

Después de cinco minutos fisgoneando, escuchando cómo subía el nivel de exposición de la placa dosímetro que me habían prestado, me alegré de salir de allí, por mucho que una radiografía torácica me hubiese afectado diez veces más. ¿Acaso Mendelsohn no se había dado cuenta de eso: de lo irracional que es la gente cuando se trata de radiación, de cuánto daño le haría a su causa cuando se descubriera lo del cobalto? ¿O acaso el hecho de saber (con conocimiento de causa) que el riesgo era mínimo había distorsionado su percepción de la realidad?

Los equipos de vigilancia me mandaban informes diarios. El servicio era caro, pero lo pagaba LEI. Mendelsohn se reunía con sus amigos abiertamente, les contaba todo sobre la noche en que la interrogué y les avisaba en un tono indignado de que lo más probable era que les estuvieran vigilando. Hablaban de la barrera fetal, de las opciones de oponerse ella de forma legítima, de los problemas que el atentado les había causado. No podría haber dicho si se trataba de una puesta en escena que representaban para mí, o si Mendelsohn se estaba poniendo en contacto de forma deliberada sólo con aquellos amigos que realmente pensaban que ella no había tenido nada que ver con el atentado.

Me pasé la mayor parte del tiempo comprobando los antecedentes de la gente que se reunió con ella. No pude encontrar pruebas que los relacionaran con actos de violencia o sabotaje y tampoco nada que demostrara que tuvieran experiencia con explosivos potentes. Pero tampoco es que estuviera esperando que me condujeran directamente al terrorista.

Sólo tenía pruebas circunstanciales. Lo único que podía hacer era juntar un detalle tras otro y confiar en que la montaña de datos que estaba acumulando alcanzara por fin una masa crítica, o que Mendelsohn no aguantara la presión y tuviera un descuido.

Pasaron las semanas y Mendelsohn siguió descaradamente con sus actividades. Incluso hizo imprimir unos panfletos —a tiempo para distribuirlos en el Carnaval— que condenaban el atentado con tanta vehemencia como condenaban a LEI por su secretismo.

Por las noches empezó a hacer más calor. Mi estado de ánimo empeoró. No sé qué pensaba Martin que me estaba pasando, pero yo no tenía ni idea de cómo íbamos a superar las inminentes revelaciones. La prensa manipuladora conectaría a los TERRORISTAS ATÓMICOS con los GAYS ENVENENA-BEBÉS y el escándalo que se iba a armar traería cola. No podía ni imaginarme cómo lo íbamos a afrontar. Mendelsohn estaría en el centro de la noticia, ya fuera por su arresto o por la conferencia de prensa que pretendía dar avisando del peligro que suponía LEI y proclamando su propia inocencia. En cualquier caso la investigación se convertiría en un circo. Intenté no pensar en eso. Ya era demasiado tarde para cambiar nada, para dejar el caso, para contarle la verdad a Martin. Así que seguí trabajando y procuré mantener mi estrechez de miras.

Elaine registró el búnker de desechos radiactivos en busca de pruebas, pero después de varias semanas de análisis no hubo resultados. Interrogué a los guardias de Biofile. En teoría, si alguien había entrado en la cámara para colocar el cobalto, ellos tendrían que haberlo visto en los monitores. Pero nadie se acordaba de ningún cliente que se hubiera dirigido como si nada hacia un pasillo que no le correspondía cargando con un objeto demasiado grande y de forma rara.

Finalmente conseguí las órdenes que necesitaba para examinar el historial electrónico de Mendelsohn desde que nació. La habían arrestado sólo una vez, hacía veinte años, por darle una patada en la espinilla a un policía (aún sin privatizar) en una manifestación que probablemente el mismo policía habría aplaudido en privado. Los cargos se retiraron. Desde hacía dieciocho meses estaba en vigor una orden de alejamiento que prohibía a una antigua amante acercarse a menos de un kilómetro de su casa. (La mujer en cuestión era músico y tocaba en un grupo que se llamaba Navaja Tetánica. Tenía dos condenas por agresión.) No había pruebas de ingresos no declarados o de gastos fuera de lo común. No había mantenido contacto telefónico con traficantes de armas o explosivos (presuntos o conocidos), ni con sus presuntos o conocidos socios. Pero si lo tenía bien organizado, lo habría hecho todo desde teléfonos públicos y en efectivo.

Mientras la estuviera vigilando Mendelsohn no iba a meter la pata. Sin embargo, por muy metódica que fuera, ella sola no podía haber puesto las bombas. Tenía que encontrar a alguien venal o nervioso, alguien que tuviera tantos remordimientos de conciencia como para convertirse en un informante. Hice que se corriera la voz en los canales habituales: estaba dispuesto a pagar y a negociar.

Seis semanas después del atentado recibí un correo electrónico anónimo: «Vaya al Carnaval. Sin escuchas, sin armas. Yo le encontraré. 29.17.5.31.23.11».

Estuve dándole vueltas a los números más de una hora, intentando adivinar qué eran, hasta que finalmente se los enseñé a Elaine.

—Ten cuidado, James —me dijo.

—¿Por?

—Son las proporciones de los seis elementos traza que encontramos en los residuos de la explosión.

Martin pasó el día del Carnaval con unos amigos que también estarían en el desfile. Me senté en mi oficina con aire acondicionado y puse la tele en un canal que mostraba los últimos preparativos, intercalando con corresponsales que narraban la historia del acontecimiento. En cuarenta años, el Carnaval de Gays y Lesbianas había pasado de ser una serie de enfrentamientos desagradables con la policía y las autoridades locales a ser un espectáculo que generaba dinero a espuertas y se publicitaba en los folletos turísticos de todo el mundo. Tenía la bendición de todos los escalafones del gobierno, lo encabezaban políticos y figuras del mundo de los negocios, ahora hasta la policía, como la mayoría de los gremios, tenía su propia carroza. Martin no era un travestí (o un fetichista del cuero hormonado, o cualquier otra clase de cliché andante). Disfrazarse con un traje llamativo una noche al año para él era tan falso y tan artificial como lo habría sido para la mayoría de los heterosexuales. Pero creo que entendía por qué lo hacía. Se sentía culpable porque con la ropa que llevaba todos los días, con su propia manera de hablar y comportarse podía «pasar por hetero». Nunca le había ocultado su sexualidad a nadie, pero no era algo aparente para quien no lo conociera. Participar en el Carnaval para él era un gesto solidario hacia los gays que sí eran obvios y visibles todo el año y que por eso mismo tenían que aguantar la intolerancia.

Al atardecer el público empezó a congregarse a lo largo del recorrido del desfile. Los helicópteros de todos los servicios de noticias sobrevolaban el lugar y se enfocaban unos a otros con las cámaras para que los televidentes tuvieran constancia de que se trataba de un acontecimiento con mayúsculas. Los agentes de la policía montada encargados de controlar a la multitud (vestidos con algo muy parecido al antiguo uniforme azul que había desaparecido cuando yo era un crio) dejaban sus caballos junto a los puestos de comida rápida y se dedicaban a fortalecerse para la larga noche que tenían por delante.

No podía entender cómo el terrorista esperaba encontrarme cuando me mezclara con las cien mil personas del desfile, así que después de salir del edificio de Nexus, por si acaso, di tres lentas vueltas a la manzana en el coche.

Para cuando me hube abierto paso hasta una posición desde la que podía ver algo, ya me había perdido el principio del desfile. Lo primero que vi fue una larga fila de cabezudos con las caras de maricas famosos e infames. (Al parecer, después de pasarse unos cuantos años denostada, la palabra «marica» volvía a estar de moda y una vez más se había vuelto a declarar como no peyorativa.) Todo era tan estilo Disney que casi me daban arcadas, y sí, estaba hasta Bernardette, la primera ratoncita lesbiana de dibujos animados del mundo. Sólo reconocí a tres de los humanos representados: Patrick White, a quien se le veía demacrado y oportunamente aturdido, Joe Orton, que lanzaba miradas lascivas con sarcasmo, y J. Edgar Hoover con una mueca de desprecio mefistofélica. Todos llevaban bandas con sus nombres, como si eso fuera a servir de algo. Un joven que estaba a mi lado le preguntó a su novia:

—¿Quién demonios era Walt Whitman?

Ella negó con la cabeza.

—Ni idea. ¿Y Alan Turing?

—A mí que me registren.

En cualquier caso les hicieron fotos a los dos.

Me entraron ganas de gritarles a los que desfilaban: «Y a mí qué si algunos maricas son famosos. Y a mí qué si algunos famosos son maricas. ¡Menuda sorpresa! ¿Pensáis que por eso os pertenecen?».

No abrí la boca, claro. Mientras tanto, a mi alrededor todo el mundo vitoreaba y aplaudía. Me preguntaba lo cerca que estaría el terrorista, cuánto tiempo él o ella iba a dejarme en tensión. Panopticon (la empresa de vigilancia) aún seguía los pasos de Mendelsohn y de todos sus colegas conocidos, y casi todos ellos se encontraban en alguna parte del recorrido del desfile, repartiendo sus panfletos. Sin embargo, no parecía que nadie me hubiese seguido. Lo más seguro era que el terrorista no formara parte del círculo de amistades que habíamos descubierto.

«Sólo una barrera antiviral, antidrogas y anticontaminación; o una forma de garantizar un niño heterosexual. ¿Con cuál de las dos cree que ganarían más dinero?» Rodeado de espectadores entusiasmados, la mitad de ellos parejas de distintos sexos con niños, uno casi podía tomarse a risa los temores de Mendelsohn. ¿Quién de los aquí presentes iba a admitir que compraría una versión de la crisálida que permitiera erradicar lo que tanto les divertía? Pero aplaudir a este circo ambulante no equivalía a querer que tu propia sangre formara parte de él.

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