Después de una hora de desfile decidí alejarme de la zona más concurrida. Si el terrorista no podía llegar a mí a través del gentío, no tenía mucho sentido estar aquí. En formación de crucifijo, detrás de una pancarta que decía TORTILLERAS MOTERAS POR JESÚS, avanzaba una comitiva motorizada de alrededor de un centenar de mujeres embutidas en cuero (las motos eran eléctricas pero las habían trucado para hacer más ruido). Me acordé del pequeño grupo de fundamentalistas con el que me había cruzado antes, de espaldas al desfile, no fuera a ser que se convirtieran en pilares de sal, con velas en las manos y rezando para que lloviera.
Me abrí paso hasta uno de los puestos de comida y compré un perrito caliente frío y un zumo de naranja caliente, intentando no pensar en el olor a bosta de caballo. El sitio parecía un imán para las autoridades de todo tipo. Estaba comiendo cuando el mismísimo J. Edgar Hoover se acercó distraídamente con pinta de Humpty Dumpty malévolo.
Cuando pasó a mi lado dijo:
—Veintinueve. Diecisiete. Cinco.
Me terminé el perrito y lo seguí.
Se paró en una bocacalle desierta, detrás del aparcamiento de un supermercado. Cuando lo alcancé sacó un escáner magnético.
—Sin escuchas. Sin armas —le dije. Me pasó el aparato por encima. Le estaba diciendo la verdad—, ¿Puedes hablar con eso puesto?
—Sí. —La cabeza gigante hizo una extraña reverencia; no pude ver ningún agujero para los ojos, pero estaba claro que podía ver.
—Bien. ¿De dónde sacasteis los explosivos? Sabemos que venían de Singapur, pero, ¿quién era tu proveedor aquí? Hoover soltó una carcajada profunda y apagada.
—No voy a contártelo. No duraría ni una semana.
—¿Entonces qué es lo que quieres contarme?
—Que yo sólo hice el trabajo sucio. Mendelsohn lo organizó todo.
—No jodas. ¿Qué tienes para demostrarlo? ¿Llamadas telefónicas? ¿Transacciones financieras?
Volvió a reírse. Estaba empezando a preguntarme cuánta gente del desfile sabría quién hacía de J. Edgar Hoover; aunque ahora no abriera el pico, tal vez podría localizarlo más tarde.
Fue entonces cuando me giré y vi a otros seis Hoovers idénticos doblando la esquina. Todos llevaban bates de béisbol.
Hice ademán de moverme. Hoover Número Uno sacó una pistola y me apuntó a la cara.
—Ponte de rodillas, despacio, las manos detrás de la cabeza —dijo.
Así lo hice. Él no dejaba de apuntarme con la pistola y yo no perdía de vista el gatillo, pero oí cómo llegaban los otros y me cercaban por detrás en un semicírculo.
—¿No sabes lo que les pasa a los traidores? —dijo Hoover Número Uno—. ¿No sabes lo que te va a pasar?
Negué con la cabeza muy despacio. No se me ocurría nada que decir para calmarlo, así que le dije la verdad.
—¿Cómo puedo ser un traidor? ¿A quién estoy traicionando? ¿A las Tortilleras Moteras por Jesús? ¿A los Bailarines de William S. Burroughs?
A mi espalda alguien me pegó con el bate en los riñones. No tan fuerte como cabría esperar; me tambaleé un poco hacia delante, pero mantuve el equilibrio.
—¿Es que no sabes historia, señor Puerco, señor
Polizei?
—dijo Hoover Número Uno—. Los nazis nos metieron en sus campos de concentración. Los reaganianos intentaron que nos muriésemos todos de SIDA. Y aquí estás tú ahora, señor Puerco, trabajando para los hijos de puta que quieren eliminarnos de la faz de la Tierra. A mí eso me suena a traición.
Me quedé de rodillas, mirando la pistola, sin poder hablar. No me venían a la cabeza las palabras para justificarme. La verdad era demasiado complicada, demasiado gris, demasiado confusa. Me empezaron a castañetear los dientes. Nazis. SIDA. Genocidio. A lo mejor tenía razón. A lo mejor yo merecía morir.
Noté cómo las lágrimas me corrían por las mejillas. Hoover Número Uno se rió.
—Buá, buá, señor Puerco.
Alguien me golpeó con el bate en la espalda. Me caí de bruces, demasiado asustado para poner las manos y frenar la caída. Intenté incorporarme, pero una bota se apoyó en mi nuca.
Hoover Número Uno se inclinó y me puso la pistola en la cabeza.
—¿Vas a cerrar el caso? —me susurró—. ¿Vas a perder las pruebas que implican a Catherine? Sabes que tu novio frecuenta algunos sitios peligrosos; no le van a sobrar los amigos.
Despegué la cara del asfalto lo suficiente para contestar:
—Sí.
—Bien hecho, señor Puerco.
Entonces oí el helicóptero.
Parpadeé para quitarme la gravilla de los ojos y vi el suelo, mucho más brillante de lo que debía; nos estaban enfocando con un reflector. Esperé a que sonara un megáfono. No pasó nada. Esperé a que mis agresores huyeran. Hoover Número Uno me quitó la bota del cuello.
Y entonces todos se abalanzaron sobre mí y se pusieron a pegarme con los bates de béisbol.
Debería haberme hecho un ovillo para protegerme la cabeza, pero pudo más la curiosidad; me di la vuelta y alcancé a ver el helicóptero. Era un equipo de las noticias, por supuesto, y se negaría a hacer nada que no fuera ético, como por ejemplo estropear una buena historia cuando empezaba a ponerse mediáticamente interesante. Hasta ahí todo tenía sentido.
Pero la panda de matones no tenía ningún sentido. ¿Por qué seguían aquí? ¿Sólo por darse el gustazo de pegarme durante unos cuantos segundos más?
Nadie era tan estúpido, ni tan insensible a la mala publicidad.
Tosí, escupí dos dientes y volví a protegerme la cara. Querían que se retransmitiera todo. Querían los titulares, la indignación, el escándalo. ¡TERRORISTAS ATÓMICOS! ¡ENVENENA-BEBÉS! ¡MATONES CRUELES!
Querían demonizar al enemigo que fingían ser. Por fin los Hoovers soltaron los bates y salieron corriendo. Me quedé tirado en el suelo, babeando sangre, demasiado débil para levantar la cabeza y ver lo que los había espantado.
Al cabo de un rato oí unos cascos de caballo. Alguien bajó del animal junto a mí y me tomó el pulso.
—No me duele nada —dije—. Estoy feliz. Estoy loco de contento.
Luego me desmayé.
En su segunda visita Martin vino al hospital acompañado de Catherine Mendelsohn. Me enseñaron una grabación de la conferencia de prensa ofrecida por LEI el día después de Carnaval, dos horas antes de la que tenía programada Mendelsohn.
—A la luz de los recientes acontecimientos —decía Lansing—, no nos queda más remedio que hacerlo público. Por razones comerciales hubiésemos preferido guardar la tecnología en secreto, pero está en juego la vida de personas inocentes. Y cuando la gente se vuelve contra su propia gente...
Se me saltaron los puntos de los labios de la risa. LEI había hecho estallar su propio laboratorio. Habían irradiado sus propias células. Y esperaban que yo encubriera a Mendelsohn, cuando las pruebas me llevaran hasta ella, por simpatía hacia su causa. Después habría bastado un soplo a uno o dos periodistas de investigación para revelar todo el tinglado.
El clima perfecto para el lanzamiento de su producto. Sin embargo, como yo había seguido con la investigación, tuvieron que sacarle partido a la situación: mandaron a los Hoovers, que afirmaban estar relacionados con Mendelsohn, para castigarme por mi diligencia.
—Todo lo que LEI filtró sobre mí —dijo Mendelsohn—, lo del cobalto, mi llave de acceso a la cámara acorazada, ya estaba explicado en los panfletos que hice imprimir, pero parece que a la prensa le da igual. Ahora soy la Terrorista de los Rayos Gamma del Puente del Puerto.
—Nunca presentarán cargos.
—Claro que no. Así nunca seré declarada inocente.
—Cuando salga —dije—, voy a ir a por ellos.
«¿No querían imparcialidad? ¿Una investigación libre de prejuicios? Pues ahora van a tener justo lo que querían a cambio de su dinero. Menos la estrechez de miras.»
—¿Quién te va a contratar para hacer eso? —dijo Martin en tono suave.
Sonreí, aunque me dolía.
—La compañía de seguros de LEI.
Cuando se fueron, me quedé dormido.
Me desperté de golpe de un sueño en el que me ahogaba.
Aunque acabara probando que todo había sido un ejercicio de marketing por parte de LEI... aunque la mitad de sus directivos acabaran en la cárcel, aunque la misma empresa acabara liquidándose... alguien seguiría siendo dueño la tecnología.
Y de una u otra forma, al final, la vendería.
Eso era lo que mi fanática neutralidad no me había dejado ver: que no se puede vender una cura sin una enfermedad. Así que aunque hubiese hecho lo correcto siendo neutral, aunque en el fondo no hubiera ninguna diferencia por la que luchar, ninguna diferencia que traicionar, ninguna diferencia que preservar, la mejor manera de vender la crisálida siempre sería inventarse una. Y aunque no supusiera ninguna tragedia que dentro de un siglo no hubiera más que heterosexualidad, el único camino que podía conducirnos a eso sería uno plagado de mentiras, humillación y desprecio.
¿Compraría la gente algo así, o no?
De repente tuve el presentimiento de que la respuesta era sí.
—No podemos decirle cómo serán sus sueños de transición. Lo único seguro es que no se acordará de ellos.
Caroline Bausch sonríe de un modo tranquilizador. Su oficina, en la planta sesenta y cuatro de la Torre Gleisner, es tan moderna que llega a hacer daño: el escritorio es una elipse de obsidiana colocada sobre tres círculos de acrílico y las paredes están decoradas con lo último en monocromo euclidiano. Sin embargo, ella no es en ningún caso el tipo de robot que encaja con una decoración tan fría y geométrica. No me cabe duda de que el contraste es deliberado y de que su cara se ha diseñado cuidadosamente para que parezca más natural y encantadora de lo que la persona más cínica se atrevería a atribuir a la astucia de sus empleadores.
¿Unos cuantos sueños que voy a olvidar? Suena bastante inocuo. Estoy a punto de olvidarme del tema, pero hay algo que no me cuadra.
—Cuando me hagan el escáner estaré cerca de los cero grados, ¿no?
—Sí. Ligeramente por debajo, de hecho. Lo llenaremos de disacáridos anticongelantes y enfriaremos todos sus fluidos hasta que no sean más que una especie de cristal azucarado. —Al oír estas palabras noto una especie de pinchazos en el cuero cabelludo, pero lo que siento no es miedo, sino curiosidad; la idea de que mi cuerpo sea una especie de escultura de hielo dulce no me asusta lo más mínimo. Una serie de elegantes figurillas de cristal decoran la estantería que está detrás del escritorio de Bausch—. Con eso no sólo detenemos todos los procesos metabólicos, también se agudiza el espectro de la RMN. Para medir con precisión la fuerza de cada sinapsis, tenemos que ser capaces, entre otras cosas, de distinguir las sutiles variaciones de los distintos tipos de receptores de los neurotransmisores. Cuanto menos ruido térmico, mejor.
—Entiendo. Pero si la hipotermia va a hacer que mi cerebro se apague... ¿por qué voy a soñar?
—Su cerebro no va a soñar. Lo que va a soñar es el modelo informático que vamos a crear. Pero como le he dicho, no se acordará de nada. Al final, el software será una copia perfecta de su cerebro orgánico, que estará en un coma profundo. Cuando se despierte del coma recordará exactamente lo que el cerebro orgánico experimentaba antes del escáner. Nada más y nada menos. Y puesto que el cerebro orgánico no experimentará los sueños de transición, el software no se acordará de ellos.
¿El software? Me había esperado una explicación simple y biológica: un efecto secundario de la anestesia o del anticongelante; las neuronas disparando al azar débiles señales conforme el frío se va apoderando de ellas.
—¿Por qué razón se programa el cerebro del robot para que tenga sueños que no va a recordar?
—No lo programamos. Al menos no de forma explícita.
Bausch esboza de nuevo su sonrisa demasiado humana, sin llegar a ocultar una mirada apreciativa, un momento empleado en decidir, tal vez, cuánto necesito que me cuenten. O puede que todo el numerito sólo esté calculado para tranquilizarme. «Mire, aunque sea un robot, puede leerme como un libro abierto.»
—¿Por qué son conscientes los robots Gleisner? —me pregunta.
—Por la misma razón que lo son los humanos.
Había estado esperando esta pregunta desde que empezó la entrevista; Bausch es tanto una asesora psicológica como una vendedora y parte de su trabajo consiste en asegurarse de que estoy a gusto con el nuevo modo de existencia que voy a comprar.
—No me pregunte qué sistemas neurales se ponen en juego... pero, sean los que sean, tienen que ser captados en el escáner y recreados en el modelo, junto con todo lo demás. Los robots Gleisner son conscientes porque procesan información, sobre el mundo y sobre sí mismos, exactamente del mismo modo que los humanos.
—¿Entonces está conforme con la idea de que un programa de ordenador que simula un cerebro humano consciente es en sí mismo igual de consciente?
—Por supuesto. No estaría aquí si no fuera así.
No estaría hablando contigo, ¿no? No veo la necesidad de darle más detalles: de confesarle que me resulta mil veces más fácil aceptar la idea desde que los superordenadores de diez toneladas situados en sótanos de Dallas y Tokio empezaron a dar paso a los robots ambulantes Gleisner, con sus procesadores compactos y sus cuerpos verosímiles. Cuando las Copias por fin se liberaron de sus realidades virtuales —por muy grandes y muy detalladas que pudieran ser— y tuvieron la opción de vivir en el mundo del mismo modo que la gente de carne y hueso, dejé de pensar, finalmente, que ser escaneado sería como ser enterrado vivo.
—¿Entonces acepta que para generar experiencia lo único que hace falta es realizar una serie de cálculos en unas estructuras de datos que codifiquen la misma información que la estructura del cerebro? —dice Bausch.
Tanta jerga me sobra, y no entiendo por qué insiste tanto sobre la cuestión.
—Claro que lo acepto —le digo de todos modos en un tono insulso.
—¡Entonces piense en lo que conlleva! Porque todo el proceso de creación del software final que ejecuta un robot Gleisner (la Copia perfecta de la persona inconsciente que fue escaneada) es una larga secuencia de cálculos que tienen lugar en estructuras de datos que representan el cerebro humano.
Asimilo esto en silencio.
—No es nuestra intención provocar los sueños de transición —continúa Bausch—, pero probablemente son inevitables. Las Copias tienen que hacerse de alguna manera: no pueden surgir de la nada completamente formadas. El escáner tiene que explorar el cerebro orgánico, medir los espectros de RMN de miles de millones de secciones transversales distintas, y luego procesar esas mediciones para crear un mapa anatómico y biomecánico de alta resolución. En otras palabras: realizar varios billones de cálculos en un dilatado conjunto de datos que representa el cerebro. Después ese mapa se utilizará para construir el modelo numérico operativo, la Copia en sí. Más cálculos.